La comunicación presidencial es una herramienta poderosa en la política moderna, capaz de marcar la pauta para la agenda nacional e internacional. En el caso de Donald Trump, sin embargo, su estilo disruptivo y confrontacional ha demostrado tener un efecto ambivalente sobre la efectividad de sus políticas. A pesar de lograr captar la atención de los medios y del público, su enfoque ha diluido la capacidad de su administración para concentrarse en sus principales prioridades.

Desde el primer día de su presidencia, Trump ha estado centrado en generar controversia, desde el reclamo sobre el tamaño de su multitud inaugural hasta sus insistentes afirmaciones sobre su propio éxito como presidente. Esta actitud, que podría considerarse un esfuerzo constante por construir una imagen personal, no ha sido efectiva en consolidar el apoyo para su agenda política. Al contrario, sus ataques a los medios de comunicación, a los demócratas y a miembros de su propio partido, aunque efectivos en demostrar su disposición a desafiar a las élites, no han servido para avanzar en los temas clave de su gobierno. Este enfoque, excesivamente centrado en la legitimidad personal y en la creación de un espectáculo mediático, ha desviado la atención de los temas sustanciales que afectan a la nación.

Un aspecto crucial de la comunicación de Trump es su constante reacción a los titulares de prensa, lo que lo ha llevado a un ciclo interminable de distracciones y polémicas. A menudo, estos episodios no tienen ninguna relación directa con las políticas que su administración intenta promover. Desde sus publicaciones en Twitter sobre eventos que están fuera de su control hasta sus intervenciones sobre temas controversiales como el caso de Kaepernick o los disturbios en Charlottesville, Trump ha alimentado la cultura de la confrontación, pero sin vincularla de manera efectiva a sus propuestas políticas. Esta estrategia no solo refuerza su imagen ante su base de seguidores, sino que también aleja el foco de atención de los problemas más importantes.

Es importante entender que, si bien la atención mediática parece un logro para un presidente, no siempre se traduce en éxito político. De hecho, la habilidad de manejar la agenda de noticias —con el objetivo de que el público se concentre en las políticas que un presidente quiere promover— es un recurso fundamental para ejercer presión política. Las administraciones exitosas son aquellas que no solo dominan el ciclo de noticias, sino que también logran redirigir la conversación hacia sus objetivos legislativos y programáticos.

Sin embargo, la incapacidad de Trump para concentrarse en su agenda política y su tendencia a desplazarse de un tema a otro sin coherencia ha fragmentado su narrativa presidencial. En lugar de establecer un enfoque claro en sus prioridades, ha dejado que su imagen pública se vea ensombrecida por sus ataques, peleas personales y cambios de postura. Esto ha tenido un impacto negativo en su capacidad para generar cambios concretos, pues sus oponentes pueden aprovechar la falta de consistencia para frenar sus iniciativas, sabiendo que pronto su atención se trasladará a un nuevo tema.

El control de la agenda, aunque en gran parte logrado por Trump mediante la distracción y el conflicto, ha socavado la posibilidad de liderar de manera efectiva. No se debe confundir la dominación mediática con el éxito político: mientras Trump acapara la atención de los medios, su capacidad para dominar las agendas dentro de otras instituciones políticas, como el Congreso, ha sido notablemente débil. Este fenómeno se hizo evidente en su promesa de reformar la infraestructura de los Estados Unidos, un tema clave en su campaña. La administración preparó cuidadosamente una "semana de la infraestructura", pero los ataques en Twitter y otros conflictos de Trump rápidamente desbarataron el mensaje, convirtiéndolo en objeto de burla en los medios.

De esta manera, la falta de enfoque y la falta de una estrategia de comunicación efectiva han desviado los esfuerzos presidenciales hacia una acumulación de distracciones que ha afectado gravemente las posibilidades de éxito en el campo político. No basta con dominar el ciclo de noticias; también es fundamental lograr que las propuestas y los proyectos de política se presenten de manera clara, coherente y persuasiva.

La clave para entender esta disonancia entre la visibilidad mediática y el éxito político de Trump radica en el manejo adecuado de la agenda. Si bien la capacidad de generar controversia ha sido una estrategia efectiva para mantener una presencia constante en los titulares, es necesario que las administraciones desarrollen una narrativa coherente y alineada con sus políticas. Solo a través de este enfoque, en el que se prioricen los intereses nacionales sobre las disputas personales y mediáticas, es posible que se logren avances sustantivos en la formulación de políticas públicas.

¿Por qué la presidencia de Trump fue tan desafiante?

