El gasto militar y la amenaza externa del comunismo fueron los temas recurrentes en los discursos y escritos de aquellos tiempos, pero, según Welch, el verdadero peligro para la nación no era solo el adversario extranjero, sino la amenaza interna que representaban los comunistas infiltrados en las estructuras de poder del país. En su análisis, el autor no solo recurría a la política del momento, sino que también alimentaba su argumento con referencias a Oswald Spengler y la historia antigua, denunciando el colectivismo y la debilidad de la civilización occidental, que, según él, los comunistas eran expertos en explotar. La idea de Welch era clara: Estados Unidos disponía de pocos años para derrotar a los rojos antes de que la nación sucumbiera a su influencia. Pero para lograrlo, era necesario actuar de forma audaz y sin los escrúpulos del debate político convencional. Para salvar a América, Welch proponía “luchar sucio”, tal como lo hacían los comunistas, infiltrando organizaciones, creando grupos fachada y hostigando a los sospechosos de ser subversivos.

Con este fin, Welch ideó un plan para formar una organización "monolítica", que tendría como objetivo librar una lucha titánica contra la subversión comunista. Esta organización estaría bajo su control total, pues, según su lógica, un grupo democrático sería demasiado vulnerable a las infiltraciones y perturbaciones de un enemigo astuto y pernicioso. La estructura sería jerárquica, con Welch a la cabeza, quien establecería las políticas y directrices. No sería una sociedad de debate, sino una máquina de acción. Su sueño era crear una fuerza de un millón de "seguidores dedicados" y contar con los recursos suficientes para frenar la expansión comunista. Esta fuerza se organizaría en capítulos locales para luchar contra el comunismo dentro de las escuelas, las bibliotecas y los grupos religiosos.

Así nació la Sociedad John Birch, llamada así en honor a un misionero y oficial de inteligencia estadounidense que, mientras trabajaba en el norte de China, fue asesinado por tropas comunistas pocos días después del fin de la Segunda Guerra Mundial. En 1954, Welch publicó una biografía de Birch, glorificando su figura y presentándolo como la primera víctima de la Guerra Fría. Nueve de los hombres presentes en la reunión donde nació la idea firmaron el compromiso de unirse a la causa. En pocos años, la Sociedad creció hasta contar con entre 20,000 y 100,000 miembros y unos ingresos anuales cercanos al millón de dólares. Su influencia en el Partido Republicano y en el movimiento conservador fue incuestionable, aunque también fue vista como una infección peligrosa dentro de la derecha. Según el historiador Jonathan Schoenwald, la Sociedad John Birch logró "llevar ideas que antes se consideraban marginales en la ideología conservadora al centro de la política". Su impacto fue profundo, especialmente en la política de derecha y en el conservadurismo estadounidense, donde el extremismo paranoico comenzó a encontrar un lugar visible.

En los años 50, Welch publicaba un panfleto de 30,000 palabras que resonaba con el discurso de Joe McCarthy: era una "certeza" que había más comunistas y simpatizantes del comunismo dentro del gobierno de los Estados Unidos que nunca antes. En un discurso de 1956, Welch acusó a los líderes estadounidenses de "traiciones" que permitieron la expansión del comunismo a nivel mundial. En sus escritos, Welch no escatimaba en críticas a figuras como el secretario de Estado John Foster Dulles, el director de la CIA Allen Dulles y a toda la élite del poder, a quienes consideraba agentes de una conspiración comunista. La conspiración era, para Welch, global y se infiltraba en todas las instituciones, desde el gobierno hasta las organizaciones civiles, pasando por los medios, las iglesias y los colegios.

En su obra The Politician, Welch ofrecía su visión conspirativa del mundo: todo, desde la política exterior de los Estados Unidos hasta la estructura misma del gobierno federal, estaba bajo el control de los comunistas. Incluso Eisenhower, presidente en funciones, era considerado un agente consciente del comunismo. Los programas de ayuda exterior, los movimientos por los derechos civiles, el sistema de la Reserva Federal, y hasta los controles sobre las armas, todos eran parte de un complot de los rojos para someter al pueblo estadounidense.

La sociedad creció en su influencia mediante una red de librerías, grupos de estudio en casa, publicaciones y una constante producción de panfletos, grabaciones y películas. La Sociedad se involucró también en la política local, intentando influir en las elecciones de consejos escolares y promoviendo campañas como la destitución del juez Earl Warren, por su decisión en Brown v. Board of Education, que prohibió la segregación en las escuelas públicas.

