La percepción que los estadounidenses tienen de los países latinoamericanos ha sido históricamente negativa. Desde los primeros días de la fundación de los Estados Unidos, ha existido una visión de América Latina como una región “inferior”. Esta idea ha perdurado durante siglos y se ha plasmado en expresiones públicas de figuras políticas como John Quincy Adams, quien llegó a referirse a los hispanos como “perezosos, sucios, desagradables, y en resumen, los comparo con un montón de cerdos” (Schoultz, 1998). Esta perspectiva de inferioridad ha seguido presente en el discurso político contemporáneo, como se observa en las declaraciones del presidente Donald Trump. Durante su campaña electoral de 2015, Trump acusó a México de enviar “asesinos y violadores” a los Estados Unidos, y más tarde, en 2018, se refirió a las caravanas de migrantes centroamericanos como focos de violencia y delitos, alegando que las mujeres eran violadas a niveles nunca antes vistos. Estas percepciones no solo reflejan las opiniones de un líder político, sino que también sirven para moldear y reafirmar las actitudes de una parte significativa de la población estadounidense, especialmente de su base conservadora.

La relación entre Estados Unidos y Latinoamérica está marcada por el racismo y los prejuicios, no solo hacia México, sino también hacia el resto de la región. Trump ha hecho comentarios despectivos sobre países latinoamericanos y africanos, denigrando a sus poblaciones y reforzando un imaginario de que los inmigrantes provenientes de estas regiones son peligrosos, poco educados y una carga para la sociedad estadounidense. Estos discursos se ajustan a una visión de los inmigrantes de color como una amenaza para la seguridad y el bienestar económico de los Estados Unidos.

El contraste con la percepción que los estadounidenses tienen de Canadá es claro. Según una encuesta del Pew Research Center, más de dos tercios de los estadounidenses (67%) tienen sentimientos cálidos hacia Canadá, mientras que solo una minoría (12%) expresa una opinión fría. Esta diferencia se debe en parte a los lazos históricos, culturales y económicos entre ambos países, pero también refleja las actitudes raciales y las preferencias por países de población predominantemente blanca.

La visión estadounidense de otras regiones del mundo también está profundamente influenciada por factores raciales y culturales. Los países escandinavos, como Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia, gozan de una percepción altamente positiva entre los estadounidenses. Esto contrasta marcadamente con la actitud hacia los países de África, especialmente aquellos situados en el África subsahariana, que históricamente han sido vistos con desdén. Trump, por ejemplo, ha expresado su preferencia por inmigrantes de Noruega, a la vez que ha insultado a los países africanos, refiriéndose a ellos como “naciones de mierda”.

La percepción de los países africanos varía considerablemente. Algunos países del norte de África, como Egipto, gozan de una opinión relativamente favorable entre los estadounidenses, pero las actitudes hacia África subsahariana han sido más problemáticas. Tras los ataques del 11 de septiembre, la imagen de Egipto y otras naciones de la región se desplomó, alcanzando un punto bajo en 2011 durante la Primavera Árabe. La tendencia a considerar a África como una región atrasada y conflictiva ha sido una constante en la política exterior estadounidense, aunque las opiniones de la población no siempre coinciden con las del gobierno.

En cuanto a las relaciones con otros países, como el Reino Unido y las naciones europeas, la actitud de los estadounidenses tiende a ser más favorable. La cercanía cultural e histórica con estas naciones contribuye a una percepción positiva que no está tan teñida por prejuicios raciales. De hecho, la percepción favorable de las naciones escandinavas y el Reino Unido se mantiene alta a lo largo del tiempo, incluso en contextos políticos complicados.

Este panorama global refleja una compleja red de prejuicios y percepciones, donde la raza, la cultura y la historia juegan roles determinantes en la formación de opiniones. A pesar de los esfuerzos por promover una imagen más inclusiva y diversa de Estados Unidos, las actitudes hacia los países de Latinoamérica, África y otras regiones continúan siendo moldeadas por una serie de factores raciales y políticos que perpetúan estereotipos y divisiones.

