Cuando la conciencia comienza a disolverse en fragmentos de citas y voces ajenas, el alma ya no se reconoce a sí misma. Así era Margaret. En su cuarto silencioso, en un hospital que parecía alejarse poco a poco del mundo tangible, ella vivía en un estado de vigilancia constante, un insomnio en el que la mente se desgarraba entre realidad, simulacro y una amenaza innombrable.

Al principio, lo que más sorprendía no eran los síntomas físicos, sino la atmósfera. La ausencia del perro dorado, la habitación sin trinos de aves, los espejos retirados como si reflejaran algo inaceptable. En su rostro, una belleza herida por una reserva amarga, comenzaban a posarse sombras que no se disipaban con la luz del día.

Los comentarios de la enfermera trazaban un retrato inquietante: una mujer que dormía mal, que se despertaba más agotada de lo que se acostaba, y que rehusaba abrir la ventana incluso en los días más sofocantes del verano. “Siento una presión terrible desde allí”, confesó Margaret, con un destello de pánico disfrazado de ironía. “¿De qué sirve cerrar si ni siquiera el hierro hace de cárcel?”

La lógica empezaba a resquebrajarse. Su discurso estaba invadido por citas, referencias literarias, versos, como si las palabras de otros fueran los únicos ladrillos con los que podía construir su expresión. Y cuanto más cansada estaba, más hablaba con palabras prestadas. Era como si su propia voluntad hubiese sido desalojada, y su ser quedara en manos de voces que no eran suyas. Ella misma lo había dicho: no tenía opiniones, impulsos ni emociones propias. Era solo un canal por el que fluían memorias ajenas.

El relato de la enfermera aportó el elemento más desconcertante: durante las noches, al volver por el pasillo, la escuchaba gritar como en un trance, ensayando un papel feroz con una voz que no podía provenir de aquella mujer tan dulce. “¡Déjame entrar! ¡Hazme sitio! ¿De qué me sirve un cuerpo si no puedo habitarlo? ¡Debo alojarme! ¡Debo alojarme!”. Una letanía que se repetía con un crescendo hasta el grito desgarrador. La enfermera, nerviosa y sobrepasada, afirmaba que ya se sabía esas palabras de memoria. Aseguraba que nadie en su sano juicio podría repetirlas noche tras noche sin quebrarse.

Margaret negó estar ensayando para ninguna representación. Avergonzada por haber sido oída, mintió diciendo que recitaba poesía en voz alta para sí misma. Pero lo dicho no coincidía con la magnitud de su estado. Su rostro, siempre más pálido; sus ojos, más huidizos; sus frases, más vacías de sí misma.

En una última escena, marcada por un terror casi físico, el narrador, movido por una intuición terrible, corre a su cuarto y se encierra. Tiembla. Abre un manuscrito antiguo que había tomado prestado de la biblioteca de Margaret. Era un diario del siglo XVI, escrito por una antepasada suya —también llamada Margaret Clewer—. Allí, entre líneas amarillentas por el tiempo, encuentra el testimonio de otra presencia, otra historia de una mujer que fue llevada al cementerio con alivio. “Gracias a Dios que yace muerta”, decía aquella entrada, “que mi propia hija repose en el camposanto, antes que…”

Los ecos entre pasado y presente no podían ser ignorados. El manuscrito parecía repetir, en un lenguaje más arcaico, la misma angustia que habitaba ahora en Margaret. Lo que sea que hablaba a través de ella no era solo locura, ni simple neurosis. Era una repetición. Un ciclo.

No se trataba de teatro, ni de citas literarias. Se trataba de una invasión. La voz que exigía ser alojada no pedía atención: exigía posesión. Margaret, con su alma desdibujada por los fragmentos de palabras ajenas, ya no tenía el poder de resistirse. Las palabras que salían de su boca no eran suyas, ni su miedo tampoco. Era solo una residencia, una carcasa.

Importa entender que hay un punto en que la pérdida de la propia voz no es un síntoma, sino una puerta. El agotamiento espiritual, la dependencia del lenguaje de otros, puede convertirse en el vehículo por el cual algo más —memoria ancestral, sombr

¿Cómo enfrentarse a la crisis interna?

