El relato de la seguridad es uno de los pilares fundamentales sobre los cuales se construyen muchas sociedades. A lo largo de la historia, se ha utilizado como una narrativa para mantener el orden, proteger a los ciudadanos de amenazas internas y externas, y garantizar el bienestar de los pueblos. Este relato, que en sociedades como la de Estados Unidos se ha convertido casi en una religión, se presenta como una promesa de protección y estabilidad. Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, este mismo relato puede ser el responsable de generar mayores inseguridades y crear un ciclo vicioso de temor y desconfianza.
La seguridad, como necesidad humana básica, ha sido transformada por los gobernantes en una ideología dominante que asegura su legitimidad y el poder de las estructuras políticas, militares y económicas que administran. El peligro de la historia de la seguridad radica en que, aunque promete protección, genera constantemente más amenazas y enemigos, tanto dentro como fuera del país. En nombre de la seguridad, las sociedades se ven empujadas hacia una espiral de miedo, donde lo que inicialmente se pensaba para garantizar la paz termina por fragmentar a la población, crear divisiones internas y, en muchos casos, alimentar la violencia y la desconfianza entre los propios ciudadanos.
Una de las grandes paradojas de este relato es su capacidad para fortalecer la inseguridad en lugar de disminuirla. La construcción de enemigos —ya sean externos, como en el caso de las amenazas internacionales, o internos, representados por grupos subversivos o disidentes— crea un clima de permanente alerta, que no solo divide a la población, sino que también incrementa la posibilidad de conflictos. Es precisamente en este contexto que la seguridad, lejos de ser un medio para la tranquilidad, se convierte en el motor que produce más caos.
En el caso de los Estados Unidos, este fenómeno es aún más evidente. A lo largo de décadas, el país ha construido una narrativa de seguridad que justifica el gasto militar exorbitante, la vigilancia masiva de sus ciudadanos y la intervención en otras naciones bajo el pretexto de proteger la libertad y la democracia. Pero, como en todas las sociedades, la historia de la seguridad no está libre de contradicciones. En un sistema capitalista donde las desigualdades económicas son cada vez más profundas, la historia de la seguridad también funciona como una herramienta para legitimar el poder de una élite rica que, al verse cuestionada, recurre al miedo y la amenaza como justificativo para su control.
Al crear un mundo lleno de enemigos, tanto reales como fabricados, el relato de la seguridad desvía la atención de los problemas estructurales dentro de la sociedad, como la creciente brecha entre ricos y pobres, el acceso desigual a los recursos y la falta de una verdadera participación democrática. La narrativa de seguridad no solo mantiene a la población aterrorizada por fuerzas externas, sino que también disfraza las injusticias internas, despojando a los ciudadanos de su capacidad para cuestionar y resistir el statu quo.
El peligro mayor de este relato es que al poner la seguridad por encima de todo, incluso de los derechos humanos y las libertades civiles, se crea un clima propenso a la represión y el autoritarismo. La historia de la seguridad no solo justifica la vigilancia y el control, sino que promueve un estado de emergencia perpetuo, en el cual los gobiernos adquieren poder absoluto bajo la premisa de proteger al pueblo. Lo que se presenta como una medida para salvar la democracia, en realidad, pone en riesgo las mismas bases democráticas, pues la libertad de expresión, la protesta y el disenso se convierten en amenazas para el orden establecido.
Para entender cómo una historia que se construye en torno a la seguridad puede generar más inseguridad, es necesario reconocer que esta narrativa no surge para proteger a la población, sino para consolidar el poder de aquellos que se benefician de mantener el statu quo. En sistemas económicos desiguales, como el capitalismo estadounidense, la historia de la seguridad se convierte en un mecanismo de legitimación del poder, diseñado para dar una apariencia de control y estabilidad, mientras que en realidad está alimentando un ciclo de violencia, desconfianza y división.
Es fundamental comprender que el relato de la seguridad no es una solución a los problemas que enfrentan las sociedades. Si bien la necesidad de protección es legítima, los relatos de seguridad construidos por los gobernantes tienden a ocultar los verdaderos problemas y a desviar la atención hacia amenazas externas e internas, muchas veces infladas o manipuladas. Para que exista una verdadera seguridad, es necesario repensar las estructuras que generan inseguridad y cuestionar las narrativas que solo buscan mantener el poder de unos pocos a expensas de la mayoría.
