Un día de domingo, en un museo, frente a un retrato de Borovikovsky, un joven quedó detenido ante la imagen de una doncella del siglo XVIII, vestida de blanco y etérea. Al observarla, preguntó con seriedad dónde estaría esa joven doscientos años después. Esta pregunta revela un anhelo profundo por entender la continuidad del ser más allá del tiempo visible, una preocupación que trasciende la simple contemplación estética y se adentra en la búsqueda de la esencia humana que persiste a través de las eras.

El pensamiento sobre la niñez y la madurez espiritual es fundamental en esta reflexión. Marx señalaba con precisión que el hombre no puede retornar a la infancia sin caer en la inmadurez; sin embargo, esa ingenuidad infantil es, paradójicamente, fuente de gozo y un ideal que debe ser recreado en un plano superior. Trabajar espiritualmente sobre uno mismo implica, entonces, una reproducción consciente de la propia esencia en niveles más elevados, recordando siempre quién se fue siendo y lo que precedió a la existencia actual.

La admiración por artistas que revelan espiritualidad, humanidad y belleza no debe quedarse en la contemplación externa. Existe una obligación implícita de descubrir y desarrollar estas cualidades en uno mismo. La experiencia humana de la alegría, del sentimiento, que en algún momento pareció poder dotar de energía a una nave espacial, muestra la potencia material y casi milagrosa que la emoción puede alcanzar. La duda sobre dónde se encuentran esos tesoros de emociones vividas por quienes nos precedieron se responde en la idea de que esos tesoros no se han perdido; permanecen en nosotros, alimentando nuestras noches sin sueño.

La soledad, cuando se llena de meditaciones sobre la vida, se convierte en un tiempo de creatividad. La creatividad no se limita a grandes logros visibles; es inherente al individuo en su manera de relacionarse, amar y buscar la verdad. El rechazo y la negación, como la simbolizada por “la copa de cicuta”, representan la confrontación con la verdad propia y con los ideales sociales y éticos. Ese “no” pronunciado puede ser silencioso, quizás solo escuchado por uno mismo, pero nunca carece de repercusión porque el “yo” no existe sin el “tú”. La transformación del mundo y la creatividad en la vida son los desafíos supremos del individuo.

Al sumergirse en las colecciones del Hermitage y el Museo Pushkin, el joven espectador no solo admira las obras, sino que descubre las conexiones invisibles entre las épocas y las emociones humanas. Percibe cómo Picasso puede dialogar con la antigüedad clásica a través de un gesto, cómo el tiempo transforma la percepción y el espíritu humano se complica y evoluciona. Esta capacidad para “leer” el arte más allá de la forma revela una sensibilidad que va más allá del tiempo, percibiendo la fragilidad y la efimeridad de la felicidad, y el contraste entre diferentes tiempos y culturas.

Una revelación profunda fue la distinción entre pinturas que hablan y pinturas que escuchan. Obras como las de Poussin se expresan con claridad y fuerza, mientras que las de Rembrandt parecen estar atentas, escuchando al espectador. Este diálogo silencioso representa una forma elevada de comunicación humana, donde la comprensión mutua se da sin necesidad de palabras. Rembrandt, con sus figuras humanas completas, anhela escuchar, en oposición a la incomunicación presente en el arte moderno occidental, donde el escuchar ha quedado moralmente atrofiado, y donde las figuras se ven solas, aisladas y tristes.

Esta pérdida de la capacidad de interlocución auténtica explica en gran medida la crisis de la comunicación en el arte contemporáneo y en la sociedad occidental. La incapacidad para escuchar implica una desconexión con el mundo y con los otros, generando soledad y desdicha. El arte y la espiritualidad, cuando son auténticos, restauran este diálogo, convocan a una escucha profunda y a la recuperación del sentido humano esencial.

Es fundamental entender que el arte no solo refleja, sino que activa y transforma. La esencia humana, esa que se busca conservar y elevar, no es un vestigio del pasado, sino una realidad viva que se manifiesta en el presente y que es accesible mediante la introspección y la sensibilidad. El arte es un puente entre los tiempos y entre las almas, un testimonio del perpetuo movimiento del espíritu humano. Reconocer la importancia del diálogo interior y exterior, el valor de la memoria y la continuidad espiritual, y la capacidad del ser para crear y escuchar, abre caminos hacia una comprensión más profunda del ser y de la vida.

¿Puede el arte sobrevivir cuando el alma está herida?

