La ideología nazi, particularmente bajo la dirección de Adolf Hitler, se fundamenta en la construcción de un enemigo interno que se presenta como una amenaza directa para la unidad, pureza y grandeza de la nación alemana. Este enemigo no es solo externo, sino también interno, camuflándose dentro de la misma sociedad que busca destruir. Según el relato de Hitler, los judíos, considerados como la "raza parásita", infiltraron la estructura de la nación alemana como intrusos, corroyendo la creatividad, la cohesión y la grandeza de la verdadera tribu germana. Este pensamiento va más allá de una simple lucha de clases; se convierte en una guerra racial que divide y debilita desde dentro.

Los judíos son considerados como la principal fuerza subversiva. En la narrativa nazi, no solo son acusados de influir en la política y la economía, sino de socavar la identidad nacional de Alemania. Se les percibe como seres astutos, capaces de fusionarse con otras naciones y pueblos, ocultando su verdadera naturaleza para engañar y apropiarse de las estructuras de poder sin poseer un territorio definido, como si fuesen un estado dentro del estado. Según Hitler, su habilidad para disfrazarse como miembros de otras comunidades es una de sus principales tácticas, lo que les permite continuar su existencia parasitaria dentro de los países anfitriones.

Este engaño, dice Hitler, es facilitado por la intolerancia o la indiferencia de las naciones que les otorgan hospitalidad, creyendo erróneamente que los judíos son simplemente una comunidad religiosa, cuando en realidad son una nación sin territorio, que actúa de manera disimulada pero profundamente destructiva. Esta infiltración de los judíos se extiende a las clases intelectuales y urbanas, los socialistas y los trabajadores inmigrantes, quienes según Hitler, son igualmente responsables de la erosión cultural y económica de la nación.

A los socialistas, en particular, se les atribuye la tarea de dividir la nación mediante la lucha de clases, enfrentando a los "trabajadores" de la base social contra las "élites" de la cima, destruyendo la armonía interna de la comunidad alemana. En su visión, los movimientos obreros y las protestas sociales se presentan no como un medio legítimo de reivindicación, sino como una manifestación de desobediencia irracional y antinacional. La hostilidad hacia la propia nación es vista como una transgresión de la naturaleza misma.

Además de los judíos y los socialistas, Hitler coloca a las clases intelectuales como un enemigo más dentro de la narrativa de su seguridad nacional. Considerados urbanitas, liberales y, en muchos casos, de origen judío, los intelectuales son acusados de haberse distanciado de las clases populares, desconociendo su realidad y sus necesidades. Para Hitler, esta desconexión es un obstáculo para la unidad del pueblo, pues los intelectuales no entienden ni simpatizan con las luchas de las masas. A pesar de sus conocimientos y su cultura, carecen del vigor y la voluntad de las clases trabajadoras, quienes son las auténticas portadoras de la "voluntad" de la nación.

Un aspecto fundamental de esta narrativa es el rechazo hacia la inmigración, considerada como una invasión que diluye la pureza racial alemana. Según Hitler, el proceso de naturalización de inmigrantes no solo es absurdo, sino que es un insulto a la identidad nacional. Los inmigrantes, provenientes de razas ajenas a la "germánica", son vistos como elementos contaminantes que no pueden formar parte del tejido de la comunidad de sangre alemana. El hecho de que puedan adquirir la ciudadanía por simples trámites burocráticos es percibido como un fraude que no solo amenaza la identidad racial de la nación, sino también su estructura misma.

El objetivo de esta construcción ideológica es, por lo tanto, doble. Por un lado, se busca una purificación de la nación alemana, eliminando todo aquello que se percibe como un "cáncer" dentro de la sociedad, y por otro lado, se crea un enemigo común que justifica la violencia y la persecución. Esta lógica de la pureza racial y la lucha contra los "parásitos" permite la creación de una sociedad totalitaria, donde la unidad nacional se impone a costa de la diversidad y la individualidad.

Lo que se debe comprender profundamente es cómo esta narrativa no solo busca dividir a la sociedad, sino que también intenta establecer una jerarquía de seres humanos, donde algunos, debido a su raza o clase, son considerados intrínsecamente inferiores. Es importante notar cómo la ideología nazi utiliza la psicología de grupo, apelando al miedo, la inseguridad y el resentimiento para movilizar a grandes masas en favor de la violencia contra aquellos percibidos como enemigos internos. Esto no solo se trata de una cuestión de poder político, sino de un intento por reconfigurar completamente las bases de la identidad nacional a través de la exclusión y la persecución.

¿Cómo la política de identidad y la izquierda progresista contribuyen a la creación de enemigos manufacturados?

Las políticas de identidad, especialmente aquellas defendidas por la izquierda progresista, buscan erradicar las estructuras de opresión y discriminación que afectan a las comunidades históricamente marginadas. Sin embargo, en su intento por abordar estas desigualdades, algunas veces olvidan una crítica fundamental: la conexión intrínseca entre las opresiones raciales, de clase y económicas. En lugar de centrarse únicamente en la lucha por la igualdad de derechos individuales, estas políticas pueden terminar reforzando divisiones internas que debilitan la solidaridad entre los oprimidos, creando un terreno fértil para la manipulación de los intereses del poder.

