La gestión de Donald Trump durante la pandemia del COVID-19 evidenció no solo una descomunal ineptitud política, sino una estructura discursiva y administrativa basada en el neoliberalismo más agresivo y una forma autoritaria de populismo de derecha que transformó la crisis sanitaria en un teatro político de supervivencia selectiva. Su respuesta, marcada por la confusión, la negación de responsabilidades y la búsqueda constante de chivos expiatorios, configuró un modelo de gobierno donde el caos fue funcional al mantenimiento del poder y al debilitamiento sistemático de la solidaridad social.

Desde el inicio de la emergencia, Trump desvió la atención de sus errores culpando a gobernadores, médicos y periodistas, mientras afirmaba con descaro: “No asumo ninguna responsabilidad”. Esta declaración no fue un lapsus, sino una expresión genuina de su lógica política: la del desentendimiento activo, donde el Estado federal se retira de sus obligaciones esenciales, dejando a los estados en una competencia feroz por recursos básicos como ventiladores y equipos médicos. En este marco, la especulación y el aumento desmesurado de precios se convirtieron en prácticas normales. Lo que normalmente costaba centavos fue adquirido por estados a precios 10, 20 o incluso 100 veces mayores. La salud fue tratada como una mercancía en un mercado desregulado, incluso en medio del colapso sanitario.

La pandemia ofreció un momento de prueba para los valores de una nación, y Estados Unidos, bajo Trump, eligió el camino de la exclusión y el abandono. La decisión de intentar desmantelar la Ley de Cuidado de Salud Asequible (ACA) en plena pandemia, exponiendo a millones de ciudadanos con condiciones preexistentes a la pérdida de cobertura médica, reveló una crueldad institucionalizada. Esta política no solo amenazó la vida de los más vulnerables, sino que fue acompañada por un intento simultáneo de entregar una reducción de impuestos masiva a los multimillonarios. La vida humana, en este esquema, se subordina a la rentabilidad económica y la fidelidad política.

El autoritarismo de Trump no se limitó a la retórica agresiva o a la teatralización del poder, sino que se manifestó en acciones concretas: convocar a miles de trabajadores de la construcción de todo el país para continuar la extensión del muro fronterizo en Arizona, exponiéndolos al contagio sin ningún tipo de protección; atacar a los gobernadores que se atrevieron a denunciar su gestión; condicionar el envío de ayuda sanitaria a la adulación personal. Esta forma de chantaje político evidenció una perversión del aparato estatal: el bienestar del pueblo fue instrumentalizado como una herramienta de control.

Más allá del personaje, lo que se reveló fue una lógica de gobierno donde la crueldad no es una excepción, sino una característica estructural del neoliberalismo avanzado. En este modelo, los más afectados por décadas de austeridad —trabajadores de la salud, personal de limpieza, repartidores con contratos precarios, cuidadores con salarios mínimos— fueron repentinamente definidos como “esenciales”. Pero su reconocimiento no vino acompañado de protección, ni de escucha, ni de reparaciones. Su valor fue simbólico, descartable, condicionado a su utilidad momentánea para la supervivencia del sistema.

El caso de Trump expone el vaciamiento progresivo del contrato social en las democracias neoliberales: el Estado se desentiende de sus funciones protectoras, privatiza la responsabilidad colectiva, despolitiza el sufrimiento y convierte la muerte en espectáculo. Su obsesión por las cifras de audiencia durante las conferencias de prensa sobre el COVID-19 —mientras miles de estadounidenses morían cada día— mostró un grado de deshumanización extremo, donde el sufrimiento ajeno solo tenía sentido si contribuía a su imagen pública.

La tragedia se multiplicó por la ausencia de empatía, el desprecio por la ciencia, la glorificación del poder personal y la negación sistemática de la realidad. Trump no solo fue un comandante de la confusión, sino un modelo de gobernante para quien la vida humana es un recurso prescindible. Su legado no se limita a sus acciones, sino a la infraestructura política y económica que permitió que tal figura emergiera y que sus decisiones tuvieran efectos devastadores.

Es crucial entender que esta forma de liderazgo no es un accidente, ni un fenómeno aislado. Es el síntoma de un sistema que ha normalizado la desigualdad, que ha exaltado la eficiencia por encima de la equidad, y que ha sacrificado la vida comunitaria en el altar del mercado. La pandemia no creó esta lógica, pero la desnudó con brutal claridad.

