Nadie, y más particularmente ninguna mujer, puede vivir solo de la razón. Las frases "Mi mente es mi reino", "Mi mente es mi imperio" o "Mi mente es mi reino" (todas ellas citas exactas) no representan ninguna filosofía en absoluto. Tal regla de vida sería una negación de toda filosofía. Descartaría el sentimiento —que es algo muy distinto a la sentimentalidad— y, llevada a su conclusión lógica, nos reduciría bien a la impotencia o bien al nivel de las bestias. Se ha sugerido, en al menos una novela moderna y por al menos un filósofo contemporáneo, que en el futuro las emociones que ahora llamamos "amor" serán relegadas al basurero de la historia; que la reproducción de nuestra especie se llevará a cabo en laboratorios sin necesidad de ningún proceso fisiológico o psicológico. Algunos incluso han insinuado que, aunque no se pueda erradicar por completo el impulso sexual de la naturaleza humana, este podría ser científicamente mecanizado y controlado de manera eugenésica. En tal caso, me es fácil imaginar que la última copia de la colección de relatos que aquí introduzco sea o quemada públicamente o atesorada en privado como la suprema exhibición de "la idiotez del amor" que poseía el Hombre preintelectual. ¿Acaso uno puede imaginar un mundo tal? ¿Es posible concebir una raza de seres humanos así? La respuesta no deja lugar a dudas. Mientras sigamos siendo humanos, debemos seguir amando; mientras exista la especie humana, el impulso sexual será el principal motor, porque sin él no habría reproducción de nuestra especie —en cualquier relato de cualquier narrador.
El término "sexo" es una palabra que desagrada profundamente. Llamar a un escritor "novelista sexual" me parece casi el mayor insulto que un crítico pueda aplicar a un hombre o a una mujer de mi oficio. De hecho, solo existe un insulto mayor, y es llamar "asexuada" a una persona de este campo literario. Ser "asexuado" equivale a dejar de ser humano, y un escritor inhumano no es un escritor en absoluto. No existe tal cosa como un escritor completamente "asexuado". A excepción de las ciencias abstractas, ningún tema puede ser abordado por la pluma de un hombre o una mujer sin tener en cuenta el impulso sexual. El historiador que deje de lado ese impulso en sus cálculos nunca escribirá una historia verdadera. Y para el narrador de ficción, es el eje mismo de su vida literaria. Sin embargo, tras leer estas palabras, suenan un tanto altivas; y me temo que un poco como si estuviera intentando justificar a los muchos autores cuyos relatos leerá usted aquí. Porque las historias que siguen son abiertamente, descaradamente y sin vergüenza historias de amor. No obstante, no acepto que necesiten excusa o justificación alguna, como historias de amor, más que como cualquier otra narración literaria. Del mismo modo que no estoy dispuesto a aceptar que sean "historias sexuales", en el sentido coloquial y repulsivo de esa palabra. Son simplemente historias, seleccionadas aquí y allá, aunque no al azar, en las que el lector promedio encontrará, en mi opinión, al menos algunos reflejos tolerables de sus propios sentimientos, de su propia actitud, de sus propios pensamientos sobre esa emoción mental y física que aún tenemos que llamar, porque no existe otro nombre más apropiado, "amor".
Sin embargo, la oportunidad de escribir un poco más sobre este asunto tan conflictivo del amor, y más particularmente sobre el impulso amoroso como afecta al narrador moderno, parece demasiado buena para ser ignorada. No puedo, de hecho, permitirme concluir esta introducción —que me parece un tanto presuntuosa al compararla con la eminencia superior de algunos de los grandes nombres literarios que estoy presentando— sin hacer valer mis opiniones personales sobre este tema tan delicado, al menos en cuanto a cómo ha influido en mi propio trabajo. Mis propias opiniones son, en breve, las siguientes. Sostengo que el amor —usando la palabra en su sentido más común— siendo el precursor del nacimiento, no puede ser excluido de ninguna novela o historia que intente representar la vida en su totalidad. Creo que es el deber del novelista, aunque no siempre sea su placer (ya que existen muchos otros temas que, personalmente, encuentro mucho más interesantes para escribir), representar el amor tal como lo ve en las vidas ajenas, y como lo siente en su propia vida. Creo que el novelista que no estudia, y constantemente, la intrincada relación entre los aspectos mentales y físicos del amor, nunca logrará crear personajes vivos; y su obra será poco convincente, lo cual es el peor defecto que puede exhibir el trabajo de cualquier literato. Además, creo que el amor, aunque no sea el motor principal, es al menos el resorte delicado del carácter promedio, y que incluso los más fríos de nosotros somos infinitamente más afectados por el deseo insensato de la naturaleza de reproducir nuestra especie de lo que sabemos. A pesar de esta creencia, sin embargo —y creyendo firmemente que la palabra "escandaloso" debería ser eliminada de nuestro vocabulario coloquial— sostengo que el interés amoroso en cualquier novela o relato corto, por muy fuerte que sea, debe ser tratado con cierta decencia y reserva. Pero que los críticos y el público nos salven de una decencia excesiva y una reserva excesiva, de esa censura esterilizada y puritana de la palabra escrita que está reduciendo Hollywood a su denominador común más puro: "Lord Fauntleroy", "Mujercitas" y "Alicia en el País de las Maravillas". Mejor eso, sin duda, que la alienación de Rabelais y los Cuentos Droláticos.
