El joven que nos acompañaba era robusto, con un abrigo azul grueso y un sombrero de fieltro blanco. Sostenía un bastón en la mano. El amable y joven librero nos aconsejó partir sin demora, pues el día estaba por terminar y el camino aún era largo. Le estreché la mano, agradecí su cortesía y partimos con el guía. La joven que había mencionado antes, acompañada de otra chica un par de años menor, nos siguieron. Ambas vestían el elegante atuendo tradicional de Gales, que me parecía tan peculiar y hermoso a la vez. Descendimos al sur, cruzando una zona pantanosa, atravesada por varios cursos de agua. Las jóvenes se movían con una agilidad sorprendente, saltando sobre los arroyos, algunos de los cuales tenían más de un metro de ancho, con la facilidad y rapidez de los ciervos.

Pronto llegamos a un camino, que no nos fue de mucha utilidad, pues solo nos llevó hasta una mina. Viendo una casa en lo alto de una colina, pregunté al guía de quién era. “Ty Powdr,” me respondió, refiriéndose a una casa de pólvora, un almacén destinado a la dinamita utilizada en las minas. Él no hablaba nada de inglés. Si las chicas eran rápidas con los pies, no lo eran menos con las palabras, pues mantenían una charla incesante entre ellas y con el guía. Apenas pude entender algunas palabras de lo que decían, pues su locuacidad me impedía captar más.

Después de recorrer un par de millas y media, las chicas se adelantaron con una sorprendente rapidez hacia una casa lejana, donde, según me explicó el guía, vivía el padre de la mayor. Ascendimos una colina, pasamos entre dos formaciones rocosas y continuamos hacia el sureste por una extraña zona lodosa, en la que pensé que cualquier persona que no conociera bien el camino, especialmente de noche, correría el riesgo inminente de perecer.

Inicié una conversación con mi guía, quien, después de un rato, me preguntó si yo era galés. Le respondí que no lo era. “Podrías enseñar a muchos galeses,” dijo él. “¿Por qué lo dices?” pregunté. “Porque muchas de tus palabras son bastante incomprensibles para mí.” "No es un gran cumplido," pensé, pero mantuve la compostura y le respondí que conocía muchas palabras antiguas del galés. Cuando le hablé del nombre "Potosí", él se mostró intrigado. Pensó que se trataba de una mina de plomo, cuando en realidad era la más famosa mina de plata del mundo en el pasado, de la que provenía gran parte de la plata utilizada en el dinero y otros objetos. Para él, la similitud de los nombres entre las minas de plomo y la famosa mina de plata de Potosí se explicaba por el deseo de sugerir que esa mina era igualmente rica.

Me preguntó por qué la mina llevaba el nombre de Esgyrn Hirion, o “Huesos Largos”. Le expliqué que aunque no lo sabía con certeza, se decía que en tiempos antiguos se habían encontrado huesos de un “cawr” o gigante en ese lugar. Posteriormente, el guía me contó que en las minas se escuchaban ruidos extraños provenientes de los “espíritus de la colina”, los cuales aterraban a los trabajadores. Relató una experiencia aterradora en la que, mientras trabajaba solo en lo profundo de la mina, creyó que toda la galería se derrumbaba sobre él. Tras varias horas de angustia, descubrió que no había ocurrido nada y que todo permanecía igual. Según él, estos ruidos eran causados por los espíritus de la colina, que intentaban volver loco al minero. Sin esos ruidos, la vida de un minero sería, en sus palabras, “el cielo en la tierra.”