Trump ganó las elecciones de 2016, pero carecía de una agenda coherente, detallada y jerárquica de políticas. Si bien el candidato Trump articuló algunos principios nacionalistas generales como base de sus políticas futuras, estos no constituyeron un marco consistente ni fueron acompañados por propuestas políticas concretas. Sus promesas simbólicas y de gran impacto, como la construcción del muro en la frontera con México o la amenaza de retirarse del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), fueron útiles como eslóganes de campaña que representaban sus preocupaciones generales, pero ni el simbolismo ni los arrebatos en Twitter requerían el mismo nivel de detalle político o lenguaje preciso que los proyectos legislativos o incluso las órdenes ejecutivas. Mientras que el candidato Trump operaba con simbolismos y furia, no había señales de que su equipo estuviera trabajando activamente en cómo llevar esas promesas a la acción si llegaba a la Casa Blanca, y mucho menos en que Trump estuviera involucrado en dicho proceso. La agenda de Trump, en efecto, estaba vacía. Las promesas irrealistas que hizo durante su campaña solo profundizaron los desafíos. ¿Cómo lograría que México pagara por el muro? ¿Cómo haría que la atención médica fuera mejor y más barata? ¿Cómo aumentaría los salarios de la clase media o financiaría el masivo plan de infraestructura? La retórica audaz y furiosa de Trump no se convertía fácilmente en planes de políticas detalladas. Para pasar de las promesas a la acción, se requerirían propuestas legislativas detalladas, planes presupuestarios y acciones ejecutivas, pero ninguno de estos existía. Además, no estaban claras sus prioridades. ¿Qué problemas abordaría primero? Nadie lo sabía. Trump quería derrocar el sistema establecido, pero no tenía un plan.

Los ganadores de elecciones suelen apoyarse en las ideas y los proyectos políticos de simpatizantes ideológicos en los numerosos centros de estudios y grupos de investigación de Washington. Sin embargo, la presidencia de Trump carecía de estas conexiones para adoptar el legado intelectual necesario. Todos los grandes centros de pensamiento conservadores se opusieron a él durante las primarias republicanas y la mayoría continuó con esa oposición durante las elecciones generales. Sus ideas, dispares y controvertidas, no habían motivado el desarrollo de una planificación política ni de un capital intelectual que apoyara un movimiento trumpista. Notablemente, un grupo de académicos se reunió en la web de American Greatness y en la revista American Affairs para reconocer esta carencia e intentar dotar a la nueva presidencia de Trump de algo de “peso intelectual” una vez que ya había comenzado su mandato, pero a corto plazo, este esfuerzo solo subrayó el problema.

La falta de una agenda legislativa lista para ser puesta en marcha exacerbó el problema. Hacer la transición de campaña a gobernar es una tarea considerable, y movilizar todo el poder de la presidencia detrás de una agenda coherente y políticamente viable es aún más complejo. Trump no tenía tal agenda, y fue aún más incapaz de organizar la Casa Blanca para abordar este reto.

La presidencia de Trump se basaba principalmente en un enfoque personalizado del liderazgo. Su principal preocupación era comunicarse con su base, creando una burbuja en la que él mismo seguía las noticias y gestionaba su estrategia comunicacional. Dentro de esta burbuja, Trump construyó su propia realidad política, en la que él era el maestro titiritero, controlando todo desde las sombras. Este aislamiento se sostenía por su firme creencia en la superioridad de su propio juicio y una desconfianza generalizada hacia los consejos de otros. Trump creía firmemente en su propia brillantez, no solo en ser "muy inteligente", sino en ser “un genio muy estable”. Esta confianza en su extraordinaria capacidad fundamentaba un estilo de toma de decisiones profundamente personalista, más que basado en evidencia, en conocimientos técnicos o ideologías. En sus propias palabras: "Históricamente, me gusta seguir mis instintos". Por ejemplo, presentó su política hacia Corea del Norte como una cuestión de instinto: "Sé cuando alguien quiere negociar, y sé cuando no lo quiere hacer".

Aparte de los instintos, las emociones de Trump jugaron un papel especialmente prominente en sus decisiones. Reacciones emocionales (como el bombardeo de una base aérea siria en respuesta a un ataque con armas químicas) y decisiones impulsivas (como sus estallidos de ira en Twitter) eran legítimas en su percepción. Este tipo de enfoque lo llevó a resistir el consejo de expertos, ya que tomar su consejo representaría una concesión al establecimiento, algo que contradecía su imagen de disruptor.

El excesivo énfasis de Trump en su propio juicio lo dejó vulnerable. Lo hacía depender de una base de conocimientos muy limitada y de fuentes de información reducidas, lo que contribuía a socavar su presidencia. Primero, Trump era notoriamente ignorante sobre los detalles de la mayoría de las políticas públicas, incluidas las que se referían a su propio gobierno. Esto se evidenció de manera más clara en su incapacidad para discutir cuestiones políticas de manera coherente en entrevistas. Se presentaba a sí mismo como un experto en política fiscal, armas nucleares o casi cualquier otro tema, pero sus respuestas a preguntas políticas eran enredadas e incoherentes, y solo revelaban fragmentos de información relevante.

En definitiva, la falta de preparación de Trump en el campo de la política fue palpable en cada aspecto de su presidencia. En un tema tan crucial como la seguridad nacional, por ejemplo, Trump fue incapaz o no quiso asimilar nueva información, especialmente cuando esta chocaba con sus visiones preestablecidas de cómo debían ser las cosas.

