La estructura feudal se caracteriza por una división fundamental entre las castas superiores e inferiores, en la que el señor ocupa una posición que representa la nobleza y el poder, mientras que el siervo se encuentra subordinado a él. Esta división no es solo una cuestión de jerarquía social, sino de una esencia inherente y no mutable que define a cada grupo. El señor, como miembro de la élite, tiene la responsabilidad de garantizar la seguridad de los siervos, quienes, a cambio de su sumisión, reciben protección frente a las numerosas amenazas, tanto reales como inventadas, de su época. Esta relación de dependencia y protección se convierte en el núcleo de la cultura feudal, y persiste como una de las justificaciones más poderosas del orden social en ese tiempo.

El concepto de casta en la sociedad feudal no permite el ascenso de los siervos a una posición superior, independientemente de su esfuerzo o habilidad. A diferencia de las modernas sociedades capitalistas, que permiten cierta movilidad social basada en el mérito y el esfuerzo, el feudalismo se cimenta en una idea fija de jerarquía, donde los siervos permanecen atados a su destino por el nacimiento y la naturaleza de su condición. Este principio, aunque opuesto a los ideales democráticos y capitalistas contemporáneos, se mantiene de alguna manera vigente hoy, con una élite económica y política que tiende a perpetuar su estatus y controlar el acceso a las oportunidades, construyendo una nueva forma de aristocracia.

La narrativa de la seguridad desempeña un papel crucial en esta estructura. En el feudalismo, la relación entre el señor y el siervo está sustentada por la promesa de protección. Los señores, al mantener el orden y la seguridad, ofrecen un sentido de protección física y espiritual, y a cambio esperan la lealtad y el sometimiento de aquellos que dependen de ellos. Este pacto de seguridad se extendía más allá de los siervos: incluso los hombres libres, ante las amenazas de violencia, hambre o enfermedades, buscaban la protección de los poderosos. Los señores, por su parte, necesitaban el apoyo de los siervos no solo para su propio prestigio, sino para mantener la estabilidad de su poder.

La seguridad, por tanto, se convierte en un pilar fundamental en el mantenimiento del orden feudal. A lo largo de la historia, la élite ha utilizado las narrativas de seguridad para justificar su poder. El miedo a las amenazas externas o internas —sean estas reales o fabricadas— se convierte en un recurso para consolidar y perpetuar un sistema de control. De hecho, en la Edad Media, la constante sensación de inseguridad estaba alimentada por la amenaza de enfermedades, hambrunas y la violencia de los conflictos, pero también por una cosmovisión teológica que introducía el miedo al pecado, al diablo y a los castigos divinos. La creencia de que los señores eran elegidos por Dios para gobernar y proteger a los siervos formaba parte de esta narrativa legitimadora, que permaneció casi incuestionada durante siglos.

Este enfoque de la seguridad no solo se limitaba a la protección física, sino que también abarcaba una dimensión espiritual. En una sociedad profundamente religiosa, la seguridad física de los siervos estaba vinculada a su salvación eterna. De este modo, el señor no solo proveía la protección terrenal, sino que también aseguraba el bienestar espiritual de aquellos a su servicio, en un acuerdo implícito que mantenía el orden social en su lugar.

El papel de la religión en la creación de este orden es vital para comprender la dinámica de poder en el feudalismo. La iglesia y los señores se aliaban para reforzar la visión de un mundo dividido entre los "elegidos" y los "pecadores", un mundo en el que la lucha por la supervivencia era en parte física, pero también espiritualmente orientada. Esta cosmovisión no solo justificaba las desigualdades, sino que las dotaba de una legitimidad casi divina.

Con el paso del tiempo, las estructuras feudalistas fueron reemplazadas por sistemas más modernos, pero la idea de la seguridad, utilizada tanto por las élites como por las clases bajas, ha perdurado. En el capitalismo contemporáneo, la noción de seguridad ha sido reciclada y adaptada a las demandas del mundo moderno. Los discursos sobre la seguridad nacional, la protección frente a amenazas externas y la estabilidad social siguen siendo utilizados por aquellos en el poder para consolidar su control y justificar las desigualdades existentes.

Así, la narrativa de seguridad no solo tiene raíces en el pasado medieval, sino que sigue influyendo en las relaciones de poder de las sociedades actuales. La élite económica y política, al igual que los señores feudales, construye una red de protección que responde tanto a amenazas reales como a construcciones ideológicas que perpetúan su dominio. La historia de la seguridad, por tanto, no es solo una historia de protección, sino también de control y subordinación.

