La gestión de la pandemia de COVID-19 por parte de la administración Trump se caracteriza por una serie de fallos graves que combinaron negligencia, ideología neoliberal y un uso sistemático del racismo como herramienta política. Desde el inicio, la respuesta federal mostró una alarmante indiferencia ante la magnitud de la amenaza, evidenciada por la negativa de Trump a responder a los llamados urgentes de gobernadores como Jay Inslee y Gretchen Whitmer, quienes solicitaban con desesperación suministros vitales y la activación del Defense Production Act para aumentar la producción de ventiladores y equipos médicos. Esta actitud, enmarcada en una defensa rígida del mercado libre y el voluntarismo corporativo, refleja una adhesión dogmática a la idea de que el gobierno debe interferir lo menos posible en la economía, siguiendo la línea de pensamiento de Milton Friedman.

El retraso y la minimización de la pandemia también estuvieron marcados por una política deliberada de negación y desdén hacia las recomendaciones científicas y médicas. La indiferencia se tornó aún más evidente cuando Trump mismo contrajo el virus, subrayando la contradicción y la irresponsabilidad de su gestión. Paralelamente, el discurso público se impregnó de una cultura racializada de la crueldad, manifestada en la constante utilización de términos como “virus chino” o “Kung Flu”, que avivaron los prejuicios y la violencia contra las comunidades asiáticoamericanas. Este lenguaje no solo tensó las relaciones diplomáticas con China, sino que también sirvió para canalizar el descontento social hacia un chivo expiatorio racializado, mientras el gobierno desviaba la atención de sus propias deficiencias.

La estrategia política de Trump incluyó la normalización de discursos y comportamientos que, como señala Robert Jay Lifton, se inscriben en la “normalidad maligna”: una aceptación social del odio, la negación y la violencia como elementos cotidianos. Esta dinámica se tradujo en un fortalecimiento global de populismos de derecha y teorías conspirativas, alentadas desde la Casa Blanca. La ausencia de empatía del presidente frente a la creciente cifra de muertes fue alarmante; mientras el país enfrentaba una tragedia sin precedentes, Trump se enfocaba en actividades triviales y en la promoción de su imagen pública, evidenciando un sadismo político y personal que ignoraba el sufrimiento humano.

En el núcleo de esta política de crueldad racial estaba la revalorización de una narrativa de victimización blanca y la insistencia en no condenar al supremacismo blanco, lo que contribuyó a la profundización de una lógica de deshumanización y exclusión. Tal perspectiva no solo legitima discursos de odio, sino que también abre el camino hacia formas extremas de violencia estructural y social. La deshumanización de amplios sectores de la población, lejos de ser un fenómeno aislado, fue un proceso promovido desde el poder, con consecuencias históricas devastadoras.

El uso del racismo y la desinformación como instrumentos políticos también se tradujo en ataques sistemáticos contra la prensa y los profesionales de la salud. Trump desacreditó públicamente a hospitales y trabajadores médicos que denunciaban la falta de recursos, llegando a acusarlos falsamente de “acaparar” ventiladores o malgastar mascarillas. Además, su propuesta de construir un muro fronterizo bajo el argumento falso de contener la enfermedad, reforzó estigmas xenófobos y desvió la atención del fracaso en la gestión sanitaria.

La ausencia de un plan federal coordinado y la prevalencia de una administración que privilegió intereses corporativos y una política de división racial generaron una crisis sanitaria que se volvió caótica, desorganizada y mortalmente ineficiente. El efecto combinado de esta negligencia política, el discurso racista y la normalización del odio contribuyó a una tragedia social y sanitaria de dimensiones históricas, en la que la política y la pandemia se entrelazaron en una dinámica devastadora para la salud pública y la cohesión social.

Es crucial comprender que esta crisis no solo se trató de un problema médico o logístico, sino de un fenómeno político en el que las estructuras de poder y sus ideologías moldearon las respuestas institucionales y sociales. La intersección entre neoliberalismo, racismo y política de la crueldad explica cómo y por qué la pandemia se transformó en una catástrofe exacerbada por la gestión gubernamental. Además, reconocer el papel del discurso político en la producción de violencia social y exclusión es indispensable para analizar los impactos de la crisis más allá de lo sanitario, en la esfera de los derechos humanos y la justicia social.

¿Cómo el populismo de derecha y el neoliberalismo dan forma a un nuevo fascismo?

