El día llegó, como siempre, con su propio destino. Junto a él, su esposa y dos árboles, un abeto y un abedul, simbolizaban no solo el comienzo de una nueva etapa, sino también la transformación de un paisaje que parecía irreconocible. En una conferencia sobre botánica, los científicos se enfrentaron a dos preguntas fundamentales. La primera era práctica y directa: ¿es posible crear un parque vasto, lleno de especies valiosas de árboles y plantas, a esta altitud, en esta región específica? La mayoría de los expertos expresaron dudas fundadas. Las plantas no florecerían durante la breve estación cálida, y sin ellas, el parque perdería todo su esplendor y diversidad. La segunda pregunta era más filosófica: ¿vale la pena destinar una energía colosal a un pantano lleno de rocas volcánicas a 2100 metros sobre el nivel del mar para crear algo que solo será vivo durante dos o tres meses al año? ¿Y el resto del tiempo?

Este tipo de pregunta va más allá de la simple lógica; es una cuestión que inquieta al ser humano desde sus inicios, cuando trataba de encender una chispa con dos piedras. Es la duda existencial de si no sería más sencillo esperar a que un rayo caiga y encienda la rama seca del árbol más cercano. Esta pregunta ha acompañado al hombre durante miles de años. Y afortunadamente, a pesar de las dudas, siempre ha encontrado la fuerza para sobreponerse. Así, al decidir que sí habría un parque, el viejo "Pasado Mañana" respondió a las grandes preguntas de la vida humana. ¿Cuál es el significado de la existencia? ¿Cuáles son los más altos objetivos del ser humano? A veces, se arriesga a encender una estrella, porque, después de que el fuego se apaga, la estrella vuelve a arder. Un racionalismo frío, que mide la energía empleada frente a los resultados inmediatos, no comprendería nunca ese “de nuevo”, ese renacer que es inherente a la naturaleza humana.

La primavera alta en las montañas se reflejó en las cascadas, trayendo la vida al parque. Al principio solo se percibían los primeros colores de la estación: verde —la hierba y los coníferos— y negro —la tierra. Pero las formas y los contornos ya estaban ahí, líneas delicadas y precisas que precedían a los colores. Uno sentía que pronto la vida se manifestaría en toda su plenitud, vibrante y brillante. Con el trabajo más arduo de la siembra ya detrás, Kirill Sergeyevich se mostró más hablador. Me contó que había conseguido tierra bien fertilizada de los pastos altos de montaña y que, por fin, había recibido las esperadas semillas de gladiolos de una variedad resistente, provenientes de lechos distantes. A medida que los sonidos de la primavera aumentaban en intensidad, las violetas comenzaron a florecer en el costado sur de la cordillera. Grandes amapolas, brillantes como las que pintaba Martiros Saryan, estaban a punto de abrirse. Todo iba bien. El viejo "Pasado Mañana" recorría el parque, llevando a cabo su magia, riendo.

Pero, en un giro inesperado, la desgracia llegó. Una nube baja descendió por la cresta oriental de las montañas y el cielo se oscureció. La nieve comenzó a caer al caer la noche, y se convirtió en una tormenta al amanecer—blanca, cruel, seca. La temperatura bajó hasta diez grados bajo cero. El invierno había regresado a finales de mayo. A través de mi ventana, solo veía un blanco impenetrable. Pensé en el viejo "Pasado Mañana". Sentí la verdad implacable, la total impotencia de una estrella azotada por los vientos helados de la tormenta. El vendaval rugió durante horas, y si hubiese creído en fuerzas malignas, habría pensado que era un truco del propio Mefistófeles, vengándose por la decisión de Faust de drenar el pantano. No pensaba salir al exterior con mi liviano abrigo. Así que me quedé junto a la ventana blanca, escuchando una historia.