¿Cómo el neoliberalismo fomentó la exclusión y la polarización social?

El neoliberalismo, al centrarse en la maximización de las ganancias y la privatización de la vida social, no solo se alejó de las realidades de la miseria y el sufrimiento que provocaron sus políticas, sino que también engendró una élite política insular y arrogante, que se consideraba una formación política iluminada, actuando en nombre de un público ignorante. Este proceso desencadenó lo que Wolfgang Merkel describe como una "rebelión de los desposeídos", manifestada en una serie de levantamientos políticos que pusieron en evidencia que el neoliberalismo atravesaba una crisis de legitimidad. La votación del Brexit en el Reino Unido, la elección de Donald Trump, el apoyo al Frente Nacional en Francia, y el auge de los movimientos populistas de derecha en países como Brasil, Hungría e India, fueron solo algunos de los síntomas de este malestar social.

En su función de gestión afectiva, el neoliberalismo promovió una cultura en la que las personas quedaron atrapadas en sus propios sentimientos y emociones, dentro de órbitas de privatización. El resultado fue la desaparición de las reivindicaciones políticas colectivas, que solo podían ser perseguidas por individuos y familias, en lugar de por grupos sociales. El poder se despojó del ámbito social y se concentró casi exclusivamente en manos de los demagogos corporativos y políticos, quienes lo utilizaron para enriquecerse y asegurarse el control sobre una población cada vez más alienada.

Este enfoque neoliberal no solo favoreció la concentración de poder en unas pocas élites económicas y políticas, sino que también generó una sociedad marcada por la deshumanización de quienes eran percibidos como "otros": inmigrantes, minorías raciales, refugiados, e incluso personas desempleadas o fuera del alcance del mercado. Los que no encajaban en este modelo se consideraban desechables, condenados a vivir en zonas de exclusión, donde se les privaba de sus derechos más básicos y quedaban sometidos a la violencia estatal.

En este nuevo orden político, la lucha de clases fue reemplazada por una lucha contra el "otro", identificado como una amenaza para el orden social y económico. Las políticas neoliberales, al no reconocer las estructuras subyacentes del capitalismo, dieron lugar a una forma de darwinismo social, donde la competencia se convirtió en la regla suprema y las personas eran reducidas a simples consumidores o productores en una maquinaria que no tenía espacio para la empatía o la solidaridad.

Lo que ocurrió en la práctica fue la creación de lo que Étienne Balibar denominó "zonas de muerte de la humanidad", lugares donde los desposeídos y los marginados eran condenados a una existencia precaria, a menudo despojados de su dignidad humana y sometidos a condiciones inhumanas. Esta política de exclusión se evidenció en la separación de familias, el encarcelamiento masivo y el abuso sistemático de los derechos humanos, todo dentro de un sistema de control militarizado que traspasaba los límites de lo imaginable.

A medida que el neoliberalismo avanzaba, la cultura del miedo y la xenofobia se entrelazaban con una creciente militarización de la vida cotidiana. Instituciones, incluidas las de educación, salud y seguridad pública, comenzaron a adoptar modelos de gestión propios de un sistema penitenciario. La criminalización de la pobreza, el racismo estructural y la creciente vigilancia social pasaron a formar parte de un régimen de control que despojó a grandes sectores de la sociedad de cualquier sentido de justicia social.

A nivel político, el neoliberalismo no solo atacó las estructuras del Estado del bienestar, sino que también impulsó la privatización de bienes públicos, desde la sanidad y la educación hasta las infraestructuras y las cárceles. La transferencia de recursos públicos a las élites económicas no solo implicó un enriquecimiento desmesurado de las corporaciones, sino también la captura de los medios de comunicación, los cuales, bajo el control de figuras populistas autoritarias, se convirtieron en herramientas de propaganda que silenciaban cualquier forma de disidencia.

Este panorama de desintegración social fue acompañado por el auge de los populismos de derecha, cuyas políticas de odio, racismo y xenofobia se presentaron como soluciones a las crisis sociales y económicas. Al desmantelar el contrato social y eliminar las funciones públicas, el neoliberalismo contribuyó a la emergencia de un nuevo tipo de tribalismo, donde las comunidades se definían por su exclusión y su devoción al nacionalismo agresivo y regresivo.