La retórica de Welch era extravagante y chocante. En 1960, afirmó que el gobierno federal estaba "literalmente en manos de los comunistas". Aseguró que figuras políticas como John F. Kennedy, los gobernadores de California y Nueva York, y los principales funcionarios del Departamento de Salud, Educación y Bienestar eran comunistas o al menos simpatizantes. Según Welch, el "golpe comunista" en la cima del poder ya estaba prácticamente consumado. Aunque sus ideas se basaban en teorías conspirativas extremas y carecían de fundamento en la realidad, encontró una audiencia dispuesta a aceptar sus explicaciones simples y apocalípticas para el caos del mundo.

El auge de la Sociedad John Birch marcó el comienzo de una nueva fase en el conservadurismo estadounidense. En medio de la Guerra Fría y el miedo generalizado a la expansión comunista, Welch logró canalizar la ansiedad popular hacia una narrativa de conspiración omnipresente, exacerbando la paranoia de la época. Su éxito residió en aprovechar el miedo colectivo y ofrecer respuestas fáciles a problemas complejos, convirtiendo su visión de un mundo controlado por comunistas en un producto atractivo para muchos.

Además de comprender la magnitud del fenómeno que representó la Sociedad John Birch, es importante reconocer el contexto histórico de su surgimiento. La sociedad se formó en un momento de gran tensión global, cuando la amenaza del comunismo parecía extenderse por todo el mundo. Esta paranoia, alimentada por la Guerra Fría, llevó a muchos a ver conspiraciones donde no existían, distorsionando la percepción pública de la política y la seguridad internacional. La influencia de la Sociedad, aunque marginal al principio, sentó las bases para una nueva forma de conservadurismo más radical y desconfiada, cuyas ideas, alimentadas por el miedo, todavía resuenan en ciertos sectores de la política estadounidense actual.

¿Cómo la estrategia de los republicanos cambió el curso de las elecciones de 1988?

En la carrera presidencial de 1988 en Estados Unidos, el equipo de campaña de George H.W. Bush desplegó una táctica agresiva que transformó el tono de la contienda política, centrándose en ataques personales y la polarización ideológica. La figura central detrás de esta estrategia fue Lee Atwater, un astuto estratega que sabía que el futuro de la campaña republicana no se decidiría por las propuestas de política pública, sino por la capacidad de crear una narrativa que despojara de legitimidad a su oponente, Michael Dukakis, y lo presentara como una amenaza para la seguridad y los valores estadounidenses.

Una de las piezas clave de esta táctica fue el uso del caso de Willie Horton, un prisionero que, tras ser liberado temporalmente bajo un programa de permisos, cometió un crimen violento. La campaña republicana capitalizó este evento, utilizando la imagen de Horton como un símbolo de la supuesta ineptitud de Dukakis para manejar temas de seguridad. Este ataque no solo logró desgastar la figura de Dukakis, sino que también jugó con los miedos raciales y las tensiones sociales, convirtiéndose en uno de los elementos más polémicos de la campaña. Aunque muchos en el círculo cercano a Bush insistieron en que no se trataba de una estrategia racial, el uso del caso de Horton en conjunto con otros temas como la defensa de los derechos de los criminales y la oposición a la pena de muerte tuvieron un fuerte componente de apelación al miedo y al prejuicio.

Atwater, con el respaldo de figuras como Roger Ailes, recomendó que Bush no solo se limitara a atacar la política de su adversario, sino que lo despojara de cualquier vínculo con los valores fundamentales de Estados Unidos. El objetivo era construir una narrativa en la que Dukakis no fuera simplemente un político con políticas diferentes, sino alguien que no compartía los mismos valores que la mayoría de los votantes estadounidenses. Así, la campaña republicana no solo atacó a Dukakis por sus políticas, sino que cuestionó su patriotismo, su vínculo con la bandera y su apoyo a los derechos civiles, lo que llevó a una campaña de deslegitimación sin precedentes.

Este enfoque polarizador fue decisivo en la forma en que la campaña se desarrolló. Mientras que Bush y sus asesores se concentraron en repetir constantemente mensajes sobre el peligro que representaba Dukakis para la nación, los demócratas, en su intento por evitar caer en la trampa de los ataques personales, no supieron cómo reaccionar de manera efectiva. Dukakis intentó mantener un enfoque racional y centrado en la competencia y las soluciones económicas, pero fue incapaz de cambiar el curso de una campaña que rápidamente se transformó en una lucha por la identidad nacional y el valor de los principios conservadores.