¿Cómo la Seguridad Nacional de Trump Ha Redefinido la Libertad en los Estados Unidos?

La política de "seguridad nacional" de Donald Trump, especialmente durante su campaña presidencial de 2016, presentó una visión peligrosa que asociaba la protección de la nación con la supresión de la libertad individual, en particular la de ciertos grupos minoritarios. La retórica y las políticas de Trump transformaron la noción de "enemigos internos", expandiéndola de una forma que no solo amenazaba los derechos civiles de los inmigrantes y musulmanes, sino que también alimentaba un ciclo destructivo de polarización racial y cultural dentro de los Estados Unidos.

El concepto de "enemigos internos" que Trump promovió durante su campaña no era nuevo, pero su enfoque fue especialmente peligroso. Un ejemplo de esto fue la propuesta de revocar la ciudadanía a aquellos musulmanes en los Estados Unidos que adoptaran la ley islámica, basándose en la idea de que cualquier persona que abogara por normas basadas en la sharia estaría traicionando su juramento de lealtad a la Constitución. Este tipo de medidas, como las del exasesor del Consejo de Seguridad Nacional de Trump, Frank Gaffney, reflejan una tendencia más amplia en la narrativa de seguridad, en la que aquellos considerados como "otros" son vistos no solo como amenazas externas, sino también como una quinta columna que socava el tejido de la nación desde adentro.

Una de las facetas más notorrias de la administración Trump fue la demonización de los inmigrantes mexicanos. Durante la campaña de 2016, Trump pintó a los inmigrantes como una "invasión" que amenazaba no solo la economía estadounidense, sino también su identidad cultural. Este discurso se complementó con una serie de políticas agresivas, como la construcción de un muro en la frontera sur, y la aplicación de políticas de "tolerancia cero" que resultaron en la separación de miles de niños migrantes de sus padres. La retórica de Trump no solo hizo de los inmigrantes mexicanos una amenaza, sino que también los vinculó a una serie de enemigos externos, tales como los carteles de drogas y organizaciones terroristas.

El impacto de este enfoque fue profundo. La respuesta de la comunidad internacional fue clara. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU condenó la separación de familias como una grave violación de los derechos humanos. En sus declaraciones, se señaló que las políticas de detención eran una forma de interferencia arbitraria en la vida familiar y contrarias a los estándares internacionales de derechos de los niños. Sin embargo, la administración Trump, al priorizar el control de la migración sobre el bienestar de los niños, continuó implementando estas prácticas, lo que profundizó la división dentro de la sociedad estadounidense.

Pero la utilización de los "enemigos internos" no se limitó a los inmigrantes. Trump también atacó ferozmente a los afroamericanos y a los deportistas que se manifestaban en contra del racismo. Su ataque a los jugadores de la NFL que se arrodillaban durante el himno nacional, como Colin Kaepernick, fue un intento deliberado de deslegitimar las protestas contra la brutalidad policial y la injusticia racial. Al acusar a estos jugadores de ser "no patriotas" y de no amar a su país, Trump los alineaba con el concepto de "enemigos internos". Este ataque, dirigido a los atletas negros, no solo se centró en el racismo, sino que también ayudó a reforzar la narrativa de que el país debía purgar a aquellos que se percibían como ajenos a la "tribu americana".

Más allá de la mera retórica, las políticas implementadas por Trump buscaban radicalizar estas divisiones. El objetivo era construir una narrativa en la que los "verdaderos" estadounidenses, representados en gran parte por los blancos evangelistas y la clase trabajadora blanca, estuvieran siendo traicionados y atacados por minorías raciales y culturales que, según Trump, conspiraban contra ellos. Este enfoque no solo afectó a los inmigrantes o afroamericanos, sino también a los liberales blancos, a quienes Trump identificó como cómplices de los enemigos internos.

En su política de "seguridad nacional", Trump sembró una división intencionada entre las clases trabajadoras, dividiendo a las personas por raza, cultura y religión. La estrategia de "dividir para conquistar" se convirtió en un mecanismo fundamental para frenar la unidad entre las clases bajas y evitar que estas se movilizaran contra la élite. Al centrar el debate en temas culturales y raciales, Trump desvió la atención de las cuestiones económicas que realmente podrían haber movilizado a los trabajadores y a las minorías en su conjunto.

