La desindustrialización de Estados Unidos fue un proceso que comenzó en la segunda mitad del siglo XX y se aceleró a lo largo de las décadas de 1970 y 1980. En este periodo, la membresía sindical se redujo drásticamente, pasando de 11.9 millones en 1980 a 7.3 millones en 2010, siendo la mayoría de las pérdidas en el sector manufacturero. Esto se debió, en gran medida, al traslado de las fábricas al extranjero en busca de mano de obra más barata y nuevos mercados, mientras que la política exterior estadounidense cooperaba estrechamente con instituciones multilaterales para abrir mercados en el mundo en desarrollo. En México, a fines de la década de 1970 se crearon zonas de libre comercio a lo largo de la frontera, lo que fue un precursor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En China, las políticas de reajuste estructural implementadas a finales de los años 80 impulsaron una transición de una producción orientada al consumo interno a una centrada en la exportación. Este proceso tuvo consecuencias devastadoras para el Medio Oeste estadounidense, afectando de manera desproporcionada a los trabajadores industriales negros, aunque la narrativa popular tiende a centrar la declinación de la clase trabajadora en los hombres blancos de clase baja. Las referencias de Trump a la pérdida de empleos manufactureros se basan en esta idea, aunque su culpabilización de otros países revela dos mitos comunes sobre la manufactura.

El primer mito sostiene que los trabajos manufactureros pagan salarios más altos simplemente debido a la naturaleza del trabajo. Esta afirmación solo es cierta cuando los trabajadores están sindicalizados. En ausencia de sindicatos, los empleos en la manufactura son frecuentemente de bajos salarios, con pocos beneficios y pueden ni siquiera ser a tiempo completo. El segundo mito es que la desindustrialización dejó a los trabajadores sin empleo, cuando en realidad muchos encontraron trabajos en otros sectores como el comercio minorista o los servicios de comida. Estos trabajos también eran mal remunerados, pero no porque fueran menos difíciles o rentables, sino porque, al igual que en la manufactura, la falta de sindicalización reducían los salarios y las condiciones laborales.

Trump no fue completamente erróneo al señalar la globalización y el libre comercio como causas de la desindustrialización, pero omitió una parte crucial de la historia: la erosión de los derechos laborales y el cambio en las políticas públicas que favorecían la acumulación de ganancias sobre la protección de los trabajadores. A partir de la década de 1940, los republicanos, al tomar el control del Congreso, comenzaron a modificar la Ley Nacional de Relaciones Laborales (NLRA, por sus siglas en inglés), lo que permitió una serie de prácticas laborales desleales y restricciones al poder de los sindicatos. En la década de 1970, bajo la presidencia de Nixon y Reagan, la Corte Suprema conservadora favoreció decisiones que debilitaban aún más los derechos de los trabajadores y facilitaban la desindustrialización que Trump lamentaba.

En el caso de First Nat’l Maintenance Corp. v. NLRB (1981), la Corte permitió a una empresa cerrar sin consultar a los empleados sindicalizados si la decisión se tomaba por razones económicas. Esto abrió un agujero legal que permitió a los empresarios trasladar sus operaciones al sur de los Estados Unidos o incluso al extranjero sin enfrentarse a obstáculos sindicales. Además, en casos como el de Textile Workers Union v. Darlington Mfg. Co (1965), la Corte permitió que los empleadores cerraran sus negocios en respuesta a intentos de los trabajadores de sindicalizarse. A lo largo de estas décadas, se introdujeron prácticas laborales que favorecían la maximización de ganancias mediante la reducción de la jornada laboral a medio tiempo, la subcontratación de trabajo y la imposición de cláusulas de arbitraje que favorecían a los empleadores.

Las consecuencias de estas políticas autoritarias en el lugar de trabajo han sido devastadoras. En 2019, la sindicalización en el sector privado cayó a solo un 6%, mientras que el crecimiento de los monopolios corporativos llevó a una disminución general de los salarios. En comparación con los trabajadores de otros países desarrollados, los estadounidenses son los que tienen menos días de vacaciones y baja por enfermedad, se retiran más tarde y, en muchos casos, deben trabajar en múltiples empleos para sobrevivir. Además, el aumento de los costos de los seguros de salud ha llevado a los empleadores a monitorear la dieta, el hábito de fumar y la frecuencia del ejercicio de sus empleados, lo que incluso puede ser motivo para la revocación de la cobertura o el aumento de primas.

En este contexto, los empleadores también supervisan las redes sociales de sus empleados, que pueden ser utilizadas como base para despidos. A lo largo de las últimas décadas, se ha extendido la idea de que los trabajadores deben ser responsables de su propio éxito, celebrando el emprendimiento como una forma de individualidad. Esta visión ha estado presente incluso en programas como "The Apprentice", donde se promueve la idea de que el éxito empresarial se basa en la responsabilidad personal, mientras se invisibiliza el trabajo que sustenta a esas empresas.

Las políticas bipartidistas desde la administración de Reagan han continuado favoreciendo el libre comercio y la externalización, mientras que los sindicatos han sido debilitados. Incluso los intentos de reforma laboral, como la Ley de Elección Libre del Empleado, propuesta por Obama, se vieron socavados por la resistencia política y las presiones del poder corporativo. A lo largo de este proceso, se ha minimizado la importancia de los derechos laborales como factor clave en la mejora de las condiciones de trabajo y se ha subrayado la responsabilidad individual y la búsqueda de oportunidades a través de la educación y la re-capacitación, dejando de lado las estructuras que realmente protegen a los trabajadores en un mercado laboral cada vez más consolidado y desigual.

