La manera en que los medios de comunicación han cubierto la presidencia de Donald Trump ha generado un dilema ético profundo en el periodismo estadounidense. En un momento, se planteó la cuestión de si era adecuado tratar a Trump como a cualquier otro político tradicional, y si hacerlo no lo "normalizaba". La normalización, en este contexto, se refiere a tratar a un presidente cuya figura y estilo eran radicalmente distintos a los de sus predecesores con la misma objetividad que se aplica a otros políticos. Sin embargo, este tratamiento podría dar la impresión de que las actitudes y comportamientos de Trump eran aceptables, o incluso convencionales. La crítica subyacente es clara: el tratar a Trump como una figura política más podría diluir la naturaleza de su comportamiento y la amenaza que representaba para las normas democráticas.

Esta pregunta sobre cómo los medios debían abordar a Trump se remonta a una época anterior, cuando los periodistas eran instruidos para no manifestar emociones, opiniones o lealtades personales en la cobertura informativa. En mi experiencia, hace años, cuando cubría deportes como periodista, fui reprendido por hacer un comentario en voz alta en la zona de prensa, un área donde, según la ética profesional, la objetividad debía prevalecer a toda costa. Sin embargo, hoy en día, parece que esa distancia crítica se ha perdido. En la era Trump, los medios a menudo han caído en la trampa de reaccionar emocionalmente, abriendo la puerta a la polarización y la animosidad.

A pesar de las justificaciones éticas para la crítica a Trump, existe una preocupación más profunda: ¿qué coste tiene para los medios de comunicación y la democracia este enfoque emocional y partidista? El peligro radica en que, como advierte Nietzsche, quien combate monstruos debe tener cuidado de no convertirse en uno. Si los periodistas comienzan a comportarse de manera similar a aquellos que critican, corren el riesgo de perder su integridad profesional, de desdibujar la línea entre la objetividad y la parcialidad.

Un caso paradigmático de esta transformación es el de la cobertura de los escándalos políticos durante la presidencia de Trump, como el caso del "whistleblower" (delator) que destapó la conversación telefónica problemática entre Trump y el presidente de Ucrania. A pesar de que los medios de comunicación podrían haber revelado su identidad, la elección de no hacerlo suscitó interrogantes. Los medios justificaron esta decisión como una medida para proteger a la fuente, aunque no todos los involucrados estaban de acuerdo. La negativa a revelar el nombre también alimentó la percepción de que los medios estaban jugando un papel partidista, alineándose con un determinado lado político. Este tipo de decisiones, aparentemente éticas, pueden en realidad erosionar la confianza pública en la imparcialidad del periodismo.

Además, el escándalo de Rusia ha revelado aún más la polarización dentro de los medios. Mientras una narrativa acusa a Trump de tener una relación sospechosa con Rusia y de beneficiarse de la interferencia extranjera en las elecciones, otra sostiene que sectores del FBI y la CIA, con sus propios prejuicios políticos, manipularon la investigación en su contra. Ninguna de estas versiones es completamente falsa, y ambos relatos contienen elementos de verdad. No obstante, la forma en que los medios han tratado estas historias ha sido extremadamente polarizada. Los medios no solo se han mostrado reacios a explorar ambas versiones de manera justa, sino que han preferido descalificar la narrativa contraria como "falsa" o "teoría conspirativa". Este enfoque ha contribuido a una fractura aún mayor en la sociedad, ya que los ciudadanos ya no confían en los medios para presentar hechos de manera imparcial.

En cuanto a la credibilidad de los medios, es evidente que ha sufrido un golpe significativo en las últimas décadas. Desde que Gallup comenzó a medir la confianza pública en los medios en 1972, ha habido una caída dramática en la confianza hacia el periodismo. En 1972, más del 68% de los estadounidenses confiaban en los medios, pero para 2019 esa cifra había caído a solo el 41%. Este descenso es especialmente pronunciado entre los votantes republicanos y conservadores, que cada vez sienten menos conexión con los medios tradicionales.

Lo que está en juego aquí no es solo la credibilidad de los periodistas, sino el papel mismo del periodismo en la sociedad. Los medios deben ser percibidos como imparciales para cumplir con su función esencial en una democracia: ofrecer a los ciudadanos una información objetiva y fiable, capaz de sustentar el debate público y la toma de decisiones informadas. Cuando se pierde esta percepción de imparcialidad, el periodismo deja de ser una fuente confiable de información, y la polarización social se profundiza aún más.

En resumen, la cobertura mediática de Donald Trump ha puesto en evidencia una crisis en el periodismo moderno. Al adoptar enfoques cada vez más polarizados y subjetivos, los medios han caído en una trampa que no solo socava su credibilidad, sino que también amenaza con destruir su capacidad para servir al público de manera efectiva. La lección es clara: en tiempos de alta polarización política, el periodismo debe esforzarse más que nunca por mantener su independencia y objetividad, para no perder la confianza de los ciudadanos y garantizar que siga siendo un pilar fundamental de la democracia.

¿Puede el sistema político estadounidense recuperar la confianza tras la crisis de la presidencia Trump?

La historia reciente de Estados Unidos ofrece un contraste marcado entre dos momentos críticos de la política: el escándalo de Watergate en los años setenta y la era de la presidencia de Donald Trump. Durante Watergate, a pesar de la gravedad del caso y las intrigas en torno a la interferencia de agencias como la CIA y el FBI, el sistema político mostró resiliencia. La presión bipartidista condujo a la renuncia del presidente Nixon, y figuras clave como John Dean y Alexander Butterfield enfrentaron la adversidad con integridad, exponiendo los mecanismos internos de corrupción y abuso de poder. La unanimidad del Tribunal Supremo para ordenar la publicación de las grabaciones de la Casa Blanca reflejó un compromiso institucional con la transparencia y la rendición de cuentas que hoy parece difícil de imaginar.

En contraste, el proceso de juicio político a Trump mostró las profundas divisiones partidistas que marcan el presente. La mayoría republicana bloqueó el testimonio de testigos directos y solo un senador conservador, Mitt Romney, votó en contra del expresidente, en una señal clara de la fragmentación y politización que ha permeado las instituciones. La prensa, las redes sociales y ciertos medios se convirtieron en escenarios donde la verdad y la desinformación lucharon por el control de la narrativa, con figuras como John Bolton convertidas de colaboradores en parias tras decidir testificar. En este contexto, el sistema parece estar en una tensión inédita, poniendo en duda si los mecanismos que funcionaron en el pasado pueden sostenerse ante la actual volatilidad política y mediática.

La experiencia muestra que ningún presidente es igual a otro, y que el carácter y la personalidad influyen decisivamente en la relación con los medios y el funcionamiento del gobierno. Trump personificó un estilo sin precedentes: una presidencia centrada en la autopromoción, la confrontación con la prensa y un uso deliberado de la desconfianza como herramienta política. Su impacto ha dejado una corte Suprema más conservadora, una expansión del poder ejecutivo y un ambiente de polarización y desconfianza hacia las instituciones democráticas. Este fenómeno no es solo una cuestión de líderes, sino de una sociedad que cada vez más se informa a través de fuentes fragmentadas, muchas veces sesgadas y autoelegidas, erosionando así el consenso mínimo necesario para el funcionamiento saludable de la democracia.

Es crucial entender que, aunque el sistema ha mostrado capacidad de reacción