La felicidad parecía distante, como si fuera una ilusión lejana que ya no podía alcanzarse. Pero, al mismo tiempo, el amor seguía allí, brillando de manera inalcanzable y dolorosa. El contraste era absoluto. Lo que antes parecía una promesa eterna se había transformado en una carga insostenible. El deseo de ser feliz coexistía con la necesidad de liberarse, pero la liberación solo podía llegar a través de la separación. No se trataba de amargura, aunque esta estuviera presente, sino de la aceptación de que las vidas de aquellos involucrados debían cambiar radicalmente.
Ella no podía dejar de mirar sus manos, aquellas manos que habían sido testigos de su sufrimiento, de su decadencia física. Antes, había luchado por ocultarlas, por negar que el paso del tiempo ya las había marcado. Ahora, eran como flores que emergían hermosamente después de un invierno implacable. Era extraño, pero la transformación era innegable. Las joyas que una vez adornaron sus dedos, como el diamante de Digby y la esmeralda y zafiro que tanto amaba, brillaban con una intensidad renovada. Al día siguiente, las llevaría de nuevo. Sin embargo, las había guardado para siempre en un cajón cerrado, como si estuvieran vedadas por el destino.
De alguna manera, la consciencia de lo irremediable trajo consigo una paz extraña, que fue compartida por todos los que se encontraban en esa sala. Había sucedido algo que ya no podía cambiarse, algo que debía ser enfrentado con dignidad. "Ya no podemos vivir con rencor", pensó. El camino hacia adelante no era solo suyo; era de todos los involucrados. Las decisiones ya estaban tomadas, y todo lo que quedaba por hacer era aceptar el destino, cada uno con su propia carga y su propio modo de asumir la nueva realidad.
Digby, el esposo herido, trató de hacer frente a la situación con dignidad. Al principio, lo había visto todo con una mezcla de incredulidad y furia. ¿Cómo había llegado hasta este punto? Ahora, sin embargo, sus pensamientos eran rápidos, fugaces, como si tratara de encontrar un sentido en un caos del que ya no podía escapar. Al final, su intención era clara: "Protegeré a mi esposa mientras lo sea", dijo, y con esas palabras cortó de raíz cualquier posibilidad de un retorno. La puerta se cerró de golpe, dejando una sensación de frustración y pérdida.
Stephen Rosslyn, el hombre que amaba a Claire, sentía que su vida se desmoronaba. Todo lo que antes había considerado firme y seguro ahora se desvanecía ante sus ojos. La vida que había construido, las paredes de control que había levantado cuidadosamente, caían una a una. La culpa lo atenazaba, y aunque no quería admitirlo, la sensación de que todo aquello había sido una equivocación lo embargaba. Aún así, su amor por ella seguía siendo su único refugio, la razón por la cual estaba dispuesto a seguir adelante, aunque no tuviera idea de cómo.
Cuando finalmente se encontró con ella, no era la misma mujer que había conocido. Claire ya no era la mujer frágil y dolorida que le había mostrado sus manos huesudas, como un símbolo de su sufrimiento. Ahora, su figura era diferente, renovada, radiante incluso. Era como un ave que había superado la tormenta, o una mariposa que había emergido de su crisálida. La mujer ante él ya no le pedía consuelo. En sus ojos brillaba una fuerza que él no podía comprender. Ella ya había tomado su decisión, y lo había hecho con la seguridad de alguien que ha llegado al fin de su viaje.
A pesar de la emoción que sentía, él no podía evitar sentirse incómodo, distanciado. Sus manos, que antes la habían tocado con ternura, ahora se mostraban vacilantes, como si no supiera cómo comportarse frente a ella. Aquel amor tan deseado se había convertido en una obligación amarga, y la fragilidad de la situación era tan palpable que parecía que cualquier palabra de más podría romper la fina tela que los unía. Sin embargo, no había marcha atrás. El destino de ambos ya estaba sellado, y todo lo que podían hacer era avanzar, aunque cada paso hacia el futuro era incierto.
En un momento de profunda reflexión, se dio cuenta de que había perdido algo más que una mujer, había perdido una parte de sí mismo. La dedicación que había puesto en su trabajo, en su vida ordenada, ahora se sentía vacía. Las promesas que había hecho a otros, a sí mismo, ya no parecían relevantes. Lo único que importaba ahora era ella, y el mundo que construirían juntos. Pero incluso eso parecía frágil, como una construcción en arenas movedizas.
