La victoria de Donald Trump en la primaria republicana fue una sorpresa, no solo para los observadores políticos, sino también para los propios votantes que lo eligieron. Su campaña fue un claro ejemplo de lo inesperado: sin grandes apoyos dentro del partido, con poco dinero en su haber, y desafiando muchas de las normas de comportamiento político que definían a las campañas republicanas anteriores. A pesar de que los analistas políticos y los expertos en comportamiento electoral esperaban que su candidatura se desmoronara, Trump logró ganar la nominación del Partido Republicano, una hazaña que casi todos consideraron imposible. Este triunfo no solo fue extraordinario por la forma en que se llevó a cabo, sino también por el tipo de apoyo que movilizó.

El fenómeno que Trump representaba se podría clasificar como una especie de "disrupción" política, pero, a pesar de los vaticinios de que su candidatura marcaría el fin de las tradiciones políticas en los Estados Unidos, su base electoral en las elecciones generales fue, en su mayoría, bastante convencional. Si bien su campaña fue indudablemente extraordinaria, el perfil de los votantes que lo apoyaron no resultó tan sorprendente. La mayoría de los votantes de Trump provenían de sectores de la clase trabajadora blanca, especialmente aquellos que vivieron de cerca el proceso de desindustrialización. Sin embargo, este apoyo no se tradujo en una ola de votos provenientes de sectores realmente empobrecidos: en efecto, Hillary Clinton obtuvo más votos que Trump entre los estadounidenses con ingresos inferiores a los 50,000 dólares anuales. Solo una tercera parte de los votantes de Trump ganaban menos de esa cantidad, y solo una cuarta parte de los votantes blancos que lo apoyaron pertenecían a la clase trabajadora, en términos estrictos, ya que no habían terminado sus estudios universitarios ni contaban con ingresos bajos.

La narrativa de que Trump atrajo a los votantes perdidos de la clase obrera blanca, especialmente a aquellos que habían sido dejados atrás por la globalización, parece más convincente cuando se observa la distribución del apoyo entre los votantes. Trump no sufrió una pérdida masiva de apoyo entre los latinos, de hecho, pudo haber incluso aumentado su cuota de votos latinos en comparación con Mitt Romney en las elecciones de 2012. Sin embargo, más allá de la retórica populista, lo que realmente se destacó fue la resistencia de los votantes a cambiar sus lealtades políticas. Los votantes que apoyaban a Trump seguían siendo, en su mayoría, republicanos de corazón, lo que refleja una polarización política estable en la sociedad estadounidense, donde las lealtades partidarias no varían significativamente con el paso del tiempo.

Lo más interesante es que, a pesar de la polarización y la retórica incendiaria de su campaña, el comportamiento electoral de los votantes no cambió en gran medida. La estructura básica del apoyo a los partidos se mantuvo bastante estable, lo que muestra que el electorado, incluso en su enojo y frustración, sigue aferrándose a las antiguas formas de alineación política. Esto, a su vez, plantea la pregunta sobre qué tanto la "disrupción" de Trump fue realmente una ruptura con el sistema o simplemente una adaptación del mismo. La naturaleza de la victoria de Trump puede parecer fuera de lo común, pero en realidad, se inscribe dentro de los patrones de apoyo electoral que han caracterizado a las elecciones presidenciales en los Estados Unidos en las últimas décadas.

El estudio de las causas de este fenómeno lleva inevitablemente a la cuestión de la desindustrialización en el país, un proceso que ha golpeado duramente a la clase trabajadora blanca, sobre todo en las zonas del Rust Belt. A mediados del siglo XX, la clase trabajadora estadounidense estaba principalmente empleada en industrias extractivas, fábricas de acero, plantas automotrices y otros sectores de manufactura. Estos trabajos, aunque arduos y a menudo peligrosos, ofrecían buenos salarios y una cierta seguridad laboral, incluso para aquellos que no tenían educación universitaria. Sin embargo, ese modelo se ha visto cada vez más erosionado por los avances tecnológicos, la automatización y, especialmente, la globalización.

