Cada acción en el ámbito del espionaje debe ser meticulosamente estudiada, ya que nada puede dejarse al azar si se quiere evitar la sospecha. Lo que podría parecer una acción automática e inocente en una persona ajena a estos riesgos, se convierte en un procedimiento arduo y complicado para un espía. El examen más severo se presenta cuando el agente secreto descubre que está siendo observado por sus opositores. A menos que tenga un carácter excepcionalmente fuerte, es probable que entre en pánico al darse cuenta de que la policía vigila sus movimientos, lo que podría llevarlo a cometer alguna indiscreción que lo delate como agente enemigo. Para prevenir esta eventualidad, los espías alemanes recibían instrucciones precisas sobre cómo comportarse si se encontraban en una situación de este tipo.

La táctica más empleada en estos casos era la de actuar de manera audaz y decidida, con la esperanza de desviar la atención de los observadores y convencerlos de su lealtad. Uno de los planes más comunes era que el espía, al percatarse de que había despertado sospechas, se presentara directamente en la sede del enemigo y se ofreciera como voluntario para trabajar en su servicio. Esta estrategia se trabajaba con tal precisión que los agentes se les proporcionaba información relevante para sus informes en caso de ser contratados, información que a menudo era extremadamente sensible y a veces de naturaleza destructiva. Los alemanes utilizaban esta táctica para hacer caer a personas que deseaban ver castigadas, algunas veces por razones triviales, otras por despecho, y en muchos casos para exponer a agentes superiores y ahorrar recursos en aquellos que se habían vuelto indeseables o insostenibles.

A primera vista, parece que una acción tan audaz como ofrecerse como espía podría aliviar cualquier sospecha, pero, en realidad, este gesto tenía el efecto contrario. El espionaje alemán tiene una característica única en cuanto al reclutamiento de espías voluntarios. No solo facilita la infiltración de agentes de otras naciones en sus filas, sino que también obliga a emplear una gran cantidad de otros agentes para supervisar a estos voluntarios, cuyo compromiso no ha sido sometido a pruebas rigurosas. Ningún otro país recluta agentes de esta manera. El trabajo de espionaje es tan confidencial, exige tanta confianza absoluta y conlleva responsabilidades tan grandes que los agentes suelen ser seleccionados con sumo cuidado entre aquellos cuya lealtad y fidelidad son incuestionables.

En otros países, un agente es probado antes de ser seleccionado y, por tanto, no se requiere una vigilancia constante sobre él, como ocurría en el sistema alemán, donde se empleaba a individuos con antecedentes dudosos y desertores enemigos. Estos tipos de agentes eran fáciles de disciplinar, pues vivían con el temor constante de ser expuestos por sus empleadores en caso de que sus servicios fueran insatisfactorios. Sin embargo, para llevar un control adecuado de estos agentes problemáticos, los alemanes necesitaban una fuerza policial eficiente y elaborada, que resultó ser una de las secciones más competentes dentro de su servicio de inteligencia.

El ofrecerse como espía en un país que recluta agentes con cuidado e incluso sacrificio de lealtad, como la mayoría de las naciones, implica que inmediatamente se incurre en sospecha de tener motivos ocultos. A pesar de que esta doctrina era aceptada universalmente en los servicios de inteligencia fuera de Alemania, los alemanes continuaban instruyendo a sus agentes para que se ofrecieran como voluntarios en el servicio secreto enemigo si alguna vez sentían que sus actividades estaban bajo sospecha. De esta forma, el espía quedaba atrapado en una difícil situación: si su propia agencia de contraespionaje sospechaba de él, se tomarían medidas drásticas para disciplinarlo. Además, el agente debía aceptar cualquier misión que le asignaran sus nuevos empleadores, lo que lo obligaba a realizar un doble juego y presentar informes que debían resistir el escrutinio de los expertos.

No obstante, esta estrategia también tenía un propósito útil, pues revelaba los puntos de interés del enemigo, sirviendo así a los objetivos del espionaje. El espía que se ofrecía como voluntario generalmente informaba de inmediato a su superior, quien recibía también los detalles de la información que debía proporcionar. Si el cuartel general alemán aprobaba la actuación del agente, le proporcionaban las respuestas necesarias para engañar al enemigo. Sin embargo, ser un espía que trabaja para dos bandos nunca es confiable hasta que se demuestra de manera inequívoca su lealtad. En el lado aliado, al menos, el simple hecho de ofrecerse como voluntario era suficiente para que el individuo fuera sospechoso de ser un agente del otro lado.

El peligro de la táctica de ofrecerse como voluntario para el servicio secreto se ilustra con el caso de la Princesa X. Aunque tenía el título de princesa, no nació en la nobleza, sino que lo adquirió a través de su matrimonio. Su origen humilde contrastaba con su posterior vida llena de giros inesperados: fue abandonada en las calles de París, educada por el Estado y, tras superar muchas vicisitudes, llegó a rivalizar con Mata Hari en su profesión. A los 33 años, había tenido amantes de diversas nacionalidades, como egipcios, argentinos, serbios, italianos, ingleses y alemanes, antes de casarse con un príncipe indiscutido. Al final de su vida, fue arrestada en una prisión española, acusada de asesinar a un canadiense.

