El enfoque de Donald Trump hacia la política exterior está marcado por una profunda desconfianza en los acuerdos multilaterales y un énfasis inquebrantable en lo que él considera un sistema económico “transaccional”, en el que los países deben compensar de manera directa y cuantificable los costos que los Estados Unidos asumen al involucrarse en su defensa o en sus mercados. Este enfoque quedó claro en 1987, cuando Trump compró una página completa de publicidad en periódicos como The New York Times, The Washington Post y The Boston Globe, donde expuso su preocupación por las naciones aliadas, especialmente Japón y Arabia Saudita. En su carta abierta, criticaba a estos países por beneficiarse de las garantías de seguridad de EE. UU. sin ofrecer nada a cambio. La pregunta que planteaba —“¿Por qué no nos pagan por las vidas humanas y los miles de millones de dólares que estamos perdiendo para proteger sus intereses?”— reflejaba su visión básica de que los acuerdos internacionales deben ser mutuamente beneficiosos, si no directamente rentables para Estados Unidos.

El discurso de Trump acerca de las alianzas internacionales es consistente con su perspectiva general sobre la política exterior. La percepción de que el sistema de alianzas de posguerra, en el que Estados Unidos subsidia la defensa de numerosos países, es insostenible es una de las piedras angulares de su visión. Desde su experiencia en el sector inmobiliario, Trump parece haber internalizado la idea de que las relaciones bilaterales y multilaterales no pueden ser de beneficio mutuo. Según su lógica, no puede haber una suma positiva en tales acuerdos: siempre debe haber un ganador y un perdedor. Este punto de vista explica por qué a menudo Trump critica a los aliados de EE. UU., incluso más que a los adversarios, a pesar de que las economías de estos aliados están mucho más interconectadas con la estadounidense.

Para Trump, la globalización y la interdependencia económica no son instrumentos de crecimiento, sino vulnerabilidades. La idea de que la interdependencia económica fomenta el crecimiento más allá de lo que un sistema autárquico podría lograr es rechazada por él. El mundo, a sus ojos, es un campo de batalla en el que los países luchan por una porción de un pastel fijo. Esta visión se ve reflejada en sus críticas hacia los desequilibrios comerciales, los cuales considera inherentemente explotadores. En sus palabras, los países como China e India “nos están quitando empleos”. En lugar de ver las importaciones y las exportaciones como una relación mutuamente beneficiosa, él las considera una fuente de debilidad económica para Estados Unidos.

Este enfoque proteccionista ha sido una de las características más notorias de la política exterior de Trump, quien no dudó en imponer aranceles sobre importaciones de varios países, incluyendo Canadá, México, la Unión Europea, Rusia y China. Los efectos de esta guerra comercial fueron palpables, con pérdidas significativas para la economía estadounidense. A pesar de que la economía de EE. UU. sufrió debido a la guerra comercial, Trump persistió en su creencia de que las “guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”, tal como expresó en Twitter en 2018. Su inclinación por la protección de los mercados nacionales frente a los acuerdos de libre comercio y su renuencia a adherirse a acuerdos como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) reflejan una visión global de “yo gano, tú pierdes”.

A nivel de seguridad, Trump adoptó una postura similar. No solo cuestionó la presencia militar de EE. UU. en el extranjero, sino que también subrayó la necesidad de que los países aliados contribuyeran financieramente a sus propias defensas. Por ejemplo, mostró su frustración con la permanencia de tropas estadounidenses en Corea del Sur, argumentando que el costo de su despliegue no era compensado por los beneficios estratégicos o de seguridad para Estados Unidos. La idea de que Estados Unidos no debe seguir financiando las defensas de otros países, especialmente cuando estos países no retribuyen adecuadamente, ha sido una constante en su política.

La “America First” de Trump se caracteriza por una visión del mundo en la que los acuerdos internacionales y las alianzas deben ser tratados como transacciones comerciales, con Estados Unidos como el principal beneficiario. La creencia de que la seguridad y la economía de un país deben ser gestionadas con una mentalidad empresarial de costo-beneficio ha sido la fuerza motriz de sus políticas exteriores, tanto en lo económico como en lo estratégico.

Es esencial comprender que, más allá de las declaraciones de Trump y de las decisiones de política exterior que tomaba, su visión del mundo estaba siempre teñida por una desconfianza profunda hacia cualquier tipo de multilateralismo o cooperación que no asegurara un beneficio directo para Estados Unidos. Su concepto de “transacciones justas” puede parecer a muchos simplista o incluso perjudicial, pero refleja una lógica económica que ha sido central en su enfoque hacia la política global: un mundo donde cada interacción debe traer una ganancia tangible, medible y directa para su país.

¿Por qué la restricción es clave en la política exterior de Estados Unidos?

La restricción, como principio fundamental en la política exterior de Estados Unidos, se basa en la idea de que, a pesar de ser una superpotencia, el país no tiene la capacidad de gestionar de manera efectiva todos los asuntos globales. Aunque en ocasiones la intervención en el extranjero es necesaria, el principio de restricción subraya la importancia de reconocer los límites de la intervención estadounidense. La capacidad para influir de manera decisiva en los resultados de una crisis internacional es limitada, las intervenciones a menudo son resistidas ferozmente, y el costo humano y económico puede ser exorbitante.

