La era Trump no introdujo la corrupción en la política estadounidense; la convirtió en una estética, una metodología y un lenguaje compartido entre élites y seguidores. La comprensión de la corrupción en este contexto ya no se limita a la apropiación indebida de fondos o la violación de normas legales; se amplía hacia una esfera donde el poder se legitima a través de la transgresión misma, donde el quebrantamiento de reglas se convierte en signo de autenticidad y desafío heroico a un sistema supuestamente fallido. La corrupción se vuelve así una narrativa que habilita nuevas formas de pertenencia, de ciudadanía y de exclusión.

La política iliberal que caracterizó al gobierno de Donald Trump no puede desvincularse de las condiciones del capitalismo tardío. En este escenario, las prácticas corruptas no son accidentes ni desviaciones, sino expresiones funcionales de una lógica que premia la extracción, el abuso de poder y la destrucción de los mecanismos de rendición de cuentas. Lo que Trump encarna no es un colapso del orden democrático, sino su reconfiguración en una forma más explícitamente depredadora. Su atractivo radica, en parte, en la capacidad de articular una política de resentimiento que se presenta como una revancha contra las élites, al tiempo que reproduce y consolida su poder.

Varios capítulos del volumen analizan cómo la corrupción no solo se comete, sino que también se moviliza discursivamente: se acusa al oponente de corrupción para justificar la propia impunidad; se invoca la corrupción como un signo de decadencia moral ajena mientras se legitima la deslealtad institucional como patriotismo. Esta lógica discursiva produce un espacio donde el cinismo no es un defecto, sino una estrategia de supervivencia y acumulación política.

El vínculo entre corrupción e iliberalismo se manifiesta también en la retórica violenta y las políticas deliberadamente antidemocráticas que se intensificaron durante la administración Trump. La gestión de la pandemia de COVID-19 reveló cómo el sufrimiento humano puede ser instrumentalizado electoralmente, mientras que las acciones migratorias extralegales exponen una política biopolítica que clasifica vidas entre las dignas de protección y las destinadas al abandono o la crueldad sistemática. La corrupción se convierte así en una forma de gobernar que renuncia a los principios republicanos en favor de la excepción permanente.

Los autores del libro no solo documentan los excesos del trumpismo; sitúan estos fenómenos dentro de una genealogía más amplia de corrupción institucional en Estados Unidos, desafiando la noción de que Trump representa un “accidente” o una anomalía. Desde los escándalos sexuales y las operaciones inmobiliarias turbias hasta las dinámicas de blanqueamiento simbólico de sus actos más ilegales, emerge un patrón: una política del descaro que naturaliza el abuso como parte del juego.

La contribución de esta obra reside en su enfoque antropológico comparativo, que permite entender el trumpismo no solo como fenómeno local, sino como parte de una corriente global de resurgimiento iliberal. Las comparaciones con otros contextos internacionales revelan cómo el autoritarismo se adapta culturalmente, cómo la corrupción puede adquirir legitimidad social y cómo las democracias liberales pueden vaciarse desde adentro sin necesidad de golpes de Estado.

La corrupción, en este marco, deja de ser una categoría meramente legal o ética y se convierte en una herramienta para interpretar las disputas por la verdad, la pertenencia y la justicia. Exige una mirada que supere la denuncia y se adentre en las condiciones sociales, económicas y afectivas que la hacen posible y deseable para millones de personas.

El lector debe considerar que comprender la corrupción en este contexto no es simplemente identificar infracciones, sino captar el modo en que se articulan subjetividades políticas nuevas, relaciones de poder transformadas y una cultura cívica que ha dejado de creer en los ideales liberales del siglo XX. Importa también entender cómo el espectáculo de la transgresión se convierte en forma de representación, cómo el desprecio por la ley puede simbolizar una forma de sinceridad política, y cómo el malestar producido por el neoliberalismo se canaliza no hacia una transformación igualitaria, sino hacia un orden excluyente que encuentra en la corrupción su principio organizador.