Además de los ataques a la figura de Dukakis, la campaña de Bush también se benefició del apoyo de una base política cada vez más influyente, que incluía a los conservadores religiosos y a los miembros más radicales del partido. La aceptación de figuras como Pat Robertson, con sus declaraciones extremistas y su retórica divisiva, fue otro indicio de cómo los republicanos estaban dispuestos a unir fuerzas con sectores de la derecha que, en otros momentos, podrían haber sido vistos como marginales. La necesidad de obtener votos en un sistema de elecciones tan competitivo hizo que Bush se alineara con estos sectores, incluso si sus posturas eran vistas como extremas.

Es importante entender que esta campaña no solo se trató de ganar elecciones. Fue el inicio de una era en la que las tácticas de polarización, el ataque personal y la apelación al miedo se convirtieron en herramientas recurrentes en la política estadounidense. El hecho de que la estrategia de Bush tuviera tanto éxito dejó claro que el electorado estadounidense no solo respondía a los problemas prácticos, sino también a los temores y divisiones que se explotaban durante la campaña.

Este tipo de enfoque no solo cambió el curso de las elecciones de 1988, sino que también dejó una marca indeleble en las futuras campañas políticas en Estados Unidos. La forma en que los republicanos, bajo la dirección de Atwater, lograron moldear la percepción pública de Dukakis es un recordatorio de cómo las campañas pueden ser moldeadas por estrategias más allá de las propuestas de política pública, apelando a las emociones y divisiones de la sociedad.

El impacto de este tipo de estrategia sigue siendo evidente hoy en día, ya que las campañas políticas continúan utilizando la polarización y la deslegitimación de los oponentes como una forma de asegurar el poder. En este sentido, las elecciones de 1988 no fueron solo una batalla por la presidencia, sino también un punto de inflexión en la evolución de la política electoral en los Estados Unidos, donde el cinismo y la manipulación emocional comenzaron a jugar un papel central en el proceso democrático.

¿Cómo el extremismo de derecha moldeó la política republicana y su impacto en la sociedad estadounidense?

Los republicanos mostraron poco interés en frenar a los extremistas o calmar las pasiones y miedos infundados que comenzaban a surgir con fuerza a fines del siglo XX. Un claro ejemplo de esto fue la postura de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), un actor fundamental dentro de la coalición del Partido Republicano. Días antes del atentado en Oklahoma City, la NRA había enviado una carta de recaudación de fondos en la que denunciaba los esfuerzos de control de armas y tildaba a los agentes federales de la ley de ser “matones del gobierno con botas de marcha” que usaban “casco de nazi” y uniformes de “soldados de asalto negros”. En el tablón de anuncios de la NRA, los miembros compartían instrucciones sobre cómo fabricar bombas, arrojaban veneno contra el ATF (Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego) y justificaban la necesidad de prepararse para un conflicto armado. La NRA, que había financiado a muchos de los candidatos republicanos que contribuyeron a voltear el Congreso el año anterior, se había convertido en un refugio para el sentimiento extremista que sostenía al movimiento de las milicias. Un mes después del ataque en Oklahoma, durante su reunión anual, un alto funcionario de la NRA se vio obligado a tranquilizar a los asistentes, asegurándoles que no había helicópteros negros de la ONU volando sobre los Estados Unidos.

El atentado en Oklahoma City arrojó una luz directa sobre las interacciones entre la extrema derecha y los republicanos. Los informes de los medios de comunicación señalaron que a principios de ese mismo año, miembros republicanos de la Cámara de Representantes y del Senado habían sido defensores de las milicias y habían expresado preocupación ante el Departamento de Justicia sobre rumores que indicaban que los agentes federales planeaban una acción represiva contra las milicias. La representante republicana Helen Chenoweth, por ejemplo, sugirió que el exceso de poder del gobierno era el responsable del ataque de McVeigh: “Aunque nunca podremos justificar esto, debemos comenzar a examinar las políticas públicas que podrían estar empujando a las personas demasiado lejos.” Su postura estaba alineada con un proyecto de ley promovido por el movimiento de las milicias, el cual exigía que los agentes federales recibieran permiso de autoridades estatales o locales antes de realizar cualquier acción de la ley. El periódico Idaho Statesman criticó a Chenoweth por fortalecer a “los grupos marginales” y por convertirse rápidamente en la imagen de esos grupos.

