El concepto de desinformación ha cobrado una importancia crucial en la esfera pública contemporánea, especialmente cuando se considera que, en muchos casos, las personas se ven más afectadas por la falsa información debido a su forma de consumo. Si un ciudadano de una nación democrática se siente verdaderamente alarmado por la "noticia" de que "George Soros come bebés cristianos", el problema no radica únicamente en la existencia de noticias falsas, sino en la naturaleza misma de los procesos cognitivos y emocionales que permiten que estas creencias se sostengan. La desinformación no es solo un problema de medios o de plataformas digitales, sino una manifestación de un fenómeno mucho más profundo que está arraigado en la forma en que las personas procesan la realidad política, cultural y social.
Los estudios realizados sobre la exposición a noticias erróneas revelan que la reacción de las personas ante tales contenidos no depende simplemente de la cantidad de información que tienen disponible, sino de cómo procesan dicha información dentro de un contexto determinado. En este sentido, la exposición continua a desinformación puede llevar a una alteración significativa en las percepciones de la realidad. Es esencial entender que la desinformación se extiende mucho más allá de las plataformas como las redes sociales; también se infiltra en los discursos políticos, en las narrativas mediáticas y, en última instancia, en la formación de opiniones y decisiones.
Un buen ejemplo de esto son los índices que miden el pluralismo informativo y la resiliencia digital, como el Índice de Resiliencia que proporciona un análisis del acceso a opciones informativas en diferentes naciones. Estos indicadores subrayan que la presencia de información variada en los medios y el acceso a múltiples puntos de vista pueden jugar un papel fundamental en la creación de una sociedad democrática informada. Sin embargo, la fragmentación mediática y la polarización ideológica han causado un fenómeno contrario: el consumo de información homogénea dentro de "cámaras de eco", donde los individuos se rodean de contenido que refuerza sus creencias preexistentes, sin poner en duda su veracidad.
La cuestión de la desinformación se convierte así en un reto tanto a nivel individual como colectivo. La confianza en nuestra capacidad para identificar información errónea es clave para comprender cómo se difunde la desinformación. Según las encuestas, la percepción de la realidad de las personas se ve alterada cuando no tienen la confianza suficiente en su habilidad para distinguir entre lo verdadero y lo falso. Esta falta de confianza es una puerta abierta para que las teorías conspirativas y la desinformación proliferan sin ser cuestionadas. A lo largo del tiempo, este fenómeno puede erosionar la confianza en las instituciones democráticas, lo que puede tener consecuencias devastadoras para la salud de la democracia misma.
En cuanto a la regulación y las políticas públicas, existen esfuerzos por parte de organismos internacionales para medir la prevalencia de las noticias falsas y su impacto en la opinión pública. Por ejemplo, la Encuesta Eurobarómetro en 2018 reveló que una proporción significativa de la población europea tiene dudas sobre la exactitud de las noticias que recibe a través de los medios tradicionales y las redes sociales. Sin embargo, es crucial destacar que la desinformación no solo se limita a las falsedades evidentes o a las manipulaciones malintencionadas. La forma en que los medios presentan ciertos temas, el énfasis que se pone en determinados aspectos de una historia y la omisión de otros detalles también pueden inducir a malentendidos. De este modo, la desinformación es, en muchos casos, un proceso sutil y gradual que moldea la forma en que entendemos el mundo.
Es importante subrayar que la desinformación no es solo un fenómeno técnico o mediático; está profundamente entrelazada con las emociones y las creencias preexistentes de las personas. El concepto de "razonamiento motivado" juega un papel fundamental aquí: las personas tienden a aceptar aquella información que refuerza sus creencias y a rechazar aquella que las desafía, incluso si dicha información es objetivamente más precisa. Esto se ve claramente en el análisis de cómo la ideología política influye en la forma en que las personas perciben las noticias y las interpretan. En este contexto, la desinformación actúa como una herramienta poderosa para consolidar las creencias y divisiones preexistentes, dificultando aún más la búsqueda de consenso en sociedades cada vez más polarizadas.
Finalmente, es crucial entender que la lucha contra la desinformación no solo involucra a los medios de comunicación, sino también a los ciudadanos. La educación en alfabetización mediática y la promoción de una cultura de pensamiento crítico son esenciales para mitigar los efectos de las noticias falsas. Aunque la tecnología juega un papel importante en la propagación de desinformación, el factor humano sigue siendo determinante. La forma en que interactuamos con la información, cómo la procesamos y cómo tomamos decisiones sobre su credibilidad son aspectos fundamentales que los ciudadanos deben tener en cuenta para participar de manera efectiva en una democracia.
