En la sociedad actual, los conceptos de comunidad y lo común se encuentran profundamente fracturados, especialmente en culturas como la estadounidense, donde se lucha constantemente entre el individualismo y la interdependencia social. El individualismo ha sido históricamente una de las virtudes más exaltadas, pero esto ha llevado a una creciente desconexión entre las personas, fragmentando el tejido social y dificultando la capacidad de imaginar un bien común que trascienda los intereses particulares.
La noción de “lo común” tiene sus raíces en conceptos más antiguos, como la idea de los bienes compartidos en los pueblos de Nueva Inglaterra, donde los espacios públicos eran concebidos como un patrimonio colectivo. Esta visión del bien común se ve amenazada hoy por una ideología que privilegia la propiedad privada y la autonomía individual, en detrimento de las responsabilidades sociales. Esta dinámica no solo afecta las interacciones humanas, sino que también repercute en las instituciones públicas. Por ejemplo, la amenaza constante a programas como la Seguridad Social o el Medicare refleja una ideología que considera que la intervención del gobierno en el bienestar común es un obstáculo para la libertad individual.
El desdén por los bienes comunes ha dado paso a un enfoque utilitarista que favorece el mercado y los intereses privados, generando una sociedad en la que el concepto de comunidad se diluye. Se ha perdido la capacidad de pensar en la sociedad como un todo interdependiente, y esto ha dado lugar a la propagación de un individualismo que rechaza la noción de responsabilidad colectiva. En este contexto, la idea de que “se necesita una aldea” para cuidar de los más vulnerables se ve como una amenaza a la autonomía personal, como ocurrió con la controversia que desató Hillary Clinton hace años. Sin embargo, en muchas naciones europeas, la visión de un gobierno que cuida de todos sus ciudadanos es más aceptada, ya que los europeos tienden a identificarse con el Estado, lo ven como un ente que los representa y no como una institución ajena a sus intereses.
Este fenómeno no se limita a cuestiones políticas, sino que también se extiende a una falta de conciencia ecológica. La visión tradicional cristiana de la tierra como madre se ha desdibujado en una cultura que ha perdido la capacidad de imaginar al planeta como un ser sagrado. Las corrientes modernas del cristianismo, como las propuestas por pensadores como Sallie McFague, defienden una ética planetaria que no puede desvincularse de la justicia social y la equidad económica. Esta visión propone que el cuidado de la creación no es solo una obligación espiritual, sino un imperativo moral que exige un cambio profundo en las relaciones humanas, económicas y ecológicas.
En particular, los movimientos religiosos dentro del activismo ecológico han comenzado a redefinir su papel, uniendo la espiritualidad cristiana con las preocupaciones medioambientales. Algunos grupos evangélicos, a pesar de su postura conservadora en otros ámbitos, han adoptado la idea del “cuidado de la creación”, lo que demuestra que incluso en contextos aparentemente opuestos, puede haber un acuerdo sobre la necesidad de proteger la tierra. Sin embargo, el desafío sigue siendo grande, pues aún persiste una fuerte resistencia política que niega la gravedad de problemas como el cambio climático, considerándolo una falacia ideológica creada para atacar el sistema económico.
En este contexto, la discusión sobre el bienestar común y la sostenibilidad de la tierra no puede ser reducida a debates ideológicos. La crisis ecológica no puede entenderse sin tener en cuenta la crisis social y económica que atraviesa el mundo. El daño ambiental es, en última instancia, un reflejo de un sistema económico que perpetúa la desigualdad y la explotación. De igual manera, las soluciones a estos problemas deben pasar por una revisión radical de nuestras concepciones sobre el mercado, el Estado y la propiedad, para poder vislumbrar un futuro donde el bien común y el cuidado de la creación se conviertan en los pilares fundamentales de nuestra convivencia.