El populismo de derecha, lejos de ser una representación genuina de los intereses de las masas, se construye sobre una exclusión selectiva de aquellos que no comparten sus opiniones o apoyo. Al referirse a "el pueblo", los populistas, en realidad, solo están hablando de aquellos que los respaldan. Los que se oponen o no comparten su visión son excluidos, tratados como "no-personas", lo que genera una animosidad peligrosa entre los grupos sociales. Este discurso populista se basa en una ficción, la de un "pueblo" homogéneo que, en la práctica, nunca puede ser una realidad completa. Siempre habrá una porción de la sociedad que quedará fuera de su representación, y esa parte será representada por otros actores políticos.

En este contexto, resulta imperativo entender la conexión entre el auge del populismo de derecha y el neoliberalismo. Este último, que emergió a fines de los años 70 como una ideología dominante, se nutre de una forma punitiva de globalización que ha dejado huellas profundas en la estructura económica, social y política global. El neoliberalismo, con su énfasis en el mercado sin restricciones, la privatización y la desregulación, ha dado lugar a una concentración sin precedentes de poder económico y político. Las políticas neoliberales han causado efectos devastadores, tales como medidas de austeridad extremas, la desprotección de los derechos laborales, la privatización de los bienes públicos y la exacerbación de las desigualdades sociales. Estas medidas han propiciado la creación de un "estado fallido", donde la seguridad, la salud y el bienestar social han sido sistemáticamente debilitados, alimentando un ciclo de pobreza, sufrimiento humano y violencia estatal.

La pandemia de COVID-19 solo amplificó las crisis inherentes al neoliberalismo. En un momento de recesión económica global, la desigualdad alcanzó niveles insoportables, especialmente en Estados Unidos, donde la pobreza afectaba a millones, incluyendo una proporción desproporcionada de la población negra y latina. Las disparidades en el impacto del virus, con tasas de mortalidad más altas entre estas comunidades, revelaron una vez más las fallas de un sistema que no ha logrado proteger a los más vulnerables. La crisis económica provocada por la pandemia no solo desnudó las desigualdades sociales, sino que también alimentó fuerzas represivas y reforzó ideologías como el supremacismo blanco, el nativismo y el racismo.

El neoliberalismo ha allanado el camino para un fascismo renovado, que fusiona lo peor del capitalismo salvaje con ideales fascistas, como el nacionalismo extremo, la xenofobia y la limpieza étnica. Este "fascismo neoliberal" no solo ataca las bases democráticas, sino que también promueve una ideología que exalta el interés propio, el darwinismo social y la regresión de las nociones de libertad. En lugar de ser una mera respuesta a los problemas económicos, el neoliberalismo se ha convertido en un motor que alimenta una política autoritaria destinada a proteger los intereses de una élite financiera concentrada y una creciente ola de demagogos políticos.

Lo más preocupante es que este fenómeno ha transformado la política en un campo de despolitización. El lenguaje político ya no gira en torno al interés público o a la lucha colectiva, sino a la supervivencia individual en un mundo donde la solidaridad social ha sido erosionada. Este vacío de sentido ha dado lugar a un horizonte de violencia política, donde las instituciones democráticas están en peligro de desmoronarse por completo. La política ha dejado de ser un medio para resolver problemas sociales y se ha convertido en una herramienta para la consolidación del poder de un pequeño grupo de élites que promueven la deshumanización de los demás.

El discurso de violencia, crueldad y exclusión alcanzó nuevas alturas bajo administraciones como la de Donald Trump, cuyo mandato estuvo marcado por políticas de austeridad extrema, ataques a los derechos de los inmigrantes y la eliminación de protecciones ambientales. La administración Trump intentó reducir drásticamente el gasto en salud, recortando miles de millones de dólares en programas cruciales como Medicare y Medicaid, mientras impulsaba políticas que ponían en peligro la vida de millones de personas. La eliminación de DACA, que protegía a los jóvenes inmigrantes que llegaron a Estados Unidos siendo niños, es solo un ejemplo de cómo la retórica de exclusión se traduce en medidas concretas que afectan a las poblaciones más vulnerables.

Este tipo de autoritarismo no solo es evidente en las políticas de exclusión, sino también en la manipulación del discurso público. Al asociar a los inmigrantes, refugiados y otros grupos marginados con la criminalidad y la amenaza, el populismo de derecha desvía la atención de las verdaderas causas de la injusticia social, como la desigualdad de clase, el desempleo y la precarización del trabajo. En este sentido, el racismo y el nativismo no son solo ideologías que excluyen, sino que sirven para desviar la atención de la lucha de clases y las políticas que podrían mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías.

