El relato de la Seguridad se ha convertido en una de las herramientas más eficaces de legitimación del poder dentro del sistema capitalista moderno, especialmente en contextos como el estadounidense. No es simplemente una respuesta a amenazas reales, sino una construcción narrativa que transforma el miedo, la exclusión y la obediencia en elementos cohesivos del orden social. Este relato funciona al ofrecer una promesa de protección frente al caos, posicionando la autoridad "de arriba" como la única capaz de garantizar estabilidad, a cambio de sumisión o deferencia.
El antagonismo entre las superpotencias durante la Guerra Fría no solo fue una confrontación ideológica, sino un teatro en el que ambas partes se necesitaban mutuamente para sostener su propia narrativa de legitimidad. La fabricación o exageración de amenazas externas funcionó como un pilar para sostener el orden interno. En Estados Unidos, este relato se convirtió en una especie de “régimen de protección” que no solo justificaba medidas autoritarias, sino que ofrecía un sentido de pertenencia y dignidad a quienes se sentían marginados.
El poder del relato de la Seguridad reside en su capacidad para construir una comunidad imaginada que se presenta como protegida, pura y homogénea. La promesa de seguridad implica también una purificación simbólica: separar a los verdaderos miembros del grupo de los impostores o enemigos internos. Esta exclusión crea un nosotros idealizado y un ellos amenazante, y es aquí donde el relato se vincula con formas emocionales y tribales de nacionalismo. Este nacionalismo no es un residuo premoderno, sino una versión emocionalmente cargada del capitalismo global, que justifica jerarquías en nombre de la nación.
Desde sus raíces más antiguas, el relato de la Seguridad ha estado íntimamente ligado a la necesidad de autoridad fuerte. El autoritarismo no se presenta como una anomalía sino como un mecanismo funcional en tiempos de incertidumbre. Las figuras del soberano protector, el rey brutal o el líder carismático son reelaboraciones modernas de un arquetipo: el que protege porque domina. Thomas Hobbes lo formuló con crudeza tras la ejecución de Carlos I: solo quien es lo bastante fuerte para matar, es lo bastante fuerte para proteger. Esta lógica, aparentemente primitiva, se perpetúa en las democracias modernas a través de dispositivos legales y narrativas mediáticas.
La tradición religiosa también ha reforzado este relato. En el capítulo 13 de Romanos, se establece que toda autoridad proviene de Dios, y que resistirla es resistir el orden divino. Esta legitimación trascendental de la jerarquía ha convivido históricamente con la idea de una “Gran Cadena del Ser”, heredada de Aristóteles y teologizada por Tomás de Aquino, donde cada ser ocupa un lugar asignado y jerárquico en el universo. Esta cadena no solo ordena lo biológico o lo social, sino que lo sacraliza: quienes mandan, lo hacen porque son intrínsecamente superiores.
En este marco, el relato de la Seguridad ofrece a los de abajo —los trabajadores, los precarios, los desposeídos— un tipo de consuelo simbólico: el de ser protegidos por los de arriba, siempre y cuando acepten su posición subordinada. Se les promete respeto y pertenencia, pero a condición de lealtad. Es una transacción desigual, presentada como una necesidad natural.
Sin embargo, esta narrativa contiene una tensión fundamental con los ideales democráticos y meritocráticos del capitalismo moderno. Tras el 11 de septiembre, la percepción del peligro externo legitimó un aumento dramático del poder estatal: desde el Patriot Act hasta tribunales secretos que autorizan la vigilancia masiva, se normalizó la idea de que la seguridad justifica el sacrificio de libertades civiles. La paradoja es evidente: en nombre de proteger la democracia, se refuerzan dinámicas autoritarias.