El día había comenzado con una frustración ligera: perder el tren de las 7:30, aunque no fuera crucial, siempre era irritante. La hora de llegada a Wimereux no importaba demasiado, pero la sensación de haber perdido algo valioso lo rondaba. Como si quisiera tomar control de su entorno, fue al baño y encendió el geiser. Mientras esperaba a que el agua se calentara, el hambre lo hizo bajar al salón, donde comió unas galletas con ansias. Al regresar, notó dos periódicos en el buzón, cuando solo esperaba uno. ¿Por qué dos? La confusión lo invadió, ya que pensaba que los Dennisons se habrían encargado de suspender la entrega durante su ausencia. Sacó los periódicos y se dio cuenta de que uno databa del 25 de julio y el otro del 26. Extrañado, observó que el 26 aún no había llegado, pues era el día siguiente. Entonces, la revelación lo golpeó: había dormido más de veinticuatro horas. No era solo un descuido menor, sino que había perdido un día completo de su vida sin entender cómo.

Se sumió en la bañera, con una sensación de desconcierto y horror. Lo que había sentido como un simple traspié ahora parecía mucho más grave. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía seguir ocultándolo? La crisis, como la llamó, era solo una manifestación de algo mucho más profundo que llevaba arrastrando durante meses. La imagen de Joan Averil se le cruzó por la mente, aquella chica de gafas que, en su intrusión casi dolorosa, había sido la única que notó la verdad detrás de su fachada. De alguna manera, había sido la única capaz de comprender la tensión que lo consumía.

A lo largo de los últimos ocho meses, no había prestado atención a los eventos que parecían sucederse sin motivo. Nunca fue dado a la introspección, pero ahora veía con claridad que había algo en su vida que lo había empujado hacia una crisis interna, un fenómeno que lo había dejado estancado. En medio de la confusión, sacó un manuscrito de un cajón. Este contenía sus intentos por comprenderse a sí mismo, por entender lo que había sucedido en los últimos meses. La primera página, fechada el 26 de octubre, hablaba de una noche de borrachera, de una fiesta en casa de Embley, de charadas y juegos que se desbordaban en un ambiente de alcohol y gente desconocida. La confusión se profundizó cuando despertó al día siguiente sintiéndose completamente fuera de sí. La resaca física era la menor de sus preocupaciones, pues algo más oscuro se había apoderado de su mente. Pensó que tal vez había sido envenenado, algo que nunca había experimentado antes. El médico, que lo despreció, no entendió la magnitud de lo que sucedía.

Poco después, un patrón comenzó a revelarse: periodos de bienestar intercalados con episodios de confusión y agotamiento extremos. En la entrada de diciembre, lo que antes parecía una simple fatiga se convirtió en algo mucho más grave. Visitar a un especialista y recibir el diagnóstico de que no había nada malo con su salud no hizo sino aumentar su malestar. Al final, lo que más le perturbaba no era la falta de explicación médica, sino la sensación de estar perdiendo el control sobre su propia vida. Cada día se volvía más incierto, más temeroso, pero al mismo tiempo más aislado. La Navidad no trajo consuelo, aunque en el grupo de amigos en casa de los Partingtons, fue Miss Averil quien lo observó con una curiosidad que solo aumentó su incomodidad.

En resumen, el enfrentarse a la crisis interna es algo que no puede evitarse ni disimularse. La crisis no se limita a eventos aislados o a un momento puntual de nuestra vida. Es un proceso continuo, que a menudo se caracteriza por la negación, la desconexión de uno mismo y una incapacidad para comprender lo que está ocurriendo. Muchas veces, quienes lo experimentan, se aferran a la idea de que hay algo que los demás no comprenden, pero en realidad, la solución está en mirar al interior, en tratar de entender el porqué de lo que está sucediendo. No se trata de un evento único, sino de una secuencia de pequeños deslices, de momentos que parecen no tener importancia, pero que, cuando se unen, revelan una verdad más profunda que debe ser confrontada.

Es importante reconocer que, al final, las crisis no son algo que pueda evitarse con simples soluciones. Al contrario, a menudo requieren un proceso largo de autoexaminación, de abrirse a la posibilidad de que los propios mecanismos de defensa ya no son suficientes. El primer paso en este camino es aceptar la incomodidad y, por extraño que parezca, abrazar la incertidumbre, pues es en ella donde se esconde la oportunidad de crecimiento y cambio. La búsqueda de respuestas externas puede ser útil, pero la verdadera clave está en descubrir cómo nos relacionamos con nosotros mismos.

¿Cómo afectan las sombras y el ambiente a la percepción y la mente humana en la quietud de la noche?