Cuando la administración Clinton y el FBI comenzaron a vigilar más de cerca las milicias, figuras republicanas como Bob Dole sugirieron que deberían frenar esas medidas, mientras que Newt Gingrich advertía que la nación podría estar regresando a los excesos del FBI de la década de 1960. Ninguno de ellos criticó a las milicias, y Gingrich incluso expresó simpatía por aquellos que mostraban ideas virulentas contra el gobierno. “En las zonas rurales de Estados Unidos... hay un miedo genuino hacia el gobierno federal y hacia Washington, DC,” afirmó Gingrich, mientras Chenoweth aseguraba que los estadounidenses “tienen razones para temer a su gobierno.”

Este contexto se vio reflejado también en la actitud de ciertos congresistas republicanos, como el representante Steve Stockman, quien escribió un artículo para Guns & Ammo respaldando una teoría conspirativa popular entre las milicias: que la administración Clinton había orquestado la redada de Waco para aumentar el apoyo público al control de armas. Ante la retórica incendiaria de la NRA, el expresidente George Bush renunció a su membresía en la organización, aunque ningún otro republicano destacado hizo lo mismo.

Poco después del atentado, el senador Arlen Specter organizó una audiencia con los líderes de las milicias, la cual se transformó en un espectáculo mediático. Estos hombres, algunos de ellos vestidos con atuendos paramilitares, defendieron sus posiciones y promovieron una teoría tras otra: Japón y Estados Unidos habían bombardeado conjuntamente el edificio federal en Oklahoma; el gobierno de Estados Unidos había utilizado una máquina climática para provocar tornados y desestabilizar a la población; la fiscal general Janet Reno había contratado a 2,500 “sicarios”; la ONU estaba llevando a cabo maniobras militares secretas en los Estados Unidos. Uno de los testigos, el líder racista de las milicias de Montana, John Trochmann, afirmó que “la presidencia se ha convertido en un puesto de opresión dictatorial”.

A pesar de que algunos informes gubernamentales indicaron que cerca de una quinta parte de las 224 milicias del país tenían vínculos con grupos neo-nazis o supremacistas blancos, Specter había otorgado a los conspiradores la plataforma de alto perfil que tanto deseaban. Si bien el extremismo de las milicias de extrema derecha pronto perdió protagonismo en los medios de comunicación, los promotores de teorías conspirativas continuaron alimentando la desinformación. Figuras como Reed Irvine, el Washington Times, y Chris Ruddy se dedicaron a crear y difundir teorías infundadas. En este ambiente, el escándalo del caso Whitewater y la muerte de Vince Foster se convirtieron en nuevas oportunidades para los republicanos de mantener vivas las teorías conspirativas.

A pesar de que las investigaciones sobre la muerte de Foster no mostraron nada que desafiara las conclusiones anteriores, las filtraciones sobre el caso seguían alimentando la desconfianza. En una encuesta de Time/CNN, el 35% de los encuestados creían que Foster se había suicidado, el 45% no estaba seguro, y el 20% pensaba que fue asesinado. La maquinaria de desinformación encontró audiencia, y los medios conservadores, apoyados por figuras como Richard Mellon Scaife, continuaron avivando las llamas de la conspiración.

En este proceso, el Partido Republicano y sus miembros se encontraron cada vez más ligados a la industria de las teorías conspirativas de extrema derecha. Esto reveló una intersección peligrosa entre el poder político, los medios de comunicación conservadores y los movimientos radicales, un fenómeno que seguiría moldeando la política estadounidense en los años venideros.

Es esencial comprender que este fenómeno de conspiracionismo y radicalización no fue simplemente un producto de teorías lejanas o de grupos marginales; por el contrario, fue un factor profundamente influenciado por actores políticos establecidos que, a menudo, usaban estas narrativas como herramientas para movilizar a una base de votantes, para deslegitimar a sus oponentes y, sobre todo, para consolidar su poder en medio de la polarización creciente en la política estadounidense.

¿Cómo se formó el fenómeno Trump y qué representó para la política estadounidense?

En el contexto de las convenciones políticas, el discurso de Donald Trump fue estridente y lleno de ira. Afirmó que la nación enfrentaba “un momento de crisis” y que “nuestro modo de vida” estaba amenazado por el crimen y el terrorismo. Se autoproclamó como el “candidato de la ley y el orden” y aseguró que “ya no podemos confiar en las élites de los medios de comunicación y la política, quienes dirán lo que sea para mantener un sistema manipulado”. Con una gran certeza, Trump se jactó, “Nadie conoce el sistema mejor que yo. Por eso solo yo puedo arreglarlo”. “Yo soy su voz”, exclamó Trump. Esta afirmación era cierta en muchos sentidos: él era la voz de un sector muy específico de la sociedad estadounidense, que sentía que sus preocupaciones habían sido ignoradas por las clases políticas tradicionales.