La restricción también se refiere a los medios que Estados Unidos emplea para alcanzar sus objetivos de política exterior. Los métodos primarios para involucrarse en los asuntos internacionales deben ser la diplomacia, el comercio y la cooperación, en lugar de recurrir a la fuerza militar. Desde la Segunda Guerra Mundial, la intervención militar ha sido un pilar de la política exterior estadounidense, pero esto ha tenido consecuencias que merecen reflexión. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos intervino en los asuntos de otros países mucho más que la Unión Soviética, y en la era posterior a la Guerra Fría, el uso de la fuerza militar estadounidense ha sido aún más omnipresente. Según el Servicio de Investigación del Congreso, desde 1989, Estados Unidos ha intervenido militarmente en más de 200 ocasiones.

Sin embargo, la restricción sostiene que, aunque una nación debe mantener una fuerza militar robusta para disuadir amenazas y defender su territorio, el uso de la fuerza debe ser siempre el último recurso. La dependencia de Estados Unidos de la intervención militar refleja un deseo de gestionar los asuntos del mundo, bajo la creencia de que la guerra o la amenaza de la guerra es la mejor manera de hacerlo. Esta lógica ha demostrado ser errónea en diversas ocasiones. El uso excesivo de la fuerza, a menudo en nombre de la expansión de la democracia o la lucha contra el terrorismo, ha provocado que pequeños conflictos se conviertan en guerras prolongadas, ha creado nuevos enemigos y ha sumido al país en situaciones de las cuales es difícil salir victorioso.

Adoptar la restricción significa que Washington debe estar dispuesto a aceptar que no siempre se lograrán los resultados deseados. La diplomacia es un proceso lento, y en ocasiones, como en el caso de Siria, no puede evitar o resolver conflictos de manera inmediata. Sin embargo, el conflicto sirio muestra que la intervención militar no era una opción viable. La guerra civil en Siria no representaba una amenaza directa para Estados Unidos, ni justificaba arriesgar vidas estadounidenses. Los problemas subyacentes en Siria no podían ser solucionados mediante la intervención militar. De hecho, la participación limitada de diversas potencias en el conflicto solo agravó la situación. La respuesta más responsable fue la de fomentar negociaciones entre las facciones del conflicto, con la esperanza de alcanzar una paz duradera.

En la práctica, la diplomacia, el comercio y la cooperación son las formas más efectivas de alcanzar los objetivos de la política exterior de Estados Unidos, tales como relaciones con naciones amigas, el aumento del comercio mutuo y la capacidad para trabajar de manera multilateral en la resolución de problemas globales. A menudo se argumenta que una presencia militar global es necesaria para proteger los mercados mundiales, pero en realidad, las políticas comerciales de Estados Unidos y la cooperación internacional son mucho más importantes. El comercio continuará sin interrupciones si Estados Unidos retira sus tropas de Corea del Sur, pero no si abandona la Organización Mundial del Comercio y sus acuerdos de libre comercio.

La diplomacia también es la mejor herramienta para abordar problemas delicados y con países considerados “recalcitrantes”. Un ejemplo exitoso de esto fue la negociación del Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés) bajo la administración Obama, que resolvió el problema nuclear de Irán sin recurrir a la guerra. En lugar de bombardear o invadir Irán, como sugerían los sectores más belicistas desde principios de la década de 2000, la administración Obama utilizó sanciones económicas globales combinadas con diplomacia multilateral, logrando un acuerdo que detuvo y redujo el programa nuclear iraní. Este enfoque contrasta radicalmente con la invasión de Irak en 2003, donde, al final, la intervención militar resultó en la pérdida de miles de vidas, un colapso estatal y el crecimiento de la violencia y el terrorismo.

Una política exterior que apueste por la restricción también requerirá una mayor inversión en diplomacia, algo que ha estado ausente en las últimas administraciones. Para ello, será necesario redirigir parte del presupuesto del Pentágono a fortalecer las capacidades diplomáticas del Departamento de Estado. La reconstrucción de esta infraestructura, después de los daños sufridos durante la gestión de Rex Tillerson y el desprecio generalizado por la diplomacia bajo la administración Trump, debe ser una prioridad. Estados Unidos debe buscar el apoyo multilateral para la mayoría de las intervenciones internacionales, especialmente aquellas que impliquen el uso de sanciones económicas o fuerza militar.

El tercer principio que respalda la restricción implica realinear la política exterior con los valores y principios liberales que históricamente han caracterizado a los líderes políticos de Estados Unidos. El enfoque de primacía ha erosionado la autoridad moral de Estados Unidos y ha socavado el carácter basado en normas del sistema internacional. Es difícil argumentar que el poder militar de Estados Unidos promueve el orden liberal mundial cuando, en nombre de la lucha contra el terrorismo o la defensa de la democracia, se apoya a regímenes autoritarios que violan sistemáticamente los derechos humanos. Estados Unidos ha recurrido en múltiples ocasiones a la intervención militar, a veces bajo el pretexto de la "intervención humanitaria", mientras apoya a gobiernos que perpetran crímenes igualmente atroces.

Este enfoque ha diluido las normas más importantes del sistema internacional, como la integridad territorial, la no intervención y la no agresión. El caso de Nicaragua en 1986, cuando la Corte Internacional de Justicia dictaminó que Estados Unidos violó principios clave del derecho internacional al apoyar a los rebeldes contrarrevolucionarios, ejemplifica cómo, bajo la lógica de la excepcionalidad, Estados Unidos ha optado por violar las normas internacionales. Además, incluso en situaciones donde Estados Unidos ha trabajado dentro de los marcos internacionales, como la intervención en Libia en 2011, las operaciones a menudo han excedido el mandato original, exacerbando el caos en lugar de resolverlo.