Un hombre alto, vestido con zapatillas blancas y una gorra roja de pico largo, se detuvo frente a la mesa del café, donde se encontraba rodeado de otros cinco hombres. Su risa resonaba con fuerza, como la de un grupo de chicas que ríen sin motivo, simplemente porque están allí, disfrutando del momento. Y ellos estaban ahí, sin lugar a dudas. Mientras tanto, los ojos de Peter ya estaban fijos en la pequeña Conchita, quien cosía en la acera al caer la tarde. Ya había entablado una conversación con ella, entre baños, bebidas y largas cenas en el hotel. La charla había sido simple, aunque incompleta: se trataba de unos pocos sobres que esperaba recibir en la oficina de correos. Aunque no esperaba nada, Peter había logrado un primer contacto, con su francés defectuoso y su español peor aún. La sonrisa y una leve mirada ladina habían bastado para dejar la puerta entreabierta. Conchita era una mujer accesible, nada especial, pensó Peter en ese momento, un simple pasajero en el paisaje de su descanso.

Ser un héroe nunca es tarea fácil. Mantener una imagen impecable ante los ojos de quienes lo rodean es indispensable. Con este pensamiento, Peter se convenció de que debía tener una aventura. "Ahí va Peter otra vez", se dijo a sí mismo. Si bien Conchita no era perfecta, aunque algo desprolija en las pantorrillas y un poco baja de estatura, era una mujer que podría encajar en sus deseos. Pero, ¿cómo lograrlo? Sabía perfectamente que la moral española le impediría sentarla a su mesa en el café, y no habría baile hasta la semana siguiente. Pasear con ella por la calle, como hacían los demás, parecía aburrido y, más aún, algo embarazoso. Fue entonces cuando tuvo la idea: alquilar bicicletas, escapar por el camino, alejarse de la vista y desaparecer por un rato, creando un pequeño misterio en torno a lo que ocurriría.

Con esa idea en mente, se levantó y cruzó la calle con una mirada cómplice, dirigiéndose a la tienda de pasteles. Ahí, compró un bollo y planteó la cuestión de manera directa: ¿querría acompañarlo? Ella se negó. Él insistió, apelando a su soledad como extranjero, su ignorancia sobre el país y su deseo de ser mostrado las bellezas de la tierra. Ella nuevamente se negó. Dos horas después, volvió con la excusa de comprar algunos dulces que le gustaba regalar a los niños en la calle. Esta vez, ella aceptó. Lo hizo sin coquetería, sin juegos, como si fuera algo más bien mecánico, un gesto sencillo. Peter se sintió triunfante, pensando que los dulces habían hecho su magia, pero en realidad, Conchita había pasado esas dos horas conversando con otra amiga, dándose tiempo para reflexionar y finalmente, decidirse. A pesar de la vida estricta que llevaba, no le parecía peligroso. El sol aún brillaba en el cielo, la calle no estaba vacía, y estaba decidida a no permitir que nada irregular sucediera.

Sin embargo, lo que Peter no había previsto fue el pequeño malentendido con la dirección para alquilar las bicicletas. Conchita señaló, quizás con demasiada rapidez, la tienda equivocada. Él, confiado y desinteresado, no prestó atención a los detalles, pensando que sólo le indicaba el camino para ir a montar. Al final, no importó, pues la confusión solo retrasó su encuentro sin consecuencias mayores. Cuando llegó al lugar correcto, Miguel, el dueño de la tienda, le entregó las bicicletas, una masculina y otra femenina, con una mirada cómplice hacia Peter. A la hora acordada, Peter fue a buscarla, feliz por lo que creía un triunfo personal.

Sin embargo, al ver a Conchita salir de la tienda, Miguel se paralizó. La vio subirse a la bicicleta y alejarse con Peter, sin volver la mirada. Su corazón se llenó de incredulidad, un sentimiento de traición que le hizo temer lo peor. La joven que conocía, que había sido parte de su mundo, estaba ahora junto a este extranjero, un hombre que no podía entender ni apreciar como él lo hacía. Miguel sintió celos, una mezcla de asco y desconfianza, sin comprender cómo había llegado a esa situación. ¿Qué había hecho este hombre para ganarse su afecto? ¿Qué había sucedido para que Conchita le prestara atención a alguien tan ajeno a su mundo?

La confusión de Miguel fue creciente, y a pesar de que no había indicios de algo serio, su mente construyó una historia llena de inseguridades. Al regresar a su tienda, su mente seguía agitada. Miraba las bicicletas, que él mismo había reparado, y veía en ellas algo más que máquinas; las veía como el símbolo de lo que había perdido. Lo que antes había sido suyo, lo que creía conocer bien, ahora estaba fuera de su alcance.

Peter, por su parte, disfrutaba de la situación sin prisas ni remordimientos. Aunque sus compañeros no comprendían del todo, se divertían con la idea de que él, el inglés de gran tamaño y comportamientos excéntricos, estaba de nuevo "en acción". La imagen de Peter seguía siendo la de un hombre que se tomaba la vida como un juego, incluso cuando la realidad era más compleja. La historia de su paseo en bicicleta con Conchita fue una travesía larga, por caminos polvorientos y soleados, donde él se sintió más preocupado por evitar caerse que por ganar el afecto de la joven. Sin embargo, a pesar de las dificultades del camino, él seguía disfrutando de la imagen romántica de su aventura.

