La violencia policial es solo una manifestación visible de una problemática mucho más profunda que atraviesa diversas estructuras de clase, raza, etnia, género, orientación sexual y la devastación del medio ambiente. Si bien el papel de la policía en la producción de violencia racial y terrorismo estatal no puede ser ignorado, la raíz de esta violencia se encuentra en las estructuras económicas y políticas de injusticia más amplias. El Rev. William Barber destaca la necesidad de entender la violencia policial dentro de un contexto político más amplio, refiriéndose a lo que él llama la "medición de la muerte". Explica que, al hablar de la muerte de figuras como George Floyd, hay que recordar que la violencia policial es solo una parte de un sistema mayor: el racismo y el clasismo que matan a las personas de diversas maneras. Según Barber, por cada 500,000 personas que son privadas de atención médica, mueren 2,800. De manera similar, 700 personas mueren cada día debido a la pobreza, incluso antes de la pandemia de COVID-19. Este contexto revela que las políticas regresivas tienen lo que él denomina una "medición de la muerte", un costo humano que no es visible a simple vista pero que está presente en las decisiones políticas diarias.
La necesidad de redirigir los recursos hacia programas sociales que realmente aporten valor a las personas es otro aspecto crucial de este análisis. En una sociedad neoliberal, la redistribución de dinero proveniente del sector militar, los ultra-ricos, el sector financiero y las grandes corporaciones debe ser un pilar de la transformación radical que se requiere. Esto no puede ser un simple ajuste superficial o reforma; es una transformación que debe tocar los cimientos mismos de la economía y las políticas sociales, enfocándose en derechos económicos, servicios sociales y en las condiciones básicas para que las personas puedan vivir con dignidad. Esta transformación es esencial para empoderar a los individuos y proporcionarles las herramientas para una vida autónoma.
El militarismo también juega un papel central en este contexto, pues las políticas neoliberales no solo contribuyen a la desigualdad económica, sino que también sostienen una cultura bélica que alimenta tanto el racismo institucional como la pobreza sistémica. La expansión del complejo militar-industrial estadounidense, con el tamaño inflado del presupuesto del Pentágono y su vasta red de bases militares en el extranjero, se presenta como un componente inseparable de la opresión interna y externa. El capitalismo neoliberal, que antepone los intereses de las corporaciones y los militares a las necesidades humanas fundamentales, es en última instancia responsable de la devastación ecológica y la creciente amenaza de guerra nuclear, además de la crisis de salud pública global.
La relación entre política, militarización y racismo se intensifica aún más en el discurso y las acciones de figuras políticas como el expresidente Donald Trump, quien utilizó su retórica destructiva para alimentar el extremismo de derecha, la xenofobia y una cultura de mentiras y deshumanización. Bajo su administración, la militarización del lenguaje político y la institucionalización de la violencia como forma de control fueron puntos claves. Trump utilizó los medios de comunicación para normalizar su retórica de odio, llamando a los medios "enemigos del pueblo" y describiendo a sus opositores políticos como traidores, mientras se dedicaba a manipular las emociones populares mediante un discurso cargado de desinformación.
El uso de la violencia estructural bajo Trump no se limitó a las protestas o las campañas racistas, sino que también se extendió a la gestión de la pandemia de COVID-19. Mientras la crisis sanitaria avanzaba, Trump desplegó su retórica autoritaria, minimizó la gravedad de la pandemia y usó las fuerzas policiales para intimidar a los manifestantes que luchaban por reformas. Su indiferencia hacia las comunidades más afectadas por el virus, especialmente las comunidades negras, y su fomento de un ambiente de desinformación, demostró cómo los regímenes autoritarios pueden manipular la situación de crisis para consolidar su poder, sofocar la disidencia y aumentar las desigualdades preexistentes.
Es fundamental entender que la violencia, ya sea directa o indirecta, racial o económica, no surge de manera aislada. Forma parte de un entramado más grande que abarca las políticas económicas neoliberales, el militarismo, la militarización de la policía y la violencia simbólica que se perpetúa a través de los discursos políticos y los medios de comunicación. La lucha contra el racismo, la pobreza y la desigualdad debe ser integral, enfrentando no solo la violencia explícita, sino también las políticas y estructuras que la fomentan de manera sistémica. Cualquier cambio real debe ir más allá de simples reformas y dirigirse a la raíz misma de estas desigualdades estructurales.
¿Cómo las estructuras políticas y el negacionismo transformaron la democracia y la justicia durante la pandemia?
