La cultura popular, en su expresión más extendida dentro de las sociedades capitalistas, actúa como una herramienta fundamental para la subordinación de las clases trabajadoras, perpetuando un sistema económico que privilegia a las élites. Según diversas teorías críticas, la cultura popular tiene un poder insidioso al ofrecer placeres inmediatos a los trabajadores, distrayéndolos de su alienación económica y social. De esta manera, los trabajadores se ven seducidos por los consumos de corto plazo, como disfrutar de un programa de televisión o acudir al cine, sin cuestionar las estructuras de poder que los oprimen. La producción de deseos inmediatos —ya sea un coche de ensueño, unas vacaciones idóneas o una película popular— fortalece el sistema capitalista, convenciéndolos de que la participación en este orden es la única vía para alcanzar la satisfacción personal.

Esta crítica a la cultura popular, que se remonta a la Escuela de Frankfurt, postula que el entretenimiento y las prácticas culturales contemporáneas sirven no solo como una distracción, sino como un medio eficaz para evitar que los trabajadores tomen conciencia de su opresión. El consumo pasivo de esta cultura parece vaciar de agencia a los trabajadores, dejándolos en un rol de consumidores sin capacidad de resistencia. Según los teóricos de la Escuela de Frankfurt, el sistema capitalista se las arregla para evitar el levantamiento de las clases populares, creando una falsa conciencia que bloquea la posibilidad de una revolución o de la creación de un sistema alternativo más justo.

Es importante entender que, aunque esta perspectiva se encuentra muy presente en los círculos académicos y críticos de la cultura, muchos de estos no son marxistas, sino que utilizan los conceptos de la Escuela de Frankfurt para reforzar su propia postura en cuanto a la "superioridad" de la cultura de élite sobre la cultura popular. Recientemente, este tipo de crítica se ha intensificado al señalar el exceso de atención mediática a espectáculos como la televisión de realidad, mientras que eventos globales significativos, como las guerras en Irak o Afganistán, reciben una cobertura mínima. Así, la cultura popular se presenta como un obstáculo que desvia la atención de los problemas reales y profundos.

A pesar de este enfoque pesimista, es necesario observar que otras corrientes teóricas han propuesto visiones más matizadas de la cultura popular. A partir de la década de 1950, surgió una perspectiva más renovada dentro de los estudios culturales, principalmente en el Reino Unido, bajo la influencia de figuras como Stuart Hall y Raymond Williams. Esta corriente no veía a la cultura popular como una desviación degenerada, sino como una de las formas en que las personas generan sentido y significado en sus vidas cotidianas. Para estos teóricos, la cultura no es un conjunto fijo de objetos (libros, películas, programas de televisión), sino un proceso continuo de creación e intercambio de significados. Así, el consumo de cultura popular no debe verse exclusivamente como un acto de alienación, sino como una oportunidad para la cohesión social y la comprensión común, aunque pueda estar también sujeto a los intereses de las élites.

En este sentido, la cultura popular puede cumplir una función positiva al ofrecer marcos comunes para la interpretación del mundo y fomentar la solidaridad dentro de ciertos grupos sociales. Sin embargo, este mismo marco común también puede ser manipulado por las élites para consolidar su hegemonía sobre las clases trabajadoras. Esta idea de la hegemonía cultural fue desarrollada por el pensador italiano Antonio Gramsci, quien argumentó que la dominación de las clases dominantes no se basa únicamente en la coerción, sino en un proceso más sutil: la apropiación de la cultura popular. A través de una serie de interacciones sociales cotidianas, las élites logran que la cultura dominante sea reconocida y aceptada por las clases trabajadoras, quienes, a su vez, internalizan intereses que no son los propios, sino los de las élites.