La crisis moral contemporánea no radica en cuestiones como la sexualidad, sino en el hecho de que nuestras vidas, tanto individualmente como colectivamente, dependen del sufrimiento y la explotación de otros seres humanos y de la naturaleza misma. Abrazar la visión bíblica de la creación, en la que la tierra y la humanidad son vistas como interdependientes, requiere de un cambio profundo en nuestra ética religiosa y social. Este cambio no solo implica una reflexión sobre el uso de los recursos naturales, sino también sobre la justicia social, la equidad económica y nuestra relación con el prójimo.
El reto es claro: necesitamos una ética global que reconozca la interconexión entre todos los seres vivos y que impulse a la acción frente a los daños estructurales causados por un capitalismo global que no rinde cuentas por sus impactos. Reconocer el valor intrínseco de la naturaleza, como lo hacen los movimientos religiosos ecológicos, puede ser un camino hacia la reconciliación de la humanidad con la tierra y entre sí misma.
¿Cómo enfrentar el secularismo en la esfera pública desde una perspectiva cristiana?
La modernidad, con su énfasis en la ciencia, la tecnología y la razón instrumental, ha desplazado la religión del espacio público, imponiendo un marco secular hegemónico que limita el acceso de las creencias religiosas a la esfera común. Este marco, que Charles Taylor denomina el "marco inmanente", restringe la visión del mundo a lo que puede ser comprendido dentro de una realidad exclusivamente natural, excluyendo lo trascendente y lo espiritual. Esta perspectiva no es neutral, sino que representa una postura filosófica y moral particular que reduce el sentido de la existencia a una dimensión materialista y humanista exclusiva.
En este contexto, la religión que busca reingresar al espacio público se enfrenta a un totalitario dominio secular, que, aunque no es una religión en sentido estricto, actúa como tal al establecerse como la única narrativa aceptable. La Constitución estadounidense, con su prohibición de establecer una religión oficial, ha favorecido esta situación al proteger una forma de secularismo que margina las expresiones religiosas auténticas. Frente a ello, se propone que los cristianos no solo ocupen ese espacio, sino que lo hagan con voz propia, con un lenguaje y una propuesta social distintivos. No se trata de imitar la cultura secular para ser escuchados, sino de ser la iglesia —cuerpo de Cristo— que proclama y encarna un evangelio social renovado.
Esta llamada a la presencia pública desde una identidad cristiana auténtica desafía la tendencia liberal de diluir la voz religiosa para asemejarse al discurso secular dominante. En cambio, la iglesia debe hablar su propio lenguaje, contar sus propias historias y mostrar con su ser y hacer que su mensaje es relevante y necesario en un mundo desarraigado de sentido. El secularismo, más que sustituir a la religión, ha provocado una crisis civilizatoria: la pérdida de los marcos de plausibilidad que hacían viable la experiencia de lo sagrado y la trascendencia ha dejado un vacío de sentido que ni la ciencia ni el capitalismo tardío han podido llenar.
Este vacío se manifiesta en la superficialidad de muchas vidas humanas, atrapadas en una búsqueda materialista sin propósito último, y en la exclusión social de aquellos que no se benefician del sistema capitalista. El mundo secularizado se vuelve no solo desencantado, sino desencantador, imponiendo un orden social que dificulta el surgimiento de nuevos relatos de sentido. Sin embargo, las expresiones de trascendencia no desaparecen, sino que resurgen en formas híbridas, como en el arte, la literatura o los nuevos movimientos religiosos, que atestiguan la persistencia de la necesidad humana de lo sagrado.
Entender el "marco inmanente" ayuda a percibir cómo el pensamiento secular limita la experiencia humana al mundo visible y tangible, pero también revela la posibilidad de resistir esa reducción. La ciencia, a menudo presentada como incompatible con la religión, no impone el ateísmo ni niega la validez de la dimensión espiritual. Más bien, el materialismo es una construcción humana que debe ser cuestionada en cuanto a su pretensión de ser la única cosmovisión legítima. Esta conciencia permite un replanteamiento en el que la religión no es una simple superstición o una etapa infantil, sino una respuesta profunda a la condición humana que reclama espacio en el diálogo público.