Durante la pandemia, algunos líderes políticos, como Jair Bolsonaro en Brasil, adoptaron una postura cruel y deshumanizada frente a la crisis sanitaria, lo que no solo afectó la gestión de la pandemia, sino que también reveló el vacío moral de aquellos en el poder. Con un desprecio absoluto por las vidas humanas, Bolsonaro llegó a decir: "Lo sentimos por los muertos, pero ese es el destino de todos". Tal indiferencia se tradujo en miles de muertes evitables y en una catástrofe nacional. A su vez, Donald Trump, al negarse a tomar medidas de seguridad en Estados Unidos, no solo minimizó el alcance de la pandemia, sino que también fue uno de los primeros en caer víctima de la enfermedad que contribuyó a propagar. Ambos líderes, más allá de su falta de empatía, compartían una ideología política autoritaria que no solo ignoraba la verdad, sino que la veía como una carga.
Este fenómeno no se limitó a las figuras individuales de Bolsonaro y Trump. A través de sus acciones y discursos, reflejaron una tendencia más amplia en el ámbito político, especialmente dentro del Partido Republicano de Estados Unidos, que, bajo la dirección de Trump, se fue radicalizando hasta convertirse en un vehículo de nacionalismo extremo, racismo y autoritarismo. La acusación de que los seguidores de Trump dentro de este partido eran como los colaboradores de la Francia de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial no fue solo una metáfora. Así como los colaboradores franceses sacrificaron su moral para colaborar con el régimen nazi, muchos en el Partido Republicano optaron por cerrar los ojos a la corrupción, el racismo y los abusos de poder cometidos por Trump. Esta comparación no era superficial, sino que apuntaba a cómo el partido se fue alejando de sus principios fundacionales, abrazando prácticas autoritarias y un discurso de odio y miedo, exacerbado por la propagación de teorías de conspiración y un enfoque antidemocrático.
La estrategia de Trump de convertir a cualquier opositor, ya sea dentro del país o en la frontera, en un "enemigo del pueblo", moldeó el discurso político y la percepción pública. Los inmigrantes, las personas de color y aquellos que se oponían a su gobierno fueron etiquetados como amenazas existenciales a la nación. Esta lógica de "enemigos internos" y "externos" se propagó en los medios, creando una atmósfera de paranoia que consolidó el poder de Trump y sus seguidores. A través de un uso hábil de la manipulación mediática, Trump y su partido avanzaron en una campaña de desprestigio contra los disidentes y de criminalización de cualquier forma de resistencia.
La desinformación fue un eje central de este proceso. El rechazo de Trump a usar mascarillas, sus comentarios racistas sobre el virus y su promoción de políticas públicas que favorecían la segregación y la represión contribuyeron a un clima de caos y ley sin orden. La corrupción en su administración, tan evidente que se normalizó, fue solo uno de los aspectos de un gobierno que no se preocupaba por la rendición de cuentas. En este contexto, las instituciones democráticas fueron sistemáticamente atacadas. El Partido Republicano, lejos de hacer frente a la corrupción, apoyó a Trump a toda costa, incluso cuando sus acciones eran claramente dañinas para la sociedad y la democracia. La inacción del Senado Republicano durante el proceso de juicio político solo consolidó el poder del presidente y dio paso a una era de impunidad que afectó gravemente la estabilidad del sistema democrático.
En paralelo a la desestructuración de las instituciones democráticas, la figura de William Barr, fiscal general bajo el mandato de Trump, representó una exacerbación de la ley como instrumento de control político. Al igual que Carl Schmitt, teórico político asociado al régimen nazi, Barr defendió una visión del poder ejecutivo sin restricciones, colocando a Trump por encima de la ley y justificando una serie de abusos de poder y ataques a las instituciones judiciales. Las políticas de Barr, al igual que las de su jefe, se dirigieron a consolidar el autoritarismo, lo que dejó a Estados Unidos en una situación de vulnerabilidad frente a las amenazas internas y externas.
Es crucial entender que estas dinámicas no son eventos aislados, sino síntomas de un proceso más amplio de erosión de las normas democráticas y el ascenso de políticas de odio. La gestión de la pandemia, la manipulación del miedo, la corrupción y la desinformación son los elementos clave que definieron una era política peligrosa, donde la verdad fue reemplazada por una narrativa de conveniencia. Este período nos recuerda que la democracia y la justicia no son automáticas ni dadas por sentadas; siempre deben ser defendidas activamente.
¿Cómo se entrelazan neoliberalismo, racismo institucional y militarización en la configuración de la crisis social contemporánea?