¿Cómo operan los élites en la sombra y qué implicaciones tienen para la política global?

A lo largo de las últimas décadas, el comportamiento de las élites globales ha experimentado una transformación significativa. Las prácticas que alguna vez fueron consideradas traidoras o corruptas ahora se han convertido en métodos normales de operar para aquellos que poseen poder e influencia, especialmente cuando se trata de actores que actúan en nombre de intereses extranjeros. Uno de los rasgos más destacados de estos "élites en la sombra" es su capacidad para operar fuera del marco tradicional de la transparencia y la rendición de cuentas, a menudo sin ser detectados por el público general.

Un ejemplo claro de esta evolución se observa en el caso de Monitor Group, una firma de consultoría vinculada a la Escuela de Negocios de Harvard, que entre 2006 y 2008 fue contratada para llevar a cabo una campaña de relaciones públicas para el régimen libio de Muammar Gaddafi. La firma reunió a un grupo de académicos, políticos y figuras públicas influyentes, quienes, tras su visita a Libia, publicaron artículos de opinión en los medios que favorecían al régimen, sin revelar explícitamente el contexto en el que se habían generado esos textos. Esta práctica de manipulación mediática es una manifestación de cómo las élites en la sombra operan, ocultando sus patrocinadores y creando una fachada de legitimidad.

La flexibilidad es otro rasgo esencial de estas figuras poderosas. Los actores en la sombra son capaces de desempeñar múltiples roles profesionales de forma simultánea, lo que les permite actuar en varias esferas, aprovechando la información obtenida en un ámbito para influir en otros. Este tipo de flexibilidad también facilita la negación de responsabilidades. Un claro ejemplo de esto lo vemos en la carrera postretirement de generales y almirantes estadounidenses. Mientras que hace varias décadas los oficiales de alto rango dejaban la defensa una vez retirados, hoy muchos de ellos siguen involucrados en la industria de defensa, ejerciendo como asesores tanto para el gobierno como para empresas privadas. Este solapamiento de roles hace casi imposible discernir si sus consejos se basan en el interés nacional o en las prioridades de empresas privadas.

Un caso particularmente revelador de esta dinámica se encuentra en los expresidentes y exprimeros ministros del mundo libre, quienes, tras dejar el poder, han continuado sus carreras con una mezcla de intereses públicos, comerciales y filantrópicos. Tony Blair, ex primer ministro británico, por ejemplo, no solo fue enviado especial del Cuarteto para el proceso de paz en el Medio Oriente, sino que también asesoró a gigantes como JPMorgan Chase y Zurich International, mientras mantenía relaciones con gobiernos como el de Libia y Kazajistán. Esta mezcla de intereses planteó serias dudas sobre la neutralidad de Blair, cuestionando si sus acciones servían realmente al proceso de paz o si beneficiaban a actores privados. A pesar de las críticas, Blair pudo negar cualquier intento de lobby, alegando que sus actividades estaban separadas y no influenciaban sus funciones diplomáticas.

La creación de "vehículos de influencia", como fundaciones, ONGs y grupos de consultoría, es otra táctica común de estas élites. Estos vehículos les otorgan flexibilidad para operar dentro del sistema político, al mismo tiempo que les permiten escapar de la responsabilidad pública. Las fundaciones de figuras como los Clintons y Blair son ejemplos de cómo actores políticos pueden movilizar recursos y apoyo mientras mantienen una fachada de desinterés. Estas estructuras no solo facilitan la movilidad entre el sector público y privado, sino que también proporcionan una capa adicional de negabilidad. Las donaciones realizadas a estas fundaciones a menudo provienen de fuentes opacas, lo que permite a los beneficiarios negar cualquier influencia externa o conflicto de intereses. En el caso de Hillary Clinton, la Fundación Clinton recibió grandes sumas de dinero de regímenes con historiales de derechos humanos dudosos, lo que generó dudas sobre la imparcialidad de sus decisiones políticas, como en el caso de un acuerdo relacionado con la minería de uranio en los EE. UU.

