En enero de 2018, las declaraciones de Trump, en las que describía a los inmigrantes de África y Haití como provenientes de "países de mierda", fueron condenadas como racistas por el portavoz de derechos humanos de las Naciones Unidas, Rupert Colville. Este comentario, junto con otros previos, como los referidos a que 15,000 haitianos que recibieron visados para EE.UU. "todos tienen SIDA", y que 40,000 nigerianos nunca "volverían a sus chozas" después de ver Estados Unidos, dejaron claro el enfoque xenófobo y despectivo de la administración hacia los inmigrantes no blancos. Las implicaciones pedagógicas de tales comentarios son evidentes: el mensaje implícito no era otro que el de reforzar la división racial, la estigmatización de las minorías y el mantenimiento de una narrativa que favorece a ciertos grupos y margina a otros, promoviendo un nacionalismo blanco que se esconde detrás del lema "Make America Great Again", que algunos consideran un "código" para "Hacer América Blanca de Nuevo".

Estas declaraciones no solo fueron objeto de condena dentro de EE.UU., sino también internacionalmente. Por ejemplo, en Sudáfrica, el gobierno del Congreso Nacional Africano calificó las palabras de Trump de "sumamente ofensivas", y la prensa local, recordando la marcha de los supremacistas blancos en Charlottesville, advirtió sobre las posibles implicaciones de su retórica. Además, 54 embajadores africanos ante las Naciones Unidas condenaron sus comentarios y pidieron una retractación y una disculpa.

En paralelo a la demonización de los inmigrantes, la administración Trump profundizó su retórica antiinmigrante. En su discurso ante la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) de febrero de 2018, Trump describió un panorama alarmante en el que los EE.UU. estaban siendo invadidos por "criminales, violadores, traficantes de personas" que se beneficiaban de leyes que favorecían su permanencia en el país. Con un lenguaje que evocaba una clara imagen de amenaza y peligro, Trump no dudó en comparar a los inmigrantes con serpientes venenosas, reforzando la imagen de estos como enemigos del país. Las consecuencias de esta narrativa fueron devastadoras. En junio de 2018, las imágenes de niños pequeños llorando y viviendo en jaulas en centros de detención de EE.UU. recorrieron el mundo, provocando un aluvión de críticas tanto dentro como fuera del país. A pesar de la presión, Trump no mostró señales de cambio, aunque finalmente firmó una orden ejecutiva para mantener a las familias migrantes unidas. Sin embargo, esto no solucionó el problema de las familias que ya habían sido separadas, ni ofreció una solución a largo plazo.

El 24 de junio de 2018, la representante demócrata Barbara Lee describió en CNN la conmovedora imagen de un niño de tres años durmiendo sobre el frío cemento de una celda, lejos de sus padres, mientras el gobierno seguía impulsando políticas de detención masiva. La administración, además, seguía con su estrategia de "tolerancia cero", que permitió la separación de 2,300 niños de sus familias en un intento de presionar al Congreso para que financie el polémico muro fronterizo con México. La situación llegó a un punto crítico cuando el gobierno empezó a planear la construcción de "ciudades temporales" de detención para miles de inmigrantes en bases militares, lo que señalaba una escalada de medidas represivas.

A lo largo de todo este proceso, la retórica de Trump se mantuvo fuertemente vinculada a la de un sistema que ve a los inmigrantes, especialmente los no blancos, como una amenaza que debe ser contenida y controlada. Esta percepción, alimentada por discursos de odio y de "miedo", no solo afectó a los inmigrantes, sino que también dividió aún más a la sociedad estadounidense, creando un clima de intolerancia y rechazo hacia las comunidades de color.

Es importante entender que detrás de estos discursos no solo hay un rechazo hacia ciertos grupos, sino también una estrategia política de polarización que busca movilizar a una base electoral que comparte estos temores y prejuicios. A nivel global, las consecuencias son igualmente alarmantes: los discursos de odio y xenofobia no solo afectan a los inmigrantes, sino que también contribuyen a la creación de un entorno hostil que puede llevar a la violencia racial y a la erosión de los derechos humanos. La "pedagogía pública del odio", como la han denominado algunos analistas, no es solo una herramienta política, sino una forma de modelar la percepción pública, de construir un relato en el que los "otros" son vistos como enemigos y no como parte integral de la sociedad.

Además, es crucial comprender cómo las políticas y discursos de odio afectan las percepciones que tenemos sobre el "otro". En una sociedad tan diversa como la estadounidense, el peligro de seguir alimentando estos relatos de confrontación racial y xenofobia no solo pone en peligro a los inmigrantes, sino que también socava la cohesión social y el tejido democrático. La historia nos ha mostrado que cuando los discursos de odio se institucionalizan, las consecuencias pueden ser devastadoras, tanto en términos de derechos civiles como de estabilidad social.

¿Cómo la Alt-Right utiliza las pedagogías públicas para promover el fascismo?