El neoliberalismo no es simplemente una doctrina económica, sino un entramado complejo que afecta todos los aspectos de la vida social y política, moldeando profundamente las desigualdades y las estructuras de poder. Su esencia radica en la reducción del papel del Estado, la promoción de los mercados como mecanismos casi omnipotentes y la exaltación del individualismo extremo, también denominado hiperindividualismo. Este último, lejos de fomentar la autonomía real, fragmenta la sociedad y debilita los lazos comunitarios, generando un terreno fértil para la injusticia y la exclusión social.
El impacto del neoliberalismo se percibe claramente en la expansión de la precariedad laboral y la desigualdad económica, así como en el debilitamiento de los sistemas públicos de salud y protección social. La lógica de mercado introduce una meritocracia fallida que, en lugar de nivelar oportunidades, amplifica las brechas existentes. La privatización y los recortes en el gasto público han desmantelado redes de seguridad fundamentales, dejando a vastos sectores de la población desprotegidos frente a crisis sanitarias, económicas y sociales.
En este contexto, la militarización de la vida cotidiana y de las instituciones estatales emerge como un instrumento para preservar el statu quo y gestionar el descontento social. La presencia creciente de fuerzas policiales militarizadas, la intensificación del control social y la violencia institucional se convierten en mecanismos para contener y neutralizar movimientos de protesta y resistencias populares. Esta militarización no solo es física, sino también simbólica, ya que implica la construcción de narrativas que justifican la represión bajo la amenaza de un orden que supuestamente debe ser protegido.
Paralelamente, el racismo institucional se entrelaza con estas dinámicas para perpetuar sistemas de exclusión y violencia. Este racismo no es un fenómeno aislado ni marginal, sino un componente estructural que atraviesa el sistema político, económico y social. Funciona como un medio para segmentar a la población, justificando desigualdades y violencias diferenciadas. La historia y la memoria colectiva se cargan así de prácticas de limpieza racial, nativismo y “othering”, que legitiman la marginalización de comunidades enteras bajo el pretexto de proteger a “los verdaderos ciudadanos” o a la nación misma.
La intersección entre neoliberalismo, racismo institucional y militarización genera un círculo vicioso: la desigualdad económica alimenta la exclusión racial, esta a su vez legitima la violencia estatal, que refuerza el control social y protege intereses económicos dominantes. En este proceso, las narrativas mediáticas juegan un papel central, ya que moldean la percepción pública y minimizan las causas estructurales de la crisis, desviando la atención hacia explicaciones simplistas o moralizantes que apuntan a la irresponsabilidad individual.
Más allá de la descripción de estos fenómenos, es crucial comprender que esta configuración no es natural ni inevitable. Se trata de un sistema profundamente político y disputado, donde las resistencias, los movimientos sociales y las alternativas democráticas se enfrentan a un aparato institucional diseñado para conservar privilegios y exclusiones. La emergencia de populismos de derecha y de izquierda refleja la polarización de un escenario en crisis, donde la demanda por justicia social, igualdad y redistribución se expresa con fuerza creciente.
Es necesario reconocer que la lucha contra la militarización y el racismo institucional debe ser inseparable de una crítica radical al modelo neoliberal que los sostiene. Reformas superficiales no bastan para desmontar las estructuras que reproducen la injusticia y la violencia. Solo mediante transformaciones profundas que reintegren la dimensión social en la política y la economía, que promuevan la solidaridad y la cooperación por encima del individualismo competitivo, será posible avanzar hacia sociedades más justas y democráticas.
Además, resulta imprescindible situar estos fenómenos en un marco histórico que permita entender cómo las políticas actuales son herederas de procesos históricos de exclusión, dominación y resistencia. La conciencia histórica no solo ofrece una comprensión crítica, sino que también proporciona herramientas para imaginar y construir alternativas que trasciendan las limitaciones del presente. En este sentido, la pedagogía crítica y la memoria colectiva son fundamentales para desarticular las narrativas hegemónicas y abrir espacios para la emancipación.
La complejidad de esta crisis exige, finalmente, una aproximación multidimensional que integre economía, política, cultura y subjetividad, sin caer en reduccionismos ni fragmentaciones analíticas. Solo así se podrá entender la verdadera profundidad de las transformaciones necesarias y articular respuestas que no reproduzcan los mismos patrones de exclusión y violencia. En suma, el neoliberalismo, el racismo institucional y la militarización no son realidades separadas, sino componentes interdependientes de un sistema que requiere ser cuestionado en su totalidad para aspirar a un cambio real y duradero.
¿Cómo la Gestión de la Pandemia Bajo Trump Reveló el Colapso de un Estado Funcional?
