El crecimiento económico de Estados Unidos durante los primeros años de la presidencia de Donald Trump fue presentado por él mismo como un logro personal, frecuentemente vinculado a sus recortes fiscales. Sin embargo, ese crecimiento sostenido llevaba una trayectoria ascendente desde el mandato de Barack Obama, como parte de una recuperación gradual tras la crisis financiera de 2008, la más grave desde 1929. Ignorar este contexto histórico es una forma de tergiversación deliberada, que busca moldear la percepción pública en favor de una narrativa personalista del poder.

Los recortes fiscales de Trump, si bien significativos en términos absolutos —$1.5 billones proyectados para la década siguiente— no son los mayores en la historia estadounidense en relación al tamaño de la economía. Fueron superados por los de la posguerra, por los del gobierno de Reagan y por otros anteriores. Además, estos recortes contribuyeron al aumento del déficit federal, que alcanzó más de $1 billón en 2019, con una deuda total que superó los $22 billones. Esta deuda se alimenta, principalmente, de tres grandes fuentes: un gasto militar desmesurado que supera al de los diez países siguientes combinados, un ingreso tributario reducido por los recortes fiscales y un gasto obligatorio que incluye programas como Medicare, Medicaid, ayudas para vivienda y jubilaciones de empleados federales.

Trump se negó sistemáticamente a reconocer que los logros económicos se asentaban en políticas heredadas. Esta negativa no es solo una cuestión de egocentrismo político: forma parte de un patrón más amplio de falsedades y distorsiones, que incluye negar hechos probados por la comunidad de inteligencia estadounidense, como la intervención rusa en las elecciones de 2016. Pese a que Hillary Clinton obtuvo casi 3 millones de votos más, Trump ganó el colegio electoral. La posterior investigación del fiscal especial Robert Mueller concluyó que sí hubo injerencia rusa con el objetivo de favorecer a Trump, y aunque no se imputaron cargos de conspiración, el informe dejó claro que el presidente no fue exonerado de posibles delitos de obstrucción a la justicia.

Entre los episodios que ilustran esta conducta se encuentra la solicitud de Trump al entonces director del FBI, James Comey, de detener la investigación sobre su asesor de seguridad nacional, Michael Flynn. Lo hizo en privado, tras vaciar la sala, en un gesto que delata conciencia de impropiedad. Cuando Jeff Sessions, fiscal general, se recusó de la investigación sobre Rusia, Trump buscó reemplazarlo por alguien que le garantizara protección personal. Y ordenó a su abogado de la Casa Blanca, Don McGahn, que despidiera a Mueller, lo cual —según el informe— constituye evidencia sustancial de intento de obstrucción.

Paralelamente, Trump mintió sobre aumentos salariales militares, atribuyéndose logros inexistentes como una supuesta subida del 10% en la paga de las tropas, cuando el aumento real fue del 2.6%, en línea con ajustes anuales que llevan décadas en práctica. También declaró falsamente haber sido invitado por India a mediar en el conflicto de Cachemira con Pakistán, lo que fue desmentido de inmediato por las autoridades indias, generando indignación diplomática.

Estos ejemplos no son aislados, sino manifestaciones reiteradas de una estrategia de poder basada en la desinformación, el descrédito institucional y el uso del cargo para fines personales. Andrew Coan, profesor de derecho, advierte que el comportamiento de Trump podría eclipsar incluso al de Richard Nixon, cuya renuncia en 1974 tras el escándalo de Watergate marcó un hito sobre los límites del poder presidencial. Coan teme que, si Trump no enfrenta consecuencias legales por sus actos, se establezca un nuevo precedente: que en un entorno político hiperpolarizado, el presidente se convierta en una figura por encima de la ley.

Este deterioro del tejido institucional, del respeto a la verdad y del marco normativo que sostiene la democracia estadounidense, no debe ser entendido solo como un fenómeno político coyuntural. Es una advertencia sobre la fragilidad de las democracias contemporáneas frente a liderazgos autoritarios, que utilizan la maquinaria del Estado para blindarse, manipular la realidad y erosionar el control ciudadano.

Para comprender plenamente las implicaciones de este proceso, es indispensable considerar no solo los hechos documentados, sino el clima cultural que los permitió: una polarización extrema, la degradación del discurso público, el poder desmedido de los medios de comunicación partidarios y la normalización de la mentira como herramienta de gobierno. Esta conjunción no solo amenaza la salud de la democracia estadounidense, sino que puede convertirse en un modelo exportable para otros líderes autoritarios en el mundo.

¿Por qué es crucial el pensamiento racional ilustrado en la sociedad contemporánea?

