A siete meses del inicio de la pandemia de Covid-19, el mundo aún no ha logrado superar los efectos del virus. En junio de 2020, algunos países comenzaban a levantar las medidas de confinamiento con la esperanza de reactivar sus economías, mientras se registraban cifras alarmantes de nuevos contagios. Durante este tiempo, uno de los mayores retos ha sido el aumento de la desinformación y la información errónea relacionada con el virus. Estos fenómenos no solo complicaron la gestión de la pandemia, sino que también pusieron en riesgo la salud pública y fomentaron la desconfianza en las autoridades sanitarias.

El fenómeno de la desinformación ha estado presente desde los primeros días del brote. Con el surgimiento de teorías conspirativas sobre el origen del virus, pasando por la circulación de remedios falsos y hasta la propagación de noticias sin fundamento sobre tratamientos, la desinformación se ha convertido en un reto global. Entre las afirmaciones más peligrosas se encontraba la promoción de medicamentos no comprobados, como la hidroxicloroquina, que algunos líderes políticos defendieron a pesar de la falta de pruebas científicas que respaldaran su efectividad. Un estudio, ampliamente citado en la primera fase de la pandemia, terminó siendo retractado debido a serios problemas metodológicos, lo que dejó claro el peligro de confiar en información no verificada.

El impacto de la desinformación no solo se limitó a las redes sociales, donde las noticias falsas se difunden rápidamente, sino también en los medios tradicionales, que, en algunos casos, dieron espacio a teorías sin respaldo científico. La desconfianza en las autoridades gubernamentales y en los medios de comunicación se incrementó a medida que surgían contradicciones en los mensajes oficiales. En algunos países, la desinformación exacerbó el temor y la incertidumbre de la población, lo que llevó a un rechazo masivo de medidas esenciales, como el uso de mascarillas y las restricciones de movilidad.

En este contexto, la respuesta institucional fue lenta. Si bien las plataformas digitales comenzaron a implementar estrategias para limitar la difusión de contenido falso, como el etiquetado de publicaciones engañosas, el alcance global de las redes sociales dificultó enormemente el control de la desinformación. Además, la falta de coordinación a nivel internacional para abordar el problema permitió que muchas teorías conspirativas se diseminaran con rapidez. La situación fue tal que los expertos en salud pública se vieron sobrepasados, no solo por el número de casos, sino también por la necesidad de contrarrestar las falsedades que corrían de boca en boca.

Es crucial que la lucha contra la desinformación no se vea solo como un desafío a corto plazo, sino como una lección que debemos aprender para el futuro. Los responsables de la comunicación de la salud pública deben adoptar enfoques más transparentes y accesibles, adaptando su mensaje a las necesidades de diferentes segmentos de la población. Esto incluye mejorar la alfabetización mediática, promoviendo una mayor conciencia crítica entre los ciudadanos para que puedan discernir entre información veraz y falsa. Además, se deben desarrollar herramientas tecnológicas más efectivas para rastrear y eliminar contenido falso, así como mejorar la colaboración internacional en la creación de políticas públicas orientadas a la prevención de la propagación de información errónea.

Al mirar hacia el futuro, es evidente que la pandemia de Covid-19 cambiará la forma en que entendemos la comunicación en situaciones de crisis. La respuesta a la desinformación será una prioridad en las futuras emergencias sanitarias. Sin embargo, también es necesario tener en cuenta que, además de las medidas tecnológicas y políticas, el comportamiento humano juega un papel crucial. Las personas tienden a creer en lo que resuena con sus creencias preexistentes, lo que hace que las estrategias para combatir la desinformación deban ser adaptadas a los contextos culturales y sociales de cada comunidad.

Es igualmente importante que, en el proceso de analizar y comprender los eventos relacionados con la pandemia, no se pase por alto el impacto a largo plazo que esta desinformación tendrá en la confianza pública en las instituciones científicas y gubernamentales. Es fundamental restaurar esta confianza para que las futuras generaciones puedan enfrentar desafíos globales con un sentido de unidad y colaboración.

¿Cómo la desinformación y el populismo influyen en las democracias liberales?

En los últimos años, el Kremlin ha intensificado su estrategia de comunicación y manipulación, buscando socavar las democracias liberales mediante campañas de desinformación. Rusia ha logrado construir narrativas que apelan a sectores dispuestos a cuestionar las instituciones democráticas y sus valores fundamentales. A través de campañas en redes sociales e Internet, se promueve un relato basado en posturas antioccidentales que explotan las tensiones internas de Europa y los Estados Unidos. El objetivo de estas operaciones no solo es influir en procesos electorales, sino también fomentar una crisis más amplia que pueda llevar a una transformación política en la que surjan regímenes más alineados con el modelo autoritario de Rusia.