Es crucial que el lector comprenda que las opiniones de los estadounidenses sobre otras naciones no son estáticas ni homogéneas. La política, los medios de comunicación y la narrativa pública influyen profundamente en la percepción de los pueblos extranjeros. Las visiones sobre América Latina, África y otras regiones del mundo deben verse dentro de un contexto histórico y sociopolítico que está marcado por siglos de colonialismo, racismo y desigualdad. Para entender completamente estas percepciones, es necesario considerar tanto las narrativas políticas como las dinámicas sociales que contribuyen a modelarlas.

¿Cómo el "Efecto Trump" ha redefinido el discurso político y social en los Estados Unidos?

Desde las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, los medios nacionales han reflejado un debate político cada vez más agudo. Fox News, The Wall Street Journal y medios digitales como Breitbart aplauden la firmeza y la resolución del presidente. Los partidarios de Trump, en su mayoría, muestran una gran determinación, a menudo sin comprender a fondo las realidades geopolíticas. Un ejemplo de esto fue cuando una encuesta de Public Policy Polling reveló que antes de las elecciones, el 41% de los votantes de Trump apoyaban bombardear Agrabah, el ficticio reino de Aladdin de Disney (Bitette, 2015). Mientras tanto, los medios más liberales, como The New York Times y CNN, lamentan la pérdida de discusiones más respetuosas y razonadas, al mismo tiempo que editorializan en contra del tono incivilizado que domina el discurso público.

El "efecto Trump" ha cambiado profundamente la política y el lenguaje del debate público, una transformación que ha sido ampliamente reconocida, pero también ha sido analizada en términos de cómo los medios lo han utilizado para atraer audiencias y aumentar ingresos. La retórica de Trump, directa, grosera y a menudo impulsiva, ha generado una ola de atención mediática que no solo distrae, sino que también apoya los intereses comerciales de los medios. Aunque la desinformación y los comentarios incendiarios son una constante en el estilo de Trump, estas características responden a un fenómeno social más amplio: la frustración visceral de una clase media alta y media, que siente que está perdiendo sus privilegios y seguridad económica.

El apoyo al presidente proviene, en gran parte, de profesionales, gerentes y empresarios que perciben amenazas sobre sus niveles de ingreso y el bienestar de su familia. Estos grupos sienten que están en riesgo de ser desplazados hacia clases menos privilegiadas, un temor que se ve exacerbado por la creciente desigualdad social. Los inmigrantes y las personas de color, en este contexto, se han convertido en chivos expiatorios para las salidas xenófobas de Trump, a quienes culpa de muchos de los problemas estructurales del país.

Sin embargo, los opositores de Trump se centran principalmente en la reversión de derechos civiles y laborales, la erosión de las protecciones medioambientales y el aumento de la desigualdad. La forma errática del presidente y sus declaraciones abiertamente racistas, misóginas y narcisistas no solo representan una amenaza para los valores democráticos, sino que también desvían la atención de las políticas de una Cámara Demócrata que, aunque tímidamente crítica, en muchas ocasiones ha respaldado posturas similares en materia de intervenciones internacionales y neoliberalismo económico. La creciente concentración de poder ejecutivo, alimentada por la cultura mediática, está pasando desapercibida en el mismo ciclo mediático que ha sido tan voraz con la personalidad de Trump.

El fenómeno del "trumpismo" debe entenderse más allá de la simple reacción ante la personalidad de un líder. En realidad, Trump representa una forma de autoritarismo contemporáneo, camuflado bajo un nacionalismo extremo. Desde Hungría hasta Brasil, el autoritarismo nacionalista está presente en los gobiernos de líderes de extrema derecha, pero también algunos gobiernos de izquierda han adoptado estructuras autoritarias. El nacionalismo de Trump no es una aberración en el contexto global, sino parte de una corriente de pensamiento autoritaria que ha ganado fuerza en muchos países.

