La relación entre economía y medio ambiente ha sido una cuestión central desde finales del siglo XIX y principios del XX (Martinez-Alier 1990; Vianna Franco y Missemer 2023), especialmente a través de la noción del metabolismo social en la economía ecológica, que tiene sus raíces en el trabajo de Marx (Fischer-Kowalski 1998; Krausmann 2017). La preocupación por el uso de la energía y los materiales se encuentra en el corazón de la economía ecológica (Georgescu-Roegen 1971), y está vinculada a teorías como el intercambio ecológico desigual (Hornborg 2017) y la política del modo imperial de vida (Brand y Wissen 2017). Estas teorías señalan las prácticas explotadoras necesarias para asegurar las cadenas de suministro que respaldan las sociedades de consumo modernas.
Diversos aspectos del pensamiento eco-marxista/socialista están fuertemente vinculados y pueden contribuir al entendimiento de las interacciones entre economía y medio ambiente desde la perspectiva de los economistas sociales ecológicos. Douai (2017) describe el eco-marxismo como desarrollándose a partir de tres líneas fundamentales. En primer lugar, el carácter metabólico de la producción implica impactos medioambientales inevitables, ya que se extraen recursos y se devuelven desechos al entorno. Los vínculos con los procesos naturales (como los ciclos de nutrientes) se rompen por la producción capitalista a través de la sustitución de fertilizantes naturales por artificiales, la industrialización y la separación entre ciudad y campo. El cambio sustantivo en el metabolismo social puede dar lugar a una transición hacia un nuevo régimen social ecológico, o una fractura metabólica, como fue el caso con el paso a los combustibles fósiles (Krausmann et al. 2008).
En segundo lugar, el marxismo conceptualiza dos aspectos del valor de las mercancías: el valor de uso y el valor de cambio. El capitalismo se orienta completamente a la creación de la mercancía con el objetivo de maximizar el valor de cambio en busca de beneficios. El primero, según Douai, se refiere a las verdaderas necesidades sociales que son ignoradas bajo el capitalismo, junto con el valor de la naturaleza al satisfacer esas necesidades. El tercer punto, basado en las sugerencias de James O’Connor (1988; 1991), establece que existe una contradicción ecológica en la producción capitalista que socava su propia reproducibilidad a través de procesos de acumulación de capital que destruyen su base en la naturaleza.
Sin embargo, a pesar de las críticas del eco-marxismo, muchos sectores tradicionales del marxismo y el socialismo parecen solo rendir homenaje a la crisis social y ecológica, ignorando el punto claro de Elmar Altvater (citado por Speckmann y King 2018) de que la cuestión ecológica es, al mismo tiempo, una cuestión social y no puede ser abordada de manera separada. Hoy en día, la izquierda continúa tratando los aspectos sociales y ecológicos como pensamientos distintos, sin entender que las fuerzas de producción y destrucción pueden convertirse la una en la otra, y que más crecimiento significa un mayor consumo de recursos naturales y contaminación ambiental (Speckmann y King 2018).
Este enfoque ha dado lugar a políticas que promueven un crecimiento verde tecnocrático y un ambientalismo reformista de mercado, que a pesar de un mayor papel del Estado, se asemejan poco a las políticas pro-capitalistas de los mainstream ortodoxos y neoliberales. Un ejemplo claro de esta contradicción es el caso del eco-socialista Michael Jacobs, exsecretario general de la Fabian Society y, en su momento, activamente involucrado en la economía ecológica (por ejemplo, Jacobs 1996). En su página web, Jacobs explica que en los primeros años 2000, como asesor del Ministerio de Hacienda del Reino Unido bajo el Partido Laborista, fue responsable de encargar la revisión económica del clima de Stern (2007). Más tarde, Jacobs y Mazzucato (2016) promovieron la inversión tecnológica y el crecimiento económico como sostenibles e inclusivos, creyendo que las economías capitalistas basadas en la acumulación de capital pueden ser aprovechadas por un gobierno centralizado para crear economías impulsadas tecnológicamente que produzcan excedentes redistribuibles.
