Los seguidores más apasionados de Donald Trump no se corresponden con las etiquetas simplistas que a menudo se les asignan. Lejos de ser cínicos, pesimistas, reaccionarios o tradicionales intransigentes, estos individuos representan un fenómeno psicológico que ha sido malinterpretado debido a enfoques previos limitados y estudios diseñados con otros objetivos. Gran parte de la literatura anterior se centró en análisis parciales: desde los que estudiaron a los primeros partidarios durante las primarias republicanas de 2016 hasta aquellos que intentaron contextualizar la elección en un marco histórico o comparativo internacional. Sin embargo, estas perspectivas no capturan la esencia profunda y duradera de quienes permanecieron fieles a Trump tras varios años de su presidencia.
Para entender verdaderamente a estos seguidores, es necesario distanciarse de descripciones genéricas aplicadas a conservadores o autoritarios y reconocer que los seguidores acérrimos de Trump constituyen un grupo con características y motivaciones propias. Estudios basados en entrevistas o grupos focales localizados, aunque valiosos, carecen de representatividad nacional. Por ello, el análisis riguroso proviene de encuestas diseñadas específicamente para captar las particularidades psicológicas y sociales de esta base de apoyo, administradas en momentos estratégicos, como en 2019, casi tres años después de que Trump asumiera la presidencia, cuando su figura había sido objeto tanto de éxitos como de controversias.
Este enfoque revela que los seguidores más intensos de Trump no son meros votantes ocasionales o simpatizantes circunstanciales. Son individuos que, a pesar de los escándalos, fracasos legislativos y crisis internas dentro de la administración, mantienen un compromiso férreo y emocional con su líder. No son solo partidarios tácticos que esperan beneficios económicos o cambios específicos; son personas profundamente identificadas con la personalidad, el estilo y el mensaje que Trump representa. Su lealtad trasciende la lógica política tradicional y se manifiesta en una defensa vehemente contra lo que perciben como ataques del “establecimiento” y de los medios, abrazando un ethos combativo y un sentimiento de pertenencia a un movimiento que desafía el statu quo.
La importancia de diferenciar entre votantes circunstanciales y seguidores comprometidos radica en la comprensión del fenómeno político contemporáneo y de la psicología social detrás de movimientos populistas y autoritarios en todo el mundo. Los seguidores fervientes de Trump son un reflejo de un fenómeno más amplio y recurrente en diversas culturas y épocas: un sector significativo del electorado que se entrega con intensidad a un líder que encarna sus ansiedades, esperanzas y deseos de cambio radical. Estos grupos no son anomalías ni casos aislados; son manifestaciones recurrentes de la dinámica entre individuos y figuras carismáticas que prometen transformar la realidad política y social.
Además, es crucial reconocer que la persistencia y el fervor de estos seguidores no dependen únicamente de la personalidad del líder o del contexto inmediato, sino que se nutren de una identidad colectiva que se construye en oposición a una élite percibida como distante y deslegitimada. La adhesión a Trump se convierte en un acto de reafirmación personal y grupal, donde el líder es un símbolo de resistencia y afirmación frente a fuerzas que se consideran hostiles o excluyentes.
La comprensión de este fenómeno exige ir más allá del simple análisis electoral y adentrarse en la complejidad psicológica y sociocultural que sostiene a estos seguidores. Es un ejercicio que permite entender mejor los mecanismos de la polarización, la formación de identidades políticas intensas y el papel que juegan las emociones en la política contemporánea. Reconocer la diversidad y profundidad de estos seguidores es esencial para cualquier análisis que busque explicar no solo la figura de Trump, sino también fenómenos similares a nivel global.
Además, resulta importante entender que la lealtad inquebrantable de estos individuos puede dificultar el diálogo y la reconciliación política, ya que no se trata únicamente de diferencias de opinión, sino de convicciones profundamente arraigadas que desafían la lógica de la negociación y el compromiso. Su adhesión representa un fenómeno donde la política se convierte en una cuestión existencial, en la que el apoyo a un líder es inseparable de la construcción de la propia identidad y sentido de pertenencia.
Por último, aunque este análisis se centra en Trump y sus seguidores en Estados Unidos, es relevante reconocer que estas dinámicas pueden observarse en otros contextos y con otros líderes, reflejando patrones universales en la relación entre líderes carismáticos y bases de apoyo apasionadas, que trascienden fronteras y tiempos históricos.
¿Cómo las ideologías de securitarismo y unitarismo transforman el panorama político contemporáneo?