Es crucial no perder de vista que la forma de liderazgo de Trump no es un fenómeno aislado, sino que refleja tendencias más profundas de desafección política y social, que abarcan desde el ascenso de líderes autoritarios hasta la reconfiguración de las relaciones internacionales bajo un prisma de intereses nacionales, muchas veces a costa de la cooperación internacional. La fragmentación de la política en Estados Unidos bajo el liderazgo de Trump también ha revelado las fallas estructurales del sistema político estadounidense, donde la polarización no solo ha intensificado las diferencias ideológicas, sino que ha obstaculizado la posibilidad de un debate racional y constructivo sobre temas clave, como la inmigración, el comercio y el medio ambiente.

Es relevante entender que el "efecto Trump" no solo es un fenómeno de estilo o de retórica, sino una manifestación de una lucha más profunda por el control de los valores fundamentales que rigen la sociedad. Trump se presenta como un disruptor, pero, en realidad, su influencia y discurso están alineados con una visión conservadora que, aunque controversial, tiene una base sólida en las tensiones internas del país y del contexto internacional.

Además, es importante señalar que la "guerra cultural" que ha definido gran parte de la presidencia de Trump no es exclusiva de su administración. En muchos países, la polarización cultural ha ganado protagonismo, alimentada por temas de identidad, religión, y nacionalismo, mientras que las estructuras tradicionales de poder continúan siendo reformuladas, a veces en detrimento de la democracia misma. Esto resalta la importancia de entender no solo los discursos, sino también las políticas y las dinámicas sociales que sustentan estos discursos, ya que el verdadero reto radica en cómo se equilibra el poder en el contexto de una sociedad cada vez más fragmentada.

¿Cómo ha evolucionado la prensa mexicana frente a los cambios políticos y la cobertura de Estados Unidos?

Durante las últimas décadas, la prensa mexicana ha experimentado transformaciones profundas en su relación con el poder político y en su forma de abordar temas internacionales, especialmente la cobertura de Estados Unidos. En los años previos a las reformas democráticas de la década de 1990, muchos periódicos mantenían vínculos clientelistas con el partido gobernante, el PRI, lo que condicionaba su línea editorial y limitaba su autonomía. Sin embargo, la apertura política y la llegada de gobiernos de oposición impulsaron un giro significativo hacia un modelo más crítico e independiente.

Ejemplos paradigmáticos de este cambio son periódicos como El Norte de Monterrey, que desafiaron el sistema clientelista, resistiendo presiones como auditorías fiscales y restricciones en insumos estatales, y lograron consolidarse comercialmente sin depender de subsidios gubernamentales. Asimismo, diarios como La Jornada surgieron como espacios de cuestionamiento político, impulsados por periodistas y académicos con una perspectiva crítica y cercana a modelos internacionales, como el español El País. En la década de los 90, con una democracia mexicana en evolución y la derrota electoral del PRI, periódicos como El Universal adoptaron un enfoque más profesional y menos subordinado al poder, reflejando el pluralismo político y la creciente autonomía del periodismo.

El cambio más significativo se evidenció a partir del año 2000, cuando Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN), puso fin a 71 años de gobiernos priistas. Durante los 12 años siguientes, el control político directo sobre la prensa se debilitó notablemente, permitiendo a medios como Reforma, La Jornada y El Universal elevar su independencia crítica y su calidad profesional, consolidando además una base económica sólida a través de publicidad comercial y suscripciones. Incluso cuando el PRI regresó a la presidencia en 2012, los medios mantuvieron una postura crítica y autónoma, a pesar de los intentos oficiales por reinstaurar prácticas clientelistas.

En cuanto a la cobertura de Estados Unidos, se ha documentado que los medios mexicanos históricamente han otorgado gran relevancia a las noticias sobre su vecino del norte, con una atención que supera ampliamente la dedicada a otros países latinoamericanos. Sin embargo, esta cobertura suele ser ambivalente y mayoritariamente crítica, particularmente en editoriales y columnas de opinión. Estudios desde los años 60 revelan una constante atención crítica hacia Estados Unidos, un patrón que se mantiene en temas sensibles como la migración. Los medios mexicanos suelen enfocar la migración indocumentada desde un doble ángulo: denuncian la vulneración de derechos humanos por parte del gobierno estadounidense y, simultáneamente, asocian a los migrantes centroamericanos en tránsito por México con problemas de criminalidad y amenazas laborales.