Es importante destacar que este fenómeno no se limita a figuras políticas de izquierda o derecha, sino que es un comportamiento transversal. Por ejemplo, mientras que los críticos de Hillary Clinton utilizaron su propia red de vehículos de influencia, como el caso de Cambridge Analytica, figuras de la alt-right como Steve Bannon crearon el Government Accountability Institute (GAI), con el fin de movilizar la opinión pública y los medios de comunicación en contra de Clinton. Estos vehículos permiten a los actores políticos y económicos operar sin ser responsables ante las instituciones tradicionales de control, distorsionando las dinámicas democráticas y de poder.

Este panorama plantea un desafío fundamental para la política global moderna. La capacidad de estos actores de influir en el proceso político sin ser sujetos a la supervisión pública y sin asumir las consecuencias de sus acciones está socavando la confianza en las instituciones democráticas. Los sistemas de control tradicionales, como el registro de cabilderos o la transparencia en las donaciones, a menudo se ven sobrepasados por la complejidad de las redes de influencia que se extienden más allá de las fronteras nacionales y los marcos legislativos. Este es un tema crucial que debe ser abordado para garantizar que la política se mantenga al servicio del interés público y no de los intereses de una élite global que opera desde las sombras.

¿Cómo la corrupción y el nepotismo se fusionan con el poder en la administración Trump?

El auge de la corrupción y el nepotismo en la política estadounidense, especialmente durante la presidencia de Donald Trump, ha dejado una huella indeleble en la democracia del país. A través de prácticas que incluyen el nepotismo, la captura regulatoria, la corrupción flagrante y el uso del poder para fines privados, se ha logrado una fusión entre el poder estatal y privado. Un aspecto particularmente alarmante es el creciente número de "élites en las sombras" que operan entre bastidores, desafiando tanto las normas del mercado libre como las de un estado democrático. Estas dinámicas no solo reflejan una estrategia consciente para socavar el sistema, sino también la implementación de políticas que concentran el poder en manos del Ejecutivo, en detrimento de las instituciones democráticas.

Durante la administración Trump, la fusión entre el poder oficial y privado se dio de forma abierta y, en muchos casos, justificó su propio comportamiento. Trump convirtió su marca personal en un símbolo de poder, vinculando la presidencia de manera directa a sus negocios. Desde propiedades como hoteles, campos de golf y resorts hasta su propio club privado en Florida, Mar-a-Lago, cada uno de estos activos representa una vía indirecta para ejercer su poder presidencial. La presencia de su nombre en el mundo entero lo convierte en un centro de poder con un potencial claro de explotación, mientras que sus hijos, Ivanka, Donald Jr. y Eric, son piezas clave en este entramado de poder, siendo asesores tanto oficiales como no oficiales, involucrados activamente en los negocios familiares.

Uno de los ejemplos más notables de este comportamiento fue la designación de su hija Ivanka y su yerno Jared Kushner en roles clave dentro de la Casa Blanca, sin que tuvieran que desprenderse completamente de sus negocios personales. Ivanka, por ejemplo, recibió en un corto periodo más de una docena de marcas registradas en China, lo que generó controversias por la coincidencia con los esfuerzos de Trump para cambiar las políticas hacia las empresas chinas que se veían afectadas por las sanciones de EE. UU. Por su parte, Kushner no solo se benefició de negocios en todo el mundo, sino que también fue objeto de investigaciones por sus posibles vínculos con potencias extranjeras que buscaban influir en las decisiones políticas de EE. UU. Mediante esta fusión explícita de los negocios privados con el poder público, se socavaron las normas democráticas y las convenciones internacionales que regulan la conducta de los funcionarios públicos.