El pensamiento racional ilustrado se erige como el paradigma indispensable para guiar nuestras decisiones conductuales, imponiéndose con autoridad sobre la sabiduría común y las formas tradicionales o basadas en la fe. Si bien el sentido común posee valor, su alcance es limitado frente a la lógica de la razón y el método científico. La Ilustración, o Edad de la Razón, marcó un hito histórico al promover un modelo de pensamiento basado en la razón, la ciencia y el respeto por la humanidad, impulsado por intelectuales como Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Kant, y figuras fundacionales de Estados Unidos como Franklin, Adams y Jefferson. Este movimiento emergió como una rebelión contra siglos de oscuridad e ignorancia, donde predominaban las tradiciones y la fe ciega.

Sin embargo, en el umbral del siglo XXI, este paradigma enfrenta amenazas serias y omnipresentes. Las fuerzas sociopolíticas contemporáneas parecen diseñadas, consciente o inconscientemente, para apagar la luz de la razón y la racionalidad. La metáfora del “pantano inundado” describe un sistema político corroído por la corrupción, en el que la maleza del poder autoritario y el clientelismo se expanden hasta tal punto que la claridad y la transparencia se vuelven imposibles. Los ejemplos son numerosos: el deterioro de la democracia, la erosión de los derechos humanos, la proliferación de mentiras y la desinformación, y el avance del populismo y nacionalismo extremo que socavan los fundamentos mismos de los sistemas democráticos.

Además, la racionalidad sufre embates por medio de ataques directos a la educación, la ciencia y el respeto por el medio ambiente. La negación de la ciencia y la proliferación de pseudociencias contribuyen a la expansión de un pensamiento irracional que pone en riesgo el bienestar colectivo y el progreso social. Estos ataques no son solo simbólicos; tienen consecuencias concretas en la polarización social, la injusticia económica y la destrucción ambiental.

La historia de la Ilustración muestra que, a pesar de sus momentos oscuros —como las guerras constantes o las desigualdades sociales—, fue un período en el que el pensamiento progresista y científico avanzó con fuerza, sentando las bases para una sociedad más justa y racional. La pregunta que hoy debemos plantearnos es si esa luz prevalecerá o si las sombras actuales conducirán a un retroceso catastrófico. La apuesta es alta: la supervivencia de la democracia, la protección de los derechos humanos y la salvaguarda de la razón dependen de la respuesta.

Es crucial entender que el pensamiento racional ilustrado no es un concepto abstracto o elitista; es un paradigma que debe impregnar la vida cotidiana y las decisiones políticas. La vigilancia constante sobre las instituciones, la educación crítica y el compromiso con la ciencia son herramientas indispensables para contrarrestar el “pantano inundado” y la “ilustración oscurecida” que hoy acechan.

La complejidad del mundo contemporáneo demanda que comprendamos la interrelación entre política, cultura y ciencia, y cómo estas pueden ser manipuladas para favorecer intereses particulares en detrimento del bien común. La defensa del pensamiento racional no es solo un acto intelectual, sino una responsabilidad ética que involucra a todos los actores sociales.

Es fundamental reconocer que la Ilustración fue un proceso histórico con sus limitaciones y contradicciones, pero su esencia reside en el rechazo a la ignorancia y al autoritarismo, y en la búsqueda incansable de la verdad a través del diálogo, la evidencia y la crítica. Mantener vivo este espíritu es la condición sine qua non para enfrentar los desafíos del siglo XXI, desde la crisis climática hasta la desigualdad social y la amenaza autoritaria.

¿Qué es el pensamiento racional ilustrado y cómo influyó en la filosofía política?

René Descartes formuló la primera versión moderna del dualismo mente-cuerpo, a partir de la cual surge el problema mente-cuerpo, y promovió el desarrollo de una ciencia basada en la observación y el experimento, por lo que es considerado el padre de la filosofía moderna. Su metafísica es racionalista, fundada en la postulación de ideas innatas sobre la mente, la materia y Dios, mientras que su física y fisiología se basan en la experiencia sensorial y adoptan un enfoque mecanicista y empirista. En su obra Discurso del método, Descartes expone una de las afirmaciones más célebres de la filosofía: "Pienso, luego existo". Este principio esencial señala que la duda misma implica la existencia del sujeto que duda, ya que para cuestionar la propia existencia es necesario existir.

Thomas Hobbes, nacido en Wiltshire, Inglaterra, desarrolló sus teorías partiendo del individualismo cartesiano. A través de la observación empírica, propuso que el universo está compuesto por átomos en movimiento y que la geometría y las matemáticas pueden explicar el comportamiento humano. Distinguió dos tipos de movimiento: el "vital", involuntario, y el "voluntario", asociado a las decisiones humanas. Este último se descompone en deseos y aversiones, fuerzas que guían y motivan las acciones individuales. Según Hobbes, la búsqueda del poder es inherente a la naturaleza humana, pues las personas están en constante lucha por preservar su vida y evitar una muerte violenta. Esta dinámica fundamenta su visión de la sociedad y el gobierno, que considera producto del consentimiento de los gobernados. En Leviatán (1651), Hobbes describe el estado como un organismo análogo a un cuerpo humano, donde cada parte cumple funciones específicas para mantener el orden. Sin gobierno, la vida sería "solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta", dominada por el miedo y la violencia.

