Durante la pandemia de COVID-19, las figuras políticas que deberían haber liderado la respuesta colectiva a la crisis, en lugar de movilizar a la población hacia un objetivo común, se dedicaron a una forma de corrupción particularmente insidiosa: el uso y abuso del lenguaje. El presidente Donald Trump y sus seguidores no solo "no hicieron nada con las palabras", sino que "se negaron a hacer nada con las palabras". En lugar de alentar a la sociedad a tomar medidas colectivas o de incitar a la acción, optaron por una postura que desvió el poder de sus posiciones hacia intereses personales y políticos, en detrimento del bienestar común. Este comportamiento no solo refleja una corrupción conceptual, sino que se manifiesta en los efectos tangibles sobre la vida y la salud de miles de personas.

Este fenómeno puede entenderse a través de un análisis de las performances lingüísticas, que van más allá de lo que se dice y lo que no se dice. Como en el caso de un dictador que vacía las arcas del estado para adquirir lujosas villas y jets privados, Trump y sus seguidores no utilizaron el poder de sus oficinas y la potencialidad que conlleva para el bienestar de la comunidad, sino que redirigieron ese poder hacia ellos mismos, consolidando su posición política y reforzando su base electoral. En lugar de asumir una responsabilidad colectiva, decidieron emplear la crisis como una plataforma para afianzar su poder personal y político.

Este tipo de corrupción no es solo una cuestión de discurso vacío, sino que tiene consecuencias directas y graves en la vida de las personas. Las estadísticas de muertos y enfermos durante la pandemia no reflejan simplemente el fracaso de una administración; son un indicador claro de un sistema que ha desperdiciado recursos masivos, no para el beneficio de la sociedad, sino para satisfacer los intereses personales y partidistas de sus líderes. La relación entre el abuso del lenguaje y los resultados concretos en términos de salud pública es directa: al no tomar en serio el uso de las palabras para incitar a la acción colectiva, el daño fue palpable, tanto en las vidas perdidas como en el sufrimiento causado.

El lenguaje, entonces, no es un mero vehículo de comunicación. Es una herramienta poderosa que puede movilizar, dividir o manipular. En este contexto, la falta de responsabilidad lingüística de los líderes políticos ha generado una forma de corrupción que no solo es moralmente reprochable, sino que también tiene efectos devastadores sobre la cohesión social y la salud pública. En tiempos de crisis, las palabras deben ser utilizadas con responsabilidad y con el objetivo de fomentar la unidad y la acción colectiva, no para perpetuar el poder de unos pocos a expensas de la mayoría.

Además de este análisis, es importante entender que el uso del lenguaje tiene implicaciones políticas que van más allá del momento presente. Las declaraciones, las omisiones y las retóricas vacías de los líderes pueden tener efectos duraderos sobre la confianza pública, las relaciones internacionales y la percepción del liderazgo democrático. En un contexto de crisis, como el vivido durante la pandemia, la incapacidad de movilizar el lenguaje para el bien común no solo demuestra una falla en la gobernanza, sino que también socava los cimientos mismos de la democracia y la solidaridad social.

¿Cómo la política de Donald Trump amplificó la misoginia y la exclusión violenta en la sociedad estadounidense?

Durante la era de Donald Trump, una serie de prácticas y discursos políticos emergieron como elementos clave para comprender la dinámica de la exclusión y la discriminación en los Estados Unidos. A lo largo de su mandato, las posturas más radicales de sus seguidores no solo manifestaron una identificación con su retórica populista, sino que también revelaron las tensiones sociales más profundas, particularmente en relación con el racismo, el feminismo y la misoginia. El fenómeno de la exclusión violenta fue especialmente evidente en la manifestación de las políticas de Trump, y una de sus expresiones más notorias fue la reiterada exigencia de encarcelar a sus oponentes políticos, que llegó incluso a niveles de retórica personal.