Claire, en su quietud, no parecía estar preocupada por las consecuencias de sus actos. La vida le ofrecía todo lo que había deseado, pero con un precio alto. Digby, aunque generoso en sus palabras, había dejado claro que su salida era inevitable, pero Claire no parecía dispuesta a dejar que su vida dependiera de las decisiones de otros. Sabía lo que quería, y no temía las dificultades que pudieran surgir. En cierto sentido, la riqueza y el estatus que la rodeaban servirían como un colchón para suavizar cualquier golpe que la vida pudiera darles, pero para Stephen, el camino parecía más arduo y menos iluminado. El costo sería mucho mayor para él, quien se sentía cada vez más apartado, arrastrado hacia una existencia que no comprendía del todo.
En todo esto, lo más importante es que el amor, tal como se presenta aquí, es una fuerza transformadora, pero también destructiva. No solo cambia las vidas de aquellos que lo experimentan, sino que también los obliga a confrontar la realidad de sus decisiones. Los personajes de esta historia no están luchando solo por su amor, sino también por sus propias identidades y el lugar que ocupan en el mundo. En la encrucijada de la emoción y la razón, el verdadero desafío es aprender a vivir con las consecuencias de un amor que no siempre trae consigo la felicidad que promete.
¿Qué significa vivir bajo la opresión de un régimen?
En Moscú, en la plaza, los caballos, sus arreos y las monturas estaban apiñados en un laberinto de pequeñas capillas de madera oscuras y con pilares, donde los soldados descansaban entre ellos. La iglesia de San Basilio, presente hasta nuestros días, atestigua que estos momentos, aparentemente caóticos, no les hicieron un daño irreversible. Existen afinidades históricas entre un altar y un pesebre, aunque las circunstancias hayan cambiado. A lo largo del tiempo, los que antes consideraban a la ciudad como un santuario, ahora la han sometido a su control. Los edificios que una vez fueron templos de devoción y cultura, hoy son ocupados por los comisarios y sus seguidores. Moscú, la Ciudad Santa, se ve despojada de su gloria, ensuciada por la revolución que, triunfante en harapos, rebusca entre las miserias para celebrar lo que ha logrado.
Cerca de la Tverskaya, donde aún persisten las huellas de la antigua grandeza, se encontraba la mansión de Rinaldescu, el gran millonario rumano. Un hombre que vivía a un ritmo imparable, moviéndose de ciudad en ciudad, disfrutando cada una de ellas en su época de esplendor antes de caer víctima de una intoxicación alimentaria. La mansión de Rinaldescu, inspirada en un palacio veneciano, era un símbolo de lujo y de vida cosmopolita. Sus grandes ventanales, adornados con vidrieras, iluminaban la ciudad en la oscuridad de la noche, enviando destellos de santidad a un lugar sumido en la pobreza y la decadencia.
Una noche, un soldado apostado en la logia de la mansión notó la presencia de un hombre que se aproximaba de manera extraña. El hombre llevaba un bulto pesado y, al llegar junto a la puerta, se desplomó de rodillas, comenzando a rezar. El soldado, alertado por su actitud, se acercó y, al intentar interrogarlo, no entendió una sola palabra de su plegaria. El hombre no solo parecía estar físicamente agotado, sino que también era un extranjero, lo que provocó un desprecio inmediato por parte del soldado, quien, incapaz de comprender su sufrimiento, lo empujó hacia el interior de una celda. La distancia entre la compasión y la indiferencia se reduce en situaciones como esta, cuando la humanidad se ve sustituida por la levedad de las órdenes impuestas.
El sergeant, con un comportamiento que denotaba su experiencia pasada como gendarme, supervisó la escena. Tras despojar al hombre de su carga, los soldados descubrieron una montaña de alimentos, símbolos de la lucha por la supervivencia en tiempos de escasez. Estos objetos, adquiridos con esfuerzo y sacrificio, fueron tomados como "evidencia" y divididos entre los guardianes. El hombre, despojado de su voluntad, fue arrastrado a la celda, donde la dureza del régimen y la falta de humanidad seguían su curso. En ese lugar, lleno de otros prisioneros, se encontraba la más miserable de las existencias humanas, las vidas despojadas de su dignidad, las que, al igual que él, habían sido arrastradas por el torbellino de una revolución que parecía no conocer fin.
