Durante las últimas décadas, especialmente tras el fin de la Guerra Fría, la política exterior de Estados Unidos se ha fundamentado en la dominación militar como pilar central para garantizar el orden mundial. Esta estrategia, basada en la teoría de la estabilidad hegemónica, sostiene que la existencia de una única potencia dominante genera un sistema internacional más estable que aquel donde múltiples actores compiten por el poder. En su papel de superpotencia global, Estados Unidos ha buscado facilitar la cooperación internacional, disuadiendo a otros estados de participar en carreras armamentistas o conflictos bélicos, fomentando así la confianza y el comercio mutuamente beneficioso entre antiguos adversarios.

El ideal de esta hegemonía se presenta a menudo como una “hegemonía liberal” o una “hegemonía global benévola”, en la que la supremacía estadounidense no solo asegura la estabilidad, sino que también protege valores como los derechos humanos, la autodeterminación y la primacía de las normas de no violencia frente a la ley del más fuerte. Según esta perspectiva, la reducción del poder militar estadounidense desembocaría en un mundo menos seguro, menos próspero y más violento, un escenario comparable a “una autopista llena de coches sin frenos”, como lo describe Michael Mandelbaum. En ese sentido, Estados Unidos ha sido considerado la “nación indispensable”, con la convicción de que sin su liderazgo activo los problemas globales se agravarían inevitablemente.

Sin embargo, al examinar detenidamente estas afirmaciones, la estrategia de primacía revela graves deficiencias en términos de costo-beneficio. Los supuestos beneficios de la hegemonía son efímeros, mientras que sus costos son enormes y multifacéticos. La paz y la prosperidad internacional no dependen exclusivamente de la supremacía militar estadounidense. De hecho, el sistema internacional ha demostrado ser más seguro y la economía global más resistente de lo que los defensores de la primacía suelen admitir. Por el contrario, la constante intervención militar estadounidense ha minado el orden mundial, incentivando a otros países a buscar armas nucleares como disuasión ante la amenaza de cambios de régimen promovidos desde Washington. Además, el comercio internacional opera con independencia de los esfuerzos estadounidenses por gestionarlo, e incluso puede verse obstaculizado por sanciones unilaterales o amenazas de castigo.

Los costos de la primacía trascienden los gastos militares directos. En el ámbito interno, el militarismo asociado limita las libertades ciudadanas y aumenta los riesgos a los que se expone la población. En el plano externo, las guerras constantes desestabilizan regiones enteras y arruinan innumerables vidas. Esta hiperactividad militar ha generado escepticismo y cuestionamientos respecto al liderazgo global estadounidense, no solo por fallos en su implementación, sino por los efectos intrínsecos de la estrategia misma. No se trata de perfeccionar la primacía, sino de buscar alternativas genuinas que distribuyan la responsabilidad del mantenimiento del orden mundial entre múltiples beneficiarios del mismo.

Históricamente, la defensa estadounidense se apoyó en lo que John Mearsheimer llama “el poder disuasorio del agua”, es decir, en su separación geográfica de otros países por amplios océanos. Durante el siglo XIX, a pesar de su relativa debilidad militar, Estados Unidos pudo evitar en gran medida involucrarse en conflictos exteriores, beneficiándose de esta protección natural. Hoy, pese a contar con una superioridad militar abrumadora y un potente arsenal nuclear, el país sigue protegido en gran medida por su geografía, con océanos a ambos lados y vecinos débiles y amistosos al norte y al sur.

No obstante, las amenazas contemporáneas ya no se limitan a invasiones terrestres o conflictos convencionales que puedan ser detenidos por barreras naturales. Los misiles nucleares, ataques cibernéticos, terrorismo y otras formas de violencia transnacional desafían la utilidad del dominio militar tradicional. La respuesta efectiva a estas amenazas exige una combinación de medidas no solo militares sino también de inteligencia, aplicación de la ley y políticas que reduzcan el apoyo social a actores no estatales violentos. Los ataques militares, incluso cuando se planifican con cuidado y buenas intenciones, suelen generar daños colaterales que fortalecen el ciclo de violencia y extremismo.

El mundo siempre ha estado plagado de peligros y continuará enfrentándolos, pero muchas de las amenazas actuales no se resuelven con fuerza bruta ni con hegemonía militar unilateral. La idea de que un solo país, por muy poderoso que sea, pueda asegurar un orden internacional justo y estable ignora la complejidad del sistema global y la multiplicidad de actores involucrados. Para preservar la paz y la prosperidad, es indispensable que la responsabilidad se comparta entre diversas naciones y que se privilegien enfoques que integren cooperación multilateral, respeto por la soberanía y soluciones no militares.