La globalización y las políticas comerciales que la han promovido han tenido un impacto profundo en el mercado laboral estadounidense. A través de tratados comerciales y la deslocalización de la producción, muchos trabajos tradicionales se han trasladado a otros países, lo que ha dejado a muchas comunidades de clase trabajadora sin las oportunidades que alguna vez estuvieron disponibles. Este proceso ha hecho que los votantes de Trump sientan que han sido dejados atrás por una élite política y económica que no comprende sus luchas cotidianas.

El aumento de la automatización y la externalización de la producción a países con menores costos de mano de obra ha reducido significativamente la demanda de trabajadores en sectores clave, lo que ha dejado a muchos sin empleos de calidad. En este contexto, el mensaje de Trump, al oponerse al libre comercio y a la inmigración, resonó con una parte significativa de la población que se sentía marginada por la modernización y la globalización. Sin embargo, es importante destacar que, aunque Trump prometió revivir la industria y mejorar la economía, las soluciones que planteaba no eran necesariamente nuevas, sino que apelaban a un deseo de restaurar un orden que ya no existía.

Además de la disrupción en términos de campaña y apoyo electoral, el estilo de liderazgo de Trump es otro factor que ha definido su presidencia. Su falta de respeto por las normas tradicionales, su agresiva retórica y su tendencia a desafiar las expectativas de comportamiento político han sido centrales en su imagen. No obstante, más allá de la personalidad y el estilo, los cambios estructurales en el sistema político y económico estadounidense, que incluyen la polarización extrema, el debilitamiento de las bases industriales y las tensiones internacionales, son los verdaderos motores del cambio que Trump, en muchos aspectos, solo ha reflejado.

¿Es Trump un presidente verdaderamente revolucionario o simplemente un republicano ordinario?

Donald Trump, al asumir la presidencia de los Estados Unidos, se presentó como un outsider, un disruptor, nacionalista, populista y agente de cambio. Prometió una transformación radical de la política americana, cuestionando las normas establecidas y ofreciendo un enfoque nuevo en la gobernanza. Sin embargo, a medida que avanzaba su mandato, se hizo evidente que su capacidad para cambiar las estructuras políticas profundas era mucho más limitada de lo que él mismo había insinuado. A pesar de su retórica y su imagen de rebelde contra el sistema, los hechos y las políticas que emergieron de su administración fueron, en gran medida, una continuación de la agenda tradicional republicana.

Uno de los pilares de la campaña de Trump fue la promesa de desmantelar lo que él llamó "el pantano" de la élite política y reemplazarlo con un enfoque centrado en el pueblo. Sin embargo, a lo largo de su mandato, la resistencia de la maquinaria política, la burocracia y el sistema judicial hizo que muchas de sus promesas más audaces quedaran en el camino. Aunque su presidencia no careció de momentos conflictivos y controversiales, los avances en política fueron limitados y, en muchos casos, reflejaron logros tradicionales del Partido Republicano.

La reforma tributaria de 2017, uno de los logros más visibles de su presidencia, es un claro ejemplo de lo que muchos interpretaron como una victoria para los intereses corporativos y los más ricos, mientras que los beneficios para la clase media fueron transitorios y de menor envergadura. La elección de Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh para la Corte Suprema, ambos juristas provenientes de las universidades más exclusivas del país, consolidó un giro conservador en el poder judicial, pero careció del carácter disruptivo que Trump había prometido. En cuanto a la política exterior, la administración de Trump continuó en gran medida con la misma dirección de los gobiernos republicanos previos, a pesar de la retórica beligerante de Trump hacia aliados y adversarios.

A nivel legislativo, los primeros meses de Trump fueron marcados por un notable vacío de logros significativos. Aunque muchos presidentes logran imponer su agenda en el primer año de gobierno, Trump no consiguió imponer cambios sustanciales ni siquiera en los temas en los que tenía un apoyo legislativo considerable, como la reforma sanitaria. En lugar de presentar una nueva política revolucionaria, Trump se enfrentó a un sistema político que, aunque permeado por su estilo confrontativo, se mantuvo fiel a sus estructuras preexistentes. Las resistencias internas, tanto dentro de su propio partido como en las instituciones gubernamentales y judiciales, limitaron su capacidad para implementar sus promesas.