El asesinato de Martin Luther King en 1968 resalta esta contradicción en su lucha. Aquel año, el líder de los derechos civiles comenzó a fusionar su crítica al racismo con una crítica al capitalismo. En sus últimos años, King dejó claro que las opresiones de la raza, la explotación económica y el militarismo estaban profundamente interconectadas. En su lucha por un cambio real, King advirtió que no se podía erradicar una de estas injusticias sin confrontar todas las demás. Este despertar hacia una comprensión más holística de la lucha por la justicia social fue una de las razones que contribuyó a su asesinato. La izquierda progresista, en su mayoría, ha fracasado en integrar de manera efectiva la política de identidad con una crítica radical al sistema capitalista.

Cuando las políticas de identidad abandonan los principios universalistas y se centran únicamente en las identidades tribales, las luchas por la justicia social se fragmentan. El miedo hacia aquellos que son etiquetados como enemigos por las élites económicas se convierte en una herramienta poderosa para mantener la desigualdad. Es particularmente paradójico que, mientras las luchas feministas y antirracistas deberían promover la unidad entre los trabajadores de diferentes razas y géneros, las políticas de identidad tienden a exacerbar las divisiones entre ellos, haciendo más fácil que los intereses económicos de las élites prevalezcan. Esto, por supuesto, va en contra de los principios fundamentales del progresismo, que históricamente ha buscado la solidaridad de los trabajadores independientemente de su raza, género u orientación sexual.

La izquierda progresista, en su intento por luchar contra la opresión interna, a menudo se encuentra atrapada en una narrativa que no cuestiona a fondo las estructuras de poder que perpetúan esas opresiones. Al hacerlo, puede contribuir al fortalecimiento de enemigos fabricados. Un claro ejemplo de esto son los medios de comunicación liberales, como CNN y MSNBC, que en su fervor por desafiar al expresidente Trump, han adoptado una postura casi maníaca contra Rusia. Esta postura, en lugar de cuestionar las narrativas imperiales de los Estados Unidos, alimenta una nueva Guerra Fría, una guerra fría que beneficia directamente al complejo industrial-militar de los Estados Unidos y a sus aliados. La demonización de Rusia en los medios progresistas se ha convertido en una distracción que no solo no resuelve los problemas estructurales de la política exterior estadounidense, sino que fomenta un clima de guerra de la que los más afectados siempre serán los sectores más vulnerables de la sociedad.

La historia está llena de ejemplos de cómo los Estados Unidos han creado sus propios enemigos a través de intervenciones militares y políticas imperialistas. El derrocamiento de gobiernos democráticamente elegidos, como el de Mohammed Mossadegh en Irán, dio pie a la creación de enemigos globales de los cuales, eventualmente, los propios Estados Unidos se convertirían en víctimas. Del mismo modo, la invasión de Irak en 2003 no solo desestabilizó la región, sino que ayudó a crear y fortalecer movimientos extremistas como el Estado Islámico (ISIS), una organización que no surgió de la nada, sino que fue una consecuencia directa de la violencia estadounidense en la región.

Este patrón no se limita al ámbito internacional. En casa, los Estados Unidos también han fabricado enemigos internos a través de la represión de movimientos pacifistas y de derechos civiles. Durante la Guerra de Vietnam, por ejemplo, los manifestantes contra la guerra fueron vistos como traidores, y el movimiento pacifista fue objeto de hostigamiento. Esta narrativa continuó con la demonización de los opositores a la invasión de Irak o los defensores de los derechos de los palestinos, quienes fueron acusados de traicionar a su país. La guerra contra el terrorismo, en particular, ha sido utilizada para justificar la vigilancia y represión de movimientos internos progresistas, etiquetando a quienes se oponen a las políticas del gobierno como enemigos del Estado.

Es crucial entender que la creación de "enemigos" por parte del Estado no es un fenómeno nuevo. La política de "seguridad nacional", que ha sido instrumentalizada por los Estados Unidos a lo largo del siglo XX y XXI, ha jugado un papel central en la fabricación de enemigos, tanto en el ámbito internacional como doméstico. Los progresistas, en su afán por desmantelar las estructuras de poder injustas, deben estar alertas a cómo las élites utilizan la narrativa del enemigo para desviar la atención de las verdaderas causas de la desigualdad y la opresión. En lugar de seguir la corriente de las narrativas establecidas, la izquierda debería hacer un esfuerzo por desmantelar las estructuras que crean estas enemistades artificiales y promover un entendimiento más profundo de las relaciones de poder globales y locales. Esto requiere un enfoque que integre tanto la política de identidad como la política de clase, reconociendo que la lucha por la justicia no se puede reducir a una sola dimensión de opresión.

¿Puede existir seguridad verdadera sin una gobernanza global que supere el nacionalismo?

