El desafío que enfrentamos en tiempos de crisis políticas y sociales es cómo reconciliar las aspiraciones de una nación con principios éticos y morales. Abraham Lincoln, en sus famosos discursos, apelaba a la caridad hacia todos y a la firmeza en lo correcto, un mandato moral que, a pesar de las adversidades, sugería la necesidad de curar las heridas de la nación y velar por aquellos que más sufren. Su llamado era claro: la paz y la justicia deben prevalecer por encima de todo, y solo a través de la compasión y el entendimiento se puede lograr una paz duradera, tanto entre los propios ciudadanos como con las naciones extranjeras.

Sin embargo, en tiempos recientes, nos encontramos con una desconexión significativa en el discurso político. La presidencia de Donald Trump ha evidenciado una clara distancia respecto al tipo de moralidad y ética que antaño guiaba las decisiones en la Casa Blanca. A diferencia de sus predecesores, Trump ha sido notoriamente mudo en cuanto a la moralidad, un tema al que otros presidentes, como Obama o Bush, no dudaban en hacer referencia. Si bien la ética y la moralidad fueron pilares fundamentales en los discursos de figuras como John F. Kennedy, el mensaje de Trump se distanció de esas aspiraciones altruistas. El foco de su discurso no estaba en el bienestar común ni en la justicia, sino en una visión egoísta de lo que significaba la grandeza para los Estados Unidos: "una nación existe para servir a sus ciudadanos".

Este enfoque utilitarista y egoísta contrasta abismalmente con la visión de Kennedy, quien apelaba a un sentido de deber cívico, a un esfuerzo conjunto por el bien común, tanto a nivel nacional como internacional. El contraste es aún más evidente si comparamos las ideas expuestas por Trump en su discurso inaugural con aquellas de Lincoln, quien en su segundo discurso inaugural exhortaba a sanar las heridas de la nación, a pensar en los demás, y a trabajar por la unión y la reconciliación, incluso después de una guerra civil.

La ausencia de un discurso moralmente orientado y su reemplazo por un discurso basado en el interés personal y nacional, en el que el presidente habla más como un empresario o magnate que como un líder político con una visión de Estado, refleja una tendencia alarmante: la política de la exaltación personal, de la mentira y la manipulación. Trump, en particular, se mostró como un líder cuyo principal objetivo era mantenerse en el poder a través de una retórica que se fundamentaba en la exageración y la falsedad. "Puedes ser demasiado codicioso", decía en su libro The Art of the Deal, un concepto que difícilmente encontraríamos en los discursos de líderes como Washington, Jefferson o Lincoln.

Este enfoque de "hipérbole verdadera", como Trump lo denominaba, donde la exageración no solo se permitía sino que se convertía en una herramienta de promoción, abre una reflexión profunda sobre las implicaciones éticas del liderazgo político. Mientras que para los fundadores de la nación americana, el poder no era un medio para la autosatisfacción personal, sino una responsabilidad pública, para Trump el poder era una extensión de su propia marca y su propio beneficio.

Pero el problema no reside únicamente en la falta de honestidad de un líder. El verdadero peligro surge cuando la mentira se justifica y se convierte en una herramienta aceptada dentro del ejercicio del poder. Este es el núcleo de la tiranía: cuando el gobernante considera que sus mentiras están justificadas por su excepcionalidad, por su gloria y por su visión única del mundo. La historia nos recuerda, tanto a través de Platón como de Maquiavelo, que los tiranos utilizan la mentira como una herramienta para consolidar su poder, a veces incluso creyendo que lo hacen por el bien de su pueblo.

La religión pagana, en la antigüedad, nos muestra una visión del poder como un juego de apariencias, engaños y violencia. Los dioses y héroes en obras como La Ilíada y La Odisea son figuras que manipulan la verdad y utilizan el poder como una forma de perpetuar su gloria. Sin embargo, las enseñanzas religiosas más profundas nos ofrecen un contraste fundamental: la idea de un Dios que no es un tirano, que no celebra la mentira ni la violencia, y que condena la manipulación del poder.

El peligro de la tiranía moderna, especialmente en el contexto de un liderazgo que usa las herramientas de la mentira y el espectáculo, es precisamente el olvido de estos principios fundamentales. Un gobernante que justifica sus mentiras como parte de su excepcionalidad no solo desvirtúa la moralidad, sino que pone en riesgo el equilibrio social y político de toda una nación.

Es necesario recordar que el poder político debe basarse en la responsabilidad, la verdad y la moralidad. La ética del liderazgo no puede ser definida por la exaltación del individuo o de una visión personalista de lo que significa la grandeza. El discurso político debe estar al servicio de la verdad y del bien común, y no como una herramienta para la manipulación o la perpetuación de un poder basado en falsedades.

¿Cómo se impone la tiranía cuando la verdad deja de importar?