Este enfoque entra en contradicción con el conocimiento eco-marxista y económico ecológico sobre la estructura y operación de las economías de crecimiento acumulativo de capital, pues intenta eliminar (no abordar) tanto las críticas ecológicas como sociales. Desde el punto de vista ecológico, se basa en la afirmación de que la tecnología permitirá desacoplar las economías capitalistas de sus impactos ambientales, a pesar de las evidencias que demuestran lo contrario (Fletcher y Rammelt 2017; Hickel y Kallis 2020; Parrique et al. 2019). En el plano social, se intenta compensar los impactos con políticas de bienestar, como subsidios o ingresos, sin una reforma estructural del sistema económico.
Este enfoque ignora, además, las cadenas de suministro y la naturaleza internacional de las economías modernas (Brand y Wissen 2021; Hornborg 1998; 2017). Hornborg (2023: 24) señala que celebrar el desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo es ignorar las demandas de tiempo humano y espacio natural que impone a otros sectores del sistema mundial. No solo los trabajadores de las fábricas producen valor, sino también aquellos que realizan trabajos de extracción, transporte y manufactura en lugares más pobres del mundo. Por tanto, no es posible ofrecer una explicación completa de la lógica del capitalismo únicamente desde la teoría del valor trabajo.
En última instancia, la contradicción fundamental entre marxistas/socialistas y ecologistas radica en la importancia relativa que se le otorga al valor en los humanos frente al valor en la naturaleza y el estatus moral de los no humanos, lo que determina la prioridad de los objetivos sociales frente a los ecológicos. En la teoría de Marx, el trabajo es el que crea el valor económico, mientras que los recursos naturales ofrecen valores de uso cuando son procesados por la aplicación de la fuerza de trabajo. Sin embargo, es necesario reconocer que, a pesar de que Marx permite que el valor de uso exista en la naturaleza de forma independiente al trabajo (como en el aire que respiramos), este no tiene valor económico bajo el capitalismo. Este dilema refleja la tensión constante entre comprender estos valores como sociales o basados en la naturaleza. Además, surge un problema evidente en cómo la expansión del valor de cambio se relaciona con la apropiación insostenible del valor de uso de la naturaleza, del cual depende el propio sistema económico.
¿Es posible una macroeconomía ecológica sin depender del crecimiento?
La persistente fe en el crecimiento económico como vía para alcanzar la prosperidad sigue impregnando incluso los enfoques heterodoxos de la economía ecológica. Algunos intentos de conciliación, como los propuestos por Harris, sostienen que puede lograrse un equilibrio entre crecimiento y sostenibilidad si este crecimiento se orienta hacia sectores no materiales del consumo. Esta lógica propone mantener el crecimiento macroeconómico mediante un consumo que no incremente el flujo físico de recursos, asumiendo que existe una forma de crecimiento "ambientalmente beneficioso". Sin embargo, esta visión descansa sobre un optimismo tecnológico que subestima la urgencia y magnitud de los límites planetarios.
La insistencia en una conciliación entre economía ecológica y crecimiento revela una conceptualización errónea y una incomprensión fundamental de la crisis ecológica. Posturas como la de Harris reproducen una narrativa dominante que atribuye dicha crisis a fallos del mercado, los cuales podrían corregirse mediante la internalización de externalidades. Esta lógica ignora la dimensión estructural y sistémica del problema. Además, la idea de que el envejecimiento poblacional y el consiguiente aumento de la demanda en el sector salud representan una oportunidad económica, invisibiliza la economía del cuidado no remunerado, realizada mayoritariamente por mujeres, y perpetúa una visión androcentrista del trabajo y la producción.
Del mismo modo, la afirmación de que el crecimiento económico sigue siendo esencial en los países en desarrollo continúa justificando el extractivismo, la apropiación de sumideros ecológicos y la reproducción de un modelo industrializado de desarrollo intrínsecamente insostenible. La promoción de una clase media global como aspiración universal no solo es ambientalmente destructiva, sino también moralmente cuestionable, al sostenerse sobre cadenas de suministro desiguales, colonialismo, despojo territorial, militarización y explotación de pueblos indígenas.
Frente a estas posiciones, se hace necesaria una ruptura radical con la economía ortodoxa y sus formas de disidencia domesticadas. No se trata de reformar el paradigma dominante desde dentro, sino de construir uno nuevo desde fundamentos éticos y ecológicos. Esto implica abandonar el fetichismo del PIB y de los indicadores hedonistas, reemplazándolos por criterios múltiples que reconozcan la inconmensurabilidad de valores y la complejidad de lo social y lo ecológico.