Esta ambivalencia se profundizó con la administración Trump, cuyos discursos y políticas fueron abordados por la prensa mexicana con un fuerte rechazo. Las editoriales y comentarios condenaron la retórica inflamatoria y las medidas que afectaban directamente a México y a sus ciudadanos en Estados Unidos. La cobertura del ataque en El Paso en 2019, donde murieron 14 mexicanos, ejemplifica esta postura, en la que los medios reflejaron la condena del gobierno mexicano y responsabilizaron a la narrativa hostil hacia los migrantes promovida desde la Casa Blanca. Aunque las críticas internas hacia el gobierno mexicano son frecuentes y agudas, cuando se perciben ataques desde Estados Unidos, los medios nacionales suelen unirse en defensa del país, evidenciando un sentido de identidad y solidaridad nacional.

El análisis de noticias y artículos de opinión en tres de los principales diarios de la Ciudad de México —Reforma, El Universal y La Jornada— durante 2017-2019, muestra cómo la prensa mexicana ha mantenido una línea crítica y profesional frente a la administración Trump, reflejando la diversidad ideológica pero convergiendo en un posicionamiento de defensa frente a políticas consideradas perjudiciales para México.

Es fundamental comprender que la prensa mexicana, a pesar de sus avances en autonomía y profesionalización, aún convive con ciertas prácticas clientelistas y desafíos estructurales que limitan por completo su independencia. Además, el rol que juegan los medios en la construcción de la imagen de Estados Unidos y en la percepción pública de la migración y las relaciones bilaterales es determinante, ya que moldean la opinión pública y la agenda política en un contexto donde las dinámicas migratorias, económicas y políticas están profundamente interconectadas.

La atención crítica a Estados Unidos en los medios mexicanos refleja no solo una respuesta a las acciones concretas del vecino del norte, sino también una expresión de la compleja historia compartida y de las tensiones que configuran la relación bilateral. El lector debe reconocer que el papel de la prensa no solo consiste en informar, sino también en interpretar y mediar las narrativas que impactan la identidad nacional y la política exterior, aspectos que condicionan la percepción social y la dinámica política interna en México.

La relación entre Estados Unidos y Pakistán: de la Guerra Fría a la nuclearización y los giros políticos

Durante la administración de Carter, la respuesta de Estados Unidos a la solicitud de ayuda militar de Pakistán fue tibia, pero se rectificó con la llegada de Ronald Reagan al poder. Durante su gobierno, uno de los principales objetivos fue vengar la derrota sufrida en Vietnam y frenar la expansión del "imperio del mal", como se refería a la Unión Soviética. En la segunda mitad del mandato de Zia-ul-Haq, que duró once años, la alianza entre Estados Unidos y Pakistán se consolidó como una relación estratégica militar que ayudó a derrotar a la URSS en Afganistán, y que muchos consideran que contribuyó a la posterior implosión de la Unión Soviética.

Durante la guerra afgana, Estados Unidos brindó un apoyo vital a Pakistán, especialmente a la Inteligencia de los Servicios Inter-Servicios (ISI), que canalizó los fondos destinados a los muyahidines afganos. Los muyahidines no formaban un ejército profesional como el de Pakistán, por lo que la ISI jugó un papel clave en la planificación y orquestación de la guerra. La guerra se basaba en una lucha religiosa, una jihad para expulsar a los "infieles" soviéticos de Afganistán. Estados Unidos, con el apoyo moral y material, alimentó este esfuerzo. Una vez que los soviéticos fueron derrotados, Estados Unidos abandonó Afganistán, lo que dejó al país sumido en una guerra civil.

A partir de 1996, varias facciones afganas, entre ellas las lideradas por Gulbuddin Hekmatyar, Burhanuddin Rabbani, Ahmed Shah Masood y Abdul Rashid Dostum, gobernaron partes del país en medio del caos, sin llegar a un consenso claro sobre la formación del Estado. Pakistán, por su parte, intentó establecer un régimen en Afganistán que le fuera favorable, y su objetivo era asegurar un estado amigable, respaldado por los talibanes, quienes tomaron Kabul en 1996. Aunque la naturaleza islámica de los talibanes fue criticada a nivel mundial, Estados Unidos no adoptó medidas para desestabilizarlos hasta después de los ataques del 11 de septiembre de 2001.