La ideología alt-right se ha nutrido de diversas fuentes históricas y sociales, buscando crear una contracultura que, según Andrew Anglin, finalmente logre sustituir la cultura dominante y reemplace los valores liberales del mundo occidental. A través de figuras como Anglin, Richard Spencer y Paul Kersey, se ha impulsado un discurso que combina racismo, nacionalismo blanco, misoginia y antisemitismo, bajo el manto de una "pedagogía pública" que busca educar a las masas en torno a la supremacía blanca.

Anglin, una de las voces más representativas de la alt-right, explica que el objetivo de su movimiento no es solo resistir la cultura dominante, sino reemplazarla. De acuerdo con sus declaraciones, la contracultura que lideró el movimiento revolucionario de los años 60, dominado por judíos, ha sido la base de lo que él considera el "declive moral" del Occidente contemporáneo. Para él, figuras como Donald Trump representan una oportunidad, aunque ambigua, de restaurar una América blanca, como la que existió en la década de 1950. Sin embargo, Anglin observa con desconfianza los intentos de Trump de aceptar inmigrantes asiáticos, pues considera que tales acciones socavan los principios raciales que la alt-right defiende. En su visión, la América ideal debe ser un estado homogéneo, blanco y racista.

El discurso de Trump ha sido interpretado por muchos como una validación de los ideales de la alt-right. La polémica de sus comentarios sobre los “países de mierda” en 2018, especialmente dirigidos a países de África y Haití, fue celebrada por figuras clave del movimiento como Richard Spencer, quien vio en ello una confirmación de que Trump compartía algunas de sus ideas sobre la inmigración y la supremacía blanca. Spencer, quien anteriormente se refería al presidente en términos positivos, aprovechó la ocasión para destacar la inferioridad de las personas de color, especialmente los haitianos, en comparación con los noruegos, a quienes consideraba un modelo de inmigrante ideal. En su declaración sobre Haití, Spencer fue explícito en su visión de un mundo en el que las razas blancas dominaran.

Sin embargo, la alt-right no solo se limita a discursos verbales; busca llevar su ideología a la acción, tal como lo hizo Christopher Cantwell durante la marcha en Charlottesville de 2017. Cantwell, conocido por su énfasis en la violencia y la formación de un estado étnico blanco, no dudó en defender abiertamente la violencia como respuesta a quienes se oponen a sus creencias. Para él, la violencia no solo era un medio legítimo para alcanzar sus fines, sino una manifestación de la lucha por lo que él percibía como la defensa de la "civilización blanca". En una entrevista, Cantwell mostró su arsenal de armas y defendió abiertamente su disposición a usar la violencia para lograr sus objetivos, revelando las intenciones de la alt-right de incitar al caos y la confrontación con aquellos que consideran sus enemigos.

La pedagogía pública que la alt-right promueve no se limita a simples discursos. Utilizan plataformas mediáticas como blogs, redes sociales y videos en línea para expandir su mensaje. A través de estos medios, el movimiento ha logrado atraer a una audiencia que se siente alienada o resentida por las estructuras sociales contemporáneas. Se alimenta de una retórica que presenta a las minorías como responsables de los problemas sociales, económicos y políticos, y promueve la idea de una lucha de "blancos contra el mundo".

Esta forma de educación perversa se basa en la creación de una narrativa alternativa que niega la igualdad racial y la inclusión. En lugar de ver la diversidad como un valor, los líderes de la alt-right la perciben como una amenaza a su visión de una nación homogénea. Por ello, su "pedagogía pública" no solo se entiende como una forma de educar, sino como un mecanismo de control social que busca transformar la sociedad a través de la incitación al odio y el temor.

En este contexto, el discurso fascista de la alt-right no solo se limita a la confrontación directa. También busca infiltrar y manipular los espacios públicos, ya sea en los medios de comunicación tradicionales o en las nuevas plataformas digitales, creando una cultura de odio que puede incidir en las políticas públicas. A través de sus voces más prominentes, como Anglin, Spencer, y Cantwell, la alt-right ha logrado crear una red de influencia que promueve sus valores, mientras se camufla tras el disfraz de una lucha por "la libertad de expresión" y "la restauración del orden".

Es fundamental que, al analizar este fenómeno, se comprenda que no se trata únicamente de un grupo marginal. La alt-right se ha infiltrado en las estructuras de poder y ha aprovechado los vacíos sociales y políticos para expandir su mensaje. Las tensiones raciales, la polarización política y la desinformación en línea se han convertido en herramientas fundamentales para que este movimiento logre captar seguidores y transformar su retórica en una fuerza política palpable.

Lo que el lector debe entender es que la alt-right no es solo una subcultura aislada, sino un movimiento con un plan estratégico que busca cambiar el rumbo de las sociedades occidentales. Si bien los ataques explícitos contra las minorías, como los que se expresan en los discursos de Cantwell y Spencer, son notorios, también es importante observar cómo este movimiento se infiltra en la corriente principal, manipulando los temas de identidad, raza y cultura para avanzar en sus objetivos.

¿Cómo la política fascista y el cambio climático se interrelacionan bajo el liderazgo de Trump?

