Entre octubre de 2017 y mediados de noviembre del mismo año, la frecuencia de las mentiras pronunciadas por el entonces presidente Donald Trump alcanzó un ritmo de aproximadamente nueve mentiras por día. Estas mentiras, más difíciles de categorizar en comparación con las de otras personas en estudios anteriores, parecían tener múltiples propósitos, a menudo sirviendo a varios intereses al mismo tiempo. De hecho, el 24% de las mentiras de Trump se clasificaron en varias categorías. Un 65% de sus mentiras eran egoístas, un porcentaje mucho mayor que el de los estudiantes o miembros de la comunidad en estudios previos. Un 10% de sus mentiras fueron catalogadas como "amables", una cifra considerablemente menor que la de otros grupos, pero lo que más llamó la atención fue que el 50% de sus mentiras caían en la categoría de "maliciosas". Este patrón contrastaba significativamente con los resultados obtenidos en otros estudios previos sobre las mentiras en diferentes contextos.
Las mentiras se han convertido en un tema central dentro del discurso público estadounidense, especialmente después de que se reconociera su impacto durante las elecciones presidenciales de 2016. La avalancha de mentiras provenientes de la Casa Blanca, liderada por el propio Trump, incrementó el interés en el estudio de los "hechos falsos", las "noticias falsas" y otras formas de desinformación. Este fenómeno ha atraído la atención de diversos campos académicos: estudios de comunicación, economía, folclor, filosofía, ciencias políticas, psicología social y sociología, entre otros.
Este contexto ha dado lugar a un campo académico que no solo se interesa por la desinformación actual, sino también por el estudio histórico de las mentiras en la vida pública estadounidense. De hecho, mentir ha sido una constante en la historia política de Estados Unidos. Los mentirosos de la historia de la nación no solo han buscado obtener ventajas personales, sino que también han manipulado la opinión pública para consolidar poder, desinformar a la población y cambiar el curso de los eventos históricos.
En este campo de estudio, se utilizan una serie de términos relacionados con la mentira y la falsedad, como "desinformación", "rumores", "noticias falsas", "leyendas urbanas" y "falsedades", entre otros. Según el diccionario Webster en línea, una mentira se define como "una falsedad dicha o actuada con el propósito de engañar; una violación intencional de la verdad". Esto establece una distinción importante entre una mentira completa, que distorsiona totalmente la verdad, y aquellos casos en los que la información puede contener elementos verídicos, pero no es completamente exacta.
La desinformación, por ejemplo, se refiere a información falsa que se difunde con el conocimiento de que es falsa, mientras que la "información incorrecta" hace referencia a aquello que puede ser falso, pero que no se difundió intencionadamente para engañar. Sin embargo, las intenciones detrás de las mentiras pueden variar. A veces, la mentira se utiliza para distorsionar hechos y ganar alguna ventaja, como es el caso de las "mentiras blancas" en las interacciones sociales cotidianas. Otras veces, se exageran detalles con fines retóricos o para entretener, como en los "relatos exagerados".
El fenómeno de los rumores, por su parte, se refiere a historias o declaraciones cuyo origen es incierto, y cuya verdad es desconocida. Estos rumores pueden ser ciertos o completamente falsos, pero su naturaleza es siempre incierta, lo que les otorga una capacidad para moverse rápidamente y contagiarse en la sociedad. A diferencia de los rumores, los mitos son creencias más establecidas que tienden a permanecer en la cultura popular durante largos períodos. Los mitos explican fenómenos misteriosos o históricos y a menudo están vinculados a una visión colectiva del mundo. En este sentido, las leyendas urbanas, una categoría de mito moderno, constituyen relatos recientes que pueden parecer verídicos, pero que, al mismo tiempo, alimentan el temor o las preocupaciones de la sociedad. Estas leyendas reflejan miedos colectivos y sirven como advertencias frente a comportamientos riesgosos o situaciones amenazantes.
Desde tiempos antiguos, los gobiernos han utilizado la propaganda y la desinformación para moldear la opinión pública y alcanzar objetivos políticos. La manipulación de la verdad no es un fenómeno nuevo, sino que ha sido una constante en la historia, sobre todo en contextos de guerra, crisis política o social. La desinformación, como concepto, fue popularizada en el siglo XX por el régimen soviético de Stalin, quien utilizó tácticas de desinformación organizadas por la KGB para influir en la percepción pública tanto dentro de la URSS como en el exterior. En la actualidad, el término "desinformación" se ha vuelto comúnmente asociado con las estrategias de manipulación informativa utilizadas en la política internacional, como las campañas de desinformación observadas en las administraciones estadounidenses durante las décadas de 1980 y 1990.