¿Cómo enfrentar la manipulación de la verdad en regímenes autoritarios?
La relación entre el régimen ruso, y antes de él el soviético, con la verdad no solo constituye su núcleo vital y su arma más poderosa, sino que también es su objetivo fundamental. La Unión Soviética colapsó cuando resultó imposible seguir ignorando la verdad evidente de su fracaso. Es un sistema que no permite la retroalimentación negativa: si no se permite la existencia de una verdad que contradiga la oficial, si aferrarse a la “verdad correcta” se convierte en una cuestión de lealtad y carrera profesional para los miembros de la nomenclatura, entonces se establece una estructura de poder donde la mentira se convierte en un componente indispensable para mantener el control.
Este comportamiento, tan característico de los regímenes totalitarios, se hizo más patente durante el desastre de Chernobyl. En aquel entonces, la prolongada práctica de ocultar las verdades incómodas por parte de los altos funcionarios retrasó las operaciones de rescate, poniendo en peligro a millones de ciudadanos soviéticos y occidentales. La verdad sobre Chernobyl, que fue revelada meses después por una prensa cada vez más libre en el contexto de la perestroika, fue una de las piezas clave en la pérdida de confianza en el régimen. Es sorprendente observar, más de 30 años después, cómo los funcionarios rusos aún pueden encolerizarse ante una representación crítica del incidente de Chernobyl en la serie de HBO, considerándola como otro ataque contra la Rusia contemporánea, que busca identificarse con la última fase de la Unión Soviética en lugar de asumir su pertenencia al pasado.
Un ejemplo adicional de esta actitud de defender una única verdad oficial como arma política se observa en la campaña del presidente Putin para "defender la verdad sobre la Segunda Guerra Mundial", un esfuerzo que incluso se incluyó en las enmiendas a la nueva versión de la Constitución rusa. El Kremlin busca reafirmar los derechos especiales de Moscú como uno de los vencedores de la guerra, utilizando esta narrativa como legitimación de sus ambiciones sobre las zonas de influencia de la ex Unión Soviética. Putin pretende prohibir cualquier teoría que desmonte esta visión oficial, como lo demuestra la resolución del Parlamento Europeo sobre el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Esta insistencia en mantener una versión unívoca de los hechos históricos muestra cómo un régimen autoritario manipula la memoria colectiva para fortalecer su poder.
En la Unión Soviética, la verdad era un privilegio reservado para unos pocos. Incluso Mikhail Gorbachev, el último presidente soviético, estaba convencido de que la masacre de Katyn había sido perpetrada por los nazis, hasta que su jefe de gabinete, Valery Boldin, le mostró el archivo secreto. De manera similar, la leyenda de que los nuevos presidentes de Estados Unidos reciben un archivo con "las verdades últimas", como quién mató a JFK o si realmente hubo extraterrestres en Roswell, también era cierta en la Unión Soviética. Gorbachev, siendo el Secretario General del Partido Comunista y el líder del país, no tenía acceso a muchas de las verdades ocultas, como los informes sobre Katyn o los protocolos secretos sobre la partición de Europa firmados junto con el pacto Molotov-Ribbentrop.
Este acceso restringido a la verdad es un rasgo característico de los regímenes totalitarios, que dependen de la manipulación de la información para mantenerse en el poder. Como indicó Vladimir Kriuchkov, presidente del KGB, cuando asumió su cargo: "Ignoramos el país en el que vivimos". Este desconocimiento de la realidad en la que viven los miembros del sistema demuestra cuán profundamente la mentira se infiltra en todos los niveles del gobierno y la sociedad.
Hoy en día, Rusia parece estar volviendo a esa fase final de la Unión Soviética, donde la verdad es un bien escaso, reservado solo para aquellos en los niveles más altos del poder. En este contexto, la afirmación de que la prioridad de la política rusa no es lograr objetivos concretos, sino imponer su propia versión de la realidad, cobra todo su sentido. Este proceso de definir la realidad a través de una narrativa oficial se ve como una fuente de legitimación del régimen, un mecanismo fundamental para la supervivencia del sistema.