Gramsci sostenía que, en lugar de intentar forzar una revolución directa, los marxistas deberían buscar primero la hegemonía dentro de la cultura de la clase trabajadora, cargándola con su ideología anticapitalista. Solo después, con la cultura de los trabajadores transformada en su favor, sería posible una revolución real. La hegemonía no significa un control total o monolítico, como sugiere la Escuela de Frankfurt, sino una adaptación flexible y continua de las élites para hacer que su cultura se asimile a la vida diaria de los trabajadores. Esta estrategia se puede observar incluso en la política electoral contemporánea, donde los candidatos políticos se esfuerzan por "acercarse" a la gente común, utilizando elementos de la cultura popular para mostrar que comparten las preocupaciones y aspiraciones de la población.

Es crucial que el lector comprenda que la cultura popular no debe ser vista de forma unívoca como un instrumento de opresión. Aunque efectivamente puede servir a los intereses de las élites, también es una plataforma para la expresión, el entendimiento y, en muchos casos, la resistencia. Sin embargo, reconocer cómo los mecanismos del poder se infiltraron en la cultura cotidiana permite entender la complejidad de la relación entre la cultura y la política.

Además, no debe olvidarse que la cultura no solo es un producto pasivo de consumo. Los individuos, en sus prácticas cotidianas de interpretación y resignificación de los significados, también tienen la capacidad de subvertir y resistir los intentos de hegemonía. Por lo tanto, la cultura, incluso en su forma popular, sigue siendo un campo de batalla en el que se libran luchas simbólicas por la hegemonía, la identidad y el poder.

¿Por qué Captain America representó tan bien el relato nacional de EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial?

El personaje de Captain America no surgió simplemente como una fantasía heroica más en el mundo del cómic, sino como una construcción narrativa profundamente vinculada a la identidad nacional estadounidense en tiempos de crisis. Steve Rogers, un joven neoyorquino rechazado por el ejército por su debilidad física, representa desde el inicio una narrativa moral de sacrificio y patriotismo. Su transformación en super-soldado a través de un experimento gubernamental no sólo responde al deseo de participar en la guerra, sino que lo convierte en símbolo viviente de los valores que Estados Unidos deseaba proyectar: coraje, justicia y fortaleza moral más que física.

El uniforme rojo, blanco y azul con estrellas, junto con su escudo indestructible, no sólo es una representación estética del país, sino un instrumento discursivo. El escudo, en particular, sugiere una imagen defensiva de EE.UU.: un país que no ataca, sino que se protege. De esta manera, Captain America se convierte en la encarnación de una narrativa donde la nación es inocente, agredida por fuerzas extranjeras, y moralmente obligada a responder.

A diferencia de Superman, cuya invulnerabilidad haría de cualquier enfrentamiento algo unilateral, Steve Rogers, aunque en la cúspide de la condición humana, sigue siendo vulnerable. Este matiz lo vuelve más cercano al lector, más humano y más representativo de un soldado real. El equilibrio narrativo era crucial: fuerte y valiente, pero no omnipotente. Este detalle permitía mantener viva la tensión narrativa sin romper la conexión emocional con un público que vivía la guerra en su cotidianidad.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los cómics de Captain America fueron un fenómeno de masas, vendiendo más de un millón de ejemplares mensuales. Su éxito no radicaba únicamente en las escenas de acción, sino en la posibilidad de ver a los nazis humillados por un héroe que portaba la bandera estadounidense como parte de su piel. En un momento en que Europa estaba ocupada y el Reino Unido bajo ataque constante, Captain America ofrecía una válvula de escape emocional y un refuerzo ideológico.

Sin embargo, esta narrativa dejó de ser efectiva al finalizar la guerra. Sin enemigos claramente definidos, la figura de Captain America perdió su propósito. El cambio en el contexto social y cultural fue tan profundo que ni siquiera su reaparición durante la Guerra de Corea, esta vez como “Commie-Smasher”, logró captar el interés del público. El discurso anticomunista simplista y el reciclaje de tramas sin profundidad resultaron ineficaces ante una sociedad cansada del belicismo y más interesada en nuevas formas de entretenimiento. La cancelación de la serie en 1954 fue inevitable.