La situación se tornó aún más sombría cuando Hope, ya en la celda, tuvo contacto con otros prisioneros. Una mujer, con voz quebrada por el dolor y el sufrimiento, le preguntó si se encontraba herido. El hombre, con el cuerpo dolorido y la mente nublada, reconoció las marcas de la violencia y la injusticia, que solo eran una manifestación más de la brutalidad con la que el régimen trataba a quienes no encajaban en su nuevo orden. Aquellos que estaban allí, como él, eran extranjeros, ladrones o simplemente desafortunados, pero todos compartían la misma condena de ser víctimas de un sistema opresivo que no distinguía entre unos y otros.
El personaje de Hope es un reflejo de una humanidad rota, obligada a lidiar con la desesperación y la indiferencia. La indiferencia de los soldados, la falta de compasión ante el sufrimiento ajeno, el despojo de la dignidad humana, se repiten como una constante en los relatos de aquellos que viven bajo regímenes autoritarios. En tales circunstancias, el individuo se ve reducido a un objeto, una pieza en un juego más grande que lo trasciende, sin la capacidad de alzar la voz ni de rebelarse. Sin embargo, en este relato también se vislumbran brechas de resistencia, como el gesto de la mujer que, a pesar de su propio sufrimiento, extiende una mano amiga.
Es importante entender que, más allá de la narrativa directa, esta historia refleja una realidad social y política de opresión y abuso de poder. El sacrificio de la individualidad, la lucha por la supervivencia y el vaciamiento de la moral ante el autoritarismo son temas universales que siguen siendo relevantes en contextos contemporáneos. La ciudad, como reflejo de un sistema que se consume a sí mismo, simboliza el despojo de la identidad y la erosión de lo sagrado ante la lucha por el poder. La revolución, que en teoría busca la libertad, a menudo termina oprimiendo a los mismos que intenta liberar, dejando un vacío donde antes existía esperanza.
¿Qué impulsa la cruel indiferencia de aquellos en el poder?
La condición humana parece nunca escapar a la corrupción de quienes la gobiernan. En un tiempo de incertidumbre y caos, en el que la justicia se somete a los caprichos de los poderosos, la vida de un ser humano se convierte en una cifra más, un número más en la lista de aquellos que deben ser desechados. La pregunta que se plantea es, ¿qué sentido tiene ejecutar a un viejo pobre que toda su vida ha sido un mendigo? ¿Y qué daño he causado yo, que no tengo más que mi vida y mis sueños rotos?
Este es el mundo en el que las mujeres ya no necesitan los “pasaportes amarillos” que anteriormente las identificaban como cortesanas en Moscú. Ahora son arrestadas sin motivo, solo porque el poder necesita algo que cortar, alguien a quien sacrificar. La desesperación se apodera de los que esperan la muerte como única salida a su sufrimiento, mientras la indiferencia de los opresores se cierne sobre ellos. La sensación de estar atrapados en una trampa de la que no hay escapatoria se extiende entre las paredes de una prisión sucia y apretada, donde el aire mismo parece pesado de desesperanza. A lo lejos, el sonido de la danza parece burlarse de aquellos a quienes la muerte aún no ha alcanzado.
En este escenario, las mujeres se enfrentan a un destino mucho más cruel: el destino de ser parte de las fiestas en los sótanos, donde el juego macabro de la vida y la muerte se convierte en una diversión para los demás. La historia de la joven que relata su miedo a este destino no es solo un eco de su propia realidad, sino una representación de la fragilidad de los seres humanos atrapados en un sistema que parece más interesado en el entretenimiento morboso que en el bienestar de sus ciudadanos. La ironía de este mundo es que, a pesar de la brutalidad del poder, hay quienes creen que los extranjeros, como el narrador, pueden ser tratados con algo de consideración, pero cuando se trata de una mujer con la cara de ángel, la muerte se convierte en un espectáculo.
Es fácil sentirse ajeno, distante de este mundo lleno de crueldad y falta de sentido, pero lo que se pasa por alto es que el sistema que empuja a estos individuos hacia su fin violento está cimentado en una filosofía destructiva. La violencia no es solo un acto físico; es una ideología, un principio al que se adhiere una sociedad rota que ya no tiene rumbo ni fe. Aquellos que fueron una vez los pilares de la sociedad, desde la nobleza hasta los intelectuales, han sido borrados. Lo que queda es una clase que subsiste, consumida por la pobreza, el hambre y el frío, mientras el resto del mundo los observa sin hacer nada.