Es importante entender que las mentiras, las noticias falsas y las leyendas urbanas, aunque pueden ser percibidas como fenómenos actuales, tienen raíces profundas en la historia humana. En la sociedad contemporánea, estos mecanismos de engaño no solo se limitan a los políticos o a las grandes figuras públicas. Las redes sociales y los medios de comunicación han amplificado el impacto de estas falsedades, permitiendo que las mentiras se difundan rápidamente y se enraícen en la conciencia colectiva. La velocidad de propagación y la falta de una verificación inmediata contribuyen a que las mentiras, tanto grandes como pequeñas, continúen siendo una herramienta poderosa de influencia social y política.
¿Cómo la industria tabacalera moldeó la percepción pública a través de la desinformación?
Durante varias décadas, la industria tabacalera utilizó tácticas de desinformación y manipulación científica para proteger sus intereses, contrarrestando la evidencia creciente sobre los efectos perjudiciales del tabaco. A pesar de las pruebas científicas que vinculaban el consumo de cigarrillos con enfermedades como el cáncer de pulmón, la industria dedicó enormes esfuerzos a sembrar dudas y desacreditar a los científicos que advertían sobre los peligros del tabaco. Esta estrategia no solo influyó en la política pública, sino que también afectó la percepción de la población, retrasando las regulaciones que podrían haber salvado millones de vidas.
Desde finales de la década de 1950 hasta principios de los años 90, la industria tabacalera desplegó una campaña masiva de desinformación. Los responsables de esta estrategia, como los miembros del Comité de Investigación de la Industria Tabacalera, emitieron declaraciones que cuestionaban la relación entre el tabaco y el cáncer. Un ejemplo claro de esta estrategia es la declaración realizada en 1954, cuando el presidente de la industria afirmó que “no existe evidencia científica concluyente de un vínculo entre fumar y el cáncer”. A pesar de que la evidencia científica en contra del tabaco se acumulaba rápidamente, la industria seguía defendiendo la postura de la duda y la incertidumbre, utilizando un lenguaje ambiguo para evitar admitir la relación directa entre fumar y la enfermedad.
El papel de los expertos contratados por la industria fue crucial. Estos expertos, en muchos casos, no eran científicos independientes, sino profesionales vinculados directamente a los intereses del tabaco. Su tarea consistía en sembrar la duda, minimizando la gravedad de los estudios científicos que implicaban al tabaco en enfermedades como el cáncer de pulmón y las enfermedades cardiovasculares. Incluso cuando la evidencia científica sobre los efectos del tabaco era irrefutable, la industria siguió insistiendo en que no existía consenso científico y que el vínculo entre fumar y la enfermedad no estaba probado de manera concluyente.
A medida que la información científica sobre los peligros del tabaco se volvía más sólida, la industria tuvo que adaptarse. En lugar de negar la relación entre fumar y la salud, comenzó a modificar su mensaje. Por ejemplo, en la década de 1970, la industria reconoció que el humo del cigarrillo era perjudicial, pero continuó utilizando un lenguaje que minimizaba los riesgos. En 1969, el presidente del Comité de Investigación declaró que la introducción de aire contaminado, incluyendo el humo de los cigarrillos, era “perjudicial para la salud”, pero añadía que “no creo que la gente realmente sepa si fumar es dañino”. Esta táctica de relativizar la evidencia científica fue clave para mantener su base de clientes, especialmente entre los jóvenes.
La industria no solo luchaba en el ámbito científico, sino también en el judicial. Los juicios relacionados con el tabaco comenzaron a multiplicarse a medida que más personas demandaban a los fabricantes por los daños causados por el consumo de cigarrillos. Sin embargo, la industria, gracias a su inmenso poder financiero, logró ganar la mayoría de estos casos, o al menos retrasarlos considerablemente. La estrategia legal consistía en sembrar dudas sobre la certeza de la ciencia, argumentando que no existía “prueba concluyente” de que los cigarrillos causaran cáncer. Incluso cuando la evidencia parecía abrumadora, los abogados de la industria defendían que no se podía probar de manera definitiva que fumar causara enfermedades graves.