John Locke, considerado padre del liberalismo democrático, profundizó en la idea de la autonomía individual y los derechos naturales. Influenciado por la ciencia moderna y la filosofía natural, rechazó la escolástica medieval para abrazar un enfoque basado en la razón y la experiencia. Locke coincidía con Hobbes en que las personas existen antes que la sociedad y que poseen derechos inherentes, entre ellos la propiedad privada y la libertad individual. Sus Dos tratados sobre el gobierno defienden el derecho natural de los individuos a apropiarse de bienes y sostienen que el gobierno debe proteger estas libertades mediante el consentimiento de los gobernados. En su Carta sobre la tolerancia (1689), Locke argumenta por la separación entre Iglesia y Estado, un principio fundamental del pensamiento ilustrado.

La Ilustración, que se extiende aproximadamente entre 1700 y 1840, representa un período de profundos avances intelectuales y un cuestionamiento radical de las estructuras políticas y sociales tradicionales. Sus intelectuales promovieron la idea de progreso y la confianza en la razón como motor del conocimiento y la mejora humana. Los planteamientos de Descartes, Hobbes y Locke constituyen pilares esenciales para comprender la evolución del pensamiento liberal y la construcción de las democracias modernas, al enfatizar el papel de la razón, la autonomía individual y la legitimidad del poder político basado en el consentimiento y la protección de derechos fundamentales.

Además de los conceptos presentados, es crucial para el lector comprender que el racionalismo ilustrado no solo representa un cambio en la filosofía política, sino también una transformación en la concepción del conocimiento y la naturaleza humana. Este cambio establece las bases para la separación entre ciencia y religión, promueve una visión secular del mundo y fomenta el desarrollo de las instituciones democráticas modernas. Reconocer la importancia de la experiencia empírica y la razón como fuentes de conocimiento permitió superar dogmas y tradiciones que limitaban la libertad individual y el progreso social. La comprensión profunda de estas ideas es fundamental para entender cómo se construyeron los sistemas políticos contemporáneos y por qué el respeto a los derechos individuales y la libertad de pensamiento continúan siendo pilares de las sociedades democráticas.

¿Existe realmente un Estado Profundo y cómo influye en el poder gubernamental?

El concepto del “Estado Profundo” ha penetrado en la conciencia colectiva, siendo interpretado de maneras diversas: algunos lo buscan con seriedad para desenmascarar una realidad oculta, otros lo usan como chivo expiatorio ante desafíos sociopolíticos, y unos más lo presentan como una teoría marginal sin respaldo académico. Sin embargo, en su esencia, el Estado Profundo no se alinea con la izquierda ni con la derecha, sino que actúa en las sombras, proyectando una sombra sobre lo que se considera un gobierno legítimo.

El Estado Profundo se describe como un fenómeno intencional, organizado y anticonstitucional, con un poder puro y sin restricciones, que reacciona con hostilidad ante cualquier cuestionamiento. Esta entidad secreta se compone de miembros que actúan desde dentro de agencias gubernamentales clave, pero también de agentes externos con intereses ocultos, incluso vinculados a gobiernos extranjeros. Así, su alcance es tanto interno como externo, operando como una especie de gobierno paralelo que, según algunas interpretaciones, busca establecer un sistema globalista o comunista.

Históricamente, la idea de una influencia oculta dentro del gobierno no es nueva. En 1938, Franklin D. Roosevelt ya advertía sobre el peligro de que el poder privado creciera al punto de superar al Estado democrático, equiparándolo a una forma de fascismo donde el control gubernamental queda en manos de individuos o grupos privados. Mike Lofgren, un analista contemporáneo, describe el Estado Profundo como una estructura paralela que convive con el gobierno visible en Washington, una entidad que manipula procesos como las elecciones sin importar quién ocupe formalmente el poder. Esta estructura es un híbrido compuesto por agencias de seguridad nacional, organismos de justicia y actores del sector financiero y corporativo, todos interconectados en una compleja red de intereses comunes y carreras profesionales.