La economía ecológica debe rescatar los vínculos con el pensamiento postkeynesiano en la medida en que este aporte enfoques realistas, históricos y pluralistas. Elementos como el tiempo histórico, la incertidumbre y las instituciones, propios de la metodología postkeynesiana, resuenan con los principios de la economía ecológica. Asimismo, contribuciones desde teorías del consumidor que reconocen las decisiones no compensatorias y la centralidad de las necesidades, como las de Lavoie o Georgescu-Roegen, ofrecen un terreno fértil para articular una crítica al paradigma de la sustitución marginal y los intercambios óptimos.
Una macroeconomía ecológica transformadora debe ir más allá del enfoque nacional, reconociendo las interdependencias globales y las asimetrías en los flujos materiales. Debe integrar el trabajo no monetizado y el cuidado como componentes esenciales en la reproducción de la vida. Los mercados deben dejar de ser entendidos como mecanismos neutrales de asignación, para ser analizados como instituciones históricas que requieren rediseño. La moneda, por su parte, puede repensarse mediante experimentos con monedas locales y formas de provisión no monetarias.
La tecnología no debe considerarse una caja negra con soluciones milagrosas, sino un ámbito con implicaciones sociales y ecológicas profundas. Es necesario cuestionar su papel dentro del complejo industrial-militar y sus vínculos con economías orientadas al crecimiento. Las consecuencias patológicas de este modelo económico deben analizarse a largo plazo, superando la ceguera voluntaria de Keynes al respecto. Por último, el objetivo macroeconómico debe reformularse en términos de provisión social de necesidades dentro de un marco ético, donde el bienestar individual no se mida por el consumo, sino por la equidad, la justicia y la sostenibilidad.
El diseño económico debe concebirse como un proceso político y ético orientado a garantizar la reproducción de la vida en condiciones dignas para todos los seres —humanos y no humanos—, reconociendo los límites ecológicos y la pluralidad de valores que estructuran las sociedades. La economía no puede continuar operando como un sistema autónomo, divorciado de sus consecuencias sociales y ecológicas, ni como una mera técnica de optimización de recursos escasos para fines ilimitados. Se requiere una reconfiguración integral de su lógica fundacional: abandonar el bienestar hedonista individualizado como objetivo último, para dar paso a una economía del cuidado, de la suficiencia y de la justicia intergeneracional.
¿Cómo redefinir la economía para un bienestar real y sostenible?
La economía ecológica, en su esfuerzo por promover el desarrollo, a menudo se presenta como una posición incuestionable, evidente por sí misma y éticamente justificada. Sin embargo, se minimizan los daños causados por el crecimiento económico, mientras que la inconmensurabilidad de los valores se niega por completo en la economía convencional (O’Neill 2017; O’Neill y Spash 2000). Esto implica que, cuando ocurren daños, muchos economistas suponen que estos son compensados por los “beneficios”, dado que el sistema general se asume como progresivo y como un generador neto de bienestar.
Este punto de vista resalta la necesidad de repensar la economía, redefiniéndola no solo como un medio para el crecimiento material, sino como un proceso de provisión social orientado a satisfacer las necesidades humanas, basado en la salud y el funcionamiento mantenido de los ecosistemas de la Tierra. No obstante, lo que debe ser sostenido en este contexto no debe confundirse con el placer hedónico tradicional o con conceptos diluidos de “bienestar”. Propuestas como las de la economía del bienestar (Fioramonti et al. 2022), que adoptan teorías ortodoxas de capital (por ejemplo, el enfoque de Dasgupta 2021), presentan una visión más limitada y reduccionista. Según la investigación sobre la felicidad de Easterlin, existe una relación entre el consumo material y la búsqueda de placeres hedónicos alternativos, pero también se hace evidente una tensión entre esta búsqueda de satisfacción y la constatación de que tales placeres no constituyen la verdadera fuente de una vida buena y significativa.