Es esencial comprender que la primacía militar no solo es ineficaz para resolver muchos de los problemas del mundo moderno, sino que sus consecuencias pueden ser contraproducentes, generando más inseguridad y desconfianza. La seguridad global y el bienestar colectivo requieren una visión que vaya más allá del poder y la fuerza, que incorpore diplomacia, desarrollo y la construcción de instituciones internacionales inclusivas y legítimas.

¿Por qué la supremacía no es efectiva para la política exterior de Estados Unidos?

La intervención militar estadounidense, especialmente en conflictos de gran escala, a menudo se justifica por la creencia de que la presencia de poder militar puede traer estabilidad y fomentar cambios positivos en regiones conflictivas. Sin embargo, la historia demuestra que esta aproximación no solo es ineficaz, sino que en muchos casos exacerba los problemas. La intervención extranjera rara vez produce cambios duraderos en los regímenes, y con frecuencia, prolonga las guerras civiles y aumenta el sufrimiento de las poblaciones inocentes atrapadas en el conflicto.

El impulso de intervenir, de "doblar la apuesta" cuando la situación empeora, lleva a decisiones que intensifican la violencia. Estados Unidos, al comprometer más poder militar, ya sea como ayuda a combatientes locales o a través de la intervención directa de sus fuerzas, contribuye a la escalada de la guerra sin conseguir resultados claros. Esta estrategia no solo incrementa la violencia, sino que también desvía la atención de la opinión pública, que, después de haber sido informada sobre una victoria inminente, empieza a perder interés, y las noticias sobre el conflicto se desvanecen. En momentos en que la situación empeora, los funcionarios estadounidenses a menudo solo buscan evitar una derrota clara, evitando así un retiro que podría percibirse como una pérdida, pero optando por una presencia militar limitada, que no consigue ningún avance tangible en los objetivos estratégicos.

El problema central radica en la confianza excesiva de los responsables de la política exterior en la capacidad de Estados Unidos para moldear los eventos internacionales a su favor, sin tener en cuenta las consecuencias no deseadas de sus intervenciones. El deseo de detener la opresión global es comprensible, pero el enfoque militar en lugar de una diplomacia robusta, ha generado más conflictos de los que ha resuelto. La intervención sin una justificación clara de seguridad nacional se convierte en una herramienta de política exterior inútil, un instrumento de fracaso más que de éxito. Cuando las metas estratégicas no se alinean con los medios diplomáticos, políticos y militares disponibles, se ponen en riesgo vidas humanas y se impide una discusión abierta sobre las implicaciones de tales políticas en la población estadounidense.

Este enfoque de la política exterior no siempre fue tan predominante. En el pasado, los principios formulados por el secretario de Defensa Caspar Weinberger y el jefe militar Colin Powell en la administración de Ronald Reagan enfatizaban misiones limitadas, con un objetivo militar claro, el uso de la fuerza de manera decisiva y solo cuando los intereses vitales de Estados Unidos estuvieran en juego. Este enfoque ayudaba a asegurar el apoyo popular necesario para justificar el uso de la fuerza militar en el extranjero.

Sin embargo, en los últimos años, la incapacidad de Estados Unidos para cumplir sus promesas ha sido el resultado, en parte, de recursos limitados. Aunque el gasto militar de Estados Unidos supera los 700 mil millones de dólares anuales, lo que equivale a casi un billón de dólares si se incluyen los fondos para veteranos y seguridad nacional, este gasto no se traduce necesariamente en el éxito de las intervenciones. El problema radica en las enormes ambiciones de los líderes estadounidenses, no en la falta de recursos.

A nivel doméstico, la mayoría de los estadounidenses no apoya la idea de gastar grandes cantidades de dinero en proyectos de reconstrucción de naciones extranjeras. Si bien están dispuestos a financiar una fuerza militar para proteger el territorio nacional, se muestran reticentes a utilizar estos recursos en intervenciones de gran escala en el extranjero. Este es un tema de creciente importancia, ya que, en tiempos recientes, la opinión pública ha mostrado escepticismo frente al liderazgo global de Estados Unidos. Encuestas realizadas por el Pew Research Center han demostrado que más de la mitad de los estadounidenses consideran que su país debería centrarse en resolver sus propios problemas y dejar que otras naciones gestionen los suyos. El concepto de "América Primero", promovido por Donald Trump, refleja un cambio en la percepción popular sobre la política exterior estadounidense, una perspectiva que resalta la necesidad de un enfoque más introspectivo y menos intervencionista.