Trump también intentó imponer su agenda a través de órdenes ejecutivas, especialmente en temas como inmigración. Sin embargo, sus esfuerzos fueron rápidamente detenidos por las cortes federales, lo que mostró la limitación de su poder ejecutivo frente a un sistema de control y contrapeso. A pesar de su discurso contra el "establishment", Trump demostró ser, en muchos aspectos, un presidente republicano más, con políticas que favorecían a las grandes corporaciones y a los intereses más poderosos de la nación, más que a las clases trabajadoras que le habían dado su apoyo.

Lo que se observa en la presidencia de Trump es una paradoja: su retórica de cambio y su estilo populista chocan con una agenda política que no se desvió significativamente de las normas republicanas tradicionales. La "revolución" que prometió se convirtió en una serie de victorias políticas que, aunque destacadas, no fueron disruptivas ni transformadoras en el sentido que él había anticipado. Al final, su presidencia no se distingue tanto por sus logros radicales como por sus fracasos al intentar desafiar un sistema que demostró ser mucho más resistente de lo que él esperaba.

Además de comprender estos aspectos, es crucial que el lector considere el contexto más amplio en el que Trump operó. A pesar de su estilo controversial y su promesa de reforma, las estructuras políticas y económicas de Estados Unidos, profundamente enraizadas, limitaron sus opciones. La polarización social y la fractura de la política estadounidense también jugaron un papel fundamental en la manera en que Trump fue percibido y cómo su mandato se desarrolló. Lo que muchos veían como una "revolución" en realidad fue una manifestación de las tensiones subyacentes de un país que enfrenta profundas divisiones económicas, sociales y culturales.

¿Cómo reflejó la agenda legislativa de Trump las prioridades tradicionales del Partido Republicano?

Durante su primer año en la Casa Blanca, Donald Trump no presentó un debate serio sobre temas clave como el comercio, la inmigración o la infraestructura, los cuales habían sido pilares de su campaña. Sin embargo, su récord legislativo mostró una agenda ideológica alineada con las prioridades históricas de su partido. Un claro ejemplo de ello fue la confirmación de Neil Gorsuch como juez de la Corte Suprema, que representó su primer gran victoria legislativa. Gorsuch fue seleccionado de la lista aprobada por la conservadora Sociedad Federalista, una elección que hubiera sido común para cualquier presidente republicano reciente. Su nombramiento fue ampliamente bien recibido por los conservadores sociales.

Sin embargo, más allá de las alabanzas a la nominación de Gorsuch, es importante destacar que hubo una dosis considerable de suerte y habilidad parlamentaria por parte de figuras clave como el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell. McConnell aprovechó la muerte inesperada del juez Antonin Scalia en 2016 para bloquear la nominación del presidente Obama, Merrick Garland, argumentando que el cargo debía ser llenado por el próximo presidente debido a que la vacante se produjo en el último año del mandato presidencial. Esta maniobra le permitió a Trump, tras su victoria electoral, acceder a la oportunidad de nombrar a un nuevo juez.

El proceso de confirmación de Gorsuch, aunque fue relativamente fluido, no estuvo exento de controversias. La decisión de McConnell de cambiar las reglas del Senado para permitir que el nombramiento de Gorsuch fuera aprobado con una mayoría simple, en lugar de la supermayoría tradicional de 60 votos, fue una de las tácticas parlamentarias clave que facilitó este resultado.

Con este nombramiento, Trump continuó con su estrategia de fortalecer la composición conservadora de la Corte Suprema. Su siguiente oportunidad se presentó con la renuncia del juez Anthony Kennedy en 2018, lo que le dio la oportunidad de nombrar a Brett Kavanaugh, un juez más conservador que profundizaría la inclinación ideológica de la Corte hacia la derecha. No obstante, la confirmación de Kavanaugh fue mucho más conflictiva. Las acusaciones de abuso sexual presentadas por Christine Blasey Ford complicaron el proceso, y el drama político que siguió, con una polarización de las posturas en el Senado, hizo que su nombramiento fuera uno de los más divisivos en la historia reciente de Estados Unidos. Aunque Kavanaugh es un jurista republicano típico, con una educación privilegiada en Georgetown Prep y Yale, las críticas sobre su comportamiento durante el proceso de confirmación, así como las implicaciones de su nombramiento en términos de la percepción pública de Trump, podrían tener repercusiones a largo plazo sobre la administración.