A medida que la política mundial se mueve hacia una división cada vez más clara, ya no es cuestión de fronteras entre "insiders" y "outsiders", sino de quienes apoyan a los insiders y quienes apoyan a los outsiders. Esta distinción, que se entrelaza con la idea de la seguridad nacional, se ha convertido en el eje central de muchos de los conflictos actuales. Los conflictos entre diferentes etnias, religiones y grupos sociales seguirán existiendo, pero cada vez más el foco de la tensión estará en la ideología: quién apoya la causa de los outsiders y quién promueve la de los insiders.
Para los "securitarianos", aquellos que protegen el orden de los insiders, la amenaza más grande no son los outsiders en sí, sino los "insiders" que, por ideología, no aceptan plenamente a su propio grupo. Las divisiones que antes se veían en términos de etnicidad, religión o incluso género, ahora se están desdibujando. Las verdaderas líneas de confrontación se están trazando entre quienes buscan integrar a los outsiders, los unitaristas, y aquellos que prefieren proteger las fronteras de los insiders, los securitarianos.
Los datos muestran que un porcentaje significativo de los seguidores de Trump se sienten amenazados tanto por los inmigrantes como por los liberales. Esta hostilidad mutua refleja un problema central: tanto los securitarianos como los unitaristas se ven como los defensores de su visión del país, y su oposición ideológica no permite espacio para la conciliación. El problema radica en que, para los securitarianos, los unitaristas representan una amenaza al bienestar de los insiders, mientras que para los unitaristas, los securitarianos representan un obstáculo a sus esfuerzos por integrar a los outsiders. Así, las personas de cada lado necesitan la noción de "outsiders", ya que su propia identidad y misión dependen de ella. El rechazo a aquellos que no siguen la misma línea ideológica se convierte, entonces, en un acto de defensa de sus respectivos mundos.
Imaginemos una situación hipotética: un securitariano tiene dos opciones para elegir en qué vecindad vivir. La primera es una comunidad multiétnica donde se defienden derechos como la posesión de armas, el aumento de los gastos en defensa, y la construcción de muros fronterizos. La segunda opción es una vecindad completamente blanca, cristiana y heterosexual, pero donde los ideales predominantes son los del apoyo a las fronteras abiertas, el gasto en ayuda social y la lucha por los derechos de los criminales. Aunque la segunda vecindad refleja una homogeneidad étnica y cultural que podría ser atractiva para un securitariano, la primera opción, a pesar de la diversidad, se ajusta mejor a su ideología de protección del orden y la seguridad interna. Esto demuestra que, para los securitarianos, el desafío no es la diversidad, sino el mantenimiento de un orden y una seguridad interna que respalde su visión de la sociedad.
Esta dicotomía entre securitarianos y unitaristas también refleja una paradoja dentro de la democracia misma. James Madison soñaba con una política en la que existieran divisiones transversales, donde las personas pudieran estar en desacuerdo sobre un tema y encontrar puntos de acuerdo en otro, lo que dificultaba la creación de enemigos permanentes. Sin embargo, en un mundo donde el conflicto se polariza cada vez más entre securitarianos y unitaristas, las divisiones se vuelven más rígidas y menos perdonadoras, lo que hace que la política sea más feroz y menos flexible. La democracia, en lugar de ser un sistema donde diferentes grupos coexisten, se convierte en un campo de batalla donde la confrontación ideológica es lo único que importa.
Este cambio en el eje de la política mundial también tiene implicaciones para el futuro de las democracias plurales. En el pasado, las democracias intentaron integrar diferentes grupos étnicos, religiosos y culturales, como una forma de gestionar la diversidad. Sin embargo, el desafío de hoy es la creación de una democracia bi-ideológica, en la que los securitarianos y los unitaristas, a pesar de sus diferencias profundas, puedan coexistir y gobernar juntos. Esto no solo es un reto en términos de gobernabilidad, sino también en términos de construir una visión compartida del futuro, donde ambos grupos puedan encontrar formas de reconciliar sus intereses sin renunciar a sus ideales fundamentales.
A lo largo de la historia, hemos visto cómo los intentos de restringir derechos democráticos, como la libertad de expresión y el derecho a la oposición, a menudo surgen en tiempos de crisis. Ya sea durante la administración de John Adams con los Actos de Alien y Sedición o en momentos de guerra, como la Primera Guerra Mundial, donde la oposición al gobierno llevó a la encarcelación de muchos, los intentos de concentrar el poder siempre han encontrado resistencia. No obstante, la resistencia a estas políticas autoritarias ha sido una constante que ha permitido que las democracias se redefinan y evolucionen.
Es fundamental que en tiempos de polarización ideológica, las democracias encuentren mecanismos de resistencia no solo a las políticas autoritarias, sino también a la tendencia a deshumanizar al otro, ya sea un securitariano o un unitarista. En última instancia, es necesario buscar formas de convivencia política que trasciendan las fronteras ideológicas y demográficas, para asegurar un futuro en el que la democracia pueda sobrevivir a sus propias contradicciones.
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