El vínculo entre Rusia y diversos movimientos populistas, tanto de extrema derecha como de extrema izquierda, en Europa ha sido ampliamente documentado. Este apoyo no se limita solo a la creación de contenido falso o distorsionado, sino también a la promoción de figuras y partidos políticos que se oponen abiertamente a las instituciones democráticas tradicionales. El populismo se convierte así en una herramienta clave dentro de la estrategia rusa, una forma de sembrar división dentro de alianzas como la Unión Europea o la OTAN. Este enfoque es utilizado para debilitar las estructuras políticas occidentales y crear un clima propenso al surgimiento de gobiernos que imiten el sistema autoritario de Rusia.

Al mismo tiempo, la Rusia de Vladimir Putin ha utilizado la guerra de la información como una extensión de su poder diplomático, especialmente en el contexto de las sanciones impuestas después de la anexión de Crimea en 2014. A través de los medios estatales y plataformas digitales como RT y Sputnik, el Kremlin ha intentado alterar la percepción pública internacional sobre los eventos en Ucrania, presentando su versión de los hechos como la única que refleja la realidad. Esta manipulación mediática es una manifestación de un poder suave que busca influir en la opinión pública global, no solo en Europa, sino también en Estados Unidos, América Latina y otras regiones.

La creciente influencia de los medios rusos en el ciberespacio plantea una pregunta crítica: ¿es Rusia simplemente un actor reaccionario que responde a las presiones internacionales, o tiene la intención de reconfigurar el orden mundial y promover modelos alternativos de gobernanza, más compatibles con su propia visión? Si bien la intervención rusa en elecciones específicas, como en las de Estados Unidos en 2016, ha sido objeto de muchas críticas y análisis, la influencia en el discurso global es más amplia y ambiciosa. La desinformación se convierte en una herramienta estratégica que no solo busca cambiar los resultados de unas elecciones, sino también socavar la confianza en las instituciones democráticas y crear una atmósfera de incertidumbre y desconfianza.

Una de las principales características de las campañas de desinformación es la creación de confusión y polarización. Esto se logra mediante la manipulación de información, el uso de "fake news" y la difusión de teorías conspirativas. En un entorno saturado de información y desinformación, las fronteras entre la verdad y la mentira se difuminan. El concepto de "post-verdad", popularizado en los últimos años, describe un escenario en el que las emociones y creencias personales tienen más peso que los hechos verificables. Este fenómeno ha sido alimentado no solo por actores externos como Rusia, sino también por el auge de las redes sociales, que amplifican la propagación de información sin un filtro adecuado.

Además, la Rusia de Putin ha adoptado una postura más activa en el uso de las nuevas tecnologías para difundir su narrativa. Desde el hacking hasta el ciberespionaje, el país ha demostrado un dominio en el campo de la guerra cibernética. La reciente creación de una unidad militar dedicada a la guerra de la información es una clara señal de que la manipulación de datos y la alteración de procesos democráticos son considerados, por parte del Kremlin, como herramientas de poder igual de importantes que la fuerza militar convencional.

Es crucial reconocer que la influencia de Rusia en Europa y en otras partes del mundo no se limita solo a sus esfuerzos por difundir desinformación. En muchos casos, Rusia ha sabido aprovechar las brechas existentes dentro de las sociedades occidentales, como la creciente desconfianza en las instituciones democráticas y las tensiones socioeconómicas, para propagar su mensaje. Los movimientos populistas, alimentados por el descontento con la globalización, los refugiados y la pérdida de poder de las clases medias, se ven reforzados por estas campañas de desinformación. El populismo, entonces, se convierte en un vector a través del cual Rusia puede ejercer presión sobre las democracias occidentales, fomentando el miedo y la división interna.

Los gobiernos occidentales, por su parte, se han enfrentado a la difícil tarea de combatir este fenómeno. Mientras que algunos han optado por una mayor regulación de las redes sociales y la creación de contranarrativas en los medios tradicionales, otros han puesto en duda la efectividad de tales medidas. A pesar de los esfuerzos por desacreditar la desinformación, el impacto de estas campañas continúa siendo profundo y difícil de erradicar por completo. La batalla por la verdad en la era digital es, en muchos sentidos, una batalla por el futuro de las democracias liberales.

Es importante que el lector comprenda no solo el papel activo de Rusia en la promoción de desinformación, sino también cómo estos esfuerzos se insertan en un contexto global de crisis de confianza en las democracias. La intervención en los procesos electorales y la manipulación mediática no son solo tácticas aisladas, sino elementos de una estrategia más amplia que busca redefinir las relaciones internacionales y la estructura de poder global. En este escenario, la información se ha convertido en un recurso tan valioso como el petróleo o el gas, y su control es fundamental para aquellos que buscan reconfigurar el mundo a su favor.

¿Cómo la desinformación afecta la democracia y la credibilidad de las instituciones?

