El fenómeno de la confabulación política se manifiesta como un recurso poderoso y peligroso en la manipulación de masas, especialmente en regímenes y liderazgos que apelan a emociones profundas y resentimientos arraigados. En el caso de Donald Trump, su uso consciente de la confabulación, lejos de ser un simple engaño, es una estrategia diseñada para avivar el odio inconsciente que muchas personas sienten ante la idea de que un descendiente de esclavos ocupe el máximo poder en Estados Unidos. Esta forma de odio latente, que George Orwell describió como un deseo colectivo de “tener un buen odio”, se convierte en la base invisible pero poderosa del mito birther, que aunque ya no se formula abiertamente, continúa influyendo en el subconsciente colectivo y en la política contemporánea.
El éxito de esta estrategia radica en la forma en que la confabulación se disfraza de verdad mediante la teatralidad, el lenguaje corporal y el uso de símbolos cargados de significado emocional. Trump, al igual que Mussolini y Hitler antes que él, domina el arte del engaño performativo: sus mítines son cuidadosamente diseñados para crear una atmósfera de fervor colectivo donde solo sus seguidores más fervientes pueden entrar, garantizando así un ambiente sin voces disonantes que puedan romper el encanto del espectáculo. Su postura física, la inclinación de su cabeza, el color dorado de su cabello y su vestimenta formal conforman una imagen cuidadosamente construida para evocar al héroe arquetípico, una figura patriarcal que reclama autoridad legítima sobre “la verdadera América”.
Esta construcción no solo se limita a la apariencia, sino que se entrelaza con la narrativa política que Trump ofrece: un relato redentor que busca devolver el protagonismo a quienes se sienten desplazados o marginados por los liberales e intelectuales. La confabulación encuentra su fuerza en la creación de chivos expiatorios —inmigrantes, minorías, musulmanes— que son presentados como enemigos internos o externos de la nación. Así, la narrativa se vuelve impermeable a los hechos específicos; su poder reside en la emoción que genera y en la simplicidad que ofrece para explicar problemas complejos, una fórmula efectiva para movilizar el odio y la exclusión.
La cuestión de por qué tantas personas creen en estas pseudo-historias encuentra explicación en el funcionamiento mismo del cerebro humano. Estudios neurocientíficos demuestran que las áreas emocionales del cerebro, especialmente el sistema límbico, tienen un papel preponderante en la recepción y procesamiento de mensajes emocionales, por encima del razonamiento lógico. Por ello, incluso cuando se presentan evidencias en contra de una conspiración o mito, los creyentes firmes permanecen inamovibles, ya que sus creencias son reforzadas por una resonancia emocional que no puede ser fácilmente desplazada por la razón.
Esta dinámica explica la persistencia y peligrosidad de las confabulaciones políticas, pues apelan a lo más visceral y reprimido de las emociones humanas, alimentando resentimientos y fomentando divisiones sociales profundas. La manipulación a través de la confabulación es, en esencia, una forma sofisticada de dominación emocional que mina los fundamentos mismos de una democracia liberal, erosionando la confianza en la verdad y en las instituciones mediante la creación de enemigos y la propagación del miedo.
Es crucial comprender que detrás de estos relatos falsos y performativos no solo hay mentiras, sino un sistema emocional que opera a nivel subconsciente, arraigando creencias que no responden a la realidad objetiva sino a una construcción simbólica de identidad y amenaza. Reconocer este mecanismo permite desentrañar la complejidad del fenómeno y entender que la lucha contra la desinformación no es solo una batalla intelectual, sino también una confrontación con las emociones colectivas y las narrativas profundas que moldean la percepción social.
¿Cómo el Gaslighting y el Uso Estratégico de la Lengua Desfiguran la Realidad Política?
El gaslighting, como fenómeno psicológico y político, se construye sobre una base sutil pero poderosa: la manipulación de la percepción y la distorsión de la realidad a través de las palabras. Los políticos, al igual que los manipuladores personales, emplean esta estrategia para sembrar confusión, desacreditar a la oposición y consolidar su control. Esta técnica, que involucra la negación de la claridad en el lenguaje, facilita que ciertos discursos y metáforas se deslicen en la mente colectiva sin necesidad de comprobación o evidencia sólida. Así, el gaslighting no solo niega la verdad, sino que construye realidades paralelas donde la verdad se convierte en una cuestión de interpretación más que de hechos.