Las sombras que se extienden a lo largo del día, acumulándose como enjambres de fantasmas, imponen una presencia inquietante en los rincones oscuros de las habitaciones y detrás de puertas entreabiertas. Estas sombras parecen apropiarse de los espacios vacíos, danzando sobre los suelos, paredes y techos de las estancias habitadas, especialmente cuando el fuego se reduce a un rescoldo que se desvanece como aguas en retroceso. La forma en que estas sombras se transforman y bromean con los objetos domésticos es notable: la nodriza parece convertirse en una ogresa, el caballo balancín en un monstruo, y hasta los tenedores del hogar en gigantes amenazadores que huelen la sangre de los ingleses y desean moler huesos para su pan. Para el niño, asustado y divertido a partes iguales, esta metamorfosis de lo cotidiano en lo extraño produce una desconexión consigo mismo, una experiencia que mezcla el miedo con la fascinación.

Estas figuras sombrías no solo afectan a los niños; en los adultos, despiertan pensamientos y recuerdos distintos, proyectando imágenes del pasado, del sepulcro, y de ese abismo profundo donde habitan las cosas que pudieron haber sido pero nunca fueron. Sentado frente al fuego, con la mirada fija en las llamas y sin prestar atención a estas sombras con sus ojos corporales, el individuo se convierte en un receptor pasivo de estas manifestaciones. Los sonidos que acompañan a las sombras —el rumor del viento en la chimenea, sus lamentos y aullidos dentro de la casa, el crujir de los árboles azotados por la tormenta y la queja ocasional de un cuervo insomne— intensifican la atmósfera, aumentando una quietud que se vuelve casi palpable.

En este escenario, una presencia aparentemente invisible irrumpe sin ser vista: una sombra que pasa fugazmente, una sensación de algo que estuvo y desapareció sin dejar rastro visible. La llegada de un hombre joven con su bandeja, meticulosamente silencioso para no perturbar el ambiente, marca un retorno a lo cotidiano, una ruptura momentánea con el reino de lo intangible. Este hombre, al preparar la cena y encender la lámpara, transforma la escena, devolviendo calidez y vida al espacio que momentos antes parecía habitar otro mundo. Sin embargo, la conversación revela que, incluso en medio de estas apariencias, la vida continúa con sus vicisitudes: una mujer llamada Mrs. William es sacudida constantemente por los elementos —tierra, aire, fuego y agua— simbolizando las pruebas que enfrenta en su carácter y condición humana.

La descripción de Mrs. William ilustra cómo los elementos naturales no solo afectan físicamente, sino también emocional y psicológicamente, alterando su equilibrio, su "balance". Las narraciones de sus desventuras —ser sacudida por el barro y la grasa al salir a tomar el té, mareada en un columpio, correr en una falsa alarma de incendio, o ser llevada en un bote por un niño inexperto— no son solo anécdotas humorísticas, sino metáforas del impacto de las fuerzas externas en la fragilidad humana. Pero, más allá de los elementos, lo que realmente define la fortaleza de Mrs. William es su carácter, que emerge y se impone frente a estas adversidades.

La metáfora de la familia Swidger, con sus miembros representados por utensilios y elementos cotidianos (trunk of the tree, spoon, knife, fork, butter, casters), sugiere la complejidad de las relaciones humanas y el sentido de pertenencia que las sostiene. La conversación que transcurre mientras se prepara la comida, el llamado de los estudiantes hacia Mrs. William como figura maternal, y el sentido comunitario que ella genera, ofrecen una imagen de convivencia y apoyo mutuo, que contrasta con la soledad y el misterio de las sombras.

La noche, con sus silencios y sonidos, con la transformación de lo familiar en lo extraño, invita a reflexionar sobre cómo el entorno afecta no solo la percepción externa, sino el mundo interno de los individuos. La mente, en la penumbra, se vuelve vulnerable a las evocaciones del pasado y a la materialización de miedos y anhelos ocultos. En esta atmósfera, la línea entre lo real y lo ilusorio se desdibuja, mostrando la compleja interacción entre el ser humano y su ambiente, entre la luz y la sombra, entre la memoria y el presente.

Además, es fundamental comprender que estos fenómenos no son meramente fantasmas o supersticiones, sino manifestaciones simbólicas de cómo la mente humana procesa el aislamiento, el temor y la expectativa. La influencia de las condiciones externas —el viento, el fuego, la oscuridad— es un recordatorio de nuestra vulnerabilidad y de la necesidad de encontrar en el carácter personal y en los vínculos sociales una fuente de estabilidad frente al caos aparente. La resistencia y la adaptación frente a los elementos, tanto físicos como emocionales, delinean la verdadera fortaleza del ser humano.