Era una historia que bien podría haber salido de un viejo libro de cuentos de Hans Christian Andersen, sobre cómo el pueblo de Dzhermuk celebraba el cumpleaños del viejo "Pasado Mañana" cada año. Mientras escuchaba, vi en mi mente a un burro, que de alguna manera apareció en medio de la tormenta, adornado con ramos de flores. El burro, un jardín viviente, tenía un rostro dulce y amable. Lideraba una procesión tan pintoresca, brillante e inusual que cautivó mi mente durante varios momentos. Olvidé por completo la tormenta. Niños con rosas, dalias, asteres, gladiolos, y hombres, mujeres y ancianos seguían al burro, camino al parque. Habían preparado mesas en un sendero sombreado para brindar por el viejo "Pasado Mañana". Cuando esta visión se desvaneció, la ventana volvió a ser completamente blanca.

El hombre que me había contado sobre los cumpleaños de Kirill Sergeyevich era el alcalde de Dzhermuk, Zaven Georgiyevich Vartanyan. Le dije sinceramente, sin tacto, "Todo esto es tan hermoso. No se parece al mundo real". Él repitió: "¿No se parece al mundo real? Pero, ¿qué ha hecho él que sea como el mundo real?" "Si lo desea," respondí, "es más bien como un milagro". "¿No lo cree?" me miró directamente, comprendiendo. "Bueno, no es el único. No es fácil de creer, ¿verdad? Un simple anciano forestal resulta ser más sabio que los expertos. Pero él no es más sabio. El milagro no viene de la mente, sino del amor. Ellos, los expertos, son más inteligentes porque todo lo planearon y estudiaron: la altitud, el ciclo de crecimiento, la dirección de los vientos, los caprichos de la naturaleza... Pero hay cosas que son difíciles de calcular. Leí sobre un inglés que, en sus sesentas, navegó solo alrededor del mundo en un pequeño barco. Claro, eso merece respeto, porque demuestra lo que una persona puede lograr. Pero lo que es aún más grande es que un hombre en sus sesentas deje su hogar, su bosque natal, y venga aquí a hacer lo imposible. Es curioso que lo que parece imposible pueda estar compuesto de posibilidades cotidianas. Se acuesta a la medianoche y se levanta a las seis cada mañana para escribir a todos los jardines del país y reunir semillas y brotes para construir un excelente invernadero. Y antes de que este invernadero existiera, arrastraba las rocas aquí, sin maquinaria, con sus manos desnudas, para conquistar el pantano. Lo que parece imposible es conquistado por el amor a la patria, por el amor al hombre. El parque florece dos o tal vez tres meses al año, pero incluso el resto del tiempo sigue siendo la principal atracción de nuestro pueblo. Esa es su fuerza, y por eso celebramos el cumpleaños de Kirill Sergeyevich como una gran festividad del pueblo. Lleva tres años así, desde su septuagésimo cumpleaños, cuando lo felicitaron desde todo Armenia, desde el Consejo de Ministros hasta los pequeños viveros forestales."

¿Cómo se entrelazan el arte, la ciencia y la espiritualidad en la visión de Chekrygin sobre el futuro?

Las imágenes fantásticas de Fyodorov, un pensador que soñaba con la ascensión humana al espacio, marcaron profundamente el camino de quienes lo siguieron, como Tsiolkovski, inspirando la búsqueda de un sueño aparentemente inalcanzable. Sin embargo, estas ideas visionarias no fueron meramente abstractas; se encarnaron en bocetos palpables, en modelos tangibles, en fórmulas concisas que más tarde, cuando Rusia realmente dio inicio a la era espacial, se materializaron en algo terrenal, casi ordinario, en la figura carismática de Gagarin. Para Chekrygin, estas imágenes de Fyodorov se plasmaron con una energía inusitada en su trabajo, transformándose en la primera manifestación artística de lo que podemos denominar la era espacial.

Chekrygin, consciente de la importancia de la unidad humana, entendió que la esencia de cualquier avance colectivo, como la conquista del espacio, no podría realizarse sin una revolución social previa que fomentara la cooperación y la hermandad. Esta visión social se vio reflejada en su ciclo de obras "Resurrección", que no solo evoca el regreso de los muertos, sino también la reactivación de las fuerzas espirituales y morales humanas, siempre oprimidas en tiempos de conflicto. En su obra, lo que se resucita no es simplemente lo perdido, sino las profundas conexiones humanas que dan sustancia a toda empresa colectiva. En su interpretación de Stenka Razin, Chekrygin nos habla de la resistencia y el sacrificio de aquellos que buscan la igualdad y la justicia, elementos que son esenciales en la creación de un futuro más justo y humano, incluso más allá de la muerte.