A lo largo de la convención demócrata, Trump continuó su retórica de odio, atacando a Khizr Khan, un orador que había perdido a su hijo, un capitán del ejército, en un atentado suicida en Irak. Trump incluso hizo comentarios islamófobos sobre la esposa de Khan. A pesar de las reprimendas dentro de su propio partido, Trump no mostró remordimiento. Continuó atacando y descalificando a quienes se oponían a él, como cuando sugirió que los rusos podrían hackear los correos electrónicos de Hillary Clinton para desbaratar su campaña, una declaración que tuvo repercusiones inmediatas cuando los hackers rusos intentaron precisamente eso poco después. Trump incluso insinuó que “los defensores de la Segunda Enmienda” podrían actuar contra Clinton si ella fuera elegida, una amenaza velada que solo aumentaba la tensión en la campaña.

A medida que su campaña avanzaba, Trump fue vinculado estrechamente con figuras de la ultraderecha, como Steve Bannon, quien había sido el director de Breitbart News, un sitio que se consideraba un refugio para el alt-right, un movimiento extremista dentro de la derecha que se oponía al multiculturalismo y atacaba a inmigrantes y musulmanes. Con esta alianza, Trump no solo consolidó su apoyo en una base radical, sino que también le dio visibilidad a una parte del espectro político que hasta entonces se mantenía al margen del mainstream conservador. Para Hillary Clinton, este vínculo era la oportunidad perfecta para retratar a Trump como un extremista, lo que intentó hacer constantemente durante la campaña. Al hablar de los seguidores de Trump, Clinton los calificó de “deplorables”, una expresión que le costó políticamente, ya que muchos de esos votantes se sintieron despectivamente etiquetados. Sin embargo, el término no era del todo falso; Trump había reunido a un grupo de apoyo compuesto por personas que se sentían marginadas y desilusionadas por el sistema político tradicional, muchas veces movilizadas por un discurso incendiario.

El fenómeno de Trump también se alimentó de una serie de engaños y teorías conspirativas difundidas por sitios de noticias falsas. Desde falsos rumores sobre la venta de armas a ISIS hasta la invención de una supuesta relación entre la campaña de Clinton y el asesinato de un agente del FBI, las campañas de desinformación proliferaron en las redes sociales, en gran parte impulsadas por actores rusos. El uso de las redes sociales para sembrar discordia y manipular la opinión pública fue un factor clave en la estrategia electoral de Trump, quienes en muchos casos, dirigían sus ataques específicamente a las comunidades afroamericanas. La intervención rusa, aunque reconocida oficialmente solo después de mucho tiempo, se convirtió en un tema central durante el ciclo electoral, añadiendo aún más caos a una campaña ya cargada de controversia.

En septiembre, Trump intentó desmarcarse del “birtherismo” (la teoría conspirativa que cuestionaba el lugar de nacimiento de Barack Obama), pero lo hizo de forma superficial, sin disculpas y recurriendo a más mentiras al acusar a Clinton de haber iniciado la campaña de desinformación en 2008. Este tipo de manipulación de la verdad fue una constante durante toda su campaña.

En la recta final de la campaña, tras el escándalo del video de "Access Hollywood" en el que Trump se jactaba de acosos sexuales a mujeres, la situación política se volvió aún más caótica. A pesar de la indignación generalizada y las presiones dentro de su propio partido para que renunciara, Trump mantuvo su postura, manteniendo su base de seguidores en un fervor casi inquebrantable. La campaña del magnate inmobiliario no solo se destacó por su falta de convenciones políticas, sino por un total desprecio a las normas sociales y morales establecidas. Trump no solo se mostró desafiante hacia los opositores, sino que supo apelar a los temores más profundos de su base, creando una imagen de él mismo como el único capaz de restaurar un orden que muchos sentían perdido.

Es importante tener en cuenta que, aunque Trump representaba una ruptura radical con el establishment político, sus seguidores no eran solo personas decepcionadas con el sistema, sino también aquellas que compartían visiones racistas, sexistas y xenófobas. La polarización fue un eje central de la campaña, y a medida que el discurso se volvía más divisivo, muchos estadounidenses se vieron forzados a elegir entre una opción que apelaba a su sentido de exclusión y otra que representaba, en su visión, el status quo. Además, el papel de los medios de comunicación y las redes sociales en amplificar este discurso de odio no puede ser subestimado. La tecnología jugó un papel fundamental en la creación de burbujas informativas y en la desinformación masiva que favoreció a Trump.