La recuperación de una voz religiosa en el espacio público no solo es un derecho constitucional, sino una necesidad cultural y espiritual. La propuesta cristiana debe ir más allá de la mera resistencia o la nostalgia por un pasado desaparecido; debe ofrecer una narrativa capaz de confrontar el capitalismo tardío y sus efectos deshumanizadores, y de reimaginar el sentido del ser humano y su relación con el cosmos. Así, la iglesia puede contribuir a la creación de un nuevo evangelio social, que dialogue con los desafíos contemporáneos y revitalice la dimensión trascendente de la existencia humana.
Es importante reconocer que el retorno religioso al espacio público no significa simplemente revivir formas tradicionales, sino adaptarlas y reformularlas en diálogo crítico con el mundo secular. El cristiano que participa en la esfera pública debe hacerlo desde una posición de claridad identitaria y compromiso auténtico, evitando caer en mimetismos o concesiones que desvirtúen su mensaje. La tarea es construir, en medio del marco inmanente, una presencia que abra ventanas hacia lo trascendente y proponga un horizonte de esperanza y significado para la humanidad fragmentada.
¿Cómo el cristianismo progresista puede transformar el futuro de la justicia social?
A lo largo de la historia, las convicciones religiosas han sido interpretadas y utilizadas de maneras que, en ocasiones, terminan llevando a sistemas económicos, sociales y políticos que constriñen la libertad personal y social, y que, en lugar de ofrecer la justicia prometida, terminan promoviendo la opresión. La moralidad, cuando se separa del proceso económico, termina por ser distorsionada y empleada de manera destructiva. Este fenómeno, cada vez más evidente en la política y en la religión, ha generado un vacío en el liderazgo de la Iglesia, que sigue siendo incapaz de recuperar su función profética original. Sin embargo, hay indicios de un renacer en los movimientos cristianos progresistas que buscan reconciliar la fe con los problemas sociales más urgentes.
En la década pasada, movimientos como el de Occupy Wall Street cobraron una gran relevancia, movilizando a personas de todo el mundo y exigiendo una revalorización de los valores cristianos en términos de justicia social. La lucha contra la avaricia, la corrupción y el abuso del poder se convirtió en una causa común, especialmente entre aquellos que se sentían traicionados por las instituciones tradicionales. En este contexto, algunos grupos católicos y protestantes comenzaron a identificar su fe con el compromiso social, abrazando una postura que rechazaba la teología triunfalista y abrazaba la justicia como forma de amor.
El Papa Francisco, con su llamado a una Iglesia pobre y para los pobres, ha sido un modelo a seguir para muchos, al instar a los católicos a abandonar la complacencia y a identificarse como comunidades de paz y justicia. Al mismo tiempo, protestantes progresistas como Brian McLaren han abogado por una "migración espiritual" del cristianismo, buscando una vuelta a sus raíces más radicales. McLaren propone que la Iglesia deje de preocuparse por defender dogmas rígidos y, en lugar de eso, se enfoque en contar historias de un Dios en movimiento, un Dios que no se limita a las estructuras de poder dominantes.
La crítica al concepto de Dios asociado con la violencia y el dominio sigue siendo uno de los puntos más relevantes en la reflexión actual sobre la fe. La "Doctrina del Descubrimiento y el Dominio", que sostiene que el Occidente puede apropiarse de lo que encuentra en el mundo, ha sido una de las bases que ha justificado la opresión, el racismo y la violencia, elementos profundamente arraigados en la historia cristiana occidental. Por ello, McLaren argumenta que, para que el cristianismo pueda ser verdaderamente liberador, es necesario que los cristianos renuncien a sus imágenes de un Dios violento y supremacista y se adentren en una comprensión más inclusiva y amorosa del Evangelio.
El desafío consiste en superar los resquicios de la teología dominante que ha justificado la opresión a través de siglos. Para algunos, esto implica un acto de ruptura con los privilegios que la tradición ha otorgado a ciertas clases sociales y razas. Para otros, significa un cambio profundo en las instituciones religiosas, que deben dejar de centrarse en su preservación y comenzar a organizarse para un fin mayor: la misión de transformar el mundo a través de la justicia social.