Con el tiempo, el mercado de fumadores comenzó a disminuir, especialmente después de que el gobierno de Estados Unidos tomara medidas más drásticas contra el tabaco. Sin embargo, la industria no se quedó de brazos cruzados. Para compensar la disminución de fumadores adultos, la industria centró sus esfuerzos en atraer a nuevos consumidores, particularmente a los jóvenes. Las campañas publicitarias se adaptaron a nuevas formas de comunicación, como la televisión y, más tarde, las redes sociales, siguiendo un patrón de promoción que había sido exitoso durante décadas. A pesar de los esfuerzos por mantener la base de fumadores, los resultados fueron cada vez menos efectivos. En 1993, un tercio de los estudiantes de secundaria fumaban, pero solo el 25% de los adultos. Sin embargo, para 2014, solo el 15.7% de los adolescentes eran fumadores, mientras que el porcentaje de adultos fumadores era un poco mayor, del 17.8%.
La industria tabacalera, a lo largo de su historia, ha utilizado una combinación de tácticas de desinformación, manipulación científica, presión política y campañas publicitarias agresivas para mantener su mercado. Aunque la prevalencia del tabaquismo ha disminuido considerablemente en las últimas décadas, las tácticas de la industria siguen siendo relevantes, especialmente con la aparición de nuevos productos, como los cigarrillos electrónicos, que continúan siendo objeto de controversia y debate.
Es fundamental entender que el éxito de la industria tabacalera no solo radicó en su capacidad para manipular la información científica, sino también en su habilidad para adaptarse y reaccionar ante nuevos desafíos. La industria sabía que, mientras pudiera sembrar dudas sobre los riesgos del tabaco, podría seguir operando sin restricciones significativas, retrasando las políticas públicas que podrían haber mitigado el daño causado por el tabaco.
¿Cómo la desinformación afecta la verdad en la sociedad moderna?
La desinformación ha sido una constante a lo largo de la historia, pero su alcance y poder han crecido exponencialmente con la llegada de las tecnologías modernas y las plataformas de comunicación digital. La posibilidad de difundir información, ya sea cierta o falsa, a una escala global ha transformado la forma en que percibimos la verdad, la autoridad y, en última instancia, la realidad misma. Para comprender esta transformación, es crucial analizar los mecanismos detrás de la creación y propagación de la desinformación, así como sus impactos tanto en la política como en las creencias colectivas.
Desde los primeros momentos de la era de la información, las herramientas de comunicación se han usado no solo para informar, sino también para manipular. A lo largo del siglo XX, conceptos como la propaganda y la manipulación mediática fueron esenciales para los gobiernos y otros actores de poder. Sin embargo, con el auge de internet y las redes sociales, la diseminación de información falsa se ha vuelto mucho más accesible y veloz, lo que ha incrementado la influencia de la desinformación en las decisiones individuales y colectivas.
Un factor determinante en este proceso es el concepto de "postverdad", un término que refleja cómo las emociones y creencias personales pueden ser más influyentes que los hechos objetivos a la hora de formar opiniones. La desinformación se aprovecha de este fenómeno, ya que las personas tienden a aceptar más fácilmente aquello que valida sus puntos de vista preexistentes. En este contexto, la información es seleccionada y presentada no por su veracidad, sino por su capacidad de generar resonancia emocional. La construcción de la verdad se vuelve entonces un proceso subjetivo, y la objetividad pierde terreno frente a las interpretaciones personales.
Filosóficamente, figuras como Nietzsche han planteado que no existen hechos puros e incuestionables, sino solo interpretaciones. Según este enfoque, la verdad no es algo dado, sino algo que se construye en función de contextos históricos, sociales y culturales. En este sentido, la desinformación no es solo un fenómeno de manipulación política o económica, sino un reflejo de cómo la "verdad" misma se ha convertido en un campo de batalla ideológico.
El sociólogo Émile Durkheim, en su análisis de la sociedad, nos invita a reflexionar sobre cómo las creencias y los conocimientos no solo son el resultado de hechos objetivos, sino que están moldeados por las estructuras sociales y las interacciones colectivas. La información que circula en una sociedad, ya sea cierta o falsa, se articula dentro de una red de significados compartidos, lo que puede hacer que las mentiras más convincentes sean aquellas que parecen encajar perfectamente con las narrativas predominantes.
