A mediados de noviembre, una encuesta de Reuters/Ipsos reveló que la mitad de los votantes republicanos creían que Trump había "ganado legítimamente", mientras que solo un 29% pensaba que Biden era el verdadero vencedor. En una encuesta de la Universidad Monmouth, tres cuartas partes de los votantes de Trump afirmaban que Biden solo había ganado debido a un fraude. Los líderes conservadores abrazaron con fervor esta causa. Steve Bannon, por ejemplo, aseguró que las elecciones fueron un "fraude masivo" y difundió 451 teorías conspirativas. La campaña "Stop the Steal" creció rápidamente en las redes sociales. Los organizadores de uno de los grupos advertían: “Limpien sus armas”. FreedomWorks, el grupo conservador financiado por grandes donantes corporativos que había impulsado el movimiento Tea Party, patrocinó protestas contra los resultados electorales. A estos se unieron grupos de milicias de extrema derecha.
Las cadenas de noticias de extrema derecha, como Fox News, Breitbart, y One America News Network, cubrieron la falsa realidad de Trump como si fuera cierta, alimentando la histeria colectiva. Grupos conservadores influyentes y miembros del Council for National Policy planearon varios eventos de “Stop the Steal”, incluyendo una gran concentración en Washington el 6 de enero. Entre los organizadores de este rally se encontraba Women for America First, una organización financiada por Amy Kremer, exlíder del Tea Party Express. También participaron Turning Point Action, dirigido por Charlie Kirk, y Phyllis Schlafly Eagles, una de las organizaciones de derecha más influyentes. Trump había logrado transformar al Partido Republicano y a casi todo el movimiento conservador en una máquina robotizada para su cruzada autoritaria destinada a invalidar una elección legítima y aplastar la democracia. Tanto el partido como el movimiento existían únicamente para servir a Trump.
La devoción de los votantes republicanos a Trump estaba más allá de cualquier lógica. En diciembre, el fiscal general Bill Barr, hasta entonces defensor acérrimo de Trump, declaró públicamente que las afirmaciones de fraude electoral eran completamente falsas. Según Barr, no se había visto fraude en una escala que pudiera haber afectado el resultado de las elecciones. Sin embargo, su declaración no detuvo la marcha de la mentira de Trump ni persuadió a millones de estadounidenses de que habían sido engañados. Para los seguidores más fieles de Trump, nada podía socavar la palabra de su "Querido Líder".
El asalto de Trump a la democracia no se limitó a hablar de manera irracional y presentar demandas judiciales infundadas. También ejecutó maniobras astutas, algunas de las cuales podrían haber sido ilegales, para subvertir los resultados. Presionó a funcionarios republicanos de los estados clave para anular los resultados, pero estos resistieron. En una llamada con el secretario de Estado republicano de Georgia, Brad Raffensperger, Trump solicitó: “Solo quiero que encuentres 11,780 votos, uno más que lo que tenemos”. Raffensperger se negó. Los funcionarios del estado y los titulares de cargos del Partido Republicano que desafiaron los intentos de Trump recibieron amenazas de muerte de sus seguidores. Tras la dimisión de Barr, Trump presionó al Departamento de Justicia para que anunciara que los resultados de las elecciones eran fraudulentos, instando al fiscal general interino, Jeffrey Rosen, a declarar que las elecciones estaban corruptas. Rosen se negó, y los altos funcionarios del Departamento de Justicia amenazaron con renunciar masivamente cuando descubrieron que Trump planeaba reemplazar a Rosen con un leal que usaría el departamento para mantener a Trump en el poder.
El último intento de Trump para bloquear los resultados fue convencer al vicepresidente Mike Pence y a los leales en el Congreso de rechazar la certificación de los votos del Colegio Electoral el 6 de enero. Trump dijo a Pence: “Puedes pasar a la historia como un patriota o como un cobarde”. Pence rechazó la propuesta, lo que llevó a una movilización de extremistas que, impulsados por las mentiras de Trump, atacaron el Capitolio de Estados Unidos en un intento de invalidar los resultados electorales.
