Las decisiones empresariales de Donald Trump, tanto en su vida como empresario como en su mandato presidencial, dejan una huella compleja en la sociedad estadounidense, especialmente en lo que respecta a los derechos laborales, la igualdad de género y la relación entre la política económica y el bienestar de los trabajadores. Desde la renuncia a pagar facturas hasta la influencia de su marca personal en la política y la economía global, su legado empresarial ha sido motivo de debate y análisis.

El enfoque de Trump en los negocios ha sido el de un empresario que no tiene miedo de tomar riesgos, pero que, a menudo, ha dejado un rastro de deudas y conflictos con los empleados y contratistas. En su carrera empresarial, Trump ha sido acusado en varias ocasiones de no pagar a sus trabajadores ni a las empresas subcontratadas. En un informe del Wall Street Journal (2016), se detallaba cómo la planificación empresarial de Trump dejaba un rastro de facturas impagas, una práctica que generó un gran malestar entre los trabajadores de sus proyectos, tanto en el sector de la construcción como en el de la manufactura. Los informes documentan cómo este comportamiento tiene un impacto negativo en la moral de los trabajadores y crea una sensación de inseguridad dentro de los lugares de trabajo.

La falta de pago a los trabajadores no es un fenómeno aislado, y se extiende más allá del caso de Trump. Este patrón refleja una cultura empresarial que pone el beneficio por encima del bienestar de los empleados, una tendencia creciente en la economía global. Un fenómeno que también se refleja en las tendencias de trabajo en Estados Unidos, donde muchos empleados tienen que trabajar en múltiples trabajos de medio tiempo para poder llegar a fin de mes, según un informe de Fox Business (2019). Los bajos salarios y la precariedad laboral se han convertido en una de las principales preocupaciones de los trabajadores estadounidenses, particularmente en un contexto donde la industria manufacturera ha sufrido un retroceso significativo.

Este tipo de dinámicas también está vinculado al declive del sindicalismo en Estados Unidos, que ha sido un pilar para la lucha por los derechos laborales. Según datos de Bureau of Labor Statistics (2020), la membresía sindical ha alcanzado su punto más bajo en más de 70 años, lo que ha reducido significativamente la capacidad de los trabajadores para negociar mejores condiciones laborales y salariales. El debilitamiento de los sindicatos ha dejado a muchos trabajadores desprotegidos frente a prácticas empresariales agresivas y desleales, como las observadas en el caso de Trump.

La relación de Trump con el mundo del trabajo no se limita a su gestión empresarial. Durante su presidencia, adoptó medidas que favorecieron a las grandes corporaciones y la industria, mientras que a menudo se mostraba indiferente a las demandas de los trabajadores. A pesar de su retórica sobre la creación de empleos y la protección de la clase trabajadora, muchos de sus proyectos políticos, como la reforma fiscal de 2017, beneficiaron principalmente a las grandes empresas y a los ricos, dejando de lado las necesidades de los trabajadores que luchan por obtener un salario justo. En este sentido, las políticas de Trump ilustran la creciente polarización de la economía estadounidense, donde los beneficios de las políticas económicas no se distribuyen equitativamente entre todos los sectores de la sociedad.

Otro aspecto importante a considerar es la discriminación de género en el ámbito laboral. A pesar de los avances en la lucha por la igualdad de género en las últimas décadas, aún persisten barreras invisibles que dificultan la ascensión de las mujeres en sectores clave como la manufactura. Según un artículo de IndustryWeek (2017), el sesgo inconsciente de género sigue siendo un obstáculo para que las mujeres puedan acceder a los mismos puestos que los hombres, y la industria no ha sido ajena a este problema. En el contexto del gobierno de Trump, esta situación no mejoró, ya que las políticas impulsadas por su administración frecuentemente favorecieron un entorno empresarial donde las disparidades de género no recibieron la atención que merecen.

La situación de los trabajadores en el sector manufacturero estadounidense refleja una contradicción entre la retórica de Trump sobre la "resurrección" de la manufactura en los EE. UU. y la realidad de las condiciones laborales. Aunque Trump prometió salvar empleos en fábricas como la de Carrier en Indianápolis, donde millones de empleos se habían perdido en las últimas décadas, las condiciones laborales en muchas de estas fábricas no mejoraron significativamente después de sus intervenciones. El informe de IndyStar (2020) sobre las fábricas de Carrier muestra que los trabajadores siguen enfrentando bajos salarios y condiciones laborales precarias, a pesar de las promesas políticas.

Además, la desindustrialización no es simplemente un problema de la clase trabajadora blanca, como a menudo se ha retratado en la narrativa política, sino que afecta de manera transversal a diversas comunidades. Según un artículo de The Bulwark (2019), la desindustrialización también ha impactado a las comunidades latinas y afroamericanas, cuyas luchas por el empleo de calidad y la justicia económica no siempre han sido reconocidas en los discursos de políticas laborales.

Es esencial que los lectores comprendan que, más allá de las acciones de un solo individuo como Trump, los problemas estructurales que afectan a los trabajadores en Estados Unidos están profundamente entrelazados con la evolución del capitalismo global, el declive del sindicalismo, y la exacerbación de las desigualdades económicas y sociales. Las promesas de "trabajo para todos" no se materializan simplemente con medidas simbólicas o con políticas de corto plazo, sino que requieren un cambio fundamental en la forma en que se entiende y se organiza el trabajo en la sociedad.