La verdadera seguridad no puede construirse sobre los pilares fragmentados de los Estados-nación. Solo una arquitectura de gobernanza global, sostenida por instituciones colectivas de seguridad como las Naciones Unidas, la legalidad internacional, los tribunales y acuerdos de desarrollo global, puede aspirar a garantizar una seguridad común y duradera. La clave está en una cooperación efectiva, como lo proponen tratados globales —el Acuerdo de París sobre el clima o los tratados de no proliferación nuclear— que articulan compromisos compartidos, por encima de intereses estatales inmediatos.

El nacionalismo estadounidense, con su inseparable militarismo, representa hoy una de las mayores amenazas para la seguridad global. No solo obstaculiza las soluciones colectivas ante las crisis planetarias, sino que mina activamente los cimientos de la paz. El negacionismo climático, el rearme nuclear impulsado durante la administración Trump, incluyendo armas tácticas para el campo de batalla, rompen cualquier posibilidad de un consenso real sobre seguridad mundial. El discurso de seguridad nacional estadounidense pretende buscar un orden pacífico, pero sus acciones, orientadas a mantener el dominio económico y militar, desgarran las estructuras fundamentales de la seguridad colectiva.

Desde su diseño original, Estados Unidos moldeó la ONU como una entidad subordinada, incapaz de desafiar su hegemonía, convirtiéndola en un instrumento para salvaguardar los intereses del poder occidental. En este contexto, puede verse la pugna entre Estados Unidos y la ONU como una guerra silenciosa, donde el primero busca debilitar cualquier organismo internacional que pueda representar un contrapeso a su influencia. Bajo esta lógica, la “seguridad nacional” se convierte en una religión de la desconfianza: fabrica enemigos constantes y convierte el planeta en un escenario perpetuo de guerra preventiva.

¿Cómo puede haber seguridad verdadera en un mundo donde la nación más poderosa lo interpreta como hostil por naturaleza, lleno de adversarios que buscan socavar su economía o desafiar su supremacía militar? La percepción global del poder estadounidense, según encuestas de Gallup, revela que muchas poblaciones lo consideran la principal amenaza para su seguridad y para la paz mundial.

Construir una verdadera seguridad exige una “casa global”, una arquitectura compuesta de niveles locales, nacionales, regionales e internacionales, que funcione según el principio de subsidiariedad. Este principio no promueve la concentración de poder en un gobierno mundial, sino lo contrario: propone que las decisiones se tomen en el nivel democrático más bajo posible, siempre que se garantice la protección de derechos y seguridad. Así, los Estados deben ceder poder tanto hacia arriba —hacia instituciones globales que enfrenten desafíos como el cambio climático o la proliferación armamentística— como hacia abajo —para fortalecer comunidades y promover una democracia participativa.

El Estado debe ser una herramienta para salvaguardar la dignidad humana, proteger los derechos y promover el bien común. Cuando los niveles locales no pueden cumplir estas funciones, deben intervenir instancias superiores. Esta lógica se complementa con la participación activa de todas las personas en la vida política, económica y cultural de su sociedad. Subsidiariedad y participación son así los dos pilares fundamentales para construir una seguridad legítima, democrática y efectiva.

La seguridad universal solo puede basarse en derechos universales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su Preámbulo, establece sin ambigüedades que estos derechos deben aplicarse a todos los seres humanos, sin distinción de nacionalidad, raza, religión, lengua o estatus político. El artículo 2 refuerza esta visión, negando cualquier diferenciación basada en el estatus del país o territorio al que pertenezca una persona.

Abandonar el nacionalismo irrestricto y su culto a la seguridad nacional es indispensable. Este paradigma, que ve al otro como amenaza, perpetúa una visión hobbesiana del mundo: un espacio anárquico de Estados soberanos en constante competencia. Frente a ello, la seguridad global propone gobernanza compartida, leyes internacionales vinculantes y una apertura cultural global que sustituya el miedo por la solidaridad.

No se trata de abolir los Estados-nación, sino de reconocerlos como un nivel más dentro de una red compleja de instituciones dedicadas a garantizar la seguridad y los derechos humanos. Más allá del militarismo inherente al modelo estatal-nacional, la seguridad verdadera solo puede emerger del cumplimiento de los derechos universales y del sentido de solidaridad global.

La Unión Europea ofrece un ejemplo de esta transformación: sus cartas y declaraciones de derechos han ido desplazándose de un enfoque nacional hacia una ciudadanía cada vez más internacional. Jeremy Rifkin subraya cómo la ciudadanía se redefine ante una realidad globalizada, donde el comercio, los movimientos sociales transnacionales y las diásporas culturales borran los límites rígidos del Estado-nación.

Los derechos universales existen independientemente del territorio. Son derechos humanos, no derechos de ciudadanos. Su validez no emana de la pertenencia a un Estado, sino de la condición humana misma. Por ello, hablar de seguridad sin hablar de humanidad es negar la raíz misma del concepto.

Garantizar la seguridad en este siglo exige la creación de movimientos globales, instituciones democráticas planetarias, y un Parlamento de los Pueblos que no represente solo a los Estados, sino a las personas como habitantes de una misma Tierra frágil. Solo así será posible enfrentar los desafíos comunes —como el cambio climático o la amenaza nuclear— y establecer los mecanismos políticos y económicos necesarios para redistribuir el poder y la riqueza a escala global.