A pesar de estas victorias judiciales, Trump no logró materializar uno de sus principales objetivos legislativos: la reforma del sistema de salud. La eliminación de la Ley de Cuidado de Salud Asequible (conocida como Obamacare) fue un tema clave de la campaña republicana desde su promulgación en 2010. No obstante, la falta de consenso dentro de su propio partido sobre cómo abordar esta reforma provocó el fracaso de la iniciativa, lo que llevó a Trump a centrarse en otros asuntos como los recortes fiscales.

La Ley de Recortes de Impuestos y Empleos de 2017 representó un triunfo legislativo, pero también mostró la cara más tradicional del Partido Republicano. El recorte de impuestos corporativos de un 35% a un 21% y las reducciones fiscales para los individuos más ricos contrastaron fuertemente con el discurso populista que Trump había empleado en su campaña. A pesar de los intentos de algunos asesores, como Steve Bannon, de avanzar propuestas más populistas, Trump siguió la línea tradicional republicana de beneficiar a las grandes empresas y a los más ricos. Los cambios en el impuesto sobre la renta beneficiaron principalmente a los más acomodados, mientras que las reducciones para la clase media fueron más modestas y temporales, con una eliminación gradual de los beneficios a partir de 2025.

Otro aspecto relevante de la reforma fiscal fue la omisión de la eliminación del "carried interest loophole", una laguna fiscal que permite a los gerentes de fondos de inversión y capital privado pagar impuestos a una tasa más baja que el promedio de los estadounidenses, lo que afectó la imagen de Trump como defensor de los intereses de la gente común.

Es esencial comprender que, aunque Trump pueda haber ganado algunas batallas legislativas en términos tradicionales, como la confirmación de jueces y recortes de impuestos, estos logros no fueron innovadores ni disruptivos en comparación con las políticas previas del Partido Republicano. Además, los cambios introducidos en la Corte Suprema y en la legislación fiscal deben analizarse a la luz de los intereses que Trump y su administración realmente representaron: los de las élites económicas y los sectores conservadores más tradicionales. Las promesas de drenar el pantano y representar al "hombre común" se vieron en gran medida desmentidas por las políticas adoptadas, lo que generó críticas tanto desde la izquierda como desde sectores más conservadores que consideraron que el presidente no estaba rompiendo con las estructuras tradicionales de poder.

¿Cómo influye la visión política de Trump en el Congreso y su capacidad de liderazgo?

La dinámica entre la presidencia de Donald Trump y el Congreso republicano se caracteriza por tensiones, desafíos y constantes recalibraciones de poder. A pesar de su prominencia en la política estadounidense, la capacidad de Trump para construir una relación sólida con los legisladores fue limitada desde el inicio de su mandato. Su estilo personal y la falta de una reputación presidencial coherente afectaron profundamente su habilidad para negociar de manera efectiva. La constante serie de reversos en sus promesas y declaraciones sembró desconfianza, pues su palabra no se consideraba un compromiso firme, lo que redujo su capacidad para utilizar promesas de favores futuros como herramienta de negociación.

En cuanto a su capacidad de influir en el Congreso, la tarea de Trump no solo dependía de su habilidad como vendedor político, sino también de los intereses y cálculos de los legisladores. Los congresistas republicanos no solo necesitaban estar convencidos de las propuestas de Trump, sino también de su viabilidad política y electoral. La naturaleza de las políticas propuestas por Trump a menudo iba en contra de las creencias ideológicas establecidas dentro del Partido Republicano. La principal interrogante era si los legisladores estaban dispuestos a arriesgarse a mover sus posiciones políticas, con el riesgo de perder apoyo electoral y socavar sus propios objetivos ideológicos.