En este contexto, la existencia humana pierde su valor, reduciéndose a una cuestión de supervivencia o de entretenimiento para los que tienen el poder. Y sin embargo, no hay reconciliación en la muerte de los que sufren, solo más sufrimiento. Los sacrificios de aquellos que fueron llamados a servir no tienen ninguna relevancia en un mundo que ha renunciado a la moral y a la razón. La ejecución, el abandono, el sufrimiento son solo fragmentos de una realidad desoladora donde lo único constante es la incesante búsqueda de algo que cortar, algo que destruir.
Es esencial comprender que la violencia estructural no solo se manifiesta en la violencia física, sino también en la forma en que las instituciones y los sistemas manipulan la vida de las personas, reduciéndolas a meras piezas dentro de una maquinaria que las consume sin miramientos. El poder no solo castiga, sino que deshumaniza, convirtiendo a sus víctimas en objetos de indiferencia, y a la muerte misma en un juego. La distorsión de los valores humanos en tiempos de desesperación revela la fragilidad de las sociedades que, al ceder ante la desesperanza, se alejan cada vez más de la esencia misma de lo que significa ser humano.
¿Es posible escapar del destino que uno mismo se ha trazado?
Ella apretó su mano, un gesto convulsivo. "Stephen, lo siento; eso fue grosero y brutal de mi parte. Yo... yo estaba pensando en... en formas y medios... cómo escapar. Pero, por supuesto, entiendo. No podrías abandonar tu trabajo, no para siempre".
"Lo tendré que hacer", respondió él. "Aunque no me expulsen del registro, no es probable que alguien busque a un hombre que... que hizo lo que estoy a punto de hacer".
"Pero podrías ponerte a investigar. Siempre lo quisiste. Tendrás el mejor laboratorio del mundo". Había algo febril, casi aterrador, en su voz. Era como si tuviera miedo y estuviera intentando sobornarlo. Se aferraba a él. Cuando había estado enferma y fea, también se había aferrado a él, y él se sentía orgulloso y feliz. Pero ahora sentía un impulso físico violento de alejarse, de escapar de esa mano blanca, de ese perfume delicado y repulsivo.
"Es muy generoso de tu parte", murmuró él, con los labios rígidos. "Stephen... ¿crees que vale la pena? ¿Todavía me quieres?"
"No soy del tipo de hombre que cambia de opinión", dijo él, con una chispa de desafío. Luego, medio avergonzado, balbuceó rápidamente: "Nunca he amado a nadie más. Yo... no podría vivir sin ti. Seguro que lo sabes".
Sus miradas se cruzaron. Ella cerró los ojos al instante, como si se sintiera vencida por un agotamiento súbito. Pero él sospechaba de ella. Estaba actuando. No estaba cansada en absoluto. No quería encontrar sus ojos. Estaba asustada, tan asustada como él. Y solo unas semanas atrás, su mirada moribunda lo había cautivado. Habían estado sentados, en silencio, durante minutos, sus almas entrelazadas, penetrando la cáscara exterior hasta lo más profundo de sí mismos.
No sabía qué hacer ni qué decir. La vieja torpeza, que siempre lo paralizaba cuando trataba con personas fuera de su profesión, lo mantenía en un silencio absoluto. En un tipo de pánico, sus dedos se deslizaron hacia su pulso. Ella respondió con un leve sobresalto. El movimiento había sido tan inesperado, tan totalmente incongruente. Era parte de su rutina cuando ella estaba muriendo, pero como amante, había algo trágicamente cómico en ello.
Ella sintió la risa, una risa desdeñosa e irónica, surgir en su garganta. "Querido Stephen, estoy bien. No lo hagas". Tuvo que mirarlo. Él había sacado su reloj y lo observaba con una fijeza absurda. Ella vio su muñeca roja y huesuda, que siempre daba la injustificable impresión de que había olvidado sus puños. Su corbata había subido por encima del cuello de su camisa. Había algo en su cuello, decidido, capaz y vulgar, que le hacía pensar en un salón trasero y en roble ahumado. Casi podía oler la atmósfera. Y iba a vivir con él el resto de sus días.
De repente, la risa fue demasiado para ella. Se deshizo en una cascada, tan alegre, tan melodiosa, que se recostó, sin aliento, y escuchó como si fuera el eco de una música. ¿Por qué no había reído así en dos años? Un hechizo se rompió. La habitación dejó atrás su capa de melancolía tenue. El mundo estaba ahí afuera, esperando por ella.