Aunque Chekrygin se reconocía como un artista moderno, sus obras siempre tenían una carga filosófica profunda. Sus dibujos, pese a la violencia expresionista que emanaban, nos sumergían en una reflexión existencial sobre el destino de la humanidad. En su visión del espacio, la humanidad no es meramente un observador pasivo de los astros; se convierte en protagonista activo de un universo regido por la razón, la armonía y la infinitud. Sus obras nos hacen sentir la inmensidad del cosmos, pero también nos muestran cómo la inteligencia humana, al expandirse más allá de los confines terrestres, no pierde su esencia, sino que la reconfigura. Lo que parecía imposible, se convierte en una posibilidad tangible.

Chekrygin, influenciado por la visión de Fyodorov, creía firmemente en la capacidad de la humanidad para crear, no solo en el campo de la ciencia, sino también en el del arte. En su juventud, soñaba con frescos que no solo fueran representaciones de escenas terrestres, sino de un destino más grande, el del hombre conquistando el cosmos. Su visión de un arte que reuniera la ciencia y la espiritualidad se encuentra en consonancia con el pensamiento de Fyodorov, quien sostenía que ambas disciplinas comparten el mismo material: la creación. Para Chekrygin, el arte debía ser un medio para dar forma al futuro, no solo en términos de estética, sino como un generador de nuevas realidades.

El trabajo de Chekrygin en la decoración de Moscú para el aniversario de la Revolución de Octubre, junto con sus esfuerzos en el teatro y su labor educativa, evidencian su creencia en la capacidad transformadora del arte en la vida cotidiana. Sin embargo, su mirada no se limitaba al presente; siempre había en sus proyectos la certeza de que lo que hoy vemos como un acto cotidiano es solo el preámbulo de una nueva etapa de la humanidad, una que será definida por la conquista del espacio y la integración del hombre en un cosmos que ya no será ajeno.

El arte de Chekrygin, por tanto, no solo habla del futuro de la humanidad en términos espaciales, sino de su capacidad para trascender las limitaciones de su tiempo. En sus frescos imaginados, como en las obras de Da Vinci, la realidad y la fantasía se entrelazan, demostrando que lo que hoy consideramos imposible, en el futuro cercano, será parte de nuestra existencia cotidiana. Las imágenes de Chekrygin, al igual que las de los grandes artistas del Renacimiento, nos hablan de un cosmos lleno de belleza y armonía, un espacio que, lejos de ser frío e inhóspito, está impregnado de sentido y de un orden superior, nacido de la creatividad humana.

A medida que la humanidad sigue avanzando hacia el futuro, las reflexiones de Chekrygin sobre el arte y la ciencia nos invitan a repensar el papel del hombre en un universo que, lejos de ser un espacio vacío, está lleno de posibilidades, tanto para el conocimiento como para la creación artística. Lo que hoy parece un sueño irrealizable, mañana puede ser una parte fundamental de nuestra existencia.

¿Cómo se transforma la humanidad a través del sufrimiento y la compasión hacia los niños?

Los esclavos humillados y torturados con una crueldad indescriptible vivieron una existencia que se desmoronaba con cada nuevo día. Sin embargo, tras una noche de comida en casa de Poliantes, la actitud de uno de los esclavistas tal vez comenzó a tomar tintes de venganza por la humillación sufrida, una respuesta que no es ajena a la naturaleza humana cuando ha sido víctima de sufrimientos profundos. En el primer día de la revuelta, el esclavista y su esposa fueron asesinados, pero su hija, cuya vida es verdaderamente notable, escapó de la furia del pueblo. Nadie le tocó un cabello; fue confiada a personas de confianza que la llevarían a sus familiares a través de las montañas. Ella era la única en su familia que había mostrado bondad hacia los esclavos, y, por esta razón, ellos decidieron devolverle el gesto. Aunque hoy podría no parecer sorprendente, si retrocedemos en el tiempo y tratamos de imaginar la atmósfera de la revuelta, podemos comprender la magnitud de este acto de compasión. El esclavo vivía una vida tan dura que su muerte lenta y tortuosa ni siquiera podría ser llamada vida. Ante el sufrimiento interminable, ¿se puede esperar bondad de ellos? La respuesta fue un acto que escapaba del deseo de venganza: no hubo un solo daño hacia la hija del hombre que había sido tan cruel con sus hijos. Si ella misma había sido bondadosa, los esclavos, a pesar de todo, pudieron serlo con ella.