La advertencia sobre esta alianza entre lo militar y lo industrial no es reciente. El expresidente Dwight Eisenhower, en su discurso de despedida en 1961, alertó sobre la influencia desmedida de un complejo militar-industrial que podría amenazar la democracia y desviar recursos esenciales hacia fines bélicos en lugar de la construcción social. La realidad moderna, con guerras prolongadas y la contratación de compañías militares privadas como Blackwater, ejemplifica el funcionamiento práctico del Estado Profundo. Estas empresas privadas realizan funciones que antes se consideraban exclusivamente gubernamentales, desde la formación de ejércitos extranjeros hasta la conducción de operaciones de inteligencia y combate directo. Paradójicamente, muchas de estas fuerzas privadas no son estadounidenses, pero influyen decisivamente en la estrategia militar de Estados Unidos.

Esta dinámica evidencia cómo el Estado Profundo incentiva o manipula a los tomadores de decisiones para perpetuar conflictos bélicos que benefician a ciertos actores industriales y financieros. El caso del Reino Unido, donde compañías militares privadas han estado vinculadas a actividades ilegales como asesinatos y secuestros, pone en evidencia la dimensión global de este fenómeno.

Para comprender cabalmente el fenómeno del Estado Profundo, es imprescindible analizar quiénes son los beneficiarios reales de la guerra y cómo sus intereses privados moldean políticas públicas y decisiones estratégicas. La intersección entre poder económico, militar y político genera una estructura que se alimenta a sí misma y que opera más allá del control democrático y la rendición de cuentas.

Es importante entender que esta compleja red no surge de una conspiración única ni de un partido político específico, sino que se ha desarrollado gradualmente a lo largo de casi un siglo, adaptándose a las necesidades y circunstancias históricas. Esta evolución hace que el Estado Profundo sea un ente difuso, difícil de delimitar, pero innegablemente influyente en la política contemporánea. Reconocer su existencia implica también cuestionar la transparencia y la legitimidad del poder que gobierna formalmente, y entender que la verdadera soberanía puede estar comprometida por intereses ocultos que operan detrás del telón.

¿Por qué el populismo crece en tiempos de crisis económica y social?

El auge del populismo contemporáneo está estrechamente vinculado a períodos de desaceleración económica y descontento social. En países como Namibia, la desaceleración del crecimiento económico ha servido como terreno fértil para el surgimiento de movimientos populistas que prometen soluciones rápidas y directas a problemas complejos. Este fenómeno no es aislado; se observa también en diversas regiones del mundo, donde la incertidumbre económica se traduce en desconfianza hacia las élites políticas y económicas tradicionales.

Los líderes populistas capitalizan esta desconfianza presentándose como salvadores que “drenan el pantano”, una metáfora política que, aunque inexacta históricamente, resuena emocionalmente con sectores amplios de la población. La promesa de erradicar la corrupción y devolver el poder al “pueblo” es un mensaje potente que, sin embargo, simplifica la complejidad institucional y social, y puede conducir a la erosión de los sistemas democráticos.

En la actualidad, la relación entre el populismo y la percepción de las amenazas externas o internas se amplifica mediante los medios de comunicación y las redes sociales, que a menudo contribuyen a la polarización y la propagación de desinformación. La mirada crítica hacia Silicon Valley y su influencia política es un ejemplo claro de cómo sectores emergentes de poder también son objeto de escrutinio y desconfianza, reforzando la narrativa populista.

Además, el aumento de la desigualdad económica global, evidenciado en informes del Fondo Monetario Internacional y organizaciones como Human Rights Watch, alimenta la percepción de injusticia y exclusión social, base sobre la cual los movimientos populistas encuentran su apoyo. La crisis ambiental y la respuesta insuficiente de gobiernos también contribuyen a un sentimiento generalizado de urgencia y desesperanza que puede ser explotado políticamente.

Es importante entender que, aunque el populismo promete soluciones inmediatas, sus efectos a largo plazo pueden ser contraproducentes, debilitando la cohesión social y la institucionalidad democrática. La crítica y vigilancia ciudadana informada se vuelve esencial para diferenciar entre demandas legítimas de cambio y discursos simplistas que pueden exacerbar conflictos.

Para profundizar en la comprensión de este fenómeno, es relevante considerar el papel de la educación en la formación del pensamiento crítico, la importancia de la transparencia en la gestión pública y la necesidad de fortalecer instituciones que equilibren intereses diversos en sociedades complejas. La dinámica del populismo no puede reducirse a un fenómeno aislado; es parte de una interacción multifacética entre economía, cultura, política y comunicación.

Además, reconocer la historicidad del populismo y sus distintas manifestaciones permite contextualizar sus causas y consecuencias actuales. No se trata solo de fenómenos contemporáneos, sino de patrones recurrentes que reflejan tensiones estructurales propias de las sociedades en transformación.

Por último, la comprensión de que la solución a la crisis del populismo no reside en su simple rechazo, sino en la construcción activa de sociedades inclusivas y participativas, orientadas a la justicia social y al respeto por los derechos humanos, es fundamental para avanzar hacia democracias resilientes y equitativas.