Por último, es importante destacar que la relativa pérdida de poder de Estados Unidos en el escenario internacional no puede ser revertida por un simple llamado a "hacer grande a América nuevamente". A medida que otras naciones, especialmente en Asia, se elevan en términos económicos y políticos, el orden mundial post-Segunda Guerra Mundial se redefine. El ascenso de potencias como China y otras naciones emergentes muestra que la hegemonía estadounidense ya no puede ser asumida como un hecho dado. Este cambio refleja, en parte, la efectividad del orden global establecido tras la guerra, pero también evidencia las contradicciones de un sistema que ha permitido a Estados Unidos imponer reglas de forma unilateral mientras que otros actores, con el tiempo, se acercan a la misma capacidad de influencia.

¿Cómo se define la visión del mundo de "América Primero" de Trump?

El enfoque de Donald Trump hacia la política exterior y la toma de decisiones se puede entender a través de una mentalidad profundamente pragmática y transaccional, que prioriza los intereses económicos y estratégicos inmediatos, a menudo sin tener en cuenta consideraciones éticas o de largo plazo. Esta mentalidad, que está estrechamente vinculada al nacionalismo económico y al militarismo, encuentra sus raíces en la tradición Jacksoniana. A lo largo de su presidencia, Trump utilizó su retórica y políticas para afirmar que el beneficio económico de los Estados Unidos —en particular el generado por la industria de defensa— era el motor principal de sus decisiones, incluso cuando estas podían ir en contra de principios democráticos o del bienestar a largo plazo de la nación.

Una de las principales justificaciones que Trump dio para continuar con el apoyo militar a Arabia Saudita, por ejemplo, fue el beneficio económico de las ventas de armas. A pesar de que las ventas representaban menos de dos décimas de uno por ciento de la fuerza laboral estadounidense, Trump exageró las ganancias que se derivarían de ellas y advirtió que, de cancelarse, los saudíes buscarían otros proveedores, como Rusia o China, lo cual resultaría en una derrota geopolítica para los Estados Unidos. En este cálculo frío, Trump no dudó en anteponer los intereses de unas pocas corporaciones privadas por encima de los costos morales y estratégicos de su apoyo a Riad. Esta mentalidad, que define su enfoque hacia los aliados y hacia el comercio, se extiende también a su escepticismo frente a acuerdos como el nuclear con Irán o el Acuerdo de París para la reducción de emisiones de carbono.

Dentro de este enfoque, se encuentra la tradición Jacksoniana de la cual hablaba el politólogo Walter Russell Mead en su libro de 2001. Mead identificó cuatro grandes tradiciones en la política exterior de Estados Unidos, y la visión de Trump se alinea claramente con la Jacksoniana. Los Jacksonianos son nacionalistas económicos y militantes, escépticos de los esfuerzos altruistas en la política exterior, y consideran que el mundo es inherentemente violento y anárquico. Para ellos, la diplomacia debe ser astuta, fuerte, y sin las reservas éticas que caracterizan otros enfoques más ideales, como el Wilsoniano o el Jeffersoniano. La concepción Jacksoniana del poder es la de un país que debe estar listo para actuar con contundencia y utilizar la fuerza cuando sea necesario, incluso si eso implica violar las normas internacionales.

La relación de Trump con la tradición Jacksoniana se hace aún más evidente cuando se considera su admiración por el presidente Andrew Jackson, cuyo retrato estaba colgado detrás de su escritorio en la Oficina Oval. Esta figura histórica representa muchos de los valores que Trump abrazó durante su presidencia: una visión del mundo en la que la fuerza militar y la defensa de los intereses nacionales son primordiales. A pesar de que algunos detalles específicos de la tradición Jacksoniana, como la creencia en la supremacía de la democracia estadounidense sobre el resto del mundo, puedan no haberse reflejado de manera exacta en las políticas de Trump, la esencia de la política de “América Primero” comparte muchas de las ideas fundamentales de esta corriente.