Un claro ejemplo de esta práctica se puede encontrar en el uso que hace Donald Trump del término "bad hombres". Al llamar a los inmigrantes mexicanos "bad hombres", Trump lanza un mensaje implícito de xenofobia y racismo. Sin embargo, el pronombre "algunos" ofrece una rendija de ambigüedad que le permite negar la acusación de racismo. El concepto de "algunos" abre la puerta a la interpretación, dejando a los oyentes la tarea de determinar el grado de maldad de los mexicanos. Pero el mensaje subyacente ya está instalado: un grupo étnico en su totalidad es percibido como peligroso. A esto se le añade una promesa política que se convierte en un ciclo de negación y redefinición, como cuando Trump mencionó que construiría un muro en la frontera sur y que México lo pagaría, solo para más tarde desmentir esa parte del compromiso, manteniendo sin embargo la idea del muro como un "triunfo".
Lo que permite que este tipo de manipulaciones funcionen de manera tan eficaz es su capacidad de evadir la confrontación directa. Las palabras no tienen un significado claro y verificable. La nebulosa de la interpretación se convierte en la herramienta perfecta para el gaslighting, y es este fenómeno el que envenena el discurso público. Metáforas como "el estado profundo" actúan como trampas semánticas, donde la política, la conspiración y la supuesta "persecución" se entrelazan sin que sea necesario demostrar que tal "estado profundo" realmente existe. Esta alegoría, repetida una y otra vez, se convierte en una verdad emocionalmente sentida para quienes buscan explicaciones sencillas ante la complejidad política. Aunque no haya pruebas tangibles, la retórica se siente "real" para quienes creen en ella, una realidad construida en la mente a partir de metáforas que invitan a ser decodificadas.
Este tipo de discurso, que apela a la sensación de que existen realidades ocultas por descubrir, es la base del gaslighting en el ámbito político. La frase "draining the swamp" no solo hace referencia a una lucha contra la corrupción política, sino que, como señala la metáfora, promueve la idea de que existe un vasto sistema subterráneo de poder que debe ser destruido. Este discurso también encierra una referencia racial oculta: el "estado profundo" supuestamente apoya a Barack Obama, el presidente afroamericano, lo que refuerza las tensiones raciales al mismo tiempo que permite una forma de evasión verbal. Cuando no se puede probar algo, se convierte en casi imposible refutarlo, ya que no hay un "objeto" real al que atacarle; solo queda la imagen simbólica.
Al igual que el unicornio es una figura mitológica que no existe en la realidad pero cuya palabra invoca una imagen en nuestra mente, las metáforas como "estado profundo" o "malos hombres" logran que aceptemos como veraz lo que en realidad no tiene base objetiva. La retórica del gaslighting, entonces, es un juego de sombras, en el que la oposición política se ve impotente frente a ataques que son, esencialmente, insostenibles en su base, pero difíciles de desmantelar por la naturaleza elusiva de las palabras.
Además, el gaslighting no solo se limita a las metáforas o palabras engañosas, sino que se combina con una manipulación constante de las promesas políticas. La promesa de prosperidad y trabajo garantizado, como lo hizo Mussolini, es una técnica que también se utiliza para apaciguar a las masas. La falta de pruebas no parece importar cuando los líderes manipulan la lengua con la promesa de un futuro mejor. Estos discursos, sin contenido real detrás, calan hondo en la audiencia y se convierten en una forma de control social, en la que los seguidores prefieren creer en la ilusión que les ofrece el líder, pues no tenerla significaría afrontar la cruda realidad de la decepción.
Este tipo de estrategias no solo afectan la política en sí, sino que impactan directamente la forma en que la sociedad percibe la verdad. Las personas que apoyan estas ideas se sienten reforzadas en su creencia, a menudo por medio de retóricas vagas y difusas, que parecen confirmar sus prejuicios o ansiedades sobre el mundo. Así, se forma una burbuja en la que las palabras no necesitan pruebas, solo que resuenen emocionalmente con el receptor.