Sin embargo, Trump no fue la única causa del colapso democrático. Tampoco lo fue el Partido Republicano, ni el movimiento conservador, ni los medios de comunicación de derecha que difundieron su desinformación. El verdadero problema fueron los votantes republicanos: los millones de personas que aceptaron las afirmaciones falsas de Trump y que buscaban en él la "verdad". Los políticos republicanos se dedicaron a servir a Trump porque él tenía la lealtad de estos votantes. Trump había logrado ganarse a las masas republicanas. Sus prejuicios, mentiras y resentimientos se convirtieron en los de ellos. Su fervor fue la verdadera amenaza para la nación.
Existen vastos estudios académicos que exploran por qué los seres humanos creen en teorías de conspiración, se aferran a premisas falsas y son susceptibles al tribalismo, buscando la figura del autoritario como salvador. Muchas de las explicaciones se relacionan con cuestiones de identidad y estatus. Los movimientos de extrema derecha en Estados Unidos han surgido a raíz de cambios económicos y sociales que han desplazado a ciertos grupos de población de posiciones de dominancia, como lo señalaron Seymour Martin Lipset y Earl Raab hace medio siglo. La relación entre el resentimiento y la política, así como entre preocupaciones psicológicas e ideologías políticas, ha sido ampliamente debatida. En la era de Internet, los expertos también han discutido el papel de los medios de comunicación, las redes sociales y la desinformación en la construcción de una realidad paralela.
Sin embargo, para los políticos que buscan explotar y fomentar la irracionalidad, la ansiedad y el odio, las explicaciones teóricas son secundarias. Lo que importa es que la política del miedo y la irracionalidad puede funcionar, y con frecuencia lo hace. Muchos votantes son susceptibles a historias y mensajes que apelan a sus miedos, inseguridades, odios e ignorancia. Los republicanos lo han entendido desde hace tiempo. Desde el macartismo hasta la estrategia del Sur, pasando por el New Right y el Tea Party, el Partido Republicano ha alimentado la idea de que los estadounidenses estaban siendo víctimas de otros compatriotas. No solo explotaban las preocupaciones ya existentes, sino que también generaban nuevas ansiedades, creando una retroalimentación que fomentaba la animosidad y la desconfianza.
Esto ha sembrado extremismo y ha permitido que se capitalice sobre él. La ideología conservadora republicana, lejos de ser una respuesta a los problemas reales del país, ha alimentado un ciclo destructivo de radicalización y miedo, del cual la sociedad estadounidense todavía intenta recuperarse.
¿Cómo se manifiesta la paranoia política en los movimientos conservadores?
La convención del Partido Republicano de 1964, celebrada en San Francisco, fue un evento crucial para el futuro de la política estadounidense. Aquella noche, en el Cow Palace, el ambiente era tenso, cargado de una energía que iba más allá de la política convencional. Los seguidores de Barry Goldwater, fervientes conservadores, tenían claro que no permitirían que el establishment del Partido Republicano—representado por figuras como Nelson Rockefeller—les arrebatara el rumbo ideológico que deseaban seguir. Este choque no fue sólo político; también fue profundamente personal, pues la división entre los moderados y los extremistas de la derecha era cada vez más evidente.
Cuando Rockefeller subió al estrado para pronunciar su discurso, las emociones alcanzaron su punto álgido. Mientras se acercaba al escenario, los asistentes le lanzaron papeles. El senador Thurston Morton, presidente de la convención, sugirió que posponga su intervención por razones de seguridad, pero Rockefeller, visiblemente enfadado, respondió que si intentaban empujarlo nuevamente, los enfrentarían. La situación estaba lejos de ser una simple disputa política. Se trataba de una lucha por el control de la narrativa del Partido Republicano.