¿Qué permanece cuando el conocimiento y la memoria se disuelven en el tiempo?

La noche estaba encendida por una aurora boreal que danzaba como guerreros en combate, espadas de luz atravesando un cielo encendido. Angus Og, vigía solitario en los acantilados, contemplaba con el corazón encogido la deriva de Eilean an Uaine, cargada de castigo y misterio. Corrió entonces a dar aviso, y pronto Iain, espada en mano, salió a enfrentar el destino, seguido por Angus y Brigid. La isla enemiga, empujada por fuerzas invisibles, se acercaba cada vez más, mientras el mar parecía lleno de voces y presagios. Sobre la cresta de un promontorio, Iain entonaba un canto que era a la vez memoria y desafío, evocando la infancia y el odio que lo unía y separaba de su hermano Orm.

Las islas, vivas como bestias mitológicas, chocaban una y otra vez. El viento ardía con olor a algas quemadas, el trueno respondía a cada embestida, y la barca fúnebre del padre muerto avanzaba inexorable. Orm, con el caracol en una mano y la espada en la otra, golpeaba el aire con su furia, reclamando poder frente a los viejos conjuros paternos. Iain, invocando al espíritu del lugar, apelaba a la fuerza de la Isla del Toro, mientras Brigid pedía a la tierra misma que mostrara su vigor. En el instante decisivo, el Cordero embistió al Toro, pero fue el Toro quien hundió sus cuernos en el flanco de su adversario. El mar rugió, el cielo pareció inclinarse, y de pronto solo quedaron la oscuridad, el viento y el murmullo incesante de las olas. Hoy, el nombre de Eilean an Uaine apenas designa un banco sumergido, una sombra en el agua donde los pescadores echan sus redes. Los hombres pasan, las historias se hunden, pero la geografía conserva su memoria muda.

Años más tarde, lejos de aquellas costas, un anciano debilitado por la enfermedad hablaba sin cesar, como si las palabras pudieran frenar el avance del silencio. Su saber era vasto, abarcaba literaturas de todos los tiempos y lugares, aunque él mismo no podía pronunciar los idiomas que leía con precisión. Cada pausa en su discurso era una lucha contra la muerte, cada cita un intento desesperado de resistir el olvido. Confesaba no creer en la inmortalidad y lamentaba que tanto conocimiento se extinguiera con él, sin dejar huella escrita ni discípulos que lo perpetuaran. Leía con una urgencia febril, consciente de que la vastedad del saber es infinita frente a la brevedad de la vida.

Ambas escenas, distantes en geografía y época, comparten una misma tensión: el choque entre lo efímero y lo eterno, entre la voluntad humana de afirmar su existencia y la indiferencia de las fuerzas que nos sobrepasan. La lucha de las islas no es distinta a la del viejo erudito: una confrontación con lo inevitable, un intento de dejar una marca en el tejido del mundo antes de ser tragado por el tiempo. Comprender esta paradoja exige aceptar que incluso aquello que parece perdido continúa vibrando en formas que no siempre podemos reconocer. La memoria de los hombres se disuelve, pero el impulso de saber, de narrar, de resistir, es en sí mismo una forma de permanencia.

¿Qué representa realmente la buena suerte en la vida de un hombre?

Grey aceptaba la situación con una filosofía desinteresada. Había algo en la quietud de su vida que lo llevaba a hablar consigo mismo, y con la gata que compartía su existencia, acerca de sus planes, de las personas que conocía. Lo hacía en un idioma fluido, casi poético, influido por el vino y la soledad. Con el tiempo, los días pasaban y, junto con ellos, su suerte. La fortuna había sido un aliado inesperado, tras un cambio tan simple como un regalo. Este objeto, un pequeño detalle en la vida de cualquier otra persona, había marcado el giro fundamental que Grey había buscado durante años. La gata, indiferente ante su monólogo, permanecía inmóvil, casi desdeñosa ante sus pensamientos y deseos. Sin embargo, la situación no cambió, y su suerte se mantenía intacta.