Poco después, llegamos a una cabaña a la sombra de una pequeña colina, donde un arroyo fluía a su lado. El interior estaba lleno de mujeres y niños. El guía preguntó si tenían “enwyn”, una especie de cuajada o leche agria. La respuesta fue afirmativa, y una joven alegre nos sirvió dos tazas de suero de leche. Al preguntarle el nombre del lugar, nos dijo que se llamaba Gwen Frwd, o “El Arroyo Hermoso.” Cuando le pregunté si hablaba inglés, ella respondió con una carcajada: “¿Qué haríamos con el inglés aquí?”. Al ofrecerle dinero por la bebida, la chica rechazó el gesto, explicando que no cobraban por dos simples tazas de leche, ya que había mucho más y que sus ovejas en el monte les daban suficiente para vivir.

Continuamos nuestro camino hasta ver a lo lejos una enorme montaña, la misma que había observado horas antes. Pregunté al guía si era Plynlimmon. Él respondió que no, que esa era Gaverse, y que Plynlimmon estaba a la izquierda. Le pregunté si era muy alta, a lo que respondió afirmativamente, pero me explicó que su fama no se debía a su altura, sino a que de sus entrañas nacen tres de los grandes ríos del mundo: el Hafren, el Rheidol y el Gwy.

La noche se acercaba rápidamente, acompañada de una lluvia persistente. Pregunté si estábamos lejos de Pont Erwyd. “A unos tres kilómetros,” me respondió. La lluvia aumentaba y la niebla se espesaba, limitando nuestra visibilidad a pocos metros. Descendimos hacia un valle, y pronto escuché el rugido de un río cercano. El guía me indicó que era el Rheidol, un río que descendía de Pumlimmon, crecido por la lluvia. Sin acercarnos al río, subimos una colina y, tras pasar algunas cabañas, llegamos a una casa grande, que el guía indicó que era la posada de Pont Erwyd.

Es importante comprender que estas tradiciones y creencias, que pueden parecer extrañas o supersticiosas, están profundamente arraigadas en la vida de las personas que viven en estas regiones. La conexión con la tierra, las leyendas locales y las vivencias de los trabajadores de las minas no son solo anécdotas coloridas, sino representaciones del vínculo estrecho que se mantiene con el entorno natural y espiritual. Las montañas, ríos y minas no son solo elementos geográficos, sino también culturales, que influyen en la identidad de las comunidades y en la forma en que sus habitantes interpretan su mundo.

¿Por qué los pueblos ingleses conservan una belleza tan única y profunda?

Los pueblos del sur de Inglaterra, tan arraigados en la tradición, mantienen una conexión visceral con su entorno. Su conocimiento del carácter humano es rápido e instintivo, y esta percepción les otorga una habilidad tácita que solo aquellos que comparten su vida pueden comprender. Recuerdo a algunos turistas extranjeros, ruidosos y desubicados, que visitaban una aldea antigua y hacían preguntas abruptas sin mostrar el mínimo interés por las personas que las respondían. Tras irse, un trabajador del campo, que había respondido a algunas de sus preguntas más triviales, los observó marcharse con tristeza y dijo, como un reformista lamentando el atraso de la civilización: "Son tan groseros". Su énfasis en la palabra "groseros" no fue una expresión de ira, sino de melancolía, un asombro ante una falta de tacto que sólo el tiempo y la costumbre pueden enseñar. En esos momentos, la profunda sencillez de la vida rural inglesa se revela con una claridad única. En comparación con otros lugares más artificiales, los habitantes de estos pueblos parecen haber echado raíces en la tierra, mucho más allá de lo que cualquiera pueda imaginar.

A pesar de la modernidad que ha ido impregnando estas aldeas, muchos de los habitantes siguen orgullosos de lo que representan. La casa solariega, por ejemplo, es un símbolo de la conexión profunda con la naturaleza y la historia. El jardín que acompaña a estas mansiones, por muy pequeño que sea, siempre tiene espacio para el árbol más majestuoso, que, como los antiguos robles y los almedros de los parques ingleses, son testigos de la permanencia y la serenidad. En estos lugares, el campo y el bosque se fusionan de tal manera que dan la sensación de ser inseparables, y todo ello se presenta como una obra maestra esculpida por la mano humana a lo largo de siglos. Aunque hay lugares en Australia que intentan recrear algo similar, la diferencia radica en que la belleza inglesa tiene la particularidad de ser cálida, acogedora, incluso cuando las estaciones cambian y los árboles se ven deshojados. La vida de estas aldeas se enraíza en una armonía que, aunque a veces parecería más natural que construida, ha sido moldeada por siglos de esfuerzo humano.