El discurso de Rockefeller comenzó con una crítica directa a los elementos extremistas dentro del partido, aquellos que apoyaban el antisemitismo, la violencia política y las teorías conspirativas, como las del "John Birch Society". Esta organización ultraconservadora había ganado terreno dentro del partido, y Rockefeller no dudó en señalar que su influencia era peligrosa tanto para la democracia como para la integridad del Partido Republicano. Sin embargo, su mensaje fue recibido con una cascada de abucheos. Los delegados de Goldwater no solo rechazaban sus palabras, sino que respondían con gritos y gestos agresivos. Era claro que la paranoia política había echado raíces profundas entre los seguidores del senador de Arizona. A pesar de las amenazas de violencia y los abucheos constantes, Rockefeller no cedió. Su objetivo era exponer la realidad de un partido que, para muchos, estaba comenzando a ser secuestrado por los radicales.
Más de tres décadas después, en enero de 2021, se repetiría una escena similar en los pasillos del poder estadounidense, pero con una diferencia notable: el objeto de la controversia ya no era simplemente una figura como Rockefeller, sino una presidencia completamente dominada por Donald Trump, un hombre que se había hecho famoso por promover teorías conspirativas y por avivar las llamas del extremismo. Trump, al igual que los radicales de 1964, se había ganado la devoción de un sector de la derecha política, pero lo había hecho alimentando la paranoia, la desinformación y el miedo.
El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 es un reflejo de cómo la política de la conspiración y el odio puede desencadenar consecuencias peligrosas para la democracia. En ese día, Trump, al igual que Rockefeller décadas antes, apelaba a las emociones de una multitud furiosa, alimentada por la desinformación y la retórica del miedo. Sin embargo, mientras que los seguidores de Rockefeller eran, en su mayoría, militantes de una ideología conservadora tradicional, los seguidores de Trump abarcaron un espectro mucho más amplio, que incluía desde supremacistas blancos y nacionalistas cristianos hasta seguidores del movimiento QAnon, que creían en teorías aún más delirantes.
Los elementos de este movimiento estaban impulsados no solo por una ideología de extrema derecha, sino por una visión apocalíptica del mundo, donde fuerzas malignas, como "pedófilos satanistas" controlaban el destino del planeta. Este tipo de teorías alimenta una paranoia que, al igual que en 1964, puede minar la integridad de un partido y de toda una nación. En el Capitolio, aquellos que se alineaban con Trump no solo estaban defendiendo su candidato, sino que luchaban por un mundo imaginario, donde las conspiraciones que él alimentaba se transformaban en verdades indiscutibles.
Es esencial comprender que, si bien las manifestaciones de este extremismo parecen ser una cuestión de actualidad, en realidad tienen raíces profundas que se remontan a la Guerra Fría y a las primeras manifestaciones de la derecha radical en los años 60. Las figuras como Goldwater y sus seguidores no eran simplemente defensores de una ideología conservadora, sino que representaban el germen de un movimiento que buscaba desafiar las estructuras tradicionales y, en muchos casos, incluso subvertirlas. Este proceso no es exclusivo de un momento histórico, sino que se ha ido transformando y adaptando a lo largo del tiempo, especialmente en tiempos de incertidumbre y crisis política.
El extremismo de derecha y la paranoia política no son fenómenos aislados. Son reflejos de momentos de tensión social y política, donde las elites tradicionales se sienten amenazadas por el ascenso de movimientos populares que parecen desafiar el orden establecido. Lo que comenzó como una lucha interna dentro del Partido Republicano en los años 60 se ha expandido a toda una nación, creando un terreno fértil para el radicalismo, el odio y la desinformación. Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos, sino que se puede observar en otras democracias contemporáneas, donde el populismo y la paranoia parecen ganar terreno.
Es crucial entender que, aunque el lenguaje y las tácticas cambian con el tiempo, la esencia de estos movimientos radica en una visión del mundo dividida entre el bien y el mal, donde aquellos que están "en el poder" son vistos como corruptos y los "pueblos" se sienten en lucha contra fuerzas oscuras que buscan destruirlos. En este contexto, la paranoia no es solo una reacción a una amenaza externa, sino también un medio para construir identidad, cohesión y un sentido de propósito en un mundo percibido como caótico y desordenado.

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