Stephen Rosslyn dejó caer su muñeca. Se levantó. Sintió como si alguien lo hubiera abofeteado en la cara. Se encontró en una habitación llena de flores y luz, rodeado de cosas ricas e innecesarias, con una mujer extraña. La mujer extraña era aterradoramente hermosa. Y se reía de él.
Era una celebración. El jardín servía de fondo perfecto. Digby no podía evitar sentirse orgulloso de él. La luz del sol y el cielo azul, que palidecía hacia el crepúsculo, hacían que las mujeres, vestidas con elegancia, parecieran flores vivas, mientras los hombres actuaban como jardineros cuidadosos. Claire se encontraba en el centro, radiante. Cada vez que él miraba, parecía verla. Su voz, baja y suave, trascendía el murmullo confuso solo con su dulzura.
En los viejos tiempos había sido tan divertido: robar miradas traviesas el uno al otro. "Oh, mi amor, qué hermoso cuando todos estos estúpidos se hayan ido". Pero ahora ella nunca lo miraba.
"Es un verdadero renacer", comentó alguien con tono congratulatorio. Pero fue Lucy quien dijo la verdad. "Está más hermosa que nunca".
Estuvieron juntos en el borde del grupo que rodeaba a Claire, como una corte. A Digby no le gustaba estar allí. No era digno. Había intentado mantenerse alejado. Pero algo lo atraía de nuevo, como si fuera un fino y fuerte hilo. Se obligó a hablar con Lucy. "Estaré agradecido cuando todo esto termine", dijo. "Es una farsa horrible. Me siento completamente irreal".
"De vez en cuando tengo que pellizcarme para asegurarme de que estoy realmente despierta", dijo Lucy. "Después de todo, Claire y yo hemos sido tan amigas". Su punto de vista le parecía trivial. ¿Qué importaba una simple amistad? ¿Una amistad entre mujeres? Irrelevante.
"No puedo interferir", dijo. "Cada uno hace su propio destino. Pero lo que ella ve en él, solo Dios lo sabe".
"¿Qué ves tú en mí, querido?" preguntó Lucy. Él respondió "Ah" de manera galante y la miró con una sonrisa que, a pesar de sí mismo, se hizo un poco rígida. Probablemente era la cualidad etérea del crepúsculo de verano y la frágil belleza de Claire lo que hacía que Lucy pareciera de repente más vieja, más estable. No había notado antes su tendencia a... engordar. La había visto siempre como una especie de Ceres. Esperaba que no exagerara. Pero sería una excelente compañera de viaje, capaz y razonable. Mucho mejor que Claire, que siempre insistía en llevar al menos cuatro sombrereras. Recordó aquel tiempo en la frontera italiana, en su camino a Monte Carlo, y soltó una risa.
Lucy lo oyó reír. Giró la cabeza involuntariamente y sus miradas se cruzaron. Se sintió horriblemente avergonzado. Ella debió haber pensado que se lo estaba pasando bien con Lucy. "Recordaba al tipo de la aduana que conocimos", balbuceó, "No sé por qué. Simplemente vino a mi mente". Habló con un tono innecesariamente alto, y todos lo miraron esperando que contara la historia. Un leve rubor apareció en las mejillas de Claire. Quiso matarse. Era algo horrible e imperdonable que había dicho en esas circunstancias.
"No te preocupes, Digby es un gran niño de escuela", murmuró Claire, disculpándose. "Una broma lo hará reír durante años". Cambió de conversación. Él sabía que lo había hecho para darle una lección, pero, en cierto modo, estaba resentido, seguro de que ella no era tan casual como parecía. Ella, también, debía recordar aquel dulce amanecer italiano. Y ahí estaba el tal Rosslyn. Claro, tenía que estar allí. En cierto modo, él era el héroe de la tarde. Oh, muy ciertamente el héroe. Había salvado su vida. ¡Dios mío, parecía como si hubiera dormido con ese abrigo! No parecía saber qué hacer con sus manos o con su boca. Y Claire lo amaba.
"No podemos seguir así", dijo Digby a Lucy. "No es soportable. Estoy listo si lo estás. Cuanto antes nos vayamos, mejor. Mañana, si puedes hacerlo".
"Mañana", murmuró ella. Sintió una oleada de impaciencia. Podría ser una buena viajera, pero sería una viajera increíblemente lenta. Todo tendría que hacerse con orden y razón. No como Claire, que estaba lista en un momento para salir a los lugares más absurdos, sombrereras y todo.
Endtext.

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