En las aldeas del sur, a menudo la gleba, la tierra de la iglesia, suplanta al parque en su función de espacio comunitario. Recuerdo un caso particular, de una gleba que fue una vez parte del dominio de una gran casa que cayó en ruinas hace siglos. Mientras el tiempo avanza y las aldeas se renuevan, muchas de ellas siguen portando la huella de épocas pasadas, de un pasado que nos recuerda que estos pueblos fueron alguna vez centros vibrantes de actividad mucho antes de la Reforma. De hecho, las iglesias no solo eran lugares de culto, sino también puntos de encuentro para las grandes comunidades que se reunían en torno a ellas. Al caminar por los campos cercanos a estos templos, uno puede observar los vestigios de un tiempo que ya no existe, pero que aún habla a través de las piedras, los muros y los terrenos que permanecen.

Los vestigios del pasado están por todas partes: desde las antiguas estanques de pesca hasta las desiertas fábricas de ladrillos, que una vez fueron centros de producción, ahora abandonados y llenos de vida silvestre. Cada rincón de la aldea tiene una historia que contar, una historia que remonta sus raíces a siglos pasados, incluso antes de que los robles más altos fueran lo suficientemente grandes para albergar a los cuervos. La historia del paisaje inglés, aunque a menudo invisible para el ojo del visitante casual, está profundamente inscrita en la arquitectura de sus aldeas. Cada piedra, cada muro, tiene su propia narrativa que se entrelaza con las generaciones que las han habitado.

Los habitantes de estas aldeas, por más humildes que sean, están conectados con una herencia que no solo es histórica, sino también cultural. A pesar de las dificultades de la modernidad, como la urbanización y la llegada de nuevos desarrollos, muchos de estos pueblos conservan intacta esa esencia única que los hace refugios del tiempo. Así, cuando el resto del mundo avanza a su propio ritmo vertiginoso, estos pueblos permanecen como una de las últimas curas para el mal de la sociedad contemporánea: el estrés y la alienación. Al entrar en uno de estos pueblos, como si de un hechizo se tratase, la agitación de la ciudad desaparece de inmediato, y uno se ve invadido por la calma y la quietud de la naturaleza que rodea el lugar.

Es curioso cómo algunas de las aldeas más hermosas del país se encuentran en los lugares menos impresionantes, como Essex o Huntingdon, donde la tierra no es tan fértil ni las vistas tan grandiosas. Sin embargo, incluso en los paisajes más austeros, los pueblos han florecido, y la arquitectura que los define tiene una profundidad que pocos entienden a simple vista. Los Cotswolds, por ejemplo, con su arquitectura de piedra nativa, son el corazón de la construcción de aldeas en Inglaterra, y el lugar donde uno puede encontrar la manifestación más perfecta de esta tradición. En lugares como Chipping Campden, la sensación de estar caminando por un bosque antiguo no es solo una metáfora; es la experiencia real de caminar por una calle que ha crecido desde la misma tierra. Los edificios que componen estas aldeas no están solo hechos de piedra, sino de historia, de cultura y de una manera de vida que se ha transmitido de generación en generación.

Para aquellos que buscan entender la verdadera esencia de Inglaterra, más allá de sus ciudades modernas y bulliciosas, los pueblos del sur ofrecen una ventana única a un mundo que todavía resiste el paso del tiempo. En ellos se encuentra no solo belleza, sino también una invitación a desacelerar, a mirar hacia adentro y a redescubrir lo que significa estar en sintonía con la naturaleza, con el pasado y con la comunidad.