El nepotismo también alcanzó niveles sin precedentes. Si bien en la historia reciente de EE. UU. hubo ejemplos de nepotismo, como el caso de Robert Kennedy, quien fue Fiscal General bajo la presidencia de su hermano John F. Kennedy, o Hillary Clinton, quien encabezó la Fuerza de Tarea de Reforma Sanitaria Nacional bajo su esposo Bill Clinton, Trump llevó esta práctica mucho más lejos. En su administración, no solo ocupó cargos clave con miembros de su familia, sino que estos también estuvieron profundamente involucrados en sus empresas privadas, lo que generó una mezcla peligrosa entre los intereses personales y el poder público. Esta forma de gobernar subraya un principio fundamental de la democracia: el mérito. El nepotismo socava la meritocracia, uno de los pilares del sistema democrático estadounidense, y pone en peligro la integridad de las instituciones clave como la función pública.

Otro fenómeno relevante que se intensificó bajo la administración Trump fue la captura regulatoria, un fenómeno en el cual las agencias gubernamentales encargadas de regular sectores específicos son tomadas por intereses privados que moldean las leyes y regulaciones a su favor. Si bien la captura regulatoria no es un fenómeno nuevo, alcanzó niveles extremos durante la presidencia de Trump. Muchos de los nombramientos clave en su gabinete provenían de industrias que ellos mismos debían regular, lo que abrió la puerta para que las políticas públicas se diseñaran en beneficio de intereses privados. Aunque sus seguidores defendieron lo que consideraron un "gabinete de forasteros" debido a sus credenciales no adquiridas en la política tradicional, la mayoría de estos funcionarios eran, en realidad, integrantes de las mismas industrias que debían supervisar.

La relación de Trump con estos sectores empresariales refleja una tendencia más amplia en la que las políticas gubernamentales favorecen a las grandes corporaciones y contribuyentes a expensas del bien público. El fenómeno de la captura regulatoria se ha vuelto cada vez más audaz, con políticas que favorecen claramente a los intereses privados y que, en muchos casos, son completamente contrarias al interés común y al bienestar general de la población. Esta falta de transparencia y la erosión de las instituciones democráticas no solo afectan al sistema político interno de EE. UU., sino que también tienen repercusiones a nivel internacional.

Es importante entender que este tipo de comportamientos no son solo una consecuencia de las decisiones de una administración particular, sino que también son producto de una larga serie de precedentes que se arrastran a lo largo de los años, y que, en muchos casos, han sido respaldados por élites políticas y económicas que operan tanto en el ámbito local como global. El gobierno de Trump, al socavar la confianza en las instituciones, demuestra cómo la corrupción y el poder personal pueden trastocar profundamente el orden democrático, algo que debe ser reconocido y abordado en el contexto de los sistemas políticos contemporáneos.

¿Cómo se manipulan las vidas humanas en el cálculo económico durante una pandemia?

La gestión política de la pandemia de COVID-19 en Estados Unidos ha sido una lección brutal de cómo los gobiernos pueden, y a veces lo hacen, deshumanizar a la sociedad bajo la justificación de decisiones económicas. La administración Trump, desde un inicio, vio el valor de la vida humana no solo como un bien social, sino como una cifra manejable dentro de un cálculo de costos y beneficios. Esto no es solo un tema de economía, sino una cuestión profundamente política y ética. El cálculo de las muertes se convirtió en un instrumento para justificar políticas económicas, como si las vidas de los ciudadanos pudieran ser descartadas o preservadas según la conveniencia electoral y económica del momento.

La relación entre la salud pública y la economía no fue solo una cuestión de tomar decisiones sobre la gestión del virus; más bien, se trató de una estrategia consciente para separar el valor de la vida humana de la producción económica. La administración de Trump y sus aliados trazaron un paralelo entre la mortalidad y la vitalidad económica, creando una "doble contabilidad" donde las muertes podían ignorarse mientras la economía seguía funcionando, al menos en apariencia. Un ejemplo claro de esto fue la afirmación del presidente Trump de que su gestión "salvó vidas", al reducir el número de muertos a un nivel que estaba por debajo de las proyecciones iniciales de hasta 2.2 millones de personas. Esto, por supuesto, fue un uso selectivo de los números, una narrativa diseñada para preservar su imagen política.