A lo largo de la historia, pensadores como O'Neill (2006) han cuestionado el enfoque hedonista del bienestar, que se centra en el aislamiento de los placeres para el individuo, sin tener en cuenta el patrón global de su vida y sus experiencias. La existencia humana es mucho más que el hedonismo puro, que está guiado solo por los deseos o apetitos, ignorando otras motivaciones humanas fundamentales que permiten alcanzar un equilibrio psicológico. Ya Platón destacaba la importancia del autrespeto, el honor y la razón como aspectos constitutivos de la humanidad. Para Aristóteles, la vida dirigida únicamente al placer sensorial era equivalente a una vida bestial. La búsqueda de placeres sensuales como fin de la existencia humana era, en su visión, un camino erróneo que deshumaniza al individuo. En contraste con la visión hedonista, Aristóteles propone el concepto de eudaimonía, un concepto que se refiere a una vida plena, no como un estado subjetivo de satisfacción, sino como una realización objetiva de aspectos concretos de la vida humana, como la moralidad, el carácter y la virtud.
La economía ecológica, en la línea de Jackson (2020), aboga por una prosperidad sostenible para todos los seres humanos, incluidos los no humanos. Su propuesta se fundamenta en una definición neo-aristotélica del bienestar que está más alineada con la idea de “florecimiento” de los seres humanos, que con la mera satisfacción de deseos individuales. Sin embargo, este concepto, aunque abstracto y retórico, aún deja muchos vacíos. El verdadero desafío reside en diseñar instituciones y procesos que logren satisfacer las necesidades humanas de manera ética, lejos de la lógica del consumismo materialista y del progreso económico entendido como el aumento de bienes y artefactos para perpetuar un modelo de consumo.
Al redirigir la economía hacia la provisión social de bienestar, la tarea es atender las necesidades básicas de una vida ética y significativa. Este enfoque no se limita a la producción y el consumo de bienes materiales, sino que se extiende a la organización social que permite a las personas alcanzar una vida digna. Los economistas heterodoxos, como Power (2004), Dugger (1996) y Spash y Guisan (2021), han insistido en la centralidad de la provisión social como un principio fundamental de la economía, que debe estar inscrito en un marco ético de justicia y cuidado hacia los demás, tanto humanos como no humanos.
Este enfoque redefine la economía no solo como una ciencia de los recursos, sino como una disciplina que tiene la responsabilidad de gestionar y garantizar el bienestar social, entendiendo que los sistemas económicos deben considerar el equilibrio entre el individuo y la comunidad, el ser humano y la naturaleza. La crítica al capitalismo consumista moderno radica precisamente en que este modelo distorsiona las relaciones humanas y las relaciones con la naturaleza, reduciendo todo a transacciones comerciales y monetarias.
Es necesario, por tanto, reconocer las alternativas que existen a los sistemas económicos actuales. Pensar en formas de vida que escapen del modelo occidental, como el concepto de Ubuntu africano (Kelbessa 2022; Konik 2018) o el Buen Vivir latinoamericano (Gudynas 2014; Lang y Mokrani 2013), nos ofrece visiones más amplias y enriquecedoras del bienestar. La economía debe dejar de ser un campo limitado a los términos de crecimiento, desarrollo y progreso, para convertirse en un estudio que valore y fomente el bienestar en su sentido más profundo y holístico, aplicable a diferentes contextos culturales, sociales y temporales.
En este sentido, las economías pueden concebirse como sistemas destinados a la provisión de bienestar, que atienden a las necesidades humanas de manera equitativa y justa. Este concepto es inclusivo y permite una gran variedad de enfoques, desde las pequeñas comunidades locales hasta los sistemas globales. A través de la provisión social, se pueden reconfigurar las relaciones económicas y humanas para orientar a la sociedad hacia un futuro más justo, equilibrado y sostenible.
¿Cómo unificar diferentes enfoques en la economía ecológica?
En el ámbito de la economía ecológica, no todo puede ser integrado o unificado, y las incompatibilidades entre diferentes teorías son evidentes. La posibilidad de encontrar un terreno común entre enfoques contradictorios se ve limitada por las diferencias en ontologías y epistemologías, que, en muchos casos, son inconmensurables. Por ejemplo, las divergencias fundamentales entre la economía ortodoxa y la economía ecológica social fueron señaladas desde el inicio. En estos casos, la integración parece no solo inviable, sino también un obstáculo para el progreso científico. La imposibilidad de fusionar ciertos conceptos es un desafío inherente a la disciplina: las ideas dialécticas no pueden convertirse en conceptos aritmomórficos, al igual que las cualidades no pueden reducirse a cantidades medibles. Así, incluso a nivel conceptual, la integración tiene sus límites.