Esto es, tal vez, el surgimiento de una nueva moralidad, un cambio radical en la percepción del sufrimiento y la humanidad. La revuelta nos muestra que, a pesar de las atrocidades, los esclavos eran capaces de distinguir entre la culpabilidad de los opresores y la inocencia de aquellos que no compartían su crueldad. Esta forma de justicia no era la de la venganza ciega, sino de una retribución que se fundaba en la diferencia entre los culpables y los inocentes, aun cuando la venganza pudiera ser entendida como un acto de justicia en otras circunstancias.

A lo largo de los siglos, el concepto de humanidad se fue transformando. La brutalidad de los sistemas opresivos, como la esclavitud en la antigua Roma, no solo producía sufrimiento físico, sino también una deshumanización profunda, que se reflejaba en la indiferencia hacia las vidas de los esclavos. Sin embargo, la historia muestra que siempre hubo una lucha por la dignidad, incluso en los momentos más oscuros. La clase dominante de su tiempo, inmersa en la lógica del capitalismo emergente, trataba de ocultar su propia crueldad bajo una fachada de humanismo y respeto por las normas sociales. Marx, en su obra El Capital, habló de la explotación infantil en las fábricas y del cinismo inherente a la práctica de los usureros, cuyas vidas se movían por la acumulación de riqueza sin importar el sufrimiento que causaban.

El personaje de Shylock, en El Mercader de Venecia de Shakespeare, no es solo un prestamista; es la personificación de una filosofía despiadada que pone la riqueza y el poder por encima de todo. La misma mentalidad que se encuentra en los dueños de fábricas del siglo XIX, que se aprovechaban de la legislación para explotar a los niños, haciendo que trabajaran más horas de las estipuladas por ley, sin respetar su dignidad humana. Esta visión del mundo, donde el ser humano es reducido a una mera herramienta para la obtención de riqueza, es la que permite que surjan prácticas como el trabajo infantil o la explotación sin límites, incluso en la sociedad moderna.

El capitalismo, en su afán por incrementar la riqueza de unos pocos, no dudaba en someter a los más vulnerables, como los niños, a condiciones de trabajo inhumanas, algo que Marx supo reconocer y denunciar con contundencia. La explotación de la infancia, tan presente en la Europa industrial, era solo una manifestación más de una lógica social que no valoraba la vida humana más allá de su capacidad de producir. Hoy, la sociedad parece haber olvidado esos abusos, pero la realidad es que la indiferencia hacia la infancia sigue existiendo, aunque de formas más sutiles.

A lo largo de la historia, el niño ha sido una víctima frecuente de las injusticias sociales. Ya sea en los horrores de la esclavitud romana, en las crueles ejecuciones de la Inquisición, o incluso en las atrocidades del régimen nazi, la infancia siempre ha sido uno de los blancos más vulnerables de la violencia estructural. El niño simboliza la promesa de un mundo nuevo, un mundo que los poderosos intentan destruir antes de que siquiera nazca. Desde las ejecuciones de niños en la Ginebra del siglo XVI hasta la opresión más silenciosa de los niños de hoy, esta violencia ha adoptado diversas formas.

Es crucial comprender que la actitud de una sociedad hacia la infancia refleja su concepto del ser humano en general. Aquella que no sabe reconocer los valores fundamentales de la niñez está condenada a perder el verdadero sentido de la humanidad. Las sociedades que no valoran la infancia ni protegen a los más vulnerables se alejan de los principios básicos de la dignidad humana. La historia nos enseña que la indiferencia y la crueldad hacia los niños no son solo un mal moral, sino un mal social que impide el progreso real de la humanidad.