La desinformación es uno de los fenómenos más dañinos de nuestro tiempo, afectando no solo la manera en que percibimos la realidad, sino también las estructuras fundamentales de la democracia. En un mundo interconectado, las fake news, las noticias falsas, son fácilmente diseminadas a través de plataformas de redes sociales, motores de búsqueda, y medios de comunicación. Estas narrativas erróneas, aunque a menudo diseñadas con fines ideológicos o políticos, están generando una crisis en la percepción pública sobre lo que es verdadero y lo que es falso. Esto se ve reflejado especialmente en el comportamiento electoral y en la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones.

Una de las formas más impactantes en las que la desinformación afecta a la democracia es a través de la creación de "burbujas epistémicas", en las cuales los individuos quedan atrapados en círculos cerrados de información que refuerzan sus creencias preexistentes. Estas burbujas son alimentadas por algoritmos en redes sociales que priorizan el contenido que genera más interacción, creando así espacios donde la información se distorsiona y la crítica a los propios puntos de vista se elimina. Esto no solo limita el acceso a información verídica, sino que también polariza aún más a la sociedad.

En muchos casos, la desinformación se utiliza para incidir en procesos electorales. Las campañas de manipulación de información durante las elecciones presidenciales de 2016 en los Estados Unidos y las elecciones parlamentarias italianas de 2018 son ejemplos claros de cómo actores externos y nacionales pueden emplear la desinformación para alterar el resultado de un proceso democrático. Las alegaciones de interferencia rusa, por ejemplo, revelaron una compleja red de noticias falsas, trolls en línea y cuentas automatizadas diseñadas para sembrar discordia y manipular la opinión pública. La pandemia de Covid-19 también mostró cómo las teorías conspirativas y las noticias falsas pueden crear una "infodemia", que dificulta la lucha contra el virus al sembrar desconfianza en las medidas de salud pública.

La desinformación no solo se limita a la manipulación de noticias, sino que también se extiende a la creación de una "información manipulada". Las imágenes alteradas, los "deepfakes" y las noticias falsas de grandes eventos internacionales son herramientas utilizadas por actores estatales y no estatales para difundir narrativas falsas. Las campañas de desinformación son, por tanto, una forma de guerra híbrida, en la que se emplean técnicas de manipulación psicológica y cibernética para desestabilizar a las sociedades.

Otro aspecto crucial a considerar es el impacto de las "cámaras de eco" y "burbujas informativas" en la construcción de una "solidaridad epistémica". A medida que los ciudadanos consumen contenido que valida sus creencias, las posibilidades de un debate informado disminuyen, y las personas se ven atrapadas en la repetición de discursos polarizantes y divisivos. El aumento de la desconfianza hacia los medios tradicionales, alimentada por teorías que afirman que "todos los medios mienten", ha dado paso a una crisis de credibilidad. Los medios de comunicación, que deberían ser los guardianes de la información veraz, se ven cuestionados constantemente y, en algunos casos, deslegitimados en el ojo público.

Es importante reconocer también el papel crucial que juegan las plataformas tecnológicas, como Facebook, Twitter y Google, en este ecosistema de desinformación. Estas plataformas no solo facilitan la propagación de noticias falsas, sino que también son incapaces de regular efectivamente el contenido dañino debido a la magnitud de los datos que manejan. Si bien algunas iniciativas, como el código de prácticas de desinformación de la Unión Europea y las organizaciones de fact-checking, han intentado mitigar los efectos de la desinformación, el desafío sigue siendo monumental. La falta de regulación eficaz y el modelo de negocio basado en la captación de atención continúan siendo factores que perpetúan este problema.

Lo que también es esencial es que la desinformación se alimenta de la corrupción de las instituciones y de la fragilidad de la confianza pública. Cuando las personas empiezan a dudar de las fuentes oficiales, se abren las puertas para que los actores políticos y otros grupos interesadamente sigan sembrando semillas de duda, y de este modo ganen apoyo o neutralicen la oposición. Las democracias se ven amenazadas por esta erosión de confianza, ya que la legitimidad de las instituciones es lo que permite el funcionamiento de los sistemas democráticos.

Es crucial que los ciudadanos, además de estar alertas frente a las narrativas falsas, desarrollen una mayor capacidad de alfabetización mediática. Las habilidades para identificar la desinformación, así como el fomento del pensamiento crítico y la educación en medios, son herramientas indispensables para contrarrestar este fenómeno. Las soluciones no deben ser solo tecnológicas, sino también culturales y educativas.

En este contexto, el combate a la desinformación no puede ser una responsabilidad exclusiva de las plataformas digitales o los gobiernos. Es un esfuerzo colectivo que involucra a ciudadanos, medios de comunicación, instituciones académicas y organizaciones internacionales. Además, es necesario desarrollar nuevas normativas que limiten la propagación de información errónea sin afectar la libertad de expresión, y a su vez, fomentar la creación de un espacio público donde se valore la veracidad y la reflexión crítica.