El fracaso de Captain America en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial ilustra con claridad la estrecha relación entre las narrativas culturales y el contexto social que las rodea. Un personaje puede representar a una nación solo mientras esa representación resuene con las experiencias, ansiedades y esperanzas del público. Captain America funcionó mientras encarnaba una imagen deseada de Estados Unidos: justa, fuerte, moralmente superior. Cuando esa imagen dejó de ser creíble o relevante, también lo hizo el personaje.

Esta relación entre mundo narrativo y mundo real es esencial en la cultura popular. Incluso los géneros fantásticos como la ciencia ficción o los superhéroes deben, en algún nivel, reflejar los dilemas contemporáneos. No es casualidad que narrativas distópicas como The Handmaid’s Tale ganen relevancia cuando dialogan con movimientos sociales actuales como #MeToo. La resonancia entre texto y realidad es lo que otorga poder simbólico a la ficción.

Este desafío se acentúa en narrativas seriales, como los cómics, donde la historia debe mantenerse coherente a lo largo del tiempo. A diferencia de relatos episódicos donde cada capítulo es independiente, las series como Captain America requieren una continuidad interna que refleje de forma constante el mundo del lector. Para sostener esa conexión, el mundo ficticio debe parecerse al real, pero no tanto como para ser idéntico. Debe haber conflicto, pero el desenlace no puede romper completamente el statu quo. Así, la narrativa se convierte en una forma conservadora de reafirmar una visión del mundo donde el orden prevalece y los valores fundamentales no se cuestionan.

Es importante entender que la fuerza simbólica de Captain America no radicaba en su invulnerabilidad, sino en su humanidad. En su constante necesidad de entrenarse, de adaptarse, de resistir. Su historia ilustra cómo los héroes nacionales no sólo luchan contra enemigos externos, sino que encarnan tensiones internas: entre ideal y realidad, entre propaganda y verdad, entre el individuo y la nación. Esta ambivalencia es lo que hizo de Captain America algo más que un simple producto de entretenimiento: lo convirtió en un espejo narrativo de la identidad estadounidense en uno de sus momentos más definitorios.

¿Cómo el complejo militar-industrial transforma la sociedad moderna?

El complejo militar-industrial ha crecido y se ha expandido mucho más allá de lo que el presidente Dwight D. Eisenhower advirtió en su discurso de despedida en 1961. En su tiempo, Eisenhower alertaba sobre la creciente influencia del militarismo y la industria armamentista en las decisiones gubernamentales y el curso de la política exterior de Estados Unidos. Hoy en día, esa influencia ha alcanzado proporciones que afectan profundamente tanto la política interna como la vida cotidiana de los ciudadanos.

En 2017, Estados Unidos gastó más de 610 mil millones de dólares en defensa, una cifra que supera la suma total de los gastos militares de países como China, Rusia, Arabia Saudita, India, Francia, el Reino Unido y Japón. Este derroche económico ha permitido que un pequeño grupo de profesionales —entre los cuales se incluyen oficiales militares activos y retirados, que ahora lobbys de fabricantes de armas, y académicos que investigan en think tanks financiados por estas mismas industrias— desempeñe un papel cada vez más importante en la toma de decisiones de política exterior y seguridad. Las amenazas externas han sido utilizadas como justificación para aumentar el gasto en nuevas tecnologías bélicas, perpetuando así la centralidad del complejo militar-industrial en la vida política y social de los Estados Unidos.

Lo que es particularmente insidioso del complejo es que su presencia ha llegado a naturalizarse en la sociedad, convirtiéndose en algo que se da por sentado. El concepto de guerra, especialmente la guerra tecnológica, ha sido redefinido en términos éticos y técnicos. De acuerdo con James Der Derian, esta transformación ha sido impulsada por lo que él denomina “guerra virtuosa”, donde la violencia es ejecutada a distancia con el menor número posible de bajas, una imagen que se ha difundido a través de los medios de comunicación y la industria del entretenimiento. Este tipo de guerra no solo es vista como una operación limpia y precisa, sino también como algo éticamente justificable, al reducir las pérdidas humanas.