El grito de "¡Enciérrenla!" (lock her up), dirigido en su mayoría contra figuras políticas femeninas como Hillary Clinton, no solo era un instrumento de polarización, sino también una forma de reafirmar la posición de poder de Trump al mismo tiempo que se construía una narrativa de victimización de su propia persona. Este tipo de lenguaje y su repetición constante ante multitudes fueron herramientas eficaces para movilizar a su base de seguidores, quienes a menudo se veían a sí mismos como los guardianes de un orden moral que Trump parecía encarnar. Sin embargo, la retórica no solo incluyó ataques directos a las mujeres que se oponían a él, sino también la reafirmación de un modelo de masculinidad agresiva y dominante que siempre estuvo en primer plano.

El análisis de la figura de Trump, especialmente a través de sus interacciones con los votantes blancos, muestra cómo una porción significativa de sus seguidores no solo apoyaba su figura, sino que lo veían como un representante de la defensa de lo "blanco" frente a un mundo que percibían como amenazado por las políticas de inclusión social. Los votantes que sentían repulsión por Trump, muchos de los cuales eran también blancos, no solo lo rechazaban por su comportamiento, sino también por la misoginia implícita que permeaba su discurso. Esto nos lleva a la compleja relación entre poder, género y raza en la política estadounidense.

El populismo de Trump no fue simplemente una respuesta a la precariedad económica, como muchos analistas sugieren. La polarización que logró se cimentó también en el resentimiento de una parte significativa de la población blanca que sentía que su posición en la sociedad estaba siendo socavada por los movimientos sociales de izquierda, que en su opinión promovían una agenda "progresista" y "antimujer". La virulencia de la misoginia que se desplegó en sus mítines y que se convirtió en un pilar de su campaña presidencial fue un reflejo directo de las tensiones que subyacen en la construcción de identidades de poder en los Estados Unidos.

Además, uno de los efectos más sutiles, pero igualmente reveladores, de esta retórica fue la normalización de las expresiones de violencia y humillación hacia las mujeres, especialmente aquellas que se oponían al régimen. La figura femenina, en este contexto, fue constantemente subordinada y reducida a un papel de inferioridad, una estrategia que Trump utilizó con maestría. El uso de mujeres dentro de su campaña, como las figuras que representaban la imagen ideal de la mujer "blanca" y "femenina", también fue una manifestación de este control simbólico.

Por otro lado, el respaldo de Trump a una serie de indultos y conmutaciones en sus últimos días de mandato también puede entenderse como un refuerzo de la cultura de impunidad que favorecía a aquellos que se alineaban con sus valores. La condena del "corrupción" por parte de sus opositores solo parecía ser efectiva cuando afectaba a grupos considerados fuera de su círculo cercano, y sobre todo, cuando esa corrupción implicaba una transgresión que podía ser fácilmente explotada para perpetuar un relato de pureza moral por parte de sus seguidores.

A lo largo de la presidencia de Trump, la violencia política no solo se manifestó en el discurso, sino también en acciones concretas. La invasión al Capitolio en enero de 2021 es un ejemplo claro de cómo los seguidores de Trump no solo replicaron sus ideas, sino que las llevaron a la práctica, buscando no solo la eliminación de sus opositores, sino su total desaparición física. Este tipo de violencia, alimentada por un entorno de desinformación y retórica incendiaria, revela lo peligrosas que pueden ser las dinámicas de exclusión en sociedades que se consideran democráticas.

A medida que reflexionamos sobre los eventos que marcaron el ascenso y la caída de Trump, es importante considerar cómo estos fenómenos, aunque parezcan excepcionales o incluso absurdos en algunos casos, pueden estar profundamente enraizados en patrones históricos de discriminación y violencia que siguen siendo relevantes. La cuestión de la misoginia y la violencia no es un tema aislado, sino parte de una estructura más amplia de control, exclusión y construcción de identidad nacional que sigue operando en diferentes niveles de la sociedad estadounidense.

En este contexto, la comprensión de estos procesos y su análisis no debe limitarse a la figura de Trump o a sus seguidores, sino que debe extenderse hacia un examen más profundo de las dinámicas de poder que continúan definiendo las fronteras de lo normativo, lo transgresor y lo punitivo en la cultura estadounidense. Es crucial reconocer que estas formas de violencia simbólica y real no son transitorias, sino que pueden seguir permeando las estructuras sociales si no se confrontan adecuadamente.