La integración no debe ser vista como un fin en sí mismo, sino como un medio para comprender mejor la realidad. De hecho, es en la provisión social donde la economía ecológica encuentra una de sus mayores fortalezas, pues es en este campo donde se abren nuevas posibilidades para unir las economías heterodoxas, en particular la economía ecológica, con otras corrientes de pensamiento económico que, aunque diversas, comparten un interés por la sostenibilidad y la justicia social. Las lecciones de la economía ecológica, aunque aún limitadas por la diversidad interna, poseen el potencial de mejorar la comprensión de las dinámicas económicas dentro de los límites ecológicos del planeta.
Este desafío de unificación también refleja una crítica más profunda que va más allá de la mera integración académica. Tomando prestado el pensamiento de Arne Naess, se puede decir que el campo de la economía ecológica se enfrenta a una disyuntiva entre dos colectivos: uno superficial pero poderoso, y otro profundo pero menos influyente. Naess no solo reconoció las interconexiones entre los seres humanos y la naturaleza, sino que también abogó por una ética de respeto y consideración por los "otros" morales que habitan nuestro entorno. En este contexto, el rol de los economistas ecológicos no se limita a la creación de teorías abstractas, sino que también implica una relación moral con el mundo natural. Así como la ecología profunda afirma la necesidad de un compromiso ético con la naturaleza, la economía ecológica debe abrazar una visión que no se reduzca a los aspectos cuantificables, sino que reconozca las dimensiones cualitativas de los problemas ecológicos y sociales.
La profundización de esta comprensión científica requiere una sensibilidad hacia la naturaleza y un marco ético que guíe la toma de decisiones. Según Faber, el trabajo de un economista ecológico requiere estar atento a las realidades de la vida cotidiana, a los olores, las vistas y los sonidos que nos rodean, sin dejar que el lente científico o el marco teórico distorsionen la visión de los problemas reales. Este enfoque, que podría parecer cercano al principio de la "mayor presencia" en la naturaleza que defienden algunos filósofos, no necesita basarse en creencias religiosas o espirituales. De hecho, la economía ecológica profunda se distingue precisamente por su independencia de las interpretaciones místicas y espirituales, aunque sigue reconociendo la importancia de una visión ética radical y comprometida con la justicia social y ambiental.
El énfasis en los valores fundamentales y la ética no es una peculiaridad religiosa, sino una parte esencial del entendimiento del papel humano en la naturaleza. La economía ecológica debe, por tanto, no solo abordar los problemas de la sostenibilidad desde una perspectiva técnica, sino también desde una perspectiva ética que considere la justicia intergeneracional y los derechos de los "otros" no humanos. Este enfoque abre la puerta a un debate más amplio sobre la relación de la humanidad con la Tierra, un debate que no solo es científico, sino también profundamente moral.
Es importante señalar que la economía ecológica, a pesar de sus diferencias internas y la diversidad de opiniones dentro de su comunidad, sigue siendo un campo dinámico que busca no solo describir la realidad económica, sino también cambiarla. Esto implica un compromiso con la idea de que las ciencias sociales pueden contribuir a un mundo más justo y sostenible, donde los valores ecológicos y sociales sean tomados en cuenta no solo en la teoría, sino también en las prácticas políticas y económicas.
¿Por qué es necesario un cambio profundo en la economía ecológica y cómo lograrlo?
La economía ecológica, en su núcleo, se aleja de las perspectivas ortodoxas de la economía convencional y busca integrar, en su análisis, tanto las ciencias sociales como las naturales. La concepción central de la economía ecológica social es que la economía debe operar dentro de los límites biofísicos del planeta, sin ignorar la necesidad de un comportamiento ético por parte de la sociedad humana, tanto con respecto a los seres humanos como a los no humanos, ahora y en el futuro. Sin embargo, para que esta disciplina avance de manera efectiva, es necesario superar no solo la ortodoxia económica, sino también las concesiones y apologías que, bajo el supuesto de ser estratégicas, terminan justificando teorías y métodos convencionales que no ayudan a cambiar las estructuras sociales y ecológicas.