La capacidad de las redes sociales de amplificar la desinformación ha generado nuevas dinámicas de poder. Plataformas como Facebook, Twitter e Instagram permiten a los usuarios no solo consumir contenido, sino también producirlo y distribuirlo a una velocidad sin precedentes. Este ecosistema digital no solo facilita la creación de "noticias falsas", sino que también promueve la polarización y la creación de cámaras de eco, donde los individuos se rodean solo de aquellos puntos de vista que refuerzan sus propias creencias. Este fenómeno contribuye a la fragmentación de la sociedad y a la erosión de una base común de hechos verificables.
Además, el impacto de la desinformación en la política no puede subestimarse. En campañas electorales y en la arena política, los actores con mayores recursos pueden crear narrativas que manipulan la percepción pública, no solo mediante la repetición de mentiras, sino también a través de la omisión selectiva de hechos o la reinterpretación de eventos históricos. Esto no solo afecta la democracia, sino que también altera nuestra capacidad para tomar decisiones informadas. El conocimiento genuino es reemplazado por la construcción de relatos que buscan influir en las emociones y no en la razón.
La influencia de la desinformación se extiende también a las creencias religiosas y filosóficas, donde las ideologías pueden ser moldeadas y distorsionadas para manipular a las masas. La religión, la moral y la ética, conceptos que históricamente han sido pilares de la sociedad, ahora se ven amenazados por narrativas construidas para incidir en las emociones humanas más profundas y menos racionales.
Es esencial reconocer que la desinformación no solo afecta a aquellos que son víctimas directas de las mentiras, sino también a la sociedad en su conjunto. La erosión de la confianza en las instituciones y los medios de comunicación puede tener consecuencias devastadoras a largo plazo, ya que la verdad objetiva se vuelve cada vez más difícil de alcanzar. En este sentido, no se trata solo de discernir qué es falso y qué es verdadero, sino también de comprender cómo los mecanismos de la desinformación alteran nuestra percepción de la realidad.
Es fundamental, entonces, que los individuos desarrollen habilidades críticas para evaluar la información que consumen, cuestionando no solo los hechos, sino también las fuentes, los intereses detrás de las narrativas y los contextos en los que se presentan. La alfabetización mediática y la capacidad de discernir la verdad en medio de la confusión son habilidades esenciales en un mundo donde la línea entre la verdad y la mentira se ha vuelto cada vez más difusa. El pensamiento crítico, la verificación de hechos y la reflexión profunda sobre las fuentes de información son herramientas necesarias para navegar en este entorno de desinformación y manipulación.
¿Por qué persiste la creencia en una conspiración en torno al asesinato de Kennedy?
El asesinato de John F. Kennedy sigue siendo uno de los eventos más trascendentales en la historia moderna de Estados Unidos. A pesar de las conclusiones de la Comisión Warren, que declaró que Lee Harvey Oswald actuó solo, una gran parte de la población estadounidense ha mantenido la creencia de que la muerte de Kennedy fue parte de una conspiración más amplia. Esta percepción de encubrimiento ha sido alimentada por una combinación de factores: la controversia sobre las pruebas, las dudas sobre la investigación oficial, y la propagación de teorías alternativas a través de los medios y la cultura popular.
Desde que se produjo el asesinato en 1963, muchos han cuestionado la oficialidad del informe presentado por la Comisión Warren. A lo largo de los años, han surgido diversos estudios y teorías que sugieren que otros actores, como la mafia, agencias gubernamentales, o incluso el mismo entorno político de la administración de Lyndon B. Johnson, pudieron haber tenido algún tipo de implicación en el crimen. La pregunta sobre por qué un evento tan significativo dejó tantas sombras de duda sigue siendo central en el discurso público.
Uno de los factores más relevantes es el hecho de que la población estadounidense ha estado históricamente dispuesta a creer en teorías de conspiración. Según encuestas de Gallup, un gran número de personas sigue creyendo que hubo un encubrimiento de los hechos. En 2003, por ejemplo, una encuesta indicó que la mayoría de los estadounidenses consideraban que el asesinato de Kennedy había sido parte de una conspiración, y las teorías en torno a las mafias, la CIA o el gobierno federal encabezaban las listas de posibles culpables.
En las décadas posteriores al asesinato, la proliferación de libros, documentales y artículos ha mantenido viva la discusión. Desde obras como Reclaiming History de Vincent Bugliosi, que defiende la tesis de la culpabilidad de Oswald, hasta Crossfire de Jim Marrs, que argumenta que Kennedy fue asesinado en un complot que involucraba a varias fuerzas poderosas, el debate sigue siendo fértil. Estas obras no solo han popularizado las teorías, sino que también han influido en la percepción pública, alimentando un ciclo de desconfianza hacia las autoridades.