Además de esta mentalidad beligerante y pragmática, Trump también adoptó una postura escéptica frente a la idea de que Estados Unidos tiene una obligación moral de promover la democracia en el mundo. Al contrario, su administración adoptó una postura más cínica, considerando a los aliados como socios transaccionales que deben ofrecer algo a cambio de la protección o la ayuda de Estados Unidos. Este enfoque se refleja, por ejemplo, en su relación con la OTAN, donde presionó a los aliados para que aumentaran su gasto militar, y en sus políticas hacia países como Corea del Norte o Rusia, donde la voluntad de hacer acuerdos pragmáticos a menudo pasó por encima de los principios democráticos.

Es importante señalar que la visión de Trump, aunque enmarcada dentro de una tradición nacionalista y militarista, no solo se limita a cuestiones de política exterior. Esta misma mentalidad se extiende a su tratamiento de los acuerdos comerciales, su escepticismo frente al multilateralismo y su disposición a hacer concesiones en áreas como el medio ambiente si estas favorecen el crecimiento económico de Estados Unidos. En su enfoque hacia el comercio, Trump mostró un rechazo claro hacia acuerdos multilaterales como el TPP o el NAFTA, en favor de acuerdos bilaterales que consideraba más beneficiosos para el país.

Además de la influencia de la tradición Jacksoniana en la política de Trump, es crucial entender cómo esta visión impactó las relaciones internacionales de Estados Unidos. A menudo, las decisiones de Trump no se basaron en un análisis profundo de las implicaciones a largo plazo de esas políticas, sino en un cálculo inmediato de los beneficios para el país, incluso si esto significaba alienar a aliados tradicionales o socavar normas internacionales. En este sentido, la visión de Trump desafió el orden global establecido, y en lugar de promover una cooperación internacional basada en valores comunes, su enfoque giró en torno a la competencia y la confrontación, sin importar las consecuencias diplomáticas.

¿Cómo la política exterior de Trump aumentó el riesgo de conflicto con Irán?

La administración Trump adoptó un enfoque agresivo y de presión sobre Irán, particularmente después de retirarse del acuerdo nuclear de 2015, conocido como el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA). A pesar de que Irán cumplió con los términos establecidos en el acuerdo, Trump optó por negar los beneficios económicos que se habrían derivado del levantamiento de las sanciones. Esta decisión, a pesar de que parecía tener como objetivo restringir la influencia iraní en la región, fue vista por muchos diplomáticos europeos como un riesgo innecesario. Según uno de estos diplomáticos, "Si pones demasiada presión sobre Irán, en algún momento reanudarán su programa nuclear. Eso aumenta el riesgo de que actúen de forma imprudente."

En julio de 2019, Irán rompió el acuerdo por primera vez al superar los límites establecidos para su reserva de uranio, un movimiento que, según ellos, tenía la intención de presionar a los firmantes restantes del acuerdo para que cumplieran con la promesa de levantar las sanciones. Sin embargo, al ceder a los incentivos perversos impuestos por la administración Trump, Irán proporcionó el pretexto perfecto para los halcones en Washington, quienes ya estaban buscando justificación para atacar a Irán bajo la misma doctrina de guerra preventiva que se utilizó para justificar la invasión de Irak en 2003. Pero Irán es un estado mucho más grande, cohesivo y capaz que lo que era Irak en aquel entonces. La guerra de Irak costó billones de dólares, miles de vidas estadounidenses y cientos de miles de vidas civiles. Desestabilizó el Medio Oriente, empoderó a Irán y exacerbó la amenaza terrorista de manera exponencial. Las estimaciones informadas sugieren que un conflicto con Irán sería entre 10 y 15 veces peor.

La postura belicista de la administración Trump fue más allá de las palabras. A medida que la tensión crecía, el Consejo de Seguridad Nacional, bajo el liderazgo de John Bolton, solicitó al Pentágono opciones militares para atacar a Irán, lo que sorprendió a muchos funcionarios de los departamentos de Estado y Defensa. Según un alto funcionario, "La gente estaba sorprendida. Era increíblemente irresponsable la manera en que hablaban de atacar a Irán." Aunque el Pentágono tiene opciones militares preparadas para prácticamente todos los países, tales solicitudes formales a menudo indican la intención de la Casa Blanca de considerar una acción militar. No estaba claro si Trump conocía la solicitud, pero el presidente dejó en claro en febrero de 2019 que Estados Unidos mantendría una presencia militar en Irak para "vigilar a Irán", una misión que no había sido explícitamente autorizada por el Congreso. En una entrevista, Trump afirmó: "Vamos a seguir observando y vamos a seguir viendo, y si hay problemas, si alguien está buscando desarrollar armas nucleares o hacer otras cosas, lo sabremos antes de que lo hagan."