Su vida estuvo marcada por sus complicaciones internacionales y su participación en el servicio secreto alemán. Fue inducida por su amante alemán, quien era miembro de la inteligencia de su país, a unirse a las filas de la misma agencia. Sin embargo, no tardó en cometer errores que la pusieron en la mira de la policía secreta francesa, lo que terminó por hacerle perder la confianza de sus superiores. A pesar de ser una figura intrigante y capaz de realizar misiones diplomáticas, sus errores la hicieron objeto de burlas dentro de los círculos de la inteligencia francesa, y su figura pasó de ser una curiosidad a una amenaza peligrosa.

¿Cómo se descubre una traición a través de los códigos secretos y los mensajes interceptados?

La historia de espionaje durante la Primera Guerra Mundial revela cómo los mensajes secretos, aparentemente inofensivos, podían contener información vital que cambiaba el curso de las operaciones de inteligencia. En un caso particular, la Torre Eiffel, que actuaba como centro de decodificación, interceptó mensajes que desvelaban traiciones asombrosas y las consecuencias fatales de estos actos. Un ejemplo claro fue el joven oficial Debrabant, quien, cansado de la rutina en las oficinas del Departamento de Inteligencia, buscó una forma de satisfacer su necesidad de aventura. En Barcelona, donde vigilaba las actividades del servicio secreto alemán bajo el barón von Rolland, se vio envuelto en una relación con una rica viuda andaluza. Pronto, su deseo de independencia financiera lo llevó a tomar la decisión fatal de vender secretos sobre la inteligencia francesa a los alemanes. Esta información llegó a Madrid y fue retransmitida a Amberes, causando la muerte de trece agentes. Aunque la traición fue devastadora, los franceses pudieron evitar mayores pérdidas gracias a que poseían la clave del código utilizado para cifrar los mensajes.

En otro episodio, Mata Hari, quien estaba en Madrid, solicitó a su contacto, el agregado naval von Kroon, que enviara dinero desde su cuartel general en Ámsterdam para financiar su vida en París. El mensaje, aunque aparentemente inocente, fue interceptado por los franceses gracias a que conocían la clave del código con el que había sido cifrado. Este hecho no fue producto de un descuido de von Kroon, sino de un error de uno de sus colegas. Un detalle interesante de este relato es la forma en que se obtuvo la clave del código, que se remonta a un episodio protagonizado por un cónsul francés en San Sebastián, quien se convirtió en un experto en fotografía durante la guerra.

Este cónsul, consciente de la propaganda alemana que se dirigía desde esa ciudad a los países neutrales, ideó un plan para fotografiar a los agentes alemanes que llegaban al cuartel general de su servicio secreto. A través de una serie de astutas maniobras, se logró fotografiar documentos cruciales que estaban siendo transportados por los diplomáticos alemanes. Sin embargo, la clave para el éxito de la operación no solo fue la habilidad de la fotógrafa, sino la oportunidad que surgió cuando un diplomático alemán, en un descuido, llevó consigo una carpeta equivocada, en la que no estaban los documentos que necesitaba, sino otros que fueron reemplazados sin que él sospechara.

Mientras tanto, en un episodio paralelo en Nueva York, un agente estadounidense, Houghton, consiguió interceptar un portafolio perteneciente al agregado comercial alemán Dr. Albert, que contenía documentos secretos, incluidos los códigos. Houghton no tuvo que hacer nada sofisticado: simplemente robó el portafolio del diplomático en el metro. Ese mismo día, los documentos fueron entregados a la policía, quienes, al reconocer la importancia de los papeles, comenzaron a fotografiarlos para preservar la información antes de devolverlos al dueño.

Todo esto ilustra un aspecto fundamental del espionaje: la importancia de las claves y los códigos. La posesión de la clave adecuada podía convertir un mensaje inofensivo en una revelación letal. Cuando los oficiales franceses interceptaron el mensaje de von Kroon, pudieron descifrarlo y, por primera vez, obtener una evidencia contundente contra Mata Hari. Sin embargo, lo que realmente desveló su traición fue la astucia y la paciencia de los agentes de inteligencia que, a través de diversas tácticas de vigilancia, pudieron obtener la clave del código utilizado para cifrar los mensajes, lo que les permitió desmantelar la red de espionaje.

Este relato también pone de manifiesto cómo los espías, a menudo considerados héroes en sus respectivos países, pueden llegar a ser víctimas de sus propios errores y de las circunstancias imprevisibles. La historia de Mata Hari no es solo la de una mujer acusada de traición, sino también la de un sistema de espionaje tan complejo que incluso los errores aparentemente triviales pueden tener consecuencias fatales. En este contexto, es crucial comprender cómo los agentes y sus contrapartes juegan con la información y los códigos, y cómo incluso un pequeño descuido o una decisión impulsiva puede ser la clave para desvelar una red de espionaje.