El término ‘programa de eutanasia’ o T-4, originado en el régimen nazi, fue un precursor de la masacre sistemática llevada a cabo en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque su propósito inicial fue la eliminación de personas discapacitadas, el programa se extendió gradualmente para incluir a judíos, gitanos y otros grupos, como prisioneros políticos, criminales, homosexuales y testigos de Jehová. Estas víctimas no fueron eliminadas de forma directa como los judíos o los gitanos, pero la brutalidad en su trato, las condiciones de inanición, enfermedades y agotamiento, les causaron la muerte. En este contexto, resulta impensable sugerir que Donald Trump tiene intenciones similares, sin embargo, es crucial reconocer cómo ciertos discursos y actitudes, incluso en una sociedad democrática como la estadounidense, pueden generar un caldo de cultivo para actitudes deshumanizadoras hacia las personas con discapacidad y otros grupos vulnerables.

Trump no puede ser considerado abiertamente fascista, pero muchos de sus gestos, comentarios y políticas se alinean con la ideología fascista. El apoyo que recibe de grupos de extrema derecha, neo-nazis y admiradores de Hitler, refleja una tendencia creciente en ciertos sectores de la sociedad estadounidense que resucitan los ecos del fascismo. La actitud de Trump frente a las personas discapacitadas es un claro ejemplo de cómo la xenofobia, el racismo y la intolerancia pueden ser defendidos públicamente, creando un modelo de humillación que se filtra a las vidas cotidianas de los ciudadanos. Las palabras de Meryl Streep, al referirse al gesto de Trump al imitar a un periodista discapacitado, dan cuenta de cómo este tipo de acciones no son simples ocurrencias aisladas, sino que se transforman en un patrón que autoriza a otros a adoptar comportamientos igualmente despectivos.

En términos políticos, lo que se está observando con Trump es una forma de fascismo latente, un fascismo fluido que no se manifiesta de manera abierta o estricta, sino que se adapta a las circunstancias políticas y económicas, creando un ambiente de incertidumbre y vulnerabilidad. A medida que las crisis capitalistas aumentan, el fascismo, aunque en sus versiones más sutiles, encuentra espacio para desarrollarse. Como advirtió el teórico socialista George Lavan Weissman en 1969, la creencia de que el fascismo fue destruido tras la derrota de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial fue ingenua. Hoy, más de medio siglo después, esa ilusión se ha disipado. El germen del fascismo sigue presente en las sociedades capitalistas y cualquier crisis económica o política puede propiciar su resurgimiento.

La relación entre el cambio climático y el fascismo en el contexto de la presidencia de Trump subraya una nueva dimensión de esta amenaza. Desde su llegada al poder, Trump ha mostrado un completo desdén por la ciencia climática. Su administración se ha alejado de los compromisos globales, como el Acuerdo de París de 2016, y ha fomentado una política energética que prioriza la explotación de los combustibles fósiles. Esta actitud no solo pone en riesgo el futuro ambiental del planeta, sino que también refleja una forma de gobernar que responde a los intereses de las grandes corporaciones, muchas de las cuales están vinculadas al sector energético. A pesar de las abrumadoras evidencias científicas del cambio climático, Trump se ha alineado con los negacionistas del cambio climático, distorsionando la realidad de los fenómenos naturales y promoviendo narrativas que desvían la atención de la urgente necesidad de una acción política global.

La postura de Trump respecto al cambio climático también está íntimamente conectada con su apoyo a la industria del petróleo, del gas y del carbón, sectores que no solo son los principales contribuyentes a la emisión de gases de efecto invernadero, sino que también mantienen un control decisivo sobre las políticas medioambientales. Las declaraciones públicas de Trump sobre la 'farsa' del cambio climático y su escepticismo frente a los consensos científicos son un reflejo de cómo su política refuerza intereses corporativos que, a largo plazo, agravarán las crisis ambientales. Su insistencia en que el calentamiento global es un fraude inventado por China, es una manifestación de una ideología que busca legitimar una forma de explotación insostenible, a expensas del bienestar planetario.

En la intersección de la política fascista y la crisis climática, podemos identificar cómo el capitalismo no solo facilita, sino que fomenta estas dinámicas destructivas. El cambio climático no es un fenómeno aislado, sino que está directamente relacionado con las estructuras de poder que permiten que el capital se mantenga a expensas de la vida humana y el equilibrio ecológico. Las políticas de Trump, con su negación de los problemas ambientales y su afán de perpetuar un modelo de desarrollo extractivista, reflejan un tipo de gobernanza que puede calificarse de ‘fascista’, en la medida en que subyuga el interés público a los intereses de las élites económicas.

Es fundamental que, al comprender estas dinámicas, el lector reconozca cómo la política de Trump y sus aliados se inscribe en un contexto más amplio de desmantelamiento de los derechos civiles y humanos. No solo se trata de una figura individual, sino de un sistema político y económico que perpetúa la desigualdad y la explotación. Es necesario que los movimientos sociales y las corrientes de pensamiento progresistas no solo se opongan a las políticas de Trump, sino que ofrezcan una alternativa socialista que abogue por una transformación radical de la sociedad, con un enfoque de justicia climática y social.