Trump, al desafiar el sistema político tradicional del Partido Republicano en el Congreso, ofreció una propuesta arriesgada: reorganizar el partido en torno a su figura como nuevo líder. Sin embargo, esta propuesta estaba lejos de ser una garantía de éxito. A lo largo de su mandato, Trump tuvo dificultades para presentar una visión clara que convenciera a los legisladores de que su enfoque era el adecuado para asegurar su reelección y avanzar en sus principios ideológicos.

Los legisladores, que tienen mucho en juego en cuanto a su futuro político, observaban con cautela las señales provenientes del entorno político. La posibilidad de que Trump pudiese reorganizar la política republicana según nuevos principios o llevar al partido hacia el fracaso era un dilema constante. Las derrotas sufridas por algunos candidatos republicanos, influenciados por el enfoque divisivo de Trump, minaron la credibilidad de su mensaje y su capacidad para liderar el partido con éxito.

Además, la percepción de la capacidad de Trump para movilizar a votantes y financiar su visión política era muy incierta. A pesar de los resultados electorales de 2016, Trump nunca pudo demostrar que su mensaje era un activo electoral confiable para el Partido Republicano. Su victoria en el Colegio Electoral, por ejemplo, fue estrecha y vino acompañada de una derrota en el voto popular, lo que generó dudas dentro del partido. Los legisladores republicanos temían que su propio éxito electoral pudiera verse amenazado por la retórica divisiva de Trump, especialmente cuando este alienó a grupos demográficos clave, como las minorías raciales y étnicas.

Otro punto crítico fue el deterioro de las relaciones entre Trump y algunos de los republicanos en el Congreso. El hecho de que muchos legisladores no atribuyeran sus victorias a Trump, e incluso algunos lo vieran como un obstáculo para sus propias campañas, mostró las grietas dentro de las filas republicanas. Las derrotas en elecciones especiales, como la caída en Alabama en 2017, fueron señales claras de que la estrategia política de Trump no estaba teniendo los resultados esperados.

A pesar de sus bajas cifras de aprobación, Trump aprovechó una táctica clave para mantener el control sobre el Partido Republicano: su popularidad dentro de su base electoral. La sólida aprobación entre los votantes republicanos le permitió exigir lealtad a los legisladores, quienes, al ser conscientes de la importancia de mantener el apoyo de su electorado, se vieron presionados a seguir su liderazgo, no tanto por la eficacia de sus políticas, sino por el miedo a desafiar a los votantes que lo respaldaban.

Es crucial entender que, aunque Trump tuvo un impacto significativo en la política estadounidense, su capacidad para consolidar una visión política coherente y funcional para su partido fue limitada. Los legisladores republicanos no solo evaluaban sus propuestas, sino también las consecuencias de apoyar o desafiar a un presidente cuya popularidad era principalmente dentro de su base más radical. La disyuntiva estaba clara: apoyar a Trump implicaba arriesgarse a alienar a segmentos importantes del electorado, pero resistirse a su liderazgo implicaba también desafiar las expectativas de los votantes republicanos.

¿Por qué la política exterior de Trump es más ordinaria de lo que parece?

La política exterior de la administración Trump ha sido objeto de intensos debates desde el momento en que asumió la presidencia. A pesar de la retórica ruidosa y las declaraciones controvertidas, la estrategia subyacente que ha guiado sus acciones internacionales no es tan revolucionaria ni excepcional como muchos creen. De hecho, es una continuación de enfoques que han dominado la política exterior de Estados Unidos durante décadas, aunque presentados bajo una forma y estilo inusuales.

Uno de los aspectos más notables de la administración Trump en relación con la política exterior es la diferencia entre su estilo personal y la forma en que se implementan las políticas. Mientras que Trump es conocido por su retórica directa, a menudo agresiva, y su enfoque poco convencional en la diplomacia, las decisiones políticas que ha tomado hasta la fecha siguen los principios clásicos de la estrategia estadounidense en el mundo. El foco de la política exterior estadounidense no ha cambiado significativamente; lo que ha variado es la forma en que el presidente presenta y comunica esas políticas.