Es importante comprender que, más allá de las críticas sobre su estilo de liderazgo, Trump representó una figura que, debido a su enfoque tan personalista y emocional de la toma de decisiones, tuvo un impacto significativo en la manera en que las políticas se desarrollaron (o no se desarrollaron) durante su mandato. Su falta de un equipo sólido de asesoramiento, su rechazo a las recomendaciones basadas en la experiencia, y su enfoque de liderazgo aislado fueron factores clave en los problemas de gobernabilidad que enfrentó durante toda su presidencia.

¿Cómo se distingue la extraordinaria personalidad de Donald Trump de la normalidad de su presidencia?

Aunque a menudo se asume que la presidencia de Donald Trump es tan excepcional como su personalidad, es crucial hacer una distinción clara entre la figura del presidente y el ejercicio de su mandato. La presidencia no es sólo la persona que ocupa el cargo, sino también las estrategias, los procesos y los resultados que acompañan a su gestión. Si bien Trump es un presidente extraordinario por su carácter, estilo y enfoque, su presidencia, en términos de logros y resultados, se muestra bastante común.

La figura presidencial es un conjunto complejo de atributos personales, desde el temperamento hasta la inteligencia, pasando por la persuasión y la capacidad de conectar con los votantes. Es la manera en que el presidente organiza su gobierno, establece sus prioridades y responde a la crítica lo que configura la esencia de su metodología. En el caso de Trump, esta metodología es distintiva y a menudo contradictoria: un estilo de gobernar caótico, impredecible y, en ocasiones, despectivo, pero efectivo para mantener su influencia y control sobre el discurso público y los medios de comunicación.

Sin embargo, cuando se observa la presidencia en términos de logros tangibles y reformas implementadas, la normalidad emerge con claridad. Como cualquier presidente de los Estados Unidos, Trump se encontró con las barreras impuestas por la Constitución, que limita el poder ejecutivo mediante un sistema de separación de poderes y de controles y contrapesos. Esta estructura deliberadamente diseñada hace que, a pesar de la retórica de cambio, los logros presidenciales tiendan a ser modestos. Las promesas grandiosas de "drenar el pantano" se enfrentan a la realidad de un sistema político lleno de obstáculos y jugadores poderosos que frenan el cambio significativo. Así, aunque Trump es reconocido por su estilo audaz y sus posturas polarizantes, los resultados de su presidencia no se alejan demasiado de lo que se ha visto en administraciones republicanas anteriores.

Un ejemplo claro de la continuidad con el pasado es la Reforma Fiscal de 2017. Aunque Trump la presentó como un logro trascendental, sus características no difieren mucho de otras reformas fiscales republicanas previas, especialmente en cuanto a la reducción de impuestos para las grandes corporaciones y los individuos más ricos. Este tipo de medidas es una constante en la política republicana y, aunque Trump intentó presentar un enfoque revolucionario, sus políticas resultaron ser una repetición de los mismos intereses económicos que su partido ha defendido durante décadas.

Otro aspecto que refuerza la normalidad de su presidencia es su manejo de acuerdos internacionales. El caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es un ejemplo paradigmático. Trump lo calificó de "el peor acuerdo comercial de la historia", argumentando que destruía empleos en Estados Unidos y empobrecía a la clase trabajadora. Sin embargo, la nueva versión, el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), no se aleja mucho de la estructura original, confirmando que, en el fondo, su enfoque hacia el comercio internacional es más conservador de lo que inicialmente parecía.

A pesar de su discurso combativo, el presidente Trump mostró poco interés en desafiar realmente el sistema económico global o en implementar cambios estructurales que beneficiaran a las clases más desfavorecidas, una promesa clave que le permitió llegar a la Casa Blanca. En lugar de ser un agente de cambio radical, su administración terminó alineándose con las políticas republicanas tradicionales: una administración de grandes negocios que favorece a los ricos y disminuye los servicios sociales destinados a los más vulnerables.

Cuando se compara la presidencia de Trump con la de Barack Obama, se evidencian diferencias personales y metodológicas significativas, pero también hay notables continuidades en cuanto a la política exterior y la gestión de la economía. Trump, aunque no tan comprometido con la universalidad de políticas como Obama, continuó con muchas de las líneas fundamentales de la política económica y de seguridad nacional que prevalecían antes de su llegada. Esto refuerza la idea de que, a pesar de su estilo único, Trump se inscribe en una tradición de presidencias republicanas que, en muchos aspectos, no se alejan de lo convencional.

Es esencial comprender que la presidencia de Trump, a pesar de la fascinación que genera su figura, no ha producido resultados que estén más allá de lo que podría esperarse de un presidente republicano típico. Las tensiones entre su estilo personal y los resultados reales de su administración revelan una desconexión entre la personalidad del presidente y la estructura rígida de la política estadounidense, que siempre ha sido un terreno difícil para el cambio radical.