El "fascismo neoliberal", como ha sido denominado, no es simplemente una reminiscencia de los totalitarismos del pasado, sino un fenómeno completamente contemporáneo que opera en una escala global. Es un proceso dinámico que ha logrado insertar la violencia estructural y la deshumanización en el centro de la política actual. Este nuevo fascismo no se manifiesta únicamente en los regímenes autoritarios de la actualidad, sino también en las políticas de austeridad que han destruido el tejido social y económico de las naciones.

Es fundamental reconocer que la crisis de la política contemporánea es también una crisis de la agencia. Las personas, incapaces de imaginar alternativas viables a un sistema que solo ofrece violencia y sufrimiento, se encuentran atrapadas en una desesperación colectiva. El discurso político se ha vaciado de contenido y se ha convertido en un instrumento de despolitización. La lucha por la democracia, la justicia social y la igualdad se ve socavada por un sistema que ha naturalizado la exclusión, el miedo y la indiferencia.

¿Cómo puede el populismo de izquierda transformar la democracia?

El populismo de izquierda, como señala el profesor Federico Finchelstein, se caracteriza frecuentemente por su atención a las desigualdades sociales y económicas, cuestionando incluso los dogmas de las medidas neoliberales de austeridad y la supuesta neutralidad de las soluciones tecnocráticas orientadas a los negocios. Sin embargo, Finchelstein subraya que este tipo de populismo puede socavar su propio proyecto político al pretender representar exclusivamente a todo el pueblo frente a las élites. Esta pretensión de hablar en nombre de todos, a menudo, deja de lado las complejidades de la sociedad y sus múltiples voces. A pesar de esta crítica, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau defienden que el populismo de izquierda, al combinar soberanía popular e igualdad, presenta el desafío más significativo al populismo de derecha, que, según ellos, es el caldo de cultivo de la erosión de los ideales democráticos en todo el mundo.

Mouffe adopta la noción de Cass Muddle, según la cual el populismo es, esencialmente, un enfrentamiento entre el pueblo y la élite, siendo el conflicto una característica definitoria de la vida política contemporánea. Para Mouffe, el populismo plantea una pregunta crucial sobre cómo se va a representar la democracia y por quién. En lugar de considerarlo una amenaza para la democracia liberal, ella sostiene que el populismo pone en cuestión legítimamente las desigualdades, el dominio de las élites y, sobre todo, lo que las personas realmente quieren en términos de democracia. Este enfoque ofrece una potente reflexión sobre el futuro de las democracias contemporáneas, que están marcadas por un creciente descontento popular hacia las estructuras políticas y económicas dominantes.

Lo que es particularmente fuerte en los argumentos de Mouffe y Laclau es su llamado a un movimiento populista enraizado en una lucha más amplia para recuperar y expandir la democracia radical como una fuerza política. La lucha por la soberanía popular debe ser vista como parte de una lucha más grande por la democracia misma, una democracia que permita a las personas no solo desafiar a las élites, sino también cuestionar los propios principios de la democracia liberal. En este sentido, la democracia se convierte en una herramienta para combatir la ideología dominante del populismo de derecha y diversas formas de autoritarismo. La respuesta de Mouffe ante la alienación masiva es la creación de un movimiento populista de izquierda que resalte las contradicciones entre los ideales democráticos liberales y las políticas antidemocráticas del populismo de derecha.

Sin embargo, estas posiciones no son ajenas a controversias. A pesar de que el populismo de izquierda puede ser una respuesta válida a la crisis democrática y a las formas de autoritarismo de la derecha, Mouffe, Laclau y otros defensores del populismo de izquierda pasan por alto las patologías inherentes a todas las formas de populismo. Pensadores como Federico Finchelstein, John Keane y Jan-Werner Müller han señalado que el populismo puede convertirse fácilmente en una categoría política vacía que puede ser apropiada por casi cualquier grupo político. Como observa Jason Stanley, el término “populismo” a menudo oscurece más de lo que revela, sobre todo cuando se trata de identificar las amenazas autoritarias específicas que enfrenta una sociedad.