Pronto, se sintió lo suficientemente fuerte como para dar un paso más. Decidió mudarse a un lugar más acorde con su nuevo estatus, lejos de la miseria que antes había sido su única realidad. Su vivienda, sin embargo, aunque más lujosa, era un espacio vulgar, reflejando la euforia de quien ha salido de la pobreza sin haber aprendido a distinguir el gusto o la elegancia. El ambiente seguía siendo algo sombrío, en contraste con su nueva fortuna, y él, abrumado por la bebida, empezaba a perder el control de su propia vida, sin darse cuenta de que el refugio que había encontrado podría ser también su propia prisión.

El verdadero cambio ocurrió cuando, por primera vez, conoció a una mujer. Elise Dyer no encajaba en la categorización que Grey había desarrollado para las mujeres. No era una simple “regular” ni una incauta “paloma”, como él las llamaba, sino una mujer que lo dejó perplejo, profundamente atraído por su delicada belleza y su mirada. Cuando ella aceptó su invitación a ver su “amuleto de la suerte”, la gata que había acompañado a Grey en sus momentos de soledad, nunca imaginó que lo que parecía un gesto simple daría paso a un giro oscuro.

La mujer, al ver al felino, reaccionó con una angustia inesperada. El simple animal, hasta entonces indiferente ante todo, se erguía ahora con una presencia que parecía desbordar el espacio. La reacción de Elise fue tan vehemente que Grey, abrumado por su propia ira y desesperación, perdió el control y, ciegamente, con una furia inesperada, tomó al animal por el cuello, decididamente buscando liberarse de esa sombra que, por alguna razón, lo había perseguido desde el principio. Sin pensar, salió corriendo por las calles, llevándose consigo a la gata, con el propósito de deshacerse de ella para siempre. La lanzó al agua, con la esperanza absurda de que su vida podría continuar sin las ataduras que ese felino le imponía.

Al día siguiente, sin embargo, una sensación de vacío lo invadió. La pérdida del amuleto, por llamarlo de alguna forma, comenzó a rondar su mente. A medida que los días pasaban, su obsesión con la gata se intensificaba. Grey empezó a convencerse de que, tal vez, el animal no había muerto. Tal vez, en su extraña creencia popular, la gata aún tenía “vidas” por vivir. Por un momento, el pensamiento de que podría regresar a su vida de suerte lo alentó a intentar recuperar al animal, como si un solo acto pudiera traerle la estabilidad que había perdido. Pero la búsqueda fue inútil. No encontró rastro de la gata, y con ello, la realidad de su caída comenzó a asfixiarlo.

Poco a poco, el hombre que había creído que la suerte se había apoderado de él, comenzó a darse cuenta de que la única verdadera suerte que había tenido era la que lo había llevado hasta este punto, a este vacío existencial. No podía ganar en el juego de la vida. Cada vez que se acercaba a la mesa, perdía más, y esa sensación de derrota, aunque él tratara de eludirla, lo alcanzaba con fuerza. El “ritual” de su vida era un ciclo que no podía romper, una rutina que lo hacía regresar siempre a lo mismo, a esa imagen de desesperación que la gata había representado para él.

En su desconcierto, Grey comenzó a experimentar una serie de extrañas sensaciones, instintos que lo guiaban a lugares y momentos en los que se encontraba fuera de control, como si su cuerpo tomara decisiones que su mente no comprendía. La visión de los peces crudos en el mercado lo perturbó tanto que casi se lanzó a devorarlos con una hambre incontrolable. Esta avidez lo llevaba, finalmente, a comprender que su enfermedad no era física, sino mental. La presencia de la gata, aunque había sido eliminada de su vida, lo mantenía cautivo.

A través de estos pensamientos y sentimientos, Grey se enfrentaba, finalmente, a la verdad de su existencia. La suerte, la prosperidad que había creído haber ganado, no era más que un espejismo. Lo que había sido su fuente de consuelo y orgullo se había convertido en su peor enemigo. Él ya no era el hombre afortunado que había visto al principio, sino un prisionero de su propia percepción distorsionada de la vida.

Es fundamental entender que las creencias en la suerte, en los objetos o seres que atribuimos poder sobre nuestra vida, no son más que un reflejo de nuestra propia necesidad de control sobre lo incierto. La verdadera estabilidad y la paz interior no se encuentran en la acumulación de bienes materiales o en la creencia de que algo o alguien puede influir sobre nuestro destino. Son, más bien, el resultado de un trabajo interno constante, de una aceptación profunda de la incertidumbre y la impermanencia que caracterizan la vida humana. Grey no entendió esto, y esa fue su perdición.