La crisis del COVID-19 en los Estados Unidos durante la administración de Donald Trump evidenció un colapso no solo en la respuesta sanitaria, sino en el propio concepto de lo que constituye un "estado funcional". En lugar de priorizar la salud pública, Trump adoptó una postura que, aunque profundamente irresponsable, reflejaba la condición de un país donde los intereses políticos y económicos eclipsaron el bienestar de la población. Como si de un espectáculo se tratara, la campaña electoral de Trump se desarrolló bajo el lema de la "liberación", incitando a sus seguidores a desafiar las restricciones sanitarias impuestas por los gobernadores para frenar la propagación del virus. Este comportamiento no fue solo una muestra de incompetencia, sino también de un vacío moral profundo, donde la vida humana se subordina a la política y los intereses de reelección.
La afirmación de que Estados Unidos se convirtió en un "estado fallido" durante la presidencia de Trump tiene mucho sentido cuando se observa el panorama general. El sociólogo Pankaj Mishra, al caracterizar la realidad estadounidense, señala la evidencia de un sistema que lleva décadas desmoronándose: "desindustrialización, trabajos mal remunerados, subempleo, hiperinflación carcelaria y sistemas de salud debilitados o excluyentes". Estos problemas no son recientes, pero la administración Trump puso al descubierto la magnitud de las fallas del sistema. En vez de estar al servicio de la ciudadanía, el estado estadounidense delegó las tareas fundamentales —como la salud, la educación y los servicios sociales— al mercado, cuyo funcionamiento es intrínsecamente excluyente y beneficioso solo para unos pocos.
Lo más preocupante es que la administración Trump no solo permitió el deterioro de las instituciones, sino que activamente contribuyó a ello, exacerbando las divisiones políticas y fomentando una atmósfera de desinformación. La crisis del COVID-19 fue tratada como una oportunidad para una lucha política, donde los sacrificios humanos eran solo un collateral para sostener una narrativa de "libertad económica". Esta dicotomía entre economía y salud pública, promovida por Trump, nunca fue más que una falacia. No se trataba de elegir entre una u otra; la salud de la población no debería haber estado en conflicto con la necesidad económica. Sin embargo, Trump y sus seguidores insistieron en que la reactivación económica era más urgente que la protección de la vida humana.
La retórica de "liberar" los estados, como fue el caso con Michigan y Virginia, solo exacerba el problema. En lugar de apelar a la razón y al sentido común en tiempos de crisis, Trump alentó las manifestaciones contra las medidas de confinamiento, defendiendo la economía por encima de la vida. Esta actitud refleja una ideología peligrosa: la política de la disposabilidad, en la que ciertos grupos de personas, particularmente los más vulnerables como los ancianos, son sacrificados por el bien del "crecimiento económico". Esta lógica perversa resurgió con fuerza durante la pandemia, con voces como la del vicegobernador de Texas, Dan Patrick, quien sugirió que los ancianos deberían estar dispuestos a sacrificarse por el bien de la economía.
Más allá de las decisiones políticas desastrosas, la pandemia de COVID-19 bajo Trump reveló una administración que no solo estaba ausente, sino que también activamente contribuyó al sufrimiento de la población. En su afán de ganar puntos políticos y mantener el mercado de valores elevado, Trump desestimó las advertencias de los expertos en salud, prefiriendo lanzar una campaña electoral repleta de mitos y desinformación. Esta postura no solo agravó la crisis sanitaria, sino que también dejó al descubierto la fragilidad de las instituciones democráticas que no lograron contener las políticas de un liderazgo errático y peligroso.
Es esencial comprender que, en un estado funcional, la respuesta ante una pandemia debe ser coordinada y basada en principios de justicia social. Los recursos del estado deben destinarse a proteger la vida y el bienestar de todos los ciudadanos, sin que haya lugar para políticas que favorezcan a las élites a costa de las clases trabajadoras. Las políticas públicas deben reconocer que la salud pública es una prioridad que no debe ser puesta en peligro por los intereses de un pequeño grupo económico ni por la búsqueda de popularidad electoral.
Al final, la gestión de Trump durante la pandemia puso de manifiesto lo que ocurre cuando el liderazgo está más interesado en alimentar su propia narrativa política que en tomar decisiones basadas en la ciencia y el bienestar común. Esto no solo expone la irresponsabilidad de un líder, sino que también revela las profundas fallas de un sistema político que, en lugar de proteger a sus ciudadanos, los sacrificó en el altar del lucro y la reelección.

Deutsch
Francais
Nederlands
Svenska
Norsk
Dansk
Suomi
Espanol
Italiano
Portugues
Magyar
Polski
Cestina
Русский