Esta evolución se torna aún más preocupante cuando la historia de la Seguridad sustituye al relato meritocrático como principal forma de legitimación. En vez de celebrarse la movilidad social y el esfuerzo individual, se ensalza la obediencia y la deferencia hacia una élite que concentra el poder en nombre de la protección colectiva. Este desplazamiento abre las puertas a formas de neofeudalismo capitalista, o incluso al resurgimiento de fórmulas fascistas maquilladas de orden y tradición.
En este contexto, los líderes autoritarios contemporáneos —como Trump— no son accidentes del sistema, sino respuestas funcionales a su crisis. Para muchos, representan un retorno al orden, a la claridad jerárquica y al respeto por la autoridad que se percibe como perdida en un mundo caótico. Aunque estas figuras puedan violar abiertamente normas democráticas, el miedo las convierte en deseables.
Lo que está en juego no es solo la forma del poder, sino el relato que lo sostiene. Mientras más creíble y emocionalmente resonante sea el relato de la Seguridad, m
¿Cómo la historia de la seguridad refuerza la desigualdad y el autoritarismo en las sociedades modernas?
En tiempos de grandes transformaciones sociales y culturales, las élites políticas de los Estados Unidos, al igual que en otras naciones, se han visto obligadas a recurrir a relatos legitimadores que intentan persuadir a la población de que sus sociedades siguen siendo democráticas y justas. Este es el contexto necesario para comprender el ascenso de la "historia de la seguridad" en los Estados Unidos. Las élites estadounidenses gobiernan una sociedad que no cumple con sus promesas económicas ni democráticas, en un periodo marcado por grandes cambios demográficos, nuevos flujos migratorios y un fermento cultural que genera ansiedad económica y cultural en gran parte de la población.
Este escenario es el caldo de cultivo ideal para el surgimiento de relatos profundamente irracionales, como la "historia de la seguridad", que, paradójicamente, incrementa la inseguridad en lugar de disminuirla. La "historia de la seguridad" que domina actualmente en los Estados Unidos tiene raíces muy antiguas, que remontan a la Edad Media e incluso antes, cuando la gente se enfrentaba a todo tipo de amenazas, incluidas las tiranías de las sociedades y los monarcas que los gobernaban. Esas amenazas originaban relatos legitimadores sobre la seguridad, que hoy han evolucionado y se presentan con un ropaje moderno, pero cuyos fines siguen siendo los mismos: el control y la manipulación.
Lo más paradójico de la "historia de la seguridad" actual es que, a pesar del enorme progreso tecnológico, material y social, y la expansión de las democracias modernas, vivimos en naciones militarizadas y guiadas por intereses capitalistas, que infligen sufrimiento a gran parte de la población. Estos relatos de seguridad no son, como podrían parecer a simple vista, una respuesta legítima a amenazas reales. De hecho, nunca antes el planeta había enfrentado tal grado de peligro en términos de supervivencia de la civilización humana. Sin embargo, la historia de la seguridad se basa en la invención de amenazas falsas, en la exacerbación de peligros reales y en la creación de condiciones que dificultan la acción para mitigar dichos riesgos.
El peligro más grande que nos amenaza no es otro que la propia élite capitalista militarizada, que usa esta "historia de la seguridad" para desviar la atención de las verdaderas necesidades de la mayoría de la población. En lugar de centrarse en la pobreza, la desigualdad y la crisis ambiental, se nos distrae con enemigos externos y ficticios, mientras que las élites siguen acumulando poder y riqueza. Este relato de seguridad, por tanto, no solo desvía la atención de los problemas reales, sino que refuerza la estructura de poder existente, que está más interesada en mantener su beneficio y control que en resolver los problemas fundamentales de la sociedad.
En la actualidad, este tipo de narrativas legitimadoras se presentan de manera tan sofisticada que muchas veces son aceptadas sin cuestionamiento por amplios sectores de la población. Lo que hace que este relato sea particularmente peligroso es su capacidad para transformar una democracia capitalista en un régimen autoritario o incluso fascista, en el que las libertades individuales y colectivas se sacrifican en aras de una seguridad inventada. El peligro es que, bajo la justificación de la seguridad, se puede llegar a una mayor concentración de poder y riqueza en manos de unos pocos, mientras que la mayoría de la población se ve empujada a la marginación.