Las iniciativas como la Carta para un Cristianismo Justo y Generoso, que surgió entre los cristianos estadounidenses, proponen una nueva visión para el futuro de la Iglesia en el siglo XXI. Este documento invita a las comunidades cristianas a redefinir su papel en la sociedad, creando nuevos espacios de liderazgo, formación y acción. McLaren, por ejemplo, señala que la Iglesia debe dejar de ver la fe como un asunto individualista y comenzar a concebirla como un medio para el bien común.
En este nuevo escenario, el cristianismo no debe ser una fe que se limite a los confines de las iglesias, sino una fe que se despliegue en el mundo para luchar contra las injusticias. Para ello, es crucial que surjan nuevas voces, como las de los profetas del siglo XXI, que sean capaces de señalar la hipocresía de un sistema que perpetúa la desigualdad y de ofrecer soluciones concretas que se basen en los valores fundamentales del cristianismo: el amor, la paz y la justicia.
Por tanto, para que el cristianismo pueda cumplir con su rol histórico como motor de cambio, será necesario que los cristianos se liberen de las estructuras que los atan y comiencen a vivir su fe de manera más radical, poniendo en el centro de su vida la lucha por la justicia social. Este es el reto que tiene por delante la Iglesia en el siglo XXI: trascender los límites de la tradición y convertirse en una verdadera fuerza de transformación para el bien de toda la humanidad.
¿Cómo se vive la imitación de Cristo en el mundo contemporáneo?
La imitación de Cristo no es simplemente un sistema de creencias o un conocimiento cognitivo, aunque no renuncia a la ortodoxia histórica. Como escribió Tomás de Aquino: "En el Día del Juicio no se nos preguntará qué hemos leído, sino qué hemos hecho." A lo largo de su vida, Tomás defendió el camino de la cruz, que exige un examen personal, humildad y amor. Hoy en día, en un lenguaje espiritual moderno, la imitación de Cristo puede entenderse como una práctica constante de "atención plena", a través de la cual nos mantenemos sintonizados con el escenario mayor en el que Dios actúa y al que estamos llamados. No basta con sentarnos en la última fila y observar desde lejos; somos invitados a dejar nuestros asientos y unirse a la acción sobre el escenario.
Existen en la ética contemporánea tres enfoques muy discutidos: una ética utilitarista, que se basa en los resultados esperados o deseados de una acción; una ética kantiana, que juzga la rectitud absoluta de las acciones; y una ética de la virtud (que se remonta a Tomás de Aquino y Aristóteles), que se centra en el desarrollo de hábitos morales del corazón que luego se traducen en comportamientos y decisiones correctas. Aunque existe la tendencia de reducir la imitación de Cristo a un misticismo interior, también puede producir en los individuos y comunidades cristianas las virtudes que desembocan en un humanismo cristiano y un evangelio social. Una ética de la virtud no podría permitir, por ejemplo, que los niños pequeños sean encerrados en jaulas, ni siquiera antes de que se elabore una estrategia integral para tratar el tema de los inmigrantes.
Ya en el Nuevo Testamento, las cartas del apóstol Pablo evocan el concepto de "estar en Cristo", a veces llamado el "misticismo cristiano" de Pablo. Pablo radicaliza la ética cristiana hacia una vida de obediencia subversiva al mandato del amor. Otra forma de decirlo es como desobediencia revolucionaria: la negativa a integrarse, a formar parte del sistema, a ser el sistema, una forma de vida que Václav Havel analizó en su Checoslovaquia natal bajo el régimen comunista soviético. La idea es que los hombres y las mujeres deben liberarse de la autoengrandecimiento (o proclamación y conversión en nuevos sistemas de poder) para vivir vidas de amor como compasión social. Esta es la imitación de Cristo en el mundo.