Las relaciones de Estados Unidos con el Medio Oriente son un claro ejemplo de esta continuidad. Trump ha continuado con los esfuerzos previos de sus predecesores por mediar en el conflicto israelo-palestino, aunque con una serie de decisiones que han generado controversia, como el traslado de la embajada de Estados Unidos a Jerusalén. Sin embargo, a pesar de las declaraciones grandiosas y los movimientos simbólicos, los avances reales hacia una paz duradera siguen siendo elusivos. Los intentos de resolver el conflicto entre Israel y Palestina han sido frustrados durante décadas por la intransigencia de ambas partes y la intervención de potencias extranjeras con intereses contrapuestos. En este contexto, el intento de Trump de avanzar en esta área es tan incierto y lleno de obstáculos como los de sus predecesores, lo que pone de manifiesto que, aunque su estilo es único, el problema sigue siendo el mismo.

Otro ejemplo de esta política "normal" se encuentra en la relación de Estados Unidos con las grandes potencias internacionales como Rusia y China. A pesar de las declaraciones confrontacionales de Trump y su enfoque "America First", la realidad de las relaciones diplomáticas sigue siendo compleja y se basa en la necesidad de negociar y encontrar compromisos. La política de “presión máxima” sobre Irán, por ejemplo, no ha logrado los resultados esperados, al igual que los esfuerzos previos para contener la influencia de otras potencias en la región. Las relaciones internacionales no se resuelven con imposiciones unilaterales, sino que requieren una negociación constante, una lección que las administraciones de Estados Unidos han tenido que aprender una y otra vez.

Un tema recurrente en la política exterior estadounidense es la lucha contra el terrorismo internacional. Durante décadas, las administraciones han enfrentado el desafío de equilibrar la respuesta militar a las amenazas inmediatas con la necesidad de evitar entrar en conflictos interminables. La administración Trump no ha sido una excepción en este aspecto. Aunque su enfoque hacia el uso de la fuerza ha sido más directo, el resultado ha sido el mismo que en conflictos pasados: una lucha constante por encontrar soluciones sostenibles a largo plazo sin caer en la trampa de los conflictos prolongados.

El concepto de "paz a través de la fuerza", que ha sido un pilar de la política exterior republicana desde la Guerra Fría, sigue siendo central en la estrategia de Trump. Esto implica una confianza en la superioridad militar de Estados Unidos, pero también el reconocimiento de que no siempre se puede imponer la paz a través de la fuerza bruta. Las intervenciones militares, como las que ocurrieron en Irak o Afganistán, han demostrado que el poder militar, por sí solo, no puede garantizar la estabilidad duradera.

La política exterior de Trump también ha continuado la tradición de sus predecesores en cuanto a tratar de controlar la proliferación nuclear, aunque sus enfoques hacia países como Corea del Norte y Irán han sido notoriamente diferentes. Trump ha utilizado una mezcla de diplomacia directa y amenazas para intentar manejar estos desafíos, aunque el éxito ha sido limitado. La verdadera pregunta sigue siendo si es posible encontrar un equilibrio entre la diplomacia y la disuasión militar que logre el objetivo de un mundo más seguro y estable.

Lo que se observa en la administración Trump, por lo tanto, es que, a pesar de su estilo disruptivo y su retórica impredecible, la política exterior sigue siendo sorprendentemente coherente con las tradiciones y las ideas realistas que han dominado la política estadounidense durante mucho tiempo. Las dificultades que enfrenta Trump en la política internacional no son radicalmente diferentes de las que enfrentaron sus predecesores. A pesar de la apariencia de una presidencia revolucionaria, Trump sigue lidiando con los mismos problemas complejos y desafiantes que han caracterizado la política exterior de Estados Unidos en las últimas décadas.

En última instancia, lo que muchos observadores tienden a olvidar es que la política internacional está llena de obstáculos inmutables: potencias rivales, intereses nacionales incompatibles y problemas que han estado presentes durante generaciones. No importa cuán poderosa sea una nación, la capacidad de moldear el mundo a su antojo es limitada. Trump, al igual que otros presidentes, ha tenido que enfrentarse a esas limitaciones, y aunque su estilo de gobierno ha sido inusual, las dificultades que ha enfrentado son profundamente ordinarias.