Sin embargo, lo que Der Derian señala es que el verdadero peligro radica en la adaptación del complejo militar-industrial, que ahora incluye a las industrias del entretenimiento y los medios de comunicación. Las tecnologías militares, como el Sistema de Posicionamiento Global (GPS), que originalmente fueron desarrolladas con fines militares, se han integrado en la vida cotidiana de los consumidores. Las aplicaciones de GPS son comunes en vehículos, en dispositivos móviles e incluso en videojuegos como Pokémon Go. Este fenómeno de la doble utilidad de las tecnologías militares ha sido un vehículo fundamental para la integración del complejo en la sociedad civil, creando una conexión más estrecha entre la vida cotidiana y el aparato bélico.

El entretenimiento, en particular, ha jugado un papel crucial en la forma en que percibimos la guerra. Roger Stahl acuñó el término "mili-entretenimiento" para describir la relación entre la industria militar y la del entretenimiento, especialmente la forma en que la violencia estatal es presentada como un objeto de consumo agradable. Las películas de guerra, los videojuegos militares y otros productos de entretenimiento a menudo presentan la guerra como una experiencia espectacular o interactiva. Esto contribuye a que la población vea la guerra como un espectáculo, despojándola de su horror y humanizando a los soldados mientras se omiten las víctimas civiles o las consecuencias devastadoras de los conflictos bélicos.

Dentro de las narrativas mediáticas dominantes, la "guerra limpia" se presenta como una operación quirúrgica, casi sin víctimas, donde los costos humanos son minimizados o incluso ocultados. En la era de la "guerra interactiva", los ciudadanos son invitados a participar activamente en la experiencia de la guerra a través de videojuegos de temática militar, donde los jugadores pueden ponerse en la piel de un soldado y experimentar los combates desde una perspectiva en primera persona. Esta forma de militarización de la vida cotidiana no solo crea una visión idealizada de la guerra, sino que también la convierte en un juego en el que las consecuencias de las decisiones bélicas se perciben como algo lejano y abstracto.

La historia de la relación entre el militarismo y el entretenimiento no es reciente. Desde finales del siglo XIX, la tecnología militar y la cinematografía han evolucionado paralelamente. El mismo principio técnico que permitió el desarrollo de las armas, como la rápida rotación de un tambor, también facilitó la invención de la cámara cinematográfica. El cine, desde sus inicios, ha sido utilizado para promover los intereses militares, como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, cuando directores como Cecil B. DeMille organizaban desfiles de actores con armas falsas como parte del esfuerzo bélico. Las películas de guerra, que se popularizaron después de la Gran Guerra, ayudaron a construir una narrativa que glorificaba el sacrificio militar y la redención moral de los soldados.

Sin embargo, no solo los Estados Unidos han usado el cine para fines políticos. En Europa, particularmente en la Alemania nazi, el cine fue instrumentalizado para legitimar las metas del régimen. Leni Riefenstahl, en su famosa película El triunfo de la voluntad, utilizó el cine como una herramienta de propaganda para glorificar la figura de Hitler y la maquinaria de guerra nazi. Esta relación entre el poder militar y los medios de comunicación ha continuado evolucionando hasta convertirse en una de las características definitorias de la guerra moderna.

Este complejo de relaciones entre la industria militar y el entretenimiento no debe verse solo como una simple cooperación entre dos sectores. Es un sistema profundo y estructural que moldea nuestra percepción de la guerra, el militarismo y la violencia en una sociedad cada vez más interconectada y mediática. La expansión de este complejo ha cambiado la forma en que entendemos la política global, la seguridad y, sobre todo, las implicaciones éticas de nuestras propias decisiones como ciudadanos. El impacto de este sistema es tal que se hace difícil disociar la vida cotidiana de la maquinaria bélica, lo que plantea preguntas cruciales sobre nuestra capacidad para cuestionar y controlar las fuerzas que configuran el mundo moderno.