Uno de los problemas más evidentes del populismo, independientemente de su orientación política, es su dependencia de la personalización del liderazgo. Ya sea en el caso de líderes progresistas como Bernie Sanders o de figuras conservadoras como Donald Trump, el populismo tiende a reducir la política a una cuestión de poder personal. Finchelstein lo describe de manera clara: "En todos los casos, el populismo habla en nombre de un pueblo único, y lo hace en nombre de la democracia, pero la democracia se define en términos estrechos como la expresión de los deseos de los líderes populistas". Esta idea del “pueblo” como una entidad homogénea es una generalización que ignora las complejas diferencias políticas, ideológicas y sociales de cualquier sociedad. Además, el populismo de izquierda corre el riesgo de organizarse en torno a nociones de unidad que terminan replicando la división amigo/enemigo, utilizando la política como un arma basada en nociones rígidas de inclusión y exclusión.

Uno de los aspectos fundamentales que el populismo de izquierda tiende a pasar por alto es el trabajo crucial de la educación como una herramienta para abordar la crisis subjetiva, identitaria y de agencia derivada del neoliberalismo. En lugar de promover una conciencia crítica colectiva, los populismos de cualquier signo a menudo alimentan una cultura de inmediatez y espectáculo que no hace sino empobrecer el pensamiento político, desviándose hacia una ortodoxia rígida o una banalidad cultural. Esta falta de conciencia crítica es peligrosa, ya que contribuye al surgimiento de teorías conspirativas y puede fomentar el estilo paranoico de la política que Richard Hofstadter describió, una política que se convierte en un “discurso superficial” que no contribuye a la resolución de los problemas estructurales.

El populismo, en sus diversas manifestaciones, tiene la capacidad de funcionar pedagógicamente, estrechando el alcance del poder a la figura de los líderes. Esto debilita las políticas de resistencia, ya que impide la creación de un movimiento político masivo, anti-capitalista, basado en agentes sociales y ciudadanos autodeterminados. Este tipo de populismo tiende a simplificar las luchas políticas y a homogenizar a sus opositores, viéndolos como enemigos, lo que lleva a la fractura entre diferentes grupos sociales, como la clase y la raza, impidiendo que estos se unan en un movimiento común que desafíe el sistema capitalista.

Lo que se necesita, por lo tanto, es un movimiento amplio y bien informado de trabajadores, artistas, intelectuales y jóvenes que no solo desafíen a las élites corporativas, sino que cuestionen las estructuras mismas del capitalismo. El populismo, al enfocarse únicamente en las élites, corre el riesgo de convertirse en un fenómeno momentáneo, que no logra abordar las raíces profundas de la desigualdad y la opresión.

¿Cómo la política de Trump refleja la ideología supremacista blanca en la historia de Estados Unidos?

La eliminación de Stephen Miller de la Casa Blanca por parte de Trump reforzó la idea de que el expresidente era un nacionalista blanco completamente cómodo con la ideología supremacista blanca. Desde el inicio de su campaña presidencial, Trump utilizó un lenguaje que evocaba al nacionalismo blanco, lo que no era sorprendente, dado que llevó esas mismas visiones extremistas a la Casa Blanca. Sin embargo, la salida de Miller no habría cambiado gran cosa, ya que él no era el único supremacista blanco dentro de la administración Trump. La presencia de Miller tampoco podía ocultar el hecho de que la supremacía blanca ha sido una constante dentro del Partido Republicano durante décadas, visible en la historia y la presencia contemporánea de políticos republicanos de alto perfil como Strom Thurmond, Jeff Sessions, Steve King, Tom Tancredo y Dana Rohrabacher.

Lo que realmente destaca es la forma en que Trump abrazó sin reservas una versión del supremacismo blanco que no solo fue una parte integral de su visión política, sino que también ayudó a escalar y normalizar una sensibilidad, prácticas y políticas nacionalistas blancas como nunca antes en la historia moderna. El chivo expiatorio de las minorías y la demonización de políticos, atletas y otros críticos de color no fue simplemente una estrategia de dividir para gobernar; fue una forma renovada de normalizar los elementos más oscuros del fascismo. Este fascismo tiene raíces profundas en la historia de Estados Unidos, y su legado nativista y antiintelectual siempre ha incorporado nociones de limpieza racial, deshumanización de otros grupos y una embrace de la supremacía blanca.