La retórica política de gaslighting se infiltra en todos los aspectos del discurso, convirtiéndose en un mecanismo de control que deja poco espacio para el cuestionamiento racional. La paradoja del gaslighting es precisamente esa: el poder de manipular la realidad a través de las palabras, donde la mentira no necesita ser probada, solo repetida, hasta que se percibe como una verdad universalmente aceptada. Este es el peligro más grande: la creación de realidades ficticias que se sienten más reales que la propia verdad.
¿Cómo se manifiesta el autoritarismo contemporáneo a través del lenguaje y la propaganda?
El estudio del autoritarismo en la era moderna revela un fenómeno complejo que va más allá de la simple concentración de poder. La manipulación del lenguaje, la construcción de narrativas y la utilización estratégica de las redes sociales se erigen como herramientas fundamentales para moldear la opinión pública y consolidar un régimen autoritario. El caso del expresidente Donald Trump es paradigmático en este sentido, ilustrando cómo el uso reiterado de mentiras, la repetición constante de consignas y la apelación directa a emociones primitivas contribuyen a un entramado comunicativo que desestabiliza los mecanismos democráticos tradicionales.
Las tácticas de manipulación discursiva empleadas no son nuevas, pero sí adaptadas a los medios contemporáneos y a una audiencia hipervinculada a plataformas digitales. El análisis de sus declaraciones públicas, tweets y discursos evidencia un patrón: la creación deliberada de una realidad paralela en la que los hechos son reinterpretados o negados sistemáticamente para favorecer la narrativa del líder. Esta práctica, conocida como "gaslighting" a nivel social, erosiona la confianza en fuentes de información tradicionales y genera confusión entre los ciudadanos.
Autores como Edward S. Herman y Noam Chomsky han señalado cómo la fabricación del consentimiento se basa en la producción selectiva de información, la distracción y la desinformación, instrumentos que se utilizan eficazmente para perpetuar el poder. En esta línea, la retórica de "drain the swamp" ejemplifica cómo un discurso aparentemente anticorrupción puede ocultar una agenda autoritaria mediante la simplificación y demonización del adversario político. La apelación a una identidad nacional homogénea y amenazada también sirve para justificar medidas excepcionales y la erosión de garantías democráticas.
El fenómeno se inscribe además en un contexto cultural e histórico más amplio, en el que la fascinación por el carisma y la mitificación del líder recuerdan los procesos estudiados por Marcel Danesi o Robert Paxton. La circulación de memes, símbolos y rituales refuerza la cohesión del grupo y legitima el poder, creando un espacio simbólico donde se reproducen y amplifican las dinámicas autoritarias. Este entramado simbólico se alimenta también de teorías conspirativas, que actúan como un pegamento ideológico, cohesivo y excluyente a la vez.
La comprensión de estos procesos exige no solo un análisis crítico del discurso y los medios, sino también una reflexión profunda sobre el papel que juegan las emociones y la psicología colectiva. La sociología de Émile Durkheim sobre las formas elementales de la vida religiosa aporta herramientas para entender cómo las creencias y los ritos contribuyen a la formación de comunidades cerradas, donde la verdad se subordinan a la fe ciega en el líder. Así, la verdad objetiva es desplazada por una verdad construida que se defiende apasionadamente contra cualquier evidencia contraria.
Más allá de la descripción de los hechos y las estrategias, es crucial reconocer la fragilidad de las instituciones democráticas ante la sofisticación de estas tácticas comunicativas. La resiliencia democrática requiere la formación de ciudadanos críticos capaces de discernir entre información y manipulación, y la revitalización del debate público en espacios donde la conversación se privilegie sobre el ruido mediático. La educación, el acceso a fuentes confiables y la promoción de valores democráticos son pilares indispensables para enfrentar los retos que plantea el autoritarismo moderno.
Es igualmente importante señalar que la penetración del autoritarismo no se limita a un país o cultura específicos; se trata de un fenómeno global que toma formas diversas, pero que comparte la manipulación del lenguaje y la construcción de enemigos como eje central. Entender estas dinámicas permite anticipar y contrarrestar la erosión de derechos y libertades que inevitablemente acompaña estos procesos. La vigilancia activa y el compromiso ciudadano son esenciales para preservar los fundamentos de la democracia en tiempos de posverdad y polarización extrema.
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