El caso es complejo, porque las evidencias disponibles han sido objeto de controversia durante más de medio siglo. Los testimonios de personas que estuvieron cerca de Oswald, como aquellos que escucharon sus últimas palabras, “me han puesto el papel de chivo expiatorio” (patsy), sugieren que el mismo Oswald se consideraba víctima de un complot. A esto se suman las inconsistencias en los informes y los testimonios de testigos oculares que afirman haber escuchado disparos provenientes de diferentes direcciones. Para algunos, estas irregularidades no son simples fallos en la investigación, sino pruebas de que algo más estuvo en juego.
Además, el propio ambiente político de la época, caracterizado por tensiones internas y externas, contribuye a la multiplicidad de teorías. La Guerra Fría, la creciente influencia de la CIA en la política interna, y la relación ambigua entre el gobierno de Estados Unidos y la mafia crean un caldo de cultivo perfecto para la especulación. La figura de Kennedy, en especial por su imagen de líder carismático y reformista, agrega una dimensión emocional a las teorías. Su muerte prematura ha sido vista por muchos como el fin de una era de esperanza y cambio, lo que hace aún más atractivo buscar una explicación alternativa a la versión oficial.
A lo largo de los años, una serie de hechos y publicaciones también han alentado a los escépticos. Por ejemplo, investigaciones posteriores revelaron que la propia FBI, bajo la dirección de J. Edgar Hoover, había encubierto elementos clave de la investigación. También se sabe que muchos archivos relacionados con el caso estuvieron clasificados durante décadas, lo que contribuyó a la percepción de que el gobierno estaba ocultando información crucial. Estas medidas solo han intensificado la sospecha de que la verdad sobre el asesinato de Kennedy nunca ha sido completamente revelada.
Es importante recordar que la perpetuación de estas teorías no solo está relacionada con una falta de confianza en las instituciones, sino también con la manera en que los seres humanos procesan y comprenden eventos traumáticos. El asesinato de Kennedy, siendo un evento tan impactante, no solo alteró la historia de Estados Unidos, sino también la forma en que las personas interpretan los hechos históricos. Las teorías conspirativas, de alguna manera, permiten lidiar con la incertidumbre y el miedo que surge de no entender completamente lo que sucedió.
Además de las teorías populares, es crucial comprender cómo los medios de comunicación, desde la televisión hasta Internet, han jugado un papel fundamental en la creación y difusión de estas ideas. Desde los primeros reportes de la tragedia hasta las series de televisión actuales que exploran la vida y la muerte de Kennedy, la cultura mediática ha mantenido el misterio y la fascinación en torno al asesinato. La narrativa que rodea a Kennedy no solo se ha alimentado de la política, sino también de un mito que sigue vigente medio siglo después de su muerte.
Es fundamental, por tanto, que el lector considere las complejidades de las fuentes históricas. Las teorías no surgen de la nada; se nutren de elementos reales, dudas legítimas y un contexto histórico cargado de tensiones. Las investigaciones históricas también deben ser leídas con escepticismo y una mente abierta, conscientes de que la historia no siempre ofrece respuestas definitivas, y que lo que parece cierto puede ser una construcción influenciada por intereses y circunstancias.
¿Cómo la desinformación ha influido en las elecciones presidenciales? El caso de 1828
La política estadounidense ha sido, a lo largo de su historia, un terreno propenso a la exaltación emocional y al uso estratégico de la información. Como señaló el historiador Richard Hofstadter, a lo largo de los siglos, los políticos han tenido una manera de tratar con la información y las ideas que tiende a ser negativa, ya que sus discursos "tienen mayor afinidad con malas causas que con las buenas". Este estilo, que él calificaba de paranoia, ha sido recurrente en el ámbito político, usado tanto para causas buenas como malas. En ese contexto, la verdad se ha convertido en una herramienta maleable, un arma utilizada de forma estratégica para movilizar a la opinión pública, mientras que los hechos a menudo se distorsionaban para servir a fines políticos.