Cómo explicar, entonces, la adopción por parte de Trump del "birtherismo", sus políticas racistas contra la inmigración, su apoyo público a grupos de extrema derecha que marchaban en los capitolios de los estados protestando contra las restricciones de Covid-19 y su apropiación del lema nativista y pro-fascista de principios del siglo XX "America First"? No es de extrañar que Trump, en el vasto alcance de sus plataformas de redes sociales, retuiteara un video en el que un hombre en una comunidad de jubilados, conduciendo un carrito de golf con los letreros "Trump 2020" y "America First", gritaba la frase racista "¡poder blanco!" a un grupo de contra-protestantes. Aunque Trump eliminó el video, no condenó la declaración de "poder blanco" ni desautorizó específicamente el sentimiento expresado por sus seguidores.

Unos días después, como si quisiera reforzar para su base su obsesión con la violencia, la brutalidad supremacista blanca y el profundo desdén por las protestas generalizadas contra la violencia racial y policial, retuiteó un video de un hombre y una mujer blancos portando un rifle semiautomático y una pistola frente a manifestantes negros pacíficos en St. Louis. Lo que Trump reafirmaba constantemente cada vez que se dirigía a temas relacionados con la raza refuerza la argumentación de James Baldwin, quien señalaba que “el blanco es una metáfora de poder”. ¿Cómo más interpretar el comentario de Trump sobre que "la gente ama" la bandera de batalla confederada y que tiene un lugar en la sociedad estadounidense por ser una cuestión de libertad de expresión, como si su legado como símbolo de esclavitud y el hecho de que es un símbolo racista, doloroso y perjudicial para los estadounidenses negros no importara? En su debate con Joe Biden, Trump se negó a condenar el supremacismo blanco, dejando claro que lo abrazaba como un ideal nacional.

La leylessness de Trump y sus políticas fascistas no pueden ser explicadas únicamente por su narcisismo exagerado, su ignorancia histórica o el hecho de que sus tendencias autoritarias no coinciden perfectamente con las de Hitler o Mussolini. La política fascista de Trump fue históricamente y culturalmente específica, envuelta en un discurso de ultranacionalismo, militarismo y limpieza racial que es tan estadounidense como el pastel de manzana. Como observa Sarah Churchill, el fascismo estadounidense tiene sus propios símbolos, lemas y apropiaciones de costumbres nacionales. Ella escribe: “Las energías fascistas estadounidenses hoy son diferentes del fascismo europeo de la década de 1930, pero eso no significa que no sean fascistas, simplemente significa que no son europeos ni de los años 30. Siguen organizándose en torno a los tropos clásicos del fascismo, como la regeneración nostálgica, las fantasías de pureza racial, la celebración de un pueblo auténtico y la nulificación de otros, el chivo expiatorio de grupos por la inestabilidad económica o la desigualdad, el rechazo de la legitimidad de los oponentes políticos, la demonización de los críticos, los ataques a la prensa libre y la afirmación de que la voluntad del pueblo justifica la imposición violenta de la fuerza militar”. El fascismo estadounidense se ha vestido y apropiado de los vestigios del fascismo de la interguerra, adaptándolos para los tiempos modernos. Camisas de colores pueden que ya no se vendan, pero los sombreros de colores van muy bien.

La americanización del fascismo también fue evidente en la guerra de Trump contra la prensa libre y la libertad de expresión. Trump libró constantemente una batalla contra los "medios mentirosos" y elevó la noción espuria de noticias falsas hasta convertirla en una suposición de sentido común. Este término despectivo guarda un fuerte parecido con la demonización nazi de la "lugenpresse" ("prensa mentirosa"). Rick Noack señala que “la palabra difamatoria fue utilizada con mayor frecuencia en la Alemania nazi. Hoy en día, es un eslogan común entre aquellos considerados como representantes de la ‘fea Alemania’: miembros de grupos xenófobos y de extrema derecha. Este insulto nazi también fue utilizado por algunos seguidores de Trump”. Trump legitimó una cultura de mentiras y crueldad, y fomentó el colapso de la justicia cívica. Intensificó y extendió el proceso de hacer que las personas fueran superfluas y desechables, mientras producía una niebla de ignorancia.

Este proceso da credibilidad contemporánea a la afirmación de Hannah Arendt en "Los Orígenes del Totalitarismo" de que “El sujeto ideal del gobierno totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino las personas para quienes la distinción entre lo real y lo ficticio (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) ya no existe”. En este contexto, el peligro real radica no solo en la ignorancia histórica de Trump, sino en el vacío educativo más amplio que promueve el olvido organizado y la amnesia social, elementos esenciales para que el fascismo se normalice y se solidifique en la cultura política de la nación.