A medida que el virus se expandió y las muertes comenzaron a acumularse, el enfoque cambió. Se empezó a sostener que los muertos no eran realmente "muertos", sino "no muertos", una categoría inventada para describir a aquellos que, según las predicciones del modelo del Imperial College, deberían haber muerto pero no lo hicieron. La manipulación de este concepto fue una herramienta clave para justificar que las muertes que ya se habían producido no fueran un reflejo de un fracaso en la política pública. Esta separación entre los muertos y los vivos permitió que se continuara con la narrativa de que las políticas económicas estaban funcionando, incluso si eso implicaba permitir que la pandemia siguiera su curso.

Los defensores de este enfoque, como el asesor médico Scott Atlas, promovieron lo que se conoció como "inmunidad colectiva" en lugar de mitigación, una política que no solo fue peligrosa, sino que reflejaba un desprecio fundamental por el valor de la vida humana. El gobierno intentó presentar su estrategia como exitosa, a pesar de las evidentes tragedias humanas, destacando la recuperación económica mientras minimizaba las pérdidas humanas.

El concepto de "corrupción contra la humanidad" puede entenderse en este contexto no como un acto criminal, sino como una forma de corrupción moral, donde las vidas humanas son sacrificadas en aras de intereses políticos y económicos. Esta idea no es nueva; filósofos como Slavoj Žižek han señalado cómo las políticas que parecen ser racionales desde un punto de vista económico pueden, en realidad, despojar a las vidas humanas de su valor intrínseco. Lo que vemos aquí es una inversión de lo que tradicionalmente se consideraría un valor humano fundamental: la vida, el bienestar y la dignidad, son tratados como elementos negociables dentro de un sistema que antepone el capital por encima del ser humano.

Esta doble contabilidad no es solo un juego de números, sino una forma de manipulación ideológica. Es una estrategia política que busca dividir y separar lo que, de otro modo, debería ser una preocupación colectiva: la salud y la vida de todos los ciudadanos. Al reducir la pandemia a una cuestión económica, se ignoró el hecho de que la sociedad es un tejido de relaciones humanas, donde las muertes no son solo cifras, sino tragedias personales que afectan a familias, comunidades y generaciones enteras. La administración convirtió la gestión de la pandemia en una cuestión de política electoral, donde la preservación de vidas humanas se subordinó al mantenimiento de la economía, y con ello, a la perpetuación del poder político.

Además, la influencia de los modelos matemáticos y las proyecciones epidemiológicas desempeñaron un papel fundamental en la manera en que se gestionó la pandemia. La administración utilizó estas proyecciones, como las de Imperial College, no solo para planificar una respuesta sanitaria, sino también para justificar decisiones políticas. La distorsión de estos datos, la elección de qué cifras presentar y cuál ignorar, fue una táctica para minimizar las consecuencias de la pandemia, al mismo tiempo que se construía una narrativa política favorable al gobierno.

Por último, es importante reflexionar sobre cómo esta manipulación de la realidad no solo afectó la política interna de un país, sino que también tuvo repercusiones globales. La crisis sanitaria, al ser tratada como una cuestión de números, reflejó una tendencia más amplia en las democracias contemporáneas: la deshumanización a través de la política económica. Esta forma de "desvincular" la política de la responsabilidad humana tiene implicaciones más profundas, que van más allá de una administración específica o de una crisis puntual.

¿Cómo la vulnerabilidad humana se negocia en la política contemporánea?