La peligrosidad de esta retórica y las maniobras burocráticas se ilustraron de manera aún más escalofriante en un intercambio reportado entre los funcionarios de seguridad nacional en 2018. En una discusión sobre los buques de guerra estadounidenses en el Golfo Pérsico, Trump sugirió atacar y hundir los barcos iraníes que participaran en provocaciones en alta mar. Los funcionarios de la administración intentaron calmarlo, conscientes de lo peligrosa que sería esa escalada. A principios de 2019, Bolton dio otro paso audaz al declarar que "no tenemos dudas de que el liderazgo iraní sigue comprometido estratégicamente en alcanzar armas nucleares operativas", una afirmación que no tiene respaldo de evidencia y que contradecía directamente las evaluaciones de la comunidad de inteligencia estadounidense. Bolton es conocido por este tipo de tergiversaciones, según entrevistas con excolaboradores suyos, quienes afirman que Bolton suele manipular la información de inteligencia y "resiste cualquier aporte que no encaje con sus prejuicios".

Un paso más hacia el conflicto se dio cuando, en abril de 2019, la administración anunció que designaría a los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán como una organización terrorista extranjera, lo que marcó la primera vez que el gobierno de Estados Unidos designaba una rama de un gobierno extranjero como grupo terrorista. Este movimiento fue rechazado por altos funcionarios del Pentágono y la CIA, quienes advirtieron que podría generar represalias contra las fuerzas estadounidenses en la región y dañar las relaciones con los aliados de Estados Unidos sin causar el daño esperado a la economía iraní. Apenas unos días después, el senador Rand Paul preguntó al secretario de Estado, Mike Pompeo, durante una audiencia en el Congreso, si la administración consideraba que la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar de 2001, que autorizaba la acción militar contra los grupos terroristas responsables de los ataques del 11 de septiembre, podría utilizarse como base legal para atacar a Irán. Pompeo se negó a responder a la pregunta legal, pero afirmó que "no hay duda de que existe una conexión entre la República Islámica de Irán y al-Qaeda", una declaración que ampliaba aún más la interpretación de la administración sobre sus poderes para iniciar una guerra sin la aprobación explícita del Congreso.

En mayo de 2019, Bolton tomó decisiones que incrementaron aún más las tensiones con Irán, incluyendo la exageración de amenazas vagas basadas en inteligencia cruda (que más tarde fueron contradichas por otros funcionarios), presentando un despliegue de portaaviones en el Golfo Pérsico como una muestra de fuerza destinada a intimidar a Irán y evacuando al personal no esencial de la embajada estadounidense en Irak. La especulación sobre una acción militar inminente, alimentada deliberadamente por los halcones de la administración, llevó finalmente a Trump a declarar públicamente su oposición a un ataque militar contra Irán. No obstante, el riesgo de una escalada involuntaria permaneció latente.

Mientras tanto, en Siria, Trump adoptó un enfoque más agresivo que el de su predecesor, Obama, intensificando los ataques aéreos y brindando apoyo a fuerzas locales como las milicias kurdas para luchar contra los yihadistas. A pesar de que parecía contrario a la idea de mantener tropas sobre el terreno, Trump terminó aumentando la presencia militar en Siria, incluso después de que su intento de retirarse fuera frenado por la burocracia de seguridad nacional, que lo convenció de mantener una fuerza residual de hasta 1,000 soldados en el país. Esto significaba un compromiso militar indefinido en una región plagada de inestabilidad.

Es importante entender que las decisiones tomadas por la administración Trump no solo afectaron directamente a las relaciones con Irán, sino que también tuvieron un impacto profundo en la dinámica geopolítica global. La postura belicista y la tendencia a utilizar medidas unilaterales sin consultar a las instancias internacionales o al Congreso generaron una incertidumbre peligrosa, que aumentó el riesgo de guerra no solo en el Medio Oriente, sino en otras regiones del mundo. La presión constante sobre Irán y la amenaza implícita de acciones militares podrían haber llevado a un enfrentamiento directo, y los costos de tal conflicto habrían sido incalculables.

¿Por qué las generaciones jóvenes estadounidenses muestran un cambio en su actitud hacia el compromiso internacional?