La tiranía no siempre llega con botas ni uniformes. A menudo, se infiltra a través del lenguaje, manipulando el discurso público hasta que el concepto mismo de “verdad” se vuelve irrelevante. En lugar de deliberar en busca de argumentos razonables, la lucha política se transforma en una contienda por el control del relato, donde la verdad es solo un obstáculo táctico, y el adversario que aún cree en ella es una presa fácil.

El tirano moderno no necesita censurar en sentido tradicional. Le basta con inundar el espacio público con falsedades, hasta que la noción de una realidad común se disuelva. Miente sin vergüenza, instrumentaliza el respeto de su oponente por la verdad, y convierte el debate en un juego de fuerza en lugar de razonamiento. En este juego perverso, el poder desplaza a la verdad, y la impunidad se convierte en norma. Así se abren las puertas a la tiranía.

Durante la era Trump, vimos cómo el poder puede eclipsar la verdad. Las mentiras más flagrantes —sobre el voto popular en 2016 o sobre el fraude electoral en 2020— no solo fueron toleradas, sino amplificadas. No porque fueran creíbles, sino porque quien las pronunciaba tenía el poder de imponerlas como versiones legítimas de los hechos. La democracia no cayó de inmediato, pero resultó herida: su fundamento en la deliberación racional y la verdad compartida se vio gravemente comprometido.

Esta degradación del discurso es más peligrosa cuando se combina con una ciudadanía que ejerce su libertad sin reflexión. La libertad democrática, si no está guiada por la razón y la virtud, degenera en ruido, confusión y espectáculo. Los filósofos de la Ilustración ya lo advertían: la libertad es un bien precioso, pero también frágil, y necesita ser acompañada por normas de civilidad, decoro y responsabilidad. Como dijo Platón, la libertad sin virtud es inestable y peligrosa. Robert Nozick mostró que la libertad interrumpe los patrones establecidos. Pero sin autocontrol, esa interrupción puede ser destructiva.

La idea de que la libertad por sí sola es el antídoto contra la falsedad fue central en el pensamiento de Locke y Jefferson. Locke creía que la verdad, una vez libre, triunfaría por su propio peso. Jefferson lo expresó con fuerza en su Estatuto para la Libertad Religiosa y lo reafirmó con su famosa frase: “He jurado enemistad eterna contra toda forma de tiranía sobre la mente del hombre”. Esta “tiranía sobre la mente” no es solo política; también es cultural, psicológica y espiritual. Ocurre cuando se coarta la libertad de pensamiento, no por la fuerza, sino por la manipulación, el miedo o la indiferencia moral.

Pero la libertad, cuando se convierte en un fin en sí misma y no en un medio para la autonomía moral, puede degenerar en caos. El riesgo es una ciudadanía que, libre de restricciones externas, se entrega al capricho, la contradicción y la ignorancia. Dicen lo que piensan, creen lo que quieren, aunque sea absurdo, y votan contra su propio interés. Este tipo de libertad negativa —libertad de— necesita ser transformada en autonomía moral —libertad para—.

La autonomía no es simplemente hacer lo que uno quiere, sino autolimitarse por respeto a la verdad, a los otros y al bien común. Es la libertad guiada por la razón y por un sentido ético profundo. Kant la definió como la capacidad de regirse a uno mismo según el imperativo moral. Esta autonomía se cultiva, no es innata. Se forma a través de la educación, la reflexión y el diálogo. Sin ella, la libertad se convierte en una fuerza destructiva, tanto en la política como en la vida personal.

El ser humano sin autonomía es vulnerable a la tiranía —de los poderosos, de la multitud o de sus propias pasiones. Sin dirección interior, la libertad se descompone en impulsos contradictorios. Y cuando no se forma una conciencia crítica, cuando se abdica de la responsabilidad intelectual y moral, se abre el camino a la tiranía disfrazada de espectáculo, a la seducción del poder impune, a la claudicación ante la mentira que se impone con arrogancia.

Es por eso que el compromiso con la verdad no puede ser opcional. No basta con tolerar la libertad: hay que exigir que esté orientada por la virtud. La democracia no puede sobrevivir si sus ciudadanos no cultivan el juicio, la moderación y el coraje cívico. “Conócete a ti mismo” y “nada en exceso”, nos decía el oráculo de Delfos. La sabiduría antigua nos recuerda que la libertad necesita límites, no impuestos desde fuera, sino asumidos desde dentro. Solo así puede evitarse que la tiranía triunfe sobre la verdad.

En este contexto, es fundamental también comprender que la libertad de expresión no implica equivalencia moral entre todas las opiniones. La tolerancia no debe confundirse con la aceptación acrítica del error. El pluralismo requiere discernimiento. La democracia exige ciudadanos que no solo tengan derechos, sino también la disposición ética de ejercerlos con responsabilidad. La educación moral no es un lujo, sino una necesidad para preservar el tejido racional de la vida pública. Y ese tejido comienza a desgarrarse cuando confundimos libertad con licencia, o verdad con opinión. La defensa de la democracia es, por tanto, una defensa constante de la verdad frente a la seducción del poder sin límites.