El legado del apoyo estadounidense a Pakistán durante la jihad afgana fue la creación de un stock de armas impresionante, lo que convirtió a Pakistán y Afganistán en una de las sociedades civiles más armadas del mundo. Además, Pakistán tuvo que acoger a millones de refugiados afganos durante la guerra civil en su vecino, lo que afectó negativamente a su economía. Los talibanes, como segunda generación de los muyahidines, crecieron en este ambiente de guerra, y es esencial comprender que, si bien Estados Unidos fue un principal proveedor de medios para la resistencia armada, también compartió la responsabilidad del ascenso de los “fundamentalistas” en Afganistán. Solo cuando esos mismos "fundamentalistas" empezaron a amenazar los intereses estadounidenses en otras partes del mundo, fue cuando se reconocieron las consecuencias de la estrategia afgana de Estados Unidos.

En 1974, tras las pruebas nucleares de la India, Pakistán aceleró su propio programa nuclear. Durante el gobierno de Zia, con una significativa ayuda estadounidense y posiblemente la colaboración de China, Pakistán logró enriquecer uranio a nivel de armas nucleares. A pesar del apoyo estadounidense en la guerra afgana, el Congreso de Estados Unidos mostró reservas respecto al programa nuclear de Pakistán. En respuesta, algunos senadores propusieron legislación para frenar el desarrollo nuclear de Pakistán, que culminó en la Enmienda Pressler de 1990, que establecía un cese de la ayuda estadounidense en caso de que Pakistán desarrollara armas nucleares.

Este endurecimiento de la postura estadounidense hacia Pakistán fue percibido por el pueblo pakistaní como una traición, ya que Estados Unidos, después de haber usado a Pakistán para derrotar a la URSS, abandonó su aliado cuando este comenzó a desarrollar su capacidad nuclear. En consecuencia, Pakistán comenzó a ver a Estados Unidos como un aliado poco confiable, que no compartía sus preocupaciones de seguridad, especialmente respecto a la postura hostil de la India, un estado nuclear que había librado tres guerras contra Pakistán.

Lo irónico es que la relación más sólida entre Estados Unidos y Pakistán se dio durante las dictaduras militares pakistaníes. Durante los gobiernos democráticos de Zulfiqar Ali Bhutto, Benazir Bhutto y Nawaz Sharif, la relación con Estados Unidos fue más tensa y marcada por períodos de aislamiento. En este contexto, la guerra fría y la lucha por la influencia en Asia Central se reflejaron en la forma en que ambos países interactuaban. A medida que la India comenzaba a transformarse en una economía de mercado y Estados Unidos veía a este país como una oportunidad de inversión, Pakistán miraba con desconfianza el acercamiento entre Washington y Nueva Delhi. Esta desconfianza se intensificó con el tema de los aviones F-16, cuya venta fue prometida pero nunca entregada, lo que alimentó la frustración y el resentimiento en Pakistán.

La relación entre ambos países continuó siendo compleja durante las décadas siguientes, especialmente después de las pruebas nucleares de Pakistán en 1998. Aunque Pakistán había sido un aliado clave durante la Guerra Fría, la era post-guerra fría trajo consigo nuevas tensiones y desafíos que definieron el curso de su historia reciente.

Es crucial comprender que, en las relaciones internacionales, los intereses estratégicos pueden cambiar rápidamente, lo que lleva a alianzas y rupturas. En el caso de Estados Unidos y Pakistán, su relación ha sido moldeada no solo por intereses geopolíticos, sino también por cuestiones internas y por la dinámica de poder en la región del sur de Asia. Además, el legado de la Guerra Fría y la intervención en Afganistán sigue siendo una sombra sobre sus interacciones actuales, especialmente en lo que respecta a la lucha contra el terrorismo y la proliferación nuclear.