Conchita, por su parte, aunque en principio mantenía una postura firme, había empezado a dejarse llevar por la energía de Peter. La vida tranquila y sin emociones de su pueblo no ofrecía nada comparable a lo que este hombre le mostraba. Los pequeños gestos de Peter, como sugerir detenerse o hablar, fueron ignorados, pues Conchita nunca cedió. Su determinación de mantener el control sobre la situación no le permitió actuar de otra manera. Sin embargo, el encanto y la diversión que Peter le ofreció comenzaron a hacer mella en ella. No había nada urgente, nada que la presionara, y sus sentimientos comenzaron a cambiar lentamente.

El punto crucial de la historia radica en cómo las expectativas de los individuos se ven influenciadas por sus percepciones de lo ajeno, lo exótico, lo diferente. En este contexto, el comportamiento y la elección de Conchita no se pueden reducir a una simple cuestión de atracción superficial, sino que forman parte de un juego más amplio en el que los límites culturales y sociales se difuminan ante el deseo de explorar lo desconocido. El deseo, tanto de Peter como de Conchita, responde a una necesidad de escapar de lo familiar y probar algo nuevo. La historia, lejos de ser una simple narrativa de conquista, es una reflexión sobre los límites entre la pertenencia y la rebelión, entre el control y el abandono, y cómo las decisiones, a menudo, se encuentran atrapadas en la compleja red de deseos humanos y convenciones sociales.

¿Por qué la soledad se amplifica en el paraíso?

Preedy, aislado entre hoteles blancos y palmas tiesas, se encuentra atrapado en ese extraño vacío que se abre entre la caída del sol y la hora tardía de la cena española. Su primer absenta no le da consuelo, solo acentúa la desnudez de la tarde, la falsedad de su entusiasmo. Todo lo ve con excesiva claridad. Se desprecia. Se culpa a los nervios. La risa de otros ingleses, chapoteando con alegría infantil en la playa, le parece inaccesible, un código social que no logra descifrar. ¿Por qué no puede ser como ellos?

El tercer absenta le devuelve una frágil valentía. La noche lo envuelve con su belleza, y Preedy, encantado consigo mismo, ríe en voz alta. Una mirada cruzada con un español en la mesa vecina lo confronta: su sonrisa se convierte en mueca torpe. El español, digno, se aparta. Preedy se burla de sí mismo con ingenio barato: “Absinthe makes the heart grow fonder—far too fond”. Y en ese sarcasmo se adora.

Sale a caminar, se sienta solo en otro café, esta vez bajo una lona de caña iluminada. La necesidad de hablar lo abruma. Murmura máximas filosóficas al brandy y a los carteles. Se encuentra interpelando a una mujer musculosa en mallas con flecos, anunciada como futura atracción local. La ridiculiza. Maldice a los extranjeros. Luego, estalla en lucidez y acosa al camarero con relatos de viajes absurdamente detallados. El camarero escucha, pero el deber llama. La segunda vez, ya no vuelve.

La noche lo devuelve al hotel, cruzando entre matorrales vírgenes y motores zumbando con luz propia. Se desquita con ese zumbido, lo convierte en símbolo de la enfermedad del mundo. El mar, vasto y calmo, no lo consuela. Se duerme disgustado consigo mismo.

Al día siguiente, sonríe. La claridad lo ha tocado. Tal vez se necesita un día para aclimatarse a las caras nuevas. Decide acercarse al grupo austríaco. Ya ha agotado a los franceses y americanos. Hay una rotación invisible en estas cuestiones. Observa a las austríacas nadando lejos, dos locomotoras acuáticas, y espera su regreso con una estrategia en mente. Lanza su piedra: una pregunta trivial sobre cigarros españoles. Le responden. Recibe media hora de Gemütlichkeit austrohúngara. Todo es schön: el clima, el hotel, los campesinos, incluso el pulpo. Ríen con redondez de cuerpos y mundos. Fascinante cómo, incluso en traje de baño, actúan como en un café vienés. Preedy percibe los detalles, pero no le basta. Se retira educadamente, saliendo de la playa para no parecer grosero.

Ya ha observado demasiado. Las conductas íntimas de los veraneantes le resultan ahora irritantes. La mujer frágil que antes lo había encantado con su negativa a bañarse, ahora le parece fingida, una caricatura de niña-esposa. Todo en ella es un gesto aprendido: la inclinación de cabeza, la rodilla girada hacia dentro, la carrera teatral por la playa, el lisp adoptado. El juego de ser mirada se vuelve evidente en todos: jóvenes que lanzan pelotas con movimientos pensados para el aplauso visual, mujeres adormecidas que espían lateralmente con un ojo entrecerrado, hombres con gafas de buceo que parecen soldados, chicas que miran al mundo a través de sus espejos de maquillaje. Solo algunos españoles se salvan, distantes, serenos, pero también atrapados en su propio orgullo fosilizado.

Después del almuerzo, decide evitar la playa. Ha visto un cartel anunciando un baile nocturno. Allí hará su verdadero movimiento. Se imagina bailando con la más interesante, no la más bella, sino la misteriosa. Puede esperar. Camina por un sendero agreste, con las cuerdas de sus sandalias golpeando la tierra caliente. El paseo, aunque p