¿Por qué permanece Muller en Cliffhurst después de obtener los planos del torpedo Croxton-Delahey?

Carrados se mostró, como siempre, imperturbable, mientras escuchaba con atención los detalles que le proporcionaba el Inspector Tapling. El caso que tenían entre manos no era trivial, y los giros que iba tomando se volvían cada vez más intrigantes. A medida que la conversación avanzaba, los elementos de espionaje, intriga y secretos militares se tejían con una precisión escalofriante.

El torpedo Croxton-Delahey era una de esas máquinas que casi parecían sacadas de una novela de ciencia ficción, pero, como tantas veces ocurre, la realidad superaba la fantasía. Este torpedo, que podría recorrer hasta diez mil yardas a una velocidad de 55 nudos, poseía un mecanismo que le permitía cambiar de rumbo de forma autónoma, zigzagueando por un área determinada antes de encontrar un objetivo. Su capacidad para perforar redes de torpedos, cargado con una impresionante cantidad de algodón-pólvora, lo convertía en un arma altamente destructiva. Si, por alguna razón, se encontraba cerca de un objeto metálico importante, su destino era claro: avanzar hacia él, romper cualquier barrera que lo detuviera y detonar un proyectil de gran calibre, dejando solo destrucción a su paso.

Este dispositivo, un prodigio de la ingeniería bélica, había caído en las manos equivocadas. El misterio residía, en parte, en cómo sus planos habían sido filtrados y, en especial, por qué una figura como Muller, un espía alemán, se encontraba aún en la tranquila localidad de Cliffhurst tras haber obtenido los planos. Lo que parecía un simple acto de espionaje pronto reveló capas más profundas de la trama, con la intervención de una mujer desconocida y la cercanía de un grupo de sospechosos que actuaban como peones en un juego mucho más grande.

El Inspector Tapling había logrado reunir algunos datos sobre Muller, quien tenía una villa amueblada en Cliffhurst, lugar que parecía ser su refugio. Aunque había cambiado algunos billetes alemanes en Kingsmouth y mantenía comunicaciones con Lubeck, hasta el momento no se había logrado una conexión directa con el misterioso “Brown”, la persona que, según la inteligencia británica, había filtrado los planos del torpedo. En un principio, Tapling creía que Muller estaba tratando de sacar provecho de los secretos militares británicos, pero su permanencia en Cliffhurst después de haber obtenido los planos era desconcertante. Si lo que buscaba era huir con la información, ¿por qué quedarse en una pequeña localidad costera en lugar de escapar rápidamente hacia algún lugar seguro?

La pregunta de Carrados sobre la lógica de la permanencia de Muller no era, como parecía, tan trivial. Al contrario, reflejaba un punto clave en el misterio. Tapling, consciente de que su teoría no era más que una suposición, confesó que los espionajes extranjeros tienden a mantener los secretos en sus propias manos, incluso cuando podrían intentar venderlos o entregarlos. Una carta, una llamada, un mensaje cifrado... todo podía ser interceptado, especialmente en tiempos de incertidumbre y conflicto, y los servicios secretos británicos sabían muy bien lo que estaba en juego. El hecho de que Muller hubiera decidido permanecer en el mismo lugar después de obtener los planos no era una casualidad, y de alguna forma, el Inspector sentía que las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.

De repente, un dato aparentemente insignificante adquirió importancia: las activistas sufragistas de la zona, que durante esa semana habían provocado caos con sus protestas, bloqueando las oficinas de correos y alterando el normal funcionamiento de la correspondencia. Era un factor que los detectives no habían considerado inicialmente, pero que ahora, con el descubrimiento de que la correspondencia podía haber sido interceptada, adquiría un nuevo significado. La posibilidad de que los documentos de Muller pudieran haber sido desviados o detenidos por causas externas aumentaba la complejidad de la situación.

El plano del torpedo Croxton-Delahey, como se había temido, no era solo una cuestión de alta tecnología, sino una pieza más en un juego de espionaje que abarcaba no solo a espías, sino a actores políticos y sociales, cada uno moviendo piezas en un tablero mucho más grande. Cada detalle, cada observación, por insignificante que fuera, era crucial para desentrañar la verdad detrás de los actos de Muller y su posible conexión con Brown.

Lo que no podía saberse aún era el verdadero objetivo de Muller. ¿Era simplemente un espía más, o existía una conspiración más grande en juego, que implicaba actores de alto nivel, tanto dentro como fuera del gobierno británico? La trama tomaba giros inesperados, y Carrados, como siempre, había logrado identificar la clave para desentrañar el misterio. Quedaba por ver si el Inspector Tapling, con su investigación en curso, sería capaz de resolver este complicado caso antes de que fuera demasiado tarde.