La desaparición del espacio público, la erosión de los lazos comunitarios y la atomización de la sociedad impulsaron una nueva visión del individuo, que ya no era parte de un colectivo, sino un consumidor aislado, atrapado en un ciclo de consumismo y alienación. En este contexto, los ciudadanos dejaron de ser actores activos en la vida política y social, transformándose en simples piezas de un engranaje económico sin rostro ni voz.

Es crucial que se comprenda que este proceso de desintegración no solo fue económico, sino también cultural y moral. El neoliberalismo, al rechazar cualquier forma de solidaridad social, despojó a las personas de su capacidad para enfrentarse colectivamente a los desafíos de su tiempo, sumiéndolas en un estado de desesperanza y fragmentación. La alienación y el aislamiento que promovió este modelo no solo afectaron la esfera pública, sino que también erosionaron los valores que sustentaban una sociedad justa y equitativa, contribuyendo al resurgimiento de una política basada en el miedo y la exclusión.

¿Cómo el neoliberalismo y la pandemia del coronavirus revelan la crisis social en Estados Unidos?

El neoliberalismo, al igual que el coronavirus, es un aparato saturado de muerte que no tiene ningún respeto por la vida humana. En él opera una sociedad definida por exclusiones raciales, la exacerbación de los privilegios de clase, el empeoramiento de la división racial, una cultura despolitizada de consumismo, y un Estado punitivo que criminaliza los problemas sociales e encarcelan a las poblaciones que considera desechables. El costo de tales prácticas despiadadas inevitablemente volverá a atormentar a los Estados Unidos durante una pandemia, pues se reconoció que la mayor amenaza para la propagación del virus provino de aquellos grupos a los que el orden neoliberal consideraba excesivos. Esto incluyó a millones de personas en prisiones y cárceles hacinadas, hogares de ancianos deteriorados, refugios para personas sin hogar y, entre los grupos más vulnerables, los ancianos. También afectó a “aquellos que no tienen acceso a médicos, licencia médica remunerada ni vivienda digna, [y que] no pueden poner en cuarentena a sí mismos”.

En este contexto, es difícil no notar que la amenaza para la salud pública planteada por las poblaciones desechables expuestas al peligro ya no puede ser vista a través de la lente punitiva de fallas morales, de carácter o limitaciones individuales. Estos grupos son víctimas de una forma de opresión capitalista impregnada de un sistema de desigualdad desconcertante, plagado de privaciones sistémicas y negaciones dirigidas. En el centro de las máquinas de desimaginación se encuentran formas opresivas de pedagogía pública cuyo objetivo es reemplazar las categorías sociales, las responsabilidades cívicas y las relaciones de poder con valores de mercado. El lenguaje de Trump durante la crisis pandémica elevó repetidamente el dominio del capital, la economía y las ganancias sobre la vida humana. En las primeras etapas de la crisis, las ruedas de prensa y los comentarios públicos de Trump funcionaron como una forma de relaciones públicas degradadas, resonando con las actuaciones que marcaron sus mítines políticos. El 22 de enero de 2020, Trump afirmó erróneamente que la crisis estaba bajo control total. En febrero, declaró sin evidencia que una vacuna estaría pronto disponible para todos y, en marzo, restó importancia a la crisis diciendo: "Se irá". Además, como documenta Adam Serwer, Trump constantemente y “conscientemente contradijo a los propios funcionarios de salud pública de su administración”, como Anthony Fauci, el director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, quien advertía que “las cosas se pondrán peor de lo que son ahora”. Para abril, la pandemia estaba en auge. Sin embargo, la Casa Blanca decidió transferir la responsabilidad a los estados para manejar la crisis. Según el New York Times, la Casa Blanca “se refirió a esto como la ‘transferencia de autoridad a los estados’, y fue el corazón de lo que se convertiría en un error catastrófico de política y un intento de evadir la culpa por una crisis que había consumido al país—quizás uno de los mayores fracasos de liderazgo presidencial en generaciones”. En octubre, Trump siguió ignorando lo que sus principales asesores de salud decían sobre una “pandemia de coronavirus que había puesto a Estados Unidos de rodillas en medio de un repunte perturbador” marcado por más de 7.2 millones de personas infectadas y más de 207,000 muertes. Más preocupado por su campaña de reelección, Trump restó importancia al aumento de los contagios al abandonar esencialmente al equipo pandémico de la Casa Blanca durante dos meses, pues consideraba que era responsable de la mala publicidad. Al final, Trump utilizó la crisis pandémica como una línea racista diseñada para atraer a su base más dura.

