El ascenso de Donald Trump, tanto como candidato como presidente, marca una fase nueva y profundamente inquietante en la evolución del Partido Republicano, especialmente en su relación con las tensiones raciales en los Estados Unidos. La obra de John Ehrenberg sobre el nacionalismo blanco y su vínculo con el Partido Republicano es un análisis indispensable que permite comprender cómo Trump, en su uso de la raza como arma política, no solo se limita a recurrir a estrategias republicanas anteriores, sino que las lleva a un nivel completamente distinto, donde la intención explícita es transformar al partido en una herramienta política al servicio de un orden racial amenazado.

Desde la presidencia de Barry Goldwater, el Partido Republicano ha tenido una postura ambigua frente a los temas raciales. En sus inicios, se mostraba escéptico de la intervención federal en el Sur, acusando a la administración del presidente Lyndon B. Johnson de intentar imponer su autoridad de forma coercitiva. Con el paso del tiempo, la relación del Partido con las comunidades negras fue evolucionando, pero siempre con una preocupación por mantener el control de los votantes blancos que históricamente formaban su base. A medida que pasaban las décadas, los republicanos, especialmente a partir de los años 90, empezaron a ver la necesidad de movilizar a estos votantes blancos, no solo por su número, sino por el poder político que su respaldo representaba.

Trump, al contrario de lo que muchos pensaban, no innovó completamente al integrar el racismo en su discurso; lo que hizo fue simplificarlo, amplificarlo y, sobre todo, convertirlo en un factor de cohesión para un grupo cada vez más marginalizado y resentido: los votantes blancos de clase media y baja, cuyo lugar en la jerarquía económica y social de los Estados Unidos parecía estar en peligro debido a la globalización y la crisis económica. La retórica de Trump, tan directa y sin pelos en la lengua, apeló a la sensación de pérdida que estos votantes sentían respecto al "antiguo orden" racial y social. La promesa de restaurar la grandeza de América, esa America "blanca" y tradicionalmente masculina, se convirtió en el motor principal de su campaña.

Lo más preocupante de este fenómeno, según Ehrenberg, es que el Partido Republicano parece haber abrazado este nuevo orden racial como una necesidad estratégica. La idea de que el Partido se ha convertido en el refugio de un "nacionalismo blanco" explícito, no solo en cuanto a retórica, sino en términos de políticas concretas, pone en evidencia cómo la política racial en Estados Unidos ha dado un giro radical. Trump no fue un accidente de la política estadounidense, sino el resultado de un largo proceso en el que el Partido Republicano ha ido afinando y cristalizando su relación con el resentimiento racial y la xenofobia.

En este contexto, el autor hace una reflexión importante: el Partido Republicano, para poder seguir siendo relevante, tendría que desprenderse de una historia de 50 años abrazando y amplificando la animosidad racial blanca. Pero este es un desafío monumental. A medida que las dinámicas demográficas en el país cambian y las minorías raciales se convierten en un porcentaje creciente de la población, el miedo de una "reemplazo" racial se convierte en un miedo profundamente arraigado entre ciertos sectores de la sociedad blanca. Trump lo sabe y lo utiliza con maestría, posicionándose como el defensor de una América que ya no puede mantener su poderío sin recurrir al miedo y al odio racial.

Es importante destacar que el análisis de Ehrenberg no solo se limita a un estudio de Trump y su retórica; también profundiza en los mecanismos ideológicos y estructurales que permiten que el nacionalismo blanco sea una fuerza política tan poderosa dentro del Partido Republicano. Esta ideología no se desarrolla en el vacío, sino que encuentra su terreno fértil en la diseminación de temores sobre el futuro, el desplazamiento de ciertos valores tradicionales y la desconfianza hacia el "otro". La irrupción de Trump en la política estadounidense, entonces, no puede entenderse sin considerar el contexto de las profundas transformaciones económicas, sociales y demográficas que se están produciendo en el país.

A través de este análisis, el lector debe comprender que el fenómeno Trump no es un hecho aislado o un simple capricho de un político populista. Es el clímax de una estrategia política construida por el Partido Republicano a lo largo de varias décadas. Esta estrategia no se limita solo a explotar los miedos raciales; también se inserta en un contexto de creciente desigualdad económica y la constante polarización de la sociedad estadounidense. La conexión entre economía y raza, entre la promesa de restaurar un "pasado mejor" y la exclusión de las minorías, se vuelve cada vez más visible en la agenda del Partido Republicano.

Para los votantes y observadores internacionales, entender esta dinámica es crucial para no subestimar la gravedad de la situación. Lo que está en juego no es solo el control del poder político, sino el futuro mismo del contrato social estadounidense, que se ha basado históricamente en ideales de igualdad y derechos para todos. Si el Partido Republicano sigue siendo el vehículo principal del nacionalismo blanco, las repercusiones no solo afectarán a Estados Unidos, sino a todo el sistema político occidental, que ha visto en la democracia americana un modelo a seguir.