La dialéctica entre los principios morales y los creativos, abordada por Gogol con precisión quirúrgica, expone una verdad que recorre las entrañas de la literatura rusa: cuando el hombre traiciona al artista en sí, el artista mata al hombre. La catástrofe de esta traición, eje de la narrativa existencial, se manifiesta con crudeza en Dostoievski. En las primeras páginas de Crimen y castigo, Raskólnikov, convencido de su poder para hacer el bien a la humanidad, asesina a una "insignificancia" —una prestamista sin importancia— creyendo que así abrirá el camino hacia un propósito mayor. Sin embargo, al asesinar físicamente a una figura irrelevante, se destruye espiritualmente a sí mismo. Su yo dividido lo inhabilita para el bien —ni para su hermana, ni para la mujer que lo ama.

La traición del núcleo moral no aniquila solo la capacidad de amar, sino también la de crear. Sin embargo, esto no implica que toda transgresión moral conlleve la ruina artística. No todos los artistas fueron santos. Villon, Kean, Byron, incluso Yesenin, vivieron al margen de los valores convencionales, y sin embargo, sus obras destilan una pureza que desarma. No se trata de refutar empíricamente que un gran corazón es condición para una gran imaginación; más bien, hay que mirar más hondo, hacia el "motor oculto" del que hablaba Blok, esa fuerza interna que, pese al desgarramiento emocional, mantiene vivo el germen espiritual.

Blok lo intuyó: incluso el poeta hosco puede ser un "hijo de la luz". Lo mismo podría decirse de Mozart, Pushkin o Miguel Ángel. La vida emocional puede estar colmada de heridas, tormentas y contradicciones, pero si el centro espiritual —ese germen secreto de la conciencia moral— sigue latiendo, la personalidad conserva su integridad. Esa es la diferencia entre Mítia e Iván Karamázov: en el primero, el centro aún vive; en el segundo, está herido; en Piótr Verjovenski, está muerto.

Así, el alma humana se asemeja a un pozo artesiano, en cuyo fondo reposa algo absolutamente precioso. También puede ser imaginada como una grieta entre nubes vistas desde un avión: un instante de revelación donde se abre la tierra con sus árboles y jardines. Lo invisible se hace visible, sin milagro, pero con un poder transformador.

El 6 de agosto de 1945, Claude Eatherly, piloto americano, vio desde el cielo de Hiroshima ese fragmento de tierra con árboles y jardines. Dio la orden. Luego vino el rayo, la oscuridad densa, la devastación. Años después, nacían en Hiroshima niños como arañas, como murciélagos. La victoria del paganismo atómico. Y Eatherly, quebrado por la culpa, terminó en un hospital psiquiátrico.

En él, el horror no lo deshumanizó; lo volvió humano. El tornillo animado de la maquinaria militar se convirtió en una persona. Al igual que la figura del mito antiguo que pide a los dioses ser despojada de su forma para no ser violada, Eatherly imploraba: "¡Devuélvanme mi forma! ¡Nací hombre! ¡Devuélvanmela!".

Dos retratos nos hablan de su transformación: en uno, un joven oficial sonriente, casi actor de propaganda; en el otro, un rostro inmóvil, agrandado por el dolor, como visto por una lupa. No era una máscara trágica, sino el verdadero rostro revelado en el momento del nacimiento del yo. El primero era la máscara: reflejo de la arrogancia impune del ejército triunfante. El segundo rostro, rígido por el dolor del alumbramiento, era el rostro de la conciencia nacida.

Eatherly rompió la máscara, y por ello fue silenciado. Lo declararon loco. Pero si la locura es el tormento de la conciencia, entonces Eichmann —incapaz de perder el sueño por millones de muertos— fue el más cuerdo de la historia humana.

Eatherly fue el símbolo de una verdad: la autoconciencia del individuo debe nacer antes de que las decisiones irreversibles destruyan el mundo. No en el quinto acto de la tragedia, sino en el segundo. En el hospital, leía una y otra vez los Diálogos de Platón. La idea socrática de que el mal se comete por ignorancia lo atravesaba.

Importa comprender que no se trata de justificar a los artistas a través de sus errores personales, sino de identificar esa grieta por la que respira el alma. El arte no es una garantía de virtud, pero sí puede ser su testigo más profundo. En última instancia, la fuerza creativa no se alimenta de la emoción efímera, sino de la persistencia del núcleo espiritual. Cuando este muere, no solo muere el hombre; también muere el arte.