Bajo el neoliberalismo en la era de las plagas, la política se convierte en una máquina de guerra que trabaja horas extras para habituar a las personas a las operaciones contradictorias del poder, mientras socava cualquier sentido de disidencia, resistencia y justicia social. Por supuesto, tal comportamiento inexplicable debe ser visto como parte de la plaga más amplia del neoliberalismo en la que opera la pandemia de coronavirus. La crisis financiera de 2008 hizo visible la crueldad salvaje de las políticas neoliberales de austeridad que durante décadas han arrasado con el bien público e impuesto miseria y sufrimiento sobre los pobres y otros considerados excesivos, desperdicio o improductivos. Lamentablemente, la crisis económica no fue acompañada de una crisis de reconocimiento, a pesar del desprestigio a gran escala de la élite gobernante; parece que poco se aprendió. Con su fusión de brutales políticas de austeridad, la financiarización de la economía, la concentración de poder en pocas manos y el lenguaje de la limpieza racial y social, el neoliberalismo se ha transformado en una forma de política fascista. La nueva formación política se caracteriza por una política distintiva y abarcadora de desechabilidad, odio racial, un desmantelamiento masivo del Estado social y el apoyo a aparatos culturales que espectacularizan la violencia, el miedo y el terror estatal. La brutal violencia policial racializada dirigida a inmigrantes indocumentados y a personas negras pobres se ha convertido en su expresión más reciente.

Bajo la administración de Trump, el miedo se convirtió en un principio pedagógico central, funcionando como una droga para inducir un coma político y moral, uno informado por una capacidad interminable de distracción y malicia. Tales acciones señalaron un desprecio por cualquier noción del Estado social que expanda el significado y las posibilidades del bien común y la salud pública. También se trató con desdén la noción más amplia de lo que Michael Sandel llamó vivir juntos en una comunidad en la que los asuntos de solidaridad y los sacrificios que hacemos funcionen para tratar a las personas con compasión, humanidad y dignidad. En el núcleo del desprecio de Trump por el bien común, argumenta Shai Lavi, estaba el miedo a un movimiento masivo dispuesto a unir luchas por la emancipación, la justicia económica y la “comunidad política… fundada… en la base de la igualdad humana”. Ese miedo se hizo más evidente a medida que millones de personas en todo el mundo protestaban contra la violencia policial y la injusticia racial.

La brutalidad de la pandemia del neoliberalismo fue evidente en el apresurado plan de Trump del 16 de marzo de 2020 para “reabrir la economía” para la Pascua. En ese momento, terminaría con medidas cautelosas como el distanciamiento social y dejaría que la contagiosidad siguiera su curso. Trump inicialmente justificó esta posición repitiendo un argumento de derecha de que “la cura es peor que la enfermedad”. Después de que los expertos médicos le dijeran que 2.2 millones de personas podrían morir si la economía se abría demasiado pronto, Trump “anunció que la Casa Blanca mantendría sus pautas de distanciamiento social hasta finales de abril”. Incluso entonces, las proyecciones realizadas por los departamentos de Seguridad Nacional y Servicios de Salud y Humanos estimaban que si se levantaban las órdenes de quedarse en casa para abrir la economía, habría un “aumento dramático de infecciones y muertes que rivalizarían con no hacer nada”. A medida que las muertes por la pandemia alcanzaban los 140,000 en julio de 2020, Trump puso a más estadounidenses en riesgo al restar importancia a la necesidad de distanciamiento social y el uso de mascarillas, reducir los fondos para las pruebas y socavar al principal experto en enfermedades infecciosas, el Dr. Fauci. No solo rara vez respetó tales precauciones, sino que alentó a sus seguidores a presionar a los estados que aplicaban reglas de confinamiento. Peor aún, Trump celebró un mitin en Tulsa, Oklahoma, presumiendo antes del evento que 1 millón de personas habían solicitado entradas para asistir. Tanto el principal funcionario de salud de la ciudad como el comité editorial del The Tulsa World pidieron a Trump que no celebrara el mitin en un recinto de 19,000 asientos, dada la amenaza directa que representaba para las personas que asistirían. El oportunismo político de Trump estuvo en plena exhibición al responder a las urgentes solicitudes para proteger la seguridad pública. Su respuesta fue tan reveladora como inhumana.