¿Cómo se construyen los relatos de seguridad para sostener el poder y la desigualdad?
Los relatos de seguridad han operado como dispositivos ideológicos centrales en la consolidación de estructuras autoritarias, tanto en contextos democráticos como en regímenes que han abandonado incluso la apariencia de pluralismo. Estos relatos no emergen de una necesidad objetiva de protección, sino como construcciones narrativas cuidadosamente diseñadas para justificar la expansión del poder estatal, la exclusión social, la violencia simbólica y física, y la erosión de derechos en nombre de la estabilidad. La seguridad, así concebida, es una ficción útil: no protege a la ciudadanía, sino que defiende privilegios.
Desde el 11 de septiembre de 2001, el relato dominante en torno a la seguridad se ha basado en enemigos vagamente definidos y amenazas ubicuas, omnipresentes, pero raramente tangibles. Este marco ha permitido que gobiernos —de distintas tendencias— desarrollen políticas de vigilancia masiva, represión preventiva y militarización de la vida cotidiana. La figura del enemigo interno ha sido fundamental: el inmigrante, el musulmán, el manifestante, el disidente. Todos convertidos en sujetos potencialmente peligrosos, y por ello, legítimos objetos del control estatal.
En este contexto, la figura del "hombre fuerte" resurge con fuerza, no como anomalía, sino como culminación lógica del relato de seguridad. El líder autoritario se presenta como aquel que “protege” cuando las instituciones son percibidas como débiles. Pero esta protección es inseparable de la obediencia: se ofrece a cambio de la sumisión del cuerpo político. La narrativa de seguridad así planteada no busca participación democrática, sino delegación total del poder en figuras que se erigen como salvadores frente al caos inventado. La inseguridad se fabrica, se reproduce mediáticamente, se explota emocionalmente. Su función es política, no empírica.
La guerra contra el terrorismo, la construcción del muro fronterizo, la criminalización de las protestas, y la idea de una nación en peligro constante han permitido desmantelar conquistas sociales, legitimar el racismo institucional y justificar una economía de privilegios. El miedo no sólo inmoviliza; también vuelve dócil a la opinión pública. A través del terror simbólico, se bloquean demandas de justicia, igualdad y redistribución. En este marco, el capitalismo patrimonial se presenta como garante del orden, mientras oculta su rol en la generación de las verdaderas fuentes de inseguridad: desigualdad, precariedad, exclusión.
El relato de la seguridad también sirve para invisibilizar el conflicto social. Bajo la retórica de la unidad nacional amenazada, se disuelven las diferencias de clase, se diluye la explotación, se aplaca la protesta. La narrativa dominante presenta las luchas por derechos como amenazas a la cohesión social, y al mismo tiempo promueve una cultura política basada en la obediencia, la delación, y la glorificación del castigo.
Resulta crucial comprender que la seguridad no es neutral. Es un campo de disputa, un territorio simbólico que puede ser resignificado. La seguridad verdadera no puede fundarse en la vigilancia ni en la exclusión, sino en la justicia social, en la redistribución de la riqueza, en el reconocimiento de los derechos universales, y en la construcción de instituciones democráticas que respondan a las necesidades colectivas, no a los temores manipulados.
El auge de movimientos progresistas que denuncian la instrumentalización del miedo y reivindican nuevas formas de seguridad centradas en el bienestar colectivo, marca una línea de fuga respecto a los dispositivos hegemónicos. Estos movimientos buscan transformar la pregunta por la seguridad, desplazándola del terreno del control al de la equidad.
No basta con desmontar los relatos del miedo; es necesario reemplazarlos con horizontes de posibilidad donde la seguridad se entienda como sinónimo de dignidad. Porque el verdadero peligro no viene de fuera, sino de la naturalización de un orden injusto que, bajo la máscara de la protección, perpetúa el despojo.
Importa, entonces, identificar cómo estos relatos se incrustan en la cultura popular, en los medios, en el discurso político cotidiano. Importa también analizar cómo las emociones —especialmente el miedo— son manipuladas sistemáticamente para desactivar el pensamiento crítico y fomentar el conformismo. Comprender esta lógica es un paso esencial para resistirla.
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