¿Qué revela la vida de los personajes en el contexto de la Rusia rural?
En la noche fría y desolada, Hope se encontraba atrapado en una red de interacciones absurdas y extrañas, donde el valor de la humanidad parecía diluirse en un mar de superstición y desesperación. Era un hombre que, al parecer, podía considerarse afortunado por su origen inglés y su riqueza, pero ahora, lejos de su tierra, se veía arrastrado por la suerte de otros, más allá de su control. La escena que presenciaba, un drama sin lógica, lo arrastraba hacia una realidad en la que todo —desde el gesto amable de una niña hasta la agresiva necesidad de los campesinos— era parte de un juego mayor, donde lo irracional tenía el mismo peso que lo lógico.
La niña, una figura de aparente locura, le ofreció algo que él no comprendía. Sin embargo, había algo en su mirada, en la expresión de su rostro, que le impedía rechazar su regalo. La madre, con su actitud de desconcierto y desafío, estaba convencida de que la niña no era una simple tonta; en su mundo, ella era capaz de percibir algo que los demás no podían. El padre, en su solidez brutal, urgió a Hope a aceptar el presente, advirtiéndole que rechazarlo sería un desaire que podía resultar fatal.
El momento transcurría como una danza en la que los roles se cruzaban. Hope, quien por su naturaleza inglesa se sentía fuera de lugar, se vio envuelto en una lógica que no comprendía. Aceptó la caja de cartón, ignorante de su contenido, y sin querer decepcionar a quienes le rodeaban, encendió uno de los cigarrillos que le ofrecían. En el acto, la niña se iluminó con una felicidad que desbordaba los límites de la razón. En su mente, él se había ganado su amor y, por ende, era digno de ser considerado. La levedad de la escena —un intercambio sencillo, casi infantil— revelaba una profundidad de desesperación: ¿realmente había libertad para elegir? ¿O, como parecía, el destino estaba sellado por la voluntad de quienes se cruzaban en su camino?
La lucha interna de Hope reflejaba la complejidad de un sistema donde la lógica de los pueblos se entrelazaba con el caos. Al igual que los objetos que había tenido que entregar para recibir algo a cambio —su reloj y su anillo, símbolos de su estatus—, él no podía escapar de la vorágine que dictaba la necesidad de los demás. En el fondo, su aceptación de la cigarrillo no solo era un acto de cortesía, sino una forma de sobrevivencia en una sociedad que no perdona a aquellos que se niegan a seguir el juego.
Lo que parecía un gesto banal pronto se convirtió en un intercambio de poder. La niña, la madre, el padre, todos parecían comprender algo que Hope no alcanzaba a ver. La misma historia se repetía una y otra vez: una cadena de favores y actos de bondad encubiertos, como si cada acción tuviera un precio en la moneda de la supervivencia. La cena prometida, el peso del saco que Hope cargaba con él, la oscuridad de la noche que lo rodeaba, todo formaba parte de un pacto tácito entre él y el mundo de esos extraños seres, cuya existencia parecía haber sido dictada por un orden mucho más allá de su voluntad.
En su trayecto de regreso, la figura de Hope se desvaneció en el horizonte, como una sombra más entre las muchas que cruzaban el territorio. La carga de su saco era el peso de las vidas que había tocado, el precio que había pagado por su humanidad. Aunque se sintiera superior, como un inglés con riquezas, el frío y la incomodidad de la travesía le recordaban que, en esta parte del mundo, el que no se adaptaba a las reglas de los demás se desvanecía en el aire.
Por último, en su encuentro con la figura del coche, que llevaba a los opresores y a los agentes de la muerte, Hope comprendió que el ciclo de vidas rotas y destinos sellados estaba mucho más allá de su comprensión. La desesperación de los hombres que seguían tras los mismos objetos de deseo, sin importarles la humanidad de quienes se cruzaban en su camino, era solo otro reflejo de la crueldad de un sistema donde las vidas eran desechables.
Es crucial entender que, aunque el escenario de esta historia podría parecer ajeno o lejano, las dinámicas de poder, de supervivencia y de sacrificio que se revelan en el relato son universales. La dependencia de la sociedad en normas no escritas y en la necesidad de pertenecer a algo más grande que uno mismo es un reflejo de las tensiones que, en diversas formas, existen en todos los aspectos de la vida. En muchos casos, lo que parece ser un pequeño gesto de amabilidad puede esconder las mayores luchas de identidad y poder. Y la percepción de lo que es "valioso" o "necesario" cambia radicalmente según el contexto y las circunstancias de cada uno.
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