¿Cómo afecta el capitalismo la desigualdad social en tiempos de crisis?

El capitalismo, como sistema económico y social, ha sido un motor de la modernidad, pero también uno de los principales factores que alimenta las desigualdades estructurales. La pandemia del COVID-19 ha puesto de manifiesto las tensiones inherentes a este sistema, revelando con cruda claridad cómo las crisis sanitarias, económicas y sociales son no solo el resultado de la globalización, sino también del propio diseño del capitalismo. Los datos muestran cómo las clases más desfavorecidas han sufrido las mayores consecuencias, tanto en términos de salud como de precariedad económica. En este contexto, es importante entender que el capitalismo no es simplemente una economía de mercado, sino un sistema que favorece la concentración de poder y riqueza en manos de unos pocos, a costa de una gran parte de la población.

David Harvey, en su análisis de la condición postmoderna, señala que el capitalismo tiene la capacidad de adaptarse y sobrevivir ante las crisis, pero siempre a costa de los más vulnerables. La concentración de riqueza en manos de corporaciones multinacionales y elites financieras es uno de los principales motores de la desigualdad social. Estos actores, lejos de ser víctimas de la crisis, la utilizan como una oportunidad para expandir su poder económico y político. La "austeridad" que se impone a los países y las políticas de recortes sociales son una manifestación de cómo las élites mantienen su hegemonía, utilizando las crisis como mecanismo de control y redistribución de recursos a su favor.

El concepto de “capitalismo de desastre” o “catástrofe capitalismo”, que algunos teóricos como Naomi Klein han destacado, es especialmente relevante en este contexto. Durante la pandemia, se evidenció cómo las grandes corporaciones aprovecharon la crisis para profundizar aún más su control sobre sectores clave de la economía. Las políticas de rescate y la inyección de capital público en grandes empresas, mientras millones de personas se enfrentaban a la inseguridad laboral y sanitaria, demuestran la crueldad inherente al sistema. El Estado, en lugar de ser un actor de justicia social, se convierte en un agente de salvaguarda de los intereses privados, dejando en la periferia a las clases trabajadoras y más vulnerables.

Además, en una sociedad capitalista, la desigualdad no solo es económica, sino también cultural y política. C. Wright Mills, en su estudio sobre las estructuras de poder, explica cómo los medios de comunicación, controlados por grandes corporaciones, actúan como mecanismos de legitimación del sistema. Las narrativas sobre el progreso y el éxito individual en una sociedad capitalista enmascaran la realidad de un sistema que beneficia a unos pocos a costa de muchos. En este sentido, los medios de comunicación no solo informan, sino que también perpetúan ideologías que justifican las disparidades de riqueza y poder.

La relación entre capitalismo y racismo también es clave para entender las dinámicas de desigualdad. A menudo, la opresión racial se entrelaza con las estructuras económicas capitalistas, creando un sistema que no solo explota a las clases bajas, sino que también discrimina a determinados grupos raciales, étnicos o nacionales. Esto es particularmente evidente en países como Estados Unidos, donde el “capitalismo racial” funciona como un mecanismo de segregación y explotación. Las crisis económicas amplifican estas desigualdades, pues las comunidades racializadas son las primeras en sufrir las consecuencias de las recesiones y las políticas neoliberales.

En la misma línea, la gestión de la pandemia refleja las fallas del sistema capitalista en términos de acceso a la salud y bienestar. En países con economías de mercado altamente desarrolladas, como Estados Unidos, millones de personas carecen de acceso a servicios médicos adecuados, lo que agrava la situación de salud pública. A pesar de la existencia de una infraestructura sanitaria avanzada, la falta de un sistema de salud universal y equitativo expone las vulnerabilidades de un sistema basado en el lucro y la privatización de servicios esenciales. La desigualdad en la distribución de la vacuna contra el COVID-19 es otro ejemplo de cómo el capitalismo no solo perpetúa las desigualdades sociales, sino que también las agudiza en tiempos de crisis global.

La concentración de poder económico también está intrínsecamente relacionada con la creciente polarización política. Los sistemas democráticos se ven desbordados por la influencia de los grandes capitales, lo que distorsiona el funcionamiento de las instituciones y alimenta el autoritarismo. Los gobiernos, en lugar de ser defensores de los derechos de la ciudadanía, se convierten en facilitadores de las agendas de las grandes corporaciones, como se ha visto en los movimientos de privatización de la salud, la educación y ot