¿Cómo debe proceder la imitación de Cristo hoy en día? Tomás situó su práctica espiritual dentro de la vida monástica medieval tardía. La ética horizontal del amor al prójimo de Pablo, sustentada por la gracia vertical de Dios, debe encontrar su camino en situaciones siempre cambiantes. La Reforma Protestante "secularizó" el llamado cristiano a una nueva vida al enviar a los cristianos fuera del monasterio y a las calles. Allí, en la vida del mundo, los cristianos deberían escuchar la voz de Dios y buscar su llamado. Los cristianos no pueden aceptar de buen grado que su llamado no tenga lugar en el mundo. Pero hoy no vivimos en el mundo de Pablo, ni en el de los monasterios, ni en la nueva época soñada por la Reforma. ¿Cuál es la naturaleza de la situación en la que los cristianos contemporáneos deben escuchar el llamado de Dios?
Para poner a prueba, solo por un momento, el poder y la autoridad del Dios liberador de la Biblia en el contexto estadounidense, consideremos dos versículos, uno del Antiguo Testamento sobre el pacto y el otro del Nuevo Testamento sobre la iglesia. ¿Se puede oír algún eco de estos versículos en los gritos exaltados de muchos cristianos estadounidenses que afirman ser creyentes literales de la Biblia? ¿Estos exhortaciones se escuchan en la radio religiosa?
"Si hay entre vosotros algún necesitado, miembro de tu comunidad, en cualquiera de tus ciudades que el Señor tu Dios te da, no seas duro de corazón ni tacaño con tu necesitado. Más bien, abre tu mano, prestando generosamente según lo que él necesite." (Deuteronomio 15:7–8)
"Con gran poder los apóstoles daban su testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y gran gracia estaba sobre ellos. No había nadie necesitado entre ellos, pues todos los que poseían tierras o casas las vendieron y trajeron el producto de lo vendido. Lo pusieron a los pies de los apóstoles, y se distribuyó a cada uno según su necesidad." (Hechos 4:33–35)
Los valores más preciados de la sociedad estadounidense, aquellos que se reflejan en las plataformas partidarias y en las posturas políticas, muestran una indiferencia alarmante hacia estas intenciones de un Dios liberador. El lenguaje de la clase media es considerado aceptable y digno de elogio; eso es todo lo que los políticos están dispuestos a ofrecer. Los pobres carecen de voz. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Solo se puede vivir un cristianismo auténtico en otro entorno, fuera del sistema estadounidense? ¿Es esto lo que hemos aprendido al reflexionar sobre los evangelistas de Trump? ¿Deberíamos asumir una lectura deliberadamente errónea del extraño Dios de la Biblia, a favor de la ideología conservadora estadounidense o la conveniencia de la política electoral?
Lo cierto es que en el modelo económico neoliberal, que rige las calles en la actualidad, el juego consiste en dividir los recursos escasos de manera que maximicen el éxito de los más codiciosos, mientras engañan a las clases trabajadoras y, recientemente, a la clase media, haciéndoles creer que el exceso eventualmente les beneficiará. Las reglas locales para jugar ese juego han sido escritas por una mafia económica, y sostienen que la política económica objetiva está inmune a la escrutinio ético, siendo aplicada a través de un sistema indiscutido y sin regulación. En este sistema, ajeno a las necesidades del bien común, la única certeza, demostrado de manera constante por los datos nacionales, es que los ricos se enriquecen y los no ricos se empobrecen.
El "principio de opción preferencial por los pobres" (una frase típica de la teología de la liberación católica) es un tema que no se toca en política. De hecho, resulta altamente objetable. El "que se jodan los pobres" es el sentimiento más común entre los políticos. Los teólogos morales católicos se dirigieron directamente al anterior presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan: "Nuestro problema con el Representante Ryan es que él afirma que su presupuesto se basa en la enseñanza social católica. Esto es una tontería. Como académicos, queremos unirnos a los obispos católicos para señalar que su presupuesto tiene un impacto devastador en los programas para los pobres."
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