Es fundamental comprender que el relato de la "seguridad" no es simplemente una respuesta a amenazas externas, sino un mecanismo de control social que favorece a las élites capitalistas. En lugar de crear condiciones reales de seguridad—como derechos universales, seguridad social y justicia económica—se nos ofrece una narrativa de miedo que justifica el aumento de la militarización y la opresión. Para contrarrestar esta historia de seguridad, es necesario cuestionar las bases sobre las que se construye, deslegitimar las amenazas fabricadas y, sobre todo, proponer un nuevo relato, uno que promueva una seguridad auténtica basada en la justicia social, los derechos humanos y la cooperación internacional.
En este contexto, la desigualdad económica y social juega un papel fundamental. La "historia de la seguridad" se alimenta de la idea de que las élites deben proteger a la sociedad de las amenazas externas, mientras se ignoran las amenazas internas, como la pobreza y la falta de acceso a los derechos básicos. La brecha entre ricos y pobres se ha ampliado de forma alarmante, y este desequilibrio se refleja en todas las esferas de la vida social, económica y política. Si se sigue aceptando el relato de la seguridad tal como nos lo presentan, es probable que sigamos encaminados hacia una sociedad cada vez más desigual y autoritaria.
Es importante entender que la seguridad verdadera no proviene de la militarización ni de la intensificación de las políticas represivas. La verdadera seguridad es aquella que garantiza los derechos humanos, la justicia social y la estabilidad económica. Solo a través de un cambio radical en las estructuras de poder y la redistribución de recursos podremos avanzar hacia una sociedad que ofrezca una seguridad real para todos, no solo para unos pocos. Este es el reto de nuestro tiempo: cambiar la narrativa de la seguridad para construir un futuro en el que la igualdad, la justicia y la paz sean los pilares fundamentales de nuestra convivencia.
¿Por qué persiste el mito del veterano escupido y qué revela sobre la izquierda y la cultura política estadounidense?
El relato popular que señala que activistas anti-guerra escupieron a los veteranos que regresaban de Vietnam ha sido ampliamente desacreditado. Investigaciones detalladas, como las presentadas en The Spitting Image, confirman que estos relatos son falsos. Por el contrario, numerosos veteranos reconocen que su recibimiento por parte de amigos, familiares y pares fue mayoritariamente cordial. Un sondeo de Harris Poll en 1971 reveló que el 99% de los veteranos afirmaron haber recibido un trato amigable de sus allegados, y el 94% expresaron que la recepción por parte de sus coetáneos —el grupo más probable para haber sido los supuestos agresores— también fue favorable. Esta discrepancia entre el mito y la realidad plantea una cuestión profunda sobre cómo las sociedades procesan derrotas y traiciones imaginadas.
El simbolismo de “escupir” no es exclusivo de la historia estadounidense; tiene raíces profundas en las narrativas de traición de diversas culturas. En el Nuevo Testamento, la acción de escupir se asocia a la renuncia a la lealtad hacia Cristo. De manera paralela, en Alemania tras la Primera Guerra Mundial, retornados afirmaban haber sido escupidos por mujeres y niñas, un relato que alimentaba la “Dolchstosslegende” o mito de la puñalada por la espalda, que atribuía la derrota a una traición interna. Esta persistencia del mito en distintos contextos subraya la necesidad psicológica y cultural de encontrar chivos expiatorios que expliquen la derrota, protegiendo así la identidad colectiva de una nación herida.