Un enfoque profundo de la economía ecológica social va más allá de la disidencia ortodoxa, exigiendo que la ética sea el eje central del análisis y que se emplee la investigación científica para mejorar la comprensión social ecológica y facilitar transformaciones genuinas en las políticas públicas y las instituciones que bloquean los cambios necesarios. La economía ecológica profunda no se limita a la recopilación de conocimientos bien fundamentados; requiere desafiar tanto las preconcepciones individuales como las sociales, y adoptar una actitud activa de transformación. Es una disciplina que debe ir acompañada de un espíritu combativo para cambiar las estructuras económicas y sociales que perpetúan la crisis ecológica actual.
Desde sus inicios, la economía ecológica ha reconocido que la política y la economía son inseparables, y que las instituciones juegan un papel crucial en la configuración de los sistemas económicos. Este enfoque no niega la interacción entre la naturaleza y la sociedad, sino que la estudia a través de una integración interdisciplinaria profunda de los conocimientos provenientes de las ciencias sociales y las naturales. Aunque la naturaleza y la sociedad son distintas, no son separadas. Es necesario un entendimiento radical de esta relación, que no solo apunte a un cambio económico, sino a una transformación social ecológica integral.
Los economistas sociales ecológicos reconocen que el actual sistema económico y sus políticas no solo fallan al abordar los impactos ambientales, sino que también no cumplen con los estándares mínimos de conducta ética. Este fracaso se debe en gran parte al proceso de neoliberalización que ha tomado fuerza desde los años 80, empujando a la política ambiental y a la economía ecológica hacia un modelo económico que reduce todo a relaciones de mercado. De este modo, el medio ambiente y sus funciones se convierten en mercancías, y la contaminación en un bien comerciable, bajo el falso principio de "eficiencia económica". Este enfoque es peligroso porque reemplaza el juicio ético explícito por la dogmática eficiencia, sin tener en cuenta las implicaciones éticas y sociales de este modelo.
El impacto de la neoliberalización sobre la economía ecológica es evidente en la adopción de conceptos de la economía formal, que convierte la naturaleza en capital y los ecosistemas en servicios que deben ser comprados y vendidos. Esta tendencia ha favorecido la prevalencia de la pseudociencia, especialmente en forma de números y mediciones simplificadas que pierden de vista la complejidad de los sistemas naturales y sociales. La utilización pragmática de teorías económicas neoclásicas y ortodoxas dentro de la economía ecológica ha desvirtuado muchas de las propuestas y soluciones originales de la disciplina.
Un desafío importante dentro de la economía ecológica social es la falta de una teoría social coherente que conecte las diferentes dimensiones del problema ecológico con la estructura social. A pesar de que se reconoce la necesidad de integrar las ciencias sociales, existe una cierta resistencia a hacerlo, especialmente en aquellos círculos donde la conexión con lo social se asocia rápidamente con el socialismo, lo que ha sido históricamente estigmatizado en países como los Estados Unidos. Sin embargo, esta separación entre lo social y lo ecológico resulta contraproducente, ya que los problemas ambientales no pueden abordarse sin considerar sus implicaciones sociales y políticas.
La economía ecológica, entonces, debe revalorizar sus orígenes y trabajar para recuperar su visión integral de los sistemas sociales y ecológicos, que reconozca la interdependencia entre el medio ambiente, la economía y la sociedad. Las soluciones a la crisis ecológica no vendrán de más de lo mismo: un mayor enfoque en la eficiencia económica o la mercantilización de los recursos naturales. Por el contrario, el futuro de una economía verdaderamente ecológica depende de la construcción de una teoría económica que no solo critique las fallas del sistema actual, sino que proponga un camino alternativo hacia una transformación profunda y ética de nuestras instituciones y prácticas económicas.
En este sentido, es crucial que los economistas ecológicos profundicen en su comprensión de los vínculos entre las ciencias sociales y naturales, y que encuentren formas de integrar las lecciones del pasado con las soluciones del futuro. También es necesario que se revalore la función de las instituciones, no solo como estructuras que regulan la economía, sino como actores sociales y políticos que tienen un poder fundamental en la configuración de los cambios necesarios para una economía más sostenible y equitativa.

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