A lo largo de la historia electoral de Estados Unidos, más de cincuenta elecciones presidenciales han mostrado una retórica intensa, exagerada, e incluso distorsionada, sobre los candidatos rivales. La manipulación de los hechos, la creación de mitos y las teorías de conspiración han sido una constante. La forma en que los políticos han utilizado la información en sus campañas no solo busca convencer a los votantes de sus propios méritos, sino también desacreditar a sus oponentes mediante la creación de una imagen distorsionada de ellos. Este fenómeno, que se ha mantenido a lo largo de los siglos, se convierte en un aspecto crucial de la comunicación política, especialmente en el contexto de las elecciones presidenciales.
Uno de los ejemplos más emblemáticos de este fenómeno se encuentra en la elección presidencial de 1828, considerada una de las más escandalosas y llenas de desinformación en la historia de Estados Unidos. En esta campaña, las acusaciones falsas y las difamaciones fueron utilizadas de manera descarada, presentándose como hechos indiscutibles. A pesar de que el uso de la desinformación ha fluctuado a lo largo del tiempo, el comportamiento de los políticos no ha cambiado sustancialmente; solo ha evolucionado para adaptarse al estilo de comunicación política de cada época. La elección de 1828 puede parecer sorprendentemente familiar para quienes hayan observado la campaña de 2016, donde el uso de hechos falsos y acusaciones fue igualmente frecuente y audaz.
En el contexto de estas campañas, el objetivo primordial de los políticos es persuadir a los votantes de que comparten sus puntos de vista sobre los temas del momento y que son los más capacitados para alcanzar los objetivos políticos que se proponen. Sin embargo, el discurso político de las campañas presidenciales no solo se centra en las propuestas y promesas, sino también en la creación de una imagen negativa del adversario. Los ataques personales, la difusión de rumores y la distorsión de los hechos se han convertido en estrategias habituales, como lo demuestra la elección de 1828, donde, por ejemplo, se acusó a la esposa de un candidato de cometer adulterio o se cuestionó la fidelidad de un candidato a su país.
Este tipo de comportamiento no es exclusivo de los tiempos recientes. Aunque las campañas presidenciales modernas, como la de 2016, se han caracterizado por un estilo más extremo de desinformación, no son un fenómeno nuevo. En los periodos previos, especialmente en el siglo XIX y antes de la Guerra Civil, las campañas eran igualmente intensas y agresivas en su uso de la desinformación. Sin embargo, el cambio de estilo y forma de comunicación a lo largo de los siglos ha mostrado cómo el uso de la desinformación se adapta a los medios de comunicación y la cultura política de cada época.
Un aspecto relevante que los científicos políticos nos enseñan sobre la propagación de hechos falsos es que las personas, a menudo, prefieren aceptar aquellos hechos que refuerzan sus creencias preexistentes. Según Murray Edelman, los hechos que causan ansiedad o que son difíciles de aceptar suelen ser modificados o reinterpretados para que se ajusten a la visión del mundo de cada individuo. Este proceso de "reconstrucción lingüística de los hechos" permite a las personas aceptar o rechazar ciertos hechos según lo que ya creen, sin necesidad de que esos hechos sean comprobados o verificados.
Además, los avances tecnológicos y el auge de las redes sociales han complicado aún más este panorama. La facilidad para difundir información a través de plataformas digitales, sin una verificación adecuada, ha permitido que tanto hechos verídicos como falsos se propaguen rápidamente y sean aceptados por grandes masas de personas. La falta de capacitación en el análisis crítico de la información, tanto en estudiantes como en adultos, hace que la desinformación sea aún más peligrosa, pues las personas tienden a creer en lo que ya conocen o en lo que confirma sus prejuicios.
Es crucial entender que la desinformación en las elecciones no solo se refiere a la falsedad de los hechos presentados, sino también a la manera en que se manipulan las emociones de los votantes. Las campañas políticas han recurrido, y siguen recurriendo, a tácticas que apelan a los miedos, las inseguridades y los prejuicios de la gente. De este modo, la desinformación no solo afecta la comprensión de los hechos, sino que también juega un papel fundamental en la construcción de las identidades políticas y sociales.
En este sentido, es importante destacar que la política y la comunicación política no pueden entenderse sin reconocer el poder de los medios y la información. La forma en que los hechos se presentan, se distorsionan o se omiten es un factor decisivo en la configuración de las elecciones presidenciales y, en última instancia, en la formación de la opinión pública. En este escenario, los votantes deben desarrollar una conciencia crítica sobre las fuentes de información y aprender a diferenciar entre hechos verificables y narrativas construidas, ya que la veracidad de la información es fundamental para tomar decisiones informadas en un sistema democrático.

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