¿Cómo la política digital populista de Bolsonaro y Trump transforma la percepción de la corrupción?

La campaña de Bolsonaro, al igual que la de Trump, no solo se centró en atacar a la izquierda y promover una visión autoritaria de la política, sino que también jugó un papel crucial en la redefinición de la política de la corrupción. En el caso de Bolsonaro, sus seguidores no solo compartían un rechazo visceral hacia los opositores de izquierda, sino que también se sentían representados por un discurso que incluía componentes emocionales de lucha contra la corrupción. Uno de los elementos más importantes de su estrategia fue crear una imagen de sí mismo como alguien genuinamente incorruptible, incluso mientras recurría a la ayuda de los grupos políticos tradicionalmente asociados con la corrupción, como el Centrão.

El discurso en torno a la “pureza” y el “anticorrupcionismo” fue manipulado de manera astuta en las plataformas digitales, lo que permitió que Bolsonaro se posicionara como el único salvador contra el sistema político tradicional, a pesar de las contradicciones evidentes en su comportamiento. Esta retórica encontró una resonancia profunda entre sus seguidores, quienes, al igual que en el caso de Trump, rechazaban la “política vieja” y se sentían atraídos por un lenguaje directo, visceral y aparentemente rebelde.

En los videos y mensajes difundidos por la campaña de Bolsonaro, uno de los recursos más utilizados fue la apelación emocional, como aquel en el que el presidente lloraba mientras hablaba sobre cómo el nacimiento de su hija cambió su vida, a pesar de su historial de comentarios misóginos. Este tipo de estrategias visuales y narrativas no solo buscaban convencer a las mujeres que temían apoyar a un hombre con tal historial, sino que también sirvieron para reforzar la imagen de un hombre "cercano al pueblo" que contrarrestaba las élites corruptas. A través de estas representaciones, la campaña de Bolsonaro, como la de Trump, demostró cómo las plataformas digitales pueden ser usadas para crear una percepción de autenticidad que se distancia de las formas tradicionales de hacer política.

Este tipo de política digital se manifiesta, por supuesto, en un contexto mucho más amplio que solo las campañas electorales. La digitalización de la política, la integración de los medios de comunicación con las plataformas de redes sociales y el uso de la tecnología para movilizar a las masas, no es solo una fase pasajera, sino un cambio estructural en cómo se lleva a cabo la política. El auge de líderes como Bolsonaro y Trump es una indicación de cómo la economía de la atención, donde las emociones y las reacciones viscerales juegan un papel esencial, puede dar forma a las dinámicas políticas en el futuro cercano.

La estructura misma de los medios digitales, que se basa en la capacidad de manipular la atención de los usuarios, actúa en conjunto con una política de “anticorrupción” que no necesariamente está orientada hacia una reforma genuina del sistema, sino hacia la perpetuación de una narrativa de pureza y lucha contra las élites. Este fenómeno se convierte en un ciclo en el que la política se simplifica a una serie de imágenes y emociones que apelan más al instinto que a la razón. En este sentido, se plantea la hipótesis de que los medios digitales pueden estar contribuyendo a una transformación en los hábitos cognitivos de los usuarios, formando una nueva capa de interacción política más visceral y menos reflexiva, lo que podría abrir paso a una política más primitiva y populista, como las descritas por Laclau.

El populismo digital no solo ha sido más eficaz en capturar la atención de los votantes, sino que también ha logrado ser un vehículo de desinformación y polarización. Al apelar a lo más básico de la psique humana, las redes sociales y otras plataformas digitales permiten que los usuarios se sumergen en un ambiente donde las emociones dominan sobre la reflexión crítica. Esto se conecta con lo que algunos teóricos del populismo han denominado "política de la pureza", donde la lucha contra la corrupción se convierte en una cuestión de identidad, más que de propuestas concretas de política pública.

Es importante señalar que esta dinámica de movilización no solo está dirigida a los votantes en el momento de las elecciones, sino que tiene efectos mucho más duraderos en la estructura política misma. Con líderes como Bolsonaro y Trump, hemos visto una creciente distorsión en la percepción de la corrupción, donde el adversario político no solo es un enemigo ideológico, sino también un enemigo moral, lo que lleva a una polarización cada vez más profunda. A medida que los discursos populistas ganan terreno, los vínculos entre política, tecnología y emociones humanas se refuerzan, creando un nuevo modelo de comunicación política que no tiene precedentes en la historia moderna.

Además, en este contexto, la política tradicional se ve arrastrada por la lógica de las plataformas digitales. Las narrativas de pureza y lucha contra la corrupción se entrelazan con el uso de los algoritmos y la segmentación de audiencias, lo que permite una comunicación política más directa y personalizada, pero también más peligrosa. La democratización de la información, que en teoría podría ser un avance, se ha convertido en un medio a través del cual la manipulación de la opinión pública puede ser más efectiva y destructiva que nunca.

Al analizar cómo los populistas como Bolsonaro y Trump utilizan las plataformas digitales para generar emociones y alimentar la polarización, es clave reconocer que estamos ante un fenómeno complejo y multifacético. La política digital no es solo una extensión de la política tradicional, sino una nueva forma de hacer política, profundamente influenciada por la tecnología y la psicología humana. La respuesta a esta transformación requiere una reflexión crítica sobre cómo los medios, las emociones y las plataformas digitales están cambiando la naturaleza misma de la democracia.