La vulnerabilidad humana, entendida como una característica inherente a la condición social del ser humano, ha sido un tema recurrente en las ciencias sociales. En los últimos años, y especialmente en el contexto de la pandemia del COVID-19, este concepto ha adquirido una dimensión política relevante. La respuesta de los gobiernos, particularmente en los Estados Unidos, ante la crisis sanitaria mundial puso en evidencia cómo la vulnerabilidad de los individuos, y de determinados grupos sociales, es tratada como un costo económico que se puede negociar, minimizar o incluso ignorar.

En el discurso político que se desplegó durante la administración de Donald Trump, la vulnerabilidad humana fue reducida a un tema de manejo económico, donde las muertes evitables y la exposición al riesgo sanitario fueron vistas no como tragedias humanas, sino como variables recuperables en un modelo de costos-beneficios. Las declaraciones del presidente sobre la supuesta inmunidad de ciertas poblaciones frente al COVID-19 y su retórica de que la pandemia sería menos letal que la gripe para “la mayoría de las personas” son ejemplos claros de cómo la vulnerabilidad se convirtió en un objeto de manipulación discursiva, más que en un tema de protección social. Esta actitud no es aislada, sino que sigue una tradición de minimización de los derechos sociales, en la cual la vida humana se ha convertido en una mercancía, y las decisiones políticas que afectan la vida de millones de personas son tomadas bajo parámetros exclusivamente económicos.

Es esencial entender que este tipo de discurso no surge de manera espontánea ni de forma única en el contexto estadounidense. En diversos momentos históricos, y a través de distintos regímenes, las nociones de vulnerabilidad y responsabilidad han sido utilizadas para justificar políticas públicas que no sólo desprotegen a los más vulnerables, sino que incluso refuerzan las desigualdades estructurales. En 1996, la reforma del bienestar social en EE.UU. es un ejemplo emblemático de cómo se construyó un discurso de “cultura de la dependencia” que, bajo el pretexto de la autonomía individual, perpetuó una visión racista y clasista de los beneficiarios del sistema de bienestar.

La crítica antropológica a esta visión, que afirma que la vida humana es intrínsecamente social, propone un marco ético y moral para evaluar las consecuencias de la negociación de la vulnerabilidad. Los estudios muestran que las políticas que marginan a los sectores más afectados por la desigualdad, como las comunidades negras, latinas y las clases trabajadoras, no sólo son ineficaces, sino que perpetúan un ciclo de exclusión y sufrimiento social que tiene un impacto devastador a nivel colectivo. La vulnerabilidad, lejos de ser un tema accesorio o secundario, se convierte en el eje central de una disputa por la justicia social.

El rol de la antropología en este contexto es fundamental, pues ofrece una perspectiva crítica para entender cómo las sociedades negocian la vida humana. No se trata únicamente de una cuestión de política económica, sino de un problema profundamente ético que pone en juego la dignidad humana. Cuando las vidas de los más vulnerables son vistas como un costo a asumir en nombre de la economía o de la eficiencia política, se está negando la interconexión que define nuestra humanidad. La antropología, en su dimensión más ética, puede ofrecer una herramienta poderosa para visibilizar estas dinámicas y hacer frente a la naturalización de la desigualdad.

El desafío de la política contemporánea, especialmente en tiempos de crisis, no es simplemente gestionar los recursos de manera eficiente, sino garantizar que las vidas humanas no sean tratadas como meros números. Es urgente que las sociedades reconozcan que la vulnerabilidad humana no puede ser instrumentalizada ni reducida a un intercambio económico. Es un recordatorio de que el valor de una vida no se mide por su productividad ni por su capacidad de generar ganancias, sino por su intrínseca dignidad.

La pandemia del COVID-19 ha demostrado que la salud, la seguridad y el bienestar no son aspectos que puedan ser negociados según los intereses políticos del momento. A largo plazo, el cuidado y la atención a la vulnerabilidad de los más desfavorecidos son fundamentales no sólo para una sociedad más justa, sino para una política que aspire a la verdadera democracia.