A lo largo de la historia, la lucha entre los regímenes autoritarios y sus opositores ha tenido en el corazón un choque entre dos versiones alternativas de la realidad: la verdad oficial impuesta por el régimen y la verdad subterránea que los disidentes intentan mantener viva. En la Unión Soviética, miles de ciudadanos se esforzaban por encontrar la verdad, sintonizando radios extranjeras o leyendo libros prohibidos en la red clandestina del samizdat. Este enfrentamiento entre la versión oficial del poder y las verdades ocultas fue lo que finalmente llevó al colapso del régimen soviético, cuando la percepción de una historia falsa, de un éxito inventado y de una superioridad ficticia se hizo insostenible.
El problema central en la Unión Soviética no era solo la censura, sino la inaccesibilidad física de la verdad. En un sistema donde la verdad es un bien escaso, aquellos que tienen acceso a ella se convierten en los custodios del poder. Esta situación crea un ambiente en el que el pensamiento crítico y la capacidad de análisis son desincentivados, y la capacidad de corregir los errores del sistema se ve seriamente limitada. Esto pone en riesgo la supervivencia a largo plazo del régimen, pues un sistema que no puede adaptarse y reconocer sus fallos está condenado al fracaso.
En la Rusia de Putin, se observa una evolución hacia un régimen que emplea tanto las herramientas clásicas de propaganda y censura como las más modernas y sofisticadas técnicas mediáticas para reforzar su narrativa. En este contexto, la verdad se ha convertido en un instrumento político más, cuyo control es esencial para el mantenimiento del poder. La afirmación de los nacionalistas rusos de que "la verdad está de nuestro lado" resuena con fuerza en un sistema donde la única verdad válida es la que emana del Kremlin, y cualquier intento de desafiar esta verdad es visto como un ataque al Estado.
Es fundamental comprender que, en regímenes autoritarios, la verdad no es solo una cuestión de hechos, sino un componente central de la legitimación del poder. Cuando la verdad es sustituida por una narrativa oficial controlada, la capacidad de la sociedad para cuestionar y corregir los errores del sistema se ve gravemente debilitada. La manipulación de la verdad se convierte en una herramienta crucial para mantener el control social y político, y es por eso que los regímenes autoritarios invierten grandes esfuerzos en imponer su versión de la realidad.
¿Cómo se define la injerencia rusa y qué revelan las vulnerabilidades actuales de las democracias occidentales?
En los últimos años, la legitimidad de los procesos electorales en las democracias occidentales ha sido puesta en duda por lo que se ha descrito ampliamente como injerencia rusa. La supuesta intervención de actores vinculados a Rusia en la producción y propagación de desinformación, así como en la manipulación de las redes sociales, ha sido uno de los focos de atención más recurrentes desde las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016. Aunque el impacto directo de estos esfuerzos puede haber sido menor de lo que inicialmente se temía, el hecho de que la interferencia fuera plausible y posible ha generado una preocupación generalizada, especialmente en Europa y América del Norte. Este fenómeno no solo ha puesto de relieve la creciente disposición del Kremlin a utilizar una amplia gama de herramientas en su confrontación geopolítica con Occidente, sino que también ha expuesto de manera vívida las vulnerabilidades estructurales de las democracias contemporáneas. Vulnerabilidades que afectan tanto al entorno informativo como a los sistemas computacionales de las campañas políticas, propensos al hackeo por actores maliciosos.
El concepto de "injerencia rusa" se consolidó como un fenómeno específico a raíz de los eventos que rodearon las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2016. Antes de este periodo, la mención de "injerencia rusa" en los medios occidentales no era una narrativa consolidada. De hecho, en el análisis de medios de comunicación en inglés como The New York Times o The Guardian, la referencia a la intervención rusa estaba casi exclusivamente relacionada con las tensiones en Ucrania y Georgia, no con las democracias consolidadas de Occidente. No fue hasta después de los sucesos de 2016 que la cobertura mediática de este tema se disparó, convirtiéndose en un foco recurrente de atención, especialmente con el escándalo de la manipulación de las elecciones en el Reino Unido en 2019. La creciente mención de la "injerencia rusa" marca un punto de inflexión, donde se comienza a reconocer que las democracias occidentales son cada vez más vulnerables a los métodos de manipulación digital y desinformación.