¿Cómo la Corrupción en Nigeria Refuerza el Apoyo a Trump en el Sureste del País?

En Nigeria, la corrupción es una realidad cotidiana, omnipresente en cada rincón de la vida pública y privada. Desde la pequeña corrupción cotidiana, como el soborno a funcionarios de bajo rango para agilizar trámites administrativos, hasta la corrupción a gran escala, donde los gobernadores y ministros federales otorgan contratos fraudulentos a amigos y familiares que luego canalizan el dinero de vuelta a los políticos, la corrupción está incrustada en todos los niveles de la sociedad. Es importante destacar que, aunque antropólogos y estudiosos a menudo evitan reducir estos fenómenos a simples definiciones de "corrupción", debido a su complejidad y a la crítica cultural que puede generarse, la crítica a la corrupción es profundamente arraigada en la conciencia de los nigerianos.

La crítica es frecuente y vehemente, especialmente cuando se observa el abuso de poder y la malversación de los recursos públicos. Como señala Chinua Achebe en su obra The Trouble with Nigeria, los nigerianos no pueden evitar hablar de las deficiencias de su nación, especialmente la corrupción, cada vez que se encuentran entre sí. "Los líderes en Nigeria son ladrones", se dice en voz baja pero con firmeza, como lo expresó Chimezie, un vulcanizador de Umuahia, quien lamenta cómo, en su país, los líderes públicos camuflan sus actos de robo bajo títulos honoríficos, mientras devoran lo que se denomina "el pastel nacional", un recurso común que debería beneficiar a todos, pero que solo es acaparado por unos pocos.

Aunque este tipo de corrupción se da a todos los niveles de la sociedad, el desdén por la opulencia y el abuso de los poderosos se vuelve aún más palpable cuando se observa a los políticos más influyentes. Los nigerianos no dudan en señalar cómo estos políticos que se presentan como luchadores contra la corrupción, paradójicamente, terminan acumulando riquezas personales que bordean lo obsceno. Muchos de los que alguna vez prometieron combatir la corrupción, como el caso de varios expresidentes y figuras gubernamentales, han sido denunciados por la construcción de mansiones lujosas y la apropiación de bienes públicos. Un ejemplo notorio es un gobernador en una ciudad del sureste, quien, a pesar de prometer viviendas accesibles para los más pobres, terminó construyendo una comunidad cerrada de lujo sobre terrenos confiscados a la comunidad, sin que ninguna de estas prácticas fuera detenida o sancionada de manera efectiva.

Este tipo de impunidad no es nuevo para los nigerianos. La certeza de que la corrupción no será castigada crea un círculo vicioso en el cual incluso aquellos que se oponen a la corrupción se ven obligados a participar en ella, aunque en una escala menor. La falta de consecuencias judiciales o políticas alimenta el cinismo generalizado, una sensación de que “todos saben la verdad” pero que nadie está dispuesto a actuar sobre ella. Las historias de corrupción son tan comunes y tan abrumadoras que resulta imposible perseguir cada caso de manera efectiva, lo que permite que los responsables sigan actuando con impunidad.

Este fenómeno tiene paralelismos claros con lo que ocurre en otros países, como Estados Unidos, donde la figura de Donald Trump encuentra apoyo en sectores que también se sienten alienados y decepcionados con la política tradicional. Trump, al igual que los líderes corruptos en Nigeria, ha logrado capitalizar la desconfianza general hacia las instituciones y la política tradicional. En el sureste de Nigeria, muchos ven en Trump un símbolo de rechazo al sistema político corrupto, una especie de rebelde que, aunque no tenga un plan concreto para cambiar la situación, sabe cómo identificar y señalar la hipocresía del sistema. La popularidad de Trump en esta región no solo refleja una simpatía hacia sus ideas, sino una respuesta a la frustración de los nigerianos con un sistema político que no cumple sus promesas de justicia, transparencia y equidad.

La relación entre el apoyo a figuras como Trump y la crítica a la corrupción en países como Nigeria refleja una serie de desilusiones comunes que trascienden fronteras. Los votantes en ambos contextos, aunque distantes, parecen estar guiados por la misma lógica: un rechazo visceral hacia la política tradicional y la percepción de que las élites se enriquecen a costa del pueblo. Este fenómeno no es una simple tendencia, sino un reflejo de una profunda crisis de confianza en las instituciones políticas y judiciales que, en lugar de velar por el bienestar común, parecen dedicarse a perpetuar un sistema de desigualdad y corrupción.

Es necesario comprender que este fenómeno no es aislado, y que la crítica a la corrupción y el desencanto con la política no se limitan a un país o a un contexto específico. En sociedades como la nigeriana, donde el desencanto con las promesas vacías de los políticos es palpable, el apoyo a figuras como Trump se interpreta no solo como un acto de apoyo político, sino como una reacción a una estructura de poder que ha fallado reiteradamente en cumplir con las expectativas del pueblo. Este descontento es tan profundo que se convierte en un terreno fértil para el surgimiento de líderes que, aunque no prometan soluciones claras o viables, saben cómo apelar a las frustraciones y las esperanzas de quienes se sienten abandonados por el sistema.