¿Qué revela la actitud de Hamlet hacia el arte frente a la visión trágica de Nietzsche?

Hamlet no es simplemente un símbolo de duda o melancolía, sino también un espejo donde se refleja una concepción del arte profundamente distinta a la propuesta por Nietzsche. La escena en que presencia la actuación sobre la caída de Troya y se conmueve ante el lamento del actor por Hécuba ilustra algo crucial: para Hamlet, el arte no es evasión ni embriaguez estética. Es una sacudida moral, un recordatorio del deber. El actor que llora por Hécuba, reina de una historia lejana y casi mitológica, no despierta en Hamlet un vértigo irracional, sino una resolución clara y racional: vengar el asesinato de su padre. El teatro, para Hamlet, no es máscara ni simulacro, sino un instrumento que puede golpear directamente el mal, que puede ser usado como trampa para revelar la verdad. Así nace su "mousetrap", su obra dentro de la obra.

Esta postura frente al arte es profundamente anti-nietzscheana, o más exactamente, socrática. Porque si Nietzsche viera llorar al actor por Hécuba, no se preguntaría "¿Qué es Hécuba para él?", porque en su visión el arte tiene más realidad que la vida. No hay distancia entre el actor y su papel. No hay hombre dentro del actor, sólo forma, máscara, impulso dionisíaco. Pero la exclamación de Hamlet sólo tiene sentido si se reconoce que la vida es más real que el arte, y que un hombre real sufre por otro hombre real, aunque ambos estén separados por mil años y mil leyendas.

Para Sócrates, el teatro tenía una función ética: educar, ennoblecer, despertar. El arte no debía suplantar la vida, sino estar al servicio de ella. En cambio, cuando el arte se impone a la vida como un fin en sí mismo, se vuelve vacío, y el artista —despojado de sentido— termina despreciando la misma creación que antes adoraba. Ahí yace el secreto del tormento de Nietzsche frente a la creatividad: deseaba una resurrección sin tener qué resucitar. La antigüedad clásica fue para él lo único real, palpable, revivible. Pero no amaba al hombre, y sin amor al hombre, el acto de crear se convierte en abstracción. Soñaba con épocas grandiosas y titánicas, como hoy algunos sueñan con civilizaciones fuera de la Tierra, porque el presente, con su fragilidad y su humanidad, no le bastaba.

El siglo XIX fue una cumbre de creación: la Comédie humaine, la Novena Sinfonía, la novela rusa, la pintura francesa, Chopin, Pushkin, Dickens, Flaubert, Wagner, Rodin. Y sin embargo, Nietzsche le exigía más. No era simple megalomanía personal, sino una lógica cruel: aquel siglo que proclamaba la razón como su eje fue también el siglo que Nietzsche acusó de debilidad. El humanismo burgués, que había nutrido a Europa durante siglos, alcanzaba su momento de agotamiento, y Nietzsche fue su espejo final. El brillo de su pensamiento no puede separarse del ocaso que lo produjo.

Nietzsche encarnó el dolor y el desgarro de un mundo que perdía su centro. El grito de Zaratustra: "Dios ha muerto", no es una liberación, sino un eco de desesperanza: si Dios está muerto, entonces el hombre también lo está. Y lo que Nietzsche propone en su lugar —el superhombre, el hombre-dios— no puede crear una Sonata Claro de Luna ni una Guerra y Paz. Sólo puede destruir. Porque si lo divino y lo humano están muertos, también lo está la creatividad. Lo único que queda es el poder de aniquilar.

Esa sombra destructiva se proyecta hasta hoy. Detrás de las palabras extáticas de Nietzsche, a veces sólo encontramos el germen de una falsa creatividad, la que sólo sabe liberar de la moral, pero no edificar nada a cambio. Su herencia no fue inocente: aunque su locura pueda explicarse por la ciencia médica, su pensamiento fue semilla para generaciones enteras. Algunas supieron revisar sus ideas con lucidez; otras las convirtieron en odio, violencia, fuego. Nietzsche liberó a quienes