El apoyo a la participación internacional en Estados Unidos ha evolucionado a lo largo del tiempo, influenciado por cambios demográficos, educativos e ideológicos. A pesar de que la sociedad estadounidense se ha vuelto más diversa racialmente, lo cual podría reducir el apoyo de los jóvenes a la interacción internacional, el incremento en el nivel educativo de las generaciones más jóvenes tiende a favorecer precisamente lo contrario. Los jóvenes actuales tienen mayores probabilidades de haber terminado la educación secundaria y haber cursado estudios universitarios que generaciones anteriores, un factor asociado con una mayor apertura hacia el compromiso internacional.

No obstante, el aspecto más determinante no es solo el nivel educativo, sino la orientación ideológica que ha ido transformándose con cada generación. El conservadurismo tradicionalmente se ha vinculado con un internacionalismo militante y un escepticismo hacia la cooperación global, mientras que el liberalismo suele favorecer la cooperación internacional y rechazar el uso de la fuerza militar. Desde la Segunda Guerra Mundial, cada generación estadounidense ha mostrado una inclinación progresiva hacia posturas más liberales en relación con la política exterior. Este fenómeno se observa claramente en la evolución de las autoidentificaciones políticas: mientras que en la Generación Silenciosa los conservadores superaban en número a los liberales en 24 puntos porcentuales, entre los Millennials la balanza se inclina ligeramente a favor de los liberales.

Además, esta inclinación no está estrictamente ligada a la afiliación partidaria. Tanto los Millennials republicanos como demócratas manifiestan menor interés en una participación activa en los asuntos internacionales en comparación con sus mayores dentro de los mismos partidos. Sin embargo, ambos grupos mantienen un apoyo considerable a la cooperación internacional y al libre comercio, evidenciando que los cambios ideológicos por sí solos no explican completamente esta transformación. El fenómeno de la socialización política, especialmente el concepto del “periodo crítico” propuesto por Karl Mannheim, aporta una explicación profunda: las experiencias y eventos significativos que marcan la juventud de una generación tienen un impacto duradero en sus actitudes hacia el mundo.

Las generaciones recientes han crecido en contextos marcados por cambios tecnológicos, políticos y sociales, crisis prolongadas, guerras fallidas y la globalización, en un entorno muy distinto al que enfrentaron sus antecesores. Los Millennials, por ejemplo, han vivido la Gran Recesión y las guerras prolongadas en Irak y Afganistán sin los beneficios inmediatos de estabilidad y hegemonía económica que disfrutó la generación anterior tras la Segunda Guerra Mundial. Esta realidad ha configurado una percepción crítica hacia el uso de la fuerza militar como herramienta eficaz para los intereses nacionales. Para ellos, el conflicto bélico ha resultado ser una estrategia poco efectiva y costosa, en contraste con la confianza mostrada por generaciones mayores que vivieron momentos de clara supremacía estadounidense.

Además, los jóvenes estadounidenses perciben el mundo como menos amenazante en términos de seguridad nacional. Las encuestas indican que los Millennials ven el terrorismo internacional, los ciberataques y otras amenazas como menos críticas que las generaciones mayores. Esta menor percepción de peligro contribuye a su preferencia por un compromiso internacional menos militarizado y más enfocado en la cooperación.

Es fundamental comprender que estas transformaciones no solo responden a cambios inmediatos, sino a un proceso acumulativo donde las experiencias vividas durante los años formativos moldean profundamente la visión que cada generación tiene del papel de Estados Unidos en el mundo. La combinación de una educación más amplia, una orientación ideológica liberal en aumento y un contexto histórico menos favorable al uso de la fuerza militar explica por qué los jóvenes actuales optan por un enfoque distinto hacia el compromiso internacional.

Además, es importante reconocer que esta evolución de las actitudes tiene consecuencias políticas significativas, afectando las decisiones de política exterior y la forma en que Estados Unidos se relaciona con el mundo. El cambio generacional sugiere una redefinición del concepto de liderazgo global, más orientada hacia la diplomacia, la cooperación multilateral y el manejo de amenazas transnacionales mediante mecanismos no militares.

En suma, para entender las nuevas tendencias en la política exterior estadounidense es indispensable considerar tanto el contexto socioeconómico y educativo, como el proceso de socialización política que influye en cada generación. Esto implica reconocer que las actitudes hacia la guerra, la cooperación y la globalización son dinámicas y reflejan una compleja interacción entre historia, ideología y experiencia personal.