El concepto de "enemigos internos" es una herramienta poderosa en cualquier narrativa de seguridad, ya que permite a quienes detentan el poder construir una distorsionada noción de identidad nacional que excluye a aquellos considerados "otros". La administración Trump utilizó esta estrategia para transformar la política de inmigración, los derechos civiles de las minorías y el racismo estructural en un juego de poder en el que las élites podían manipular las divisiones internas para su propio beneficio.

Es esencial entender que el enfoque de Trump hacia la seguridad nacional no solo trató de proteger al país de amenazas externas, sino que también redefinió qué significaba ser "americano". Al construir un "enemigo interno" en forma de musulmanes, inmigrantes y afroamericanos, Trump no solo atacó a estas comunidades, sino que también buscó redefinir lo que constituía la identidad nacional de los Estados Unidos. Esta narrativa, llena de racismo, miedo y desinformación, dejó una marca indeleble en la política y la cultura de la nación, cuyas repercusiones aún se sienten hoy.

¿Cómo construir una verdadera seguridad global?

Inversiones en la educación, la salud, el empleo, el medio ambiente y todos los pilares esenciales de la verdadera seguridad son fundamentales para avanzar hacia una sociedad más justa y equilibrada. Esto implica la unión de los movimientos laborales y progresistas a nivel mundial para crear una resistencia global contra las corporaciones multinacionales que controlan el planeta con fines exclusivamente lucrativos. La verdadera seguridad solo puede alcanzarse cuando se universaliza la resistencia contra el modelo capitalista que persiste en priorizar la acumulación de riqueza a costa de la mayoría.

Las élites estadounidenses, por ejemplo, promueven una economía global orientada hacia el lucro, pero abrazan el nacionalismo como un relato de seguridad. Este relato no solo es emocionalmente efectivo para mantener el sistema capitalista, sino que también divide a las poblaciones. En un mundo globalizado con fronteras abiertas y una interconexión creciente entre los trabajadores de distintos países, el verdadero riesgo para el sistema capitalista es la posibilidad de que los sectores más desfavorecidos se unan, no solo a nivel nacional, sino global, para desafiar las estructuras de poder. De ahí que el capitalismo recurra al nacionalismo como un medio para justificar las políticas de seguridad interna, pero a su vez, este enfoque engendra más inseguridad, creando enemigos tanto dentro como fuera de las naciones.

Este tipo de seguridad nacional es falsa y, en última instancia, perpetúa una sensación crónica de miedo e inestabilidad. La seguridad nacional, al fabricar continuamente enemigos, ya sea extranjeros o internos, no es más que una estrategia de control. La verdadera seguridad solo puede alcanzarse en un mundo basado en la cooperación mutua, la confianza y la creación de instituciones gubernamentales internacionales que promuevan los derechos humanos universales. La única seguridad verdadera es ahora global, y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU es, sin duda, la piedra angular de esta visión.

Si bien Estados Unidos ha diseñado la ONU para que no pueda implementar efectivamente estos derechos universales, la cultura global continúa expandiéndose, y a medida que nos damos cuenta de lo profundamente compartimos nuestras necesidades y derechos humanos, la estructura política necesaria para hacerlos realidad se desarrollará en el siglo XXI. Si no logramos este objetivo y seguimos aferrándonos al nacionalismo y a la seguridad nacional, jamás alcanzaremos una verdadera seguridad y, lo que es peor, probablemente nos conduciremos a nuestra propia autodestrucción.

Es imprescindible entender que la verdadera seguridad no puede surgir del mantenimiento de estructuras que perpetúan la desigualdad y la injusticia. No podemos seguir viviendo en un sistema en el que unos pocos disfrutan de privilegios exorbitantes mientras la mayoría lucha por sobrevivir. Para salvar nuestra civilización y encontrar el bienestar personal y colectivo, debemos cambiar la estructura social que constantemente genera inseguridad. Este cambio es difícil, pero si no lo intentamos, nos condenaremos, a nosotros y a las futuras generaciones, a un destino de fracaso y desesperanza.

En este contexto, la cuestión crucial no es solo la distribución de la riqueza, sino también cómo definimos la seguridad. No se trata únicamente de la defensa de fronteras o de intereses nacionales, sino de construir una comunidad global en la que los derechos y la dignidad humana sean respetados por encima de las fronteras políticas o económicas. La seguridad verdadera se construye sobre la base de la cooperación global y la solidaridad entre los pueblos. Solo así podremos garantizar un futuro que no esté marcado por la violencia, la pobreza y la opresión, sino por la paz, la justicia y el bienestar para todos.