En Estados Unidos, la persistencia del mito refleja un malestar cultural profundo y una dificultad para confrontar la derrota en Vietnam. La narrativa de los veteranos escupidos funciona como un símbolo de traición interna, alimentando discursos nostálgicos que buscan restaurar una idea idealizada de la nación y su hegemonía perdida. Este fenómeno se entrelaza con discursos contemporáneos de nacionalismo y masculinidad armada, que representan síntomas de una sociedad herida y en busca de redención a través de la militarización y la reafirmación patriótica.
La debilidad del movimiento pacifista estadounidense es otro factor crucial. Desde la era Reagan, la izquierda y los movimientos por la paz fueron acallados o cooptados, limitándose a cuestionar tácticas militares sin desafiar el propósito imperialista y militarista de la política estadounidense. La aceptación tácita de la hegemonía estadounidense como un principio inmutable ha llevado a que incluso sectores progresistas y liberales apoyen la noción de que las guerras en Irak, Afganistán y otras intervenciones son expresiones nobles y heroicas de servicio.
Esta internalización del relato militarista no solo legitima la continuación de conflictos bélicos sino que también margina y estigmatiza a quienes desafían esa narrativa. El caso de Cindy Sheehan, madre de un soldado caído que cuestionó la guerra, y Edward Snowden, ex agente de inteligencia que denunció abusos, ejemplifican cómo solo quienes cuentan con credenciales militares o de sacrificio pueden permitirse criticar la política de guerra sin ser tachados de antipatriotas.
El uso de figuras como el Capitán Humayun Khan, presentado en la convención demócrata de 2016, ejemplifica cómo la izquierda liberal refuerza esta narrativa. Khan fue usado para afirmar que los musulmanes pueden ser “verdaderos estadounidenses” y morir heroicamente en guerras de ocupación, mientras que se silencia la crítica hacia las verdaderas causas de estas guerras y los planificadores responsables de enviar jóvenes a morir en nombre de intereses geopolíticos.
Además, esta dinámica se refleja en la figura casi mítica del senador John McCain, aclamado como modelo de virtud y sacrificio, pese a su papel en bombardeos que causaron destrucción masiva. La veneración de tales figuras limita el espacio para un debate crítico sobre la naturaleza y moralidad de las intervenciones militares estadounidenses.
Por otro lado, la izquierda estadounidense enfrenta un dilema crucial en relación con la cultura política y social del país. La instrumentalización del “enemigo interno” se replica en la forma en que sectores conservadores movilizan a grupos religiosos y tradicionalistas contra los progresistas, equiparándolos con traidores a la nación, similar a lo ocurrido en regímenes fascistas que destruyeron a sus izquierdas internas.
Sin embargo, esa misma izquierda tiene el potencial de construir una narrativa de seguridad universal, capaz de unir a trabajadores y comunidades de diversas identidades y regiones, incluidos los habitantes del Rust Belt y los conservadores de estados rojos. Para lograrlo, debe superar la desconexión cultural que genera el desprecio mutuo entre liberales urbanos y conservadores rurales.
El trabajo de la socióloga Arlie Russell Hochschild, quien en Strangers In Their Own Land logró atravesar esa “pared de empatía” al escuchar el dolor y el sentimiento de marginación de los trabajadores sureños religiosos, ofrece una vía para construir puentes. Reconocer y respetar sus experiencias y resentimientos sin reducirlos a estereotipos puede ser clave para que la izquierda recupere relevancia y consiga construir una alternativa que dialogue con sus preocupaciones legítimas.
Es fundamental comprender que la persistencia del mito del veterano escupido y la aceptación acrítica del militarismo están profundamente vinculadas a la identidad nacional y a las dinámicas de poder internas en Estados Unidos. La verdadera transformación requiere enfrentar las historias que nos contamos sobre la guerra, el sacrificio y la traición, y desmontar las estructuras que perpetúan un militarismo aceptado por la mayoría, incluso dentro de la izquierda. Solo así podrá emerger un movimiento pacifista y progresista capaz de ofrecer una narrativa de seguridad inclusiva y una visión de futuro que no dependa del conflicto y la dominación.

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