En cuanto a lo que es específicamente "ruso" en esta injerencia, el hecho de que un actor estatal externo haya logrado interferir con éxito en los procesos políticos internos de otra nación fue un shock para los Estados Unidos. Sin embargo, la preocupación por la injerencia extranjera ha sido una cuestión central en Rusia durante mucho tiempo. La noción de "democracia soberana", formulada por Vladislav Surkov en 2006 y fuertemente asociada con el gobierno de Vladimir Putin, se ha entendido comúnmente como una respuesta a la prepotencia de Occidente al intervenir en los asuntos internos de países fuera de su esfera de influencia, especialmente en sus "zonas cercanas". En este contexto, lo que en Occidente se interpretó como injerencia rusa fue visto en Moscú como una reacción a las continuas intromisiones de las potencias occidentales, en particular Estados Unidos, en la política interna de países de Europa del Este, Asia Central y el Medio Oriente.
Así, la "injerencia rusa" no es necesariamente un fenómeno innovador ni único en el contexto internacional. De hecho, lo que algunos observadores han denominado "guerra híbrida" de Rusia es, en realidad, una actualización de tácticas utilizadas durante años por potencias occidentales, particularmente por Estados Unidos en América Latina y en el Oriente Medio, especialmente durante la Primavera Árabe. En este sentido, lo que se percibe como una amenaza rusa a las democracias occidentales debe ser entendido en un marco más amplio de rivalidades geopolíticas y estrategias de poder, donde las fronteras entre la defensa y la agresión se diluyen. El uso de tecnologías digitales y la desinformación no son más que herramientas de un juego mucho más grande que involucra la seguridad, la soberanía y la influencia global.
Es crucial que los países occidentales no solo se centren en las acciones de Rusia, sino que reconozcan las vulnerabilidades estructurales que estas prácticas han revelado en sus sistemas políticos y tecnológicos. La exposición de estos puntos débiles debe llevar a un examen más profundo de cómo las democracias gestionan la seguridad cibernética, la protección de los datos y, sobre todo, la fiabilidad de la información que circula en los medios digitales. La respuesta a la injerencia no debe ser una simple reacción ante la agresión externa, sino un proceso interno de fortalecimiento de las instituciones democráticas y una revisión de las normas y políticas de seguridad nacional en el ciberespacio.
Es necesario comprender que la vulnerabilidad no reside únicamente en las acciones de los actores externos, sino también en la exposición de las democracias occidentales a sus propios puntos débiles, ya sean políticos, sociales o tecnológicos. La desinformación y el hackeo son síntomas de un problema más profundo relacionado con la gestión de la información, la polarización interna y la fragilidad de las instituciones democráticas ante los desafíos contemporáneos. En lugar de caer en la paranoia de una guerra digital, los países democráticos deben realizar una reflexión más amplia sobre cómo han llegado a ser tan vulnerables a la manipulación externa y qué pasos concretos deben tomar para reforzar la resiliencia de sus sistemas democráticos.
¿Cómo afecta la política de la post-verdad a las democracias contemporáneas?
La política de la post-verdad se ha consolidado como uno de los fenómenos más desafiantes de las democracias modernas. Su expansión plantea interrogantes fundamentales sobre el papel de la verdad, la mentira y la manipulación de la información en el proceso político. A través de diversos estudios y perspectivas académicas, se ha logrado delinear cómo este fenómeno impacta en las estructuras democráticas, modificando las relaciones de poder, las decisiones públicas y el comportamiento electoral. El análisis de las fases de creación, difusión y detección de las falsedades es crucial para entender su efecto sobre la democracia.
En primer lugar, se debe comprender cómo la manipulación de la información socava los principios fundamentales de la democracia. La propagación de noticias falsas y la diseminación de narrativas que distorsionan la realidad crean un caldo de cultivo para la polarización social y política. Este fenómeno no solo altera el debate público, sino que también fomenta una cultura de desconfianza hacia las instituciones democráticas. Federica Merenda, en su reflexión sobre los trabajos de Hannah Arendt, subraya cómo la distorsión de la verdad y la manipulación de la información pueden erosionar la capacidad crítica de los ciudadanos y, por lo tanto, debilitar la democracia. Arendt ya alertaba sobre los peligros del totalitarismo, donde la verdad oficial es impuesta, y las alternativas son suprimidas.
Por otro lado, la disparidad económica y social en las sociedades contemporáneas también juega un papel importante en la propagación de la post-verdad. Elisa Piras aborda cómo las crecientes desigualdades afectan la esfera pública, un espacio crucial para el intercambio de ideas en las democracias. Las desigualdades no solo limitan el acceso a información veraz, sino que también abren un terreno fértil para las mentiras y la desinformación, particularmente entre los grupos más marginalizados. La justicia epistémica, como concepto emergente, destaca la importancia de garantizar que todas las voces puedan acceder a una información precisa y justa. De no ser así, los grupos vulnerables quedarán atrapados en narrativas distorsionadas que perpetúan su exclusión y marginación.
En este contexto, el uso de la inteligencia artificial y las tecnologías digitales se ha convertido en un doble filo. Por un lado, ofrecen herramientas poderosas para la democratización de la información, pero por otro, también se prestan a la creación y difusión de noticias falsas. La intersección entre el feminismo y la ética de la inteligencia artificial, como abordan Liza Ireni-Saban y Maya Sherman, pone en evidencia cómo la discriminación y la opresión pueden amplificarse cuando las tecnologías de la información no se gestionan éticamente. El uso de bots y algoritmos para amplificar mensajes políticos falsos no solo altera las percepciones individuales, sino que también puede tener consecuencias directas en decisiones cruciales, como en el caso del referéndum del Brexit en 2016.
La complejidad del fenómeno de la post-verdad se refleja en el impacto tangible que tiene en las decisiones electorales. Aunque la idea de que las noticias falsas puedan alterar el comportamiento electoral ha sido ampliamente discutida, estudios recientes, como los de Curini y Pizzimenti, sugieren que los efectos directos son difíciles de probar. Las personas tienden a consumir información que refuerza sus ideas preexistentes, lo que limita el impacto de las noticias falsas en la modificación de votos. Sin embargo, el hecho de que las mentiras sigan circulando plantea un reto para la calidad democrática, ya que socavan la capacidad de los votantes para tomar decisiones informadas y razonadas.
Otro aspecto importante que se debe considerar es el papel de los actores estatales en la creación y difusión de la desinformación. En países como Rusia, el control de la información se utiliza como una herramienta de poder para moldear la opinión pública tanto dentro como fuera de sus fronteras. La propaganda del Estado, como expone Francesco Bechis, se combina con ciberoperaciones y tácticas de manipulación digital para difundir una "verdad" que sirve a los intereses del régimen. Este tipo de "poder afilado" no solo es una amenaza interna, sino que también afecta las democracias extranjeras, utilizando las plataformas digitales para dividir y polarizar a las sociedades.
En conclusión, la política de la post-verdad no es solo un fenómeno contemporáneo que afecta la forma en que las personas se informan, sino que constituye un desafío directo para la estructura misma de las democracias modernas. Enfrentar este desafío requiere un entendimiento profundo de cómo funciona la manipulación de la información y de qué manera las plataformas digitales pueden ser utilizadas para redistribuir el poder en las sociedades. Las democracias deben estar preparadas para desarrollar estrategias que no solo contrarresten las mentiras, sino que también fomenten una cultura de pensamiento crítico y acceso a la información veraz.
Es fundamental, además, reconocer que la lucha contra la post-verdad no puede recaer exclusivamente en las autoridades o en las plataformas tecnológicas. Los ciudadanos deben asumir un papel activo en la defensa de la verdad, exigiendo transparencia, promoviendo la educación crítica y cuestionando las narrativas dominantes que pretenden moldear su visión del mundo.
¿Cómo la libertad de información y las redes sociales desafían las normas tradicionales del periodismo?
El derecho a la libertad de información está profundamente enraizado en la sociedad contemporánea, no solo como un principio fundamental de las democracias, sino también como un desafío constante para los medios de comunicación y las plataformas digitales. El caso de Delfi v. Estonia, que subraya la flexibilidad de las reglas del periodismo objetivo, nos invita a reflexionar sobre cómo las mismas normas que rigen la prensa tradicional pueden adaptarse a los nuevos medios, como los sitios web, los blogs y las redes sociales. La expansión de la libertad de información más allá de los medios tradicionales hacia estas nuevas plataformas no solo plantea cuestiones sobre su aplicabilidad, sino que también abre el debate sobre la naturaleza del contenido y la ética del periodismo digital.
A lo largo de los últimos años, hemos sido testigos de cómo los contenidos autogenerados por los usuarios han cambiado sustancialmente. Cada vez más, las redes sociales, los foros y las plataformas digitales se han convertido en el epicentro de la difusión de noticias e información. Sin embargo, este contenido a menudo carece de la verificación que caracteriza al periodismo profesional, lo que lleva a la propagación de desinformación, especialmente a través de memes y publicaciones sin ninguna referencia a fuentes fidedignas. En este contexto, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha subrayado que la responsabilidad no recae únicamente sobre los periodistas profesionales, sino también sobre aquellos individuos que participan en el debate público, difundiendo noticias y opiniones sin necesariamente ser considerados periodistas. El TEDH ha afirmado que aquellos que se involucran en la difusión de información deben actuar con buena fe, basarse en hechos verificables y proporcionar información "fiable y precisa", principios que deben extenderse a todos los actores en el espacio público.
Este enfoque se vuelve aún más relevante en el ámbito de las plataformas en línea, donde las redes sociales se han convertido en los nuevos "periódicos" virtuales, pero sin la supervisión o los estándares éticos que históricamente han acompañado al periodismo tradicional. A pesar de las críticas sobre la privatización de la censura, se reconoce que estas plataformas tienen la responsabilidad de regular el contenido que se difunde a través de ellas. Este fenómeno plantea un reto, ya que, si bien el TEDH ha permitido que incluso un individuo no considerado periodista se sujete a las normas del periodismo en cuanto a la difusión de información, el alcance de la libertad de expresión se ve amenazado cuando se aborda el concepto de "noticias falsas".
En este sentido, el término "fake news" ha cobrado una relevancia particular, especialmente en contextos electorales. En el caso de Brzeziński v. Polonia, el TEDH abordó por primera vez el concepto de "fake news" en una decisión europea, reconociendo la necesidad de luchar contra la diseminación de información errónea sobre los candidatos electorales para preservar la calidad del debate público durante los períodos preelectorales. Aunque los tribunales polacos gestionaron la cuestión de una noticia inexacta difundida por un candidato, el TEDH validó la censura de esa "fake news" en base a su coherencia con el Artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, a pesar de que dicha información fuera difundida por un actor político en un debate público.
Sin embargo, este uso del término "fake news" es complejo, especialmente cuando se aplica al ámbito político. Si vinculamos "fake news" con "desinformación" y las asociamos con la prensa, corremos el riesgo de malinterpretar las categorías, pues no se trata solo de hechos erróneos, sino también de valoraciones políticas y opiniones. Es cierto que las declaraciones falsas de los políticos pueden ser censuradas (como en casos de difamación), pero es importante no aplicar las estrictas reglas del periodismo a los actores políticos que se dedican a la propaganda y no a la difusión objetiva de noticias.
En cuanto a la regulación de las plataformas en línea, la UE ha adoptado un enfoque prudente para evitar una regulación excesiva o desproporcionada que restrinja indebidamente la libertad de expresión. La acción de la UE no impide que los Estados miembros tomen iniciativas adicionales en sus territorios y tampoco infringe los derechos fundamentales nacionales. En su lugar, estas acciones se alinean con los principios establecidos por el TEDH, buscando un equilibrio entre la lucha contra las "fake news" y la preservación de la libertad de expresión.
Uno de los mayores retos es la llamada "privatización de la censura", un fenómeno que se ha intensificado con la delegación de responsabilidades en las plataformas digitales para eliminar contenido considerado ilegal o perjudicial. En este sentido, las leyes como la NetzDG en Alemania, que obliga a las redes sociales a eliminar contenido en un corto plazo tras una notificación, o los proyectos de ley en Italia, que proponen que las plataformas se encarguen de la moderación de contenidos sin la intervención de autoridades judiciales, evidencian este proceso. Aunque la privatización de la censura ha sido criticada, también se reconoce que las plataformas tienen un papel crucial en la regulación de los contenidos que se difunden en sus espacios.
Finalmente, es importante señalar que, en este contexto digital, los debates sobre la libertad de expresión, la desinformación y la moderación de contenidos continúan evolucionando. A medida que las plataformas en línea se convierten en los nuevos actores de la comunicación pública, las normas tradicionales del periodismo deben ser adaptadas para reflejar los desafíos y realidades del mundo digital. La regulación debe equilibrar cuidadosamente la protección de la libertad de expresión y el derecho a la información con la necesidad de prevenir la diseminación de contenido dañino o falso, sin recurrir a la censura excesiva o la privatización del poder de decisión sobre qué información es válida.

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