¿Cómo la política estadounidense transformó la ansiedad blanca en una nueva estrategia racial?

La transformación del paisaje político estadounidense durante las décadas de 1960 y 1970 no fue un fenómeno espontáneo ni exclusivamente cultural, sino una operación estratégica profundamente anclada en las instituciones y liderazgos políticos. Fueron estos actores quienes canalizaron las ansiedades de la población blanca en direcciones cada vez más destructivas, especialmente a partir de la presidencia de Richard Nixon. Mientras la atención pública se desplazaba del Sur —donde la segregación era más explícita— hacia el Norte, donde se hacían visibles formas más sutiles pero igualmente feroces de discriminación, una parte significativa del electorado blanco comenzó a declarar que el movimiento por los derechos civiles y el gobierno federal avanzaban "demasiado rápido". Esa percepción se convirtió en el cimiento del proyecto político de Nixon.

En los primeros años del movimiento por los derechos civiles, la narrativa dominante presentaba a los afroamericanos como víctimas del legado del Sur segregado, luchando pacíficamente por recuperar su dignidad, su ciudadanía plena y su acceso a los beneficios de la sociedad estadounidense. Sin embargo, al cambiar el foco hacia la redistribución de recursos materiales y las condiciones necesarias para una verdadera integración social, la resistencia blanca se tornó más visceral. Muchos blancos, que apenas habían alcanzado una prosperidad económica reciente, comenzaron a sentirse desplazados y agobiados por fuerzas que percibían como ajenas e incontrolables.

El tema del bienestar social se convirtió en un símbolo explosivo. Se lo asoció rápidamente con un supuesto parasitismo racial y dio lugar a la acusación de una "cultura de dependencia". La oposición a estas políticas no se articulaba simplemente como una crítica económica, sino como una defensa de una identidad blanca amenazada. En este clima, los propietarios de viviendas —acostumbrados a una posición de privilegio no cuestionada— comenzaron a construir una narrativa política en torno a lo que significaba ser blanco, especialmente en relación con la propiedad, la educación de sus hijos y la percepción de justicia social.

El colapso progresivo de la coalición del New Deal tuvo mucho que ver con este cúmulo de tensiones raciales que fragmentaron el bloque electoral demócrata. La movilización blanca en reacción a los avances afroamericanos no se limitó al Sur profundo. Desde 1968, la deserción blanca del Partido Demócrata resultó tan significativa como el movimiento negro hacia él. La figura de George Wallace fue central en este proceso. Su ruptura con los demócratas marcó el inicio del realineamiento político más importante desde la Gran Depresión. Kevin Phillips entendió con claridad que la expansión del voto negro, consecuencia de las leyes de derechos civiles de 1964 y 1965, provocaría la ira de los votantes blancos del Sur, la región con la política más marcada por la negrofobia. Muchos de estos votantes regresarían temporalmente a los demócratas, pero su trayectoria general se orientó hacia el Partido Republicano.

Nixon y su equipo entendieron que para consolidar esta transición necesitaban una forma de populismo económico capaz de atraer a los blancos pobres del Sur sin abandonar las instituciones fundamentales del New Deal. A pesar de la retórica antagónica de figuras como Goldwater, Nixon mantuvo intactas muchas de las políticas económicas sociales del pasado —Seguridad Social, Medicare, negociación colectiva— al tiempo que dirigía su discurso hacia una serie de temas que acabarían conformando las llamadas “guerras culturales”. Para 1972, había conseguido fusionar en un solo marco retórico temas como drogas, protestas, pornografía, bienestar, aborto, disturbios y criminalidad, siempre insinuando que los demócratas estaban subordinados a los votantes negros y sus organizaciones.

La fragmentación del Partido Demócrata fue explotada por Nixon con maestría. A medida que este partido era retratado como un colector de impuestos y distribuidor de favores a “intereses especiales”, los votantes blancos de clase trabajadora y media comenzaron a aceptar la idea de que sus intereses —valor de la propiedad, calidad de la educación, seguridad— estaban siendo sacrificados en nombre de la justicia racial. La vivienda abierta y el transporte escolar forzado se convirtieron en puntos álgidos de la política racial del Norte, donde los barrios y escuelas segregadas se transformaron en el epicentro de amargas batallas políticas.

El concepto de la “mayoría silenciosa”, inventado por Nixon, no era un simple lema. Era una descripción estratégica de una coalición emergente entre católicos del Norte y protestantes del Sur, una alianza racialmente agraviada que reconfiguraría el paisaje político en beneficio de los republicanos. El fenómeno de Wallace no podía extenderse a nivel nacional, pero Nixon logró captar a ese electorado blanco —del Norte y del Sur— que comenzaba a abandonar el Partido Demócrata motivado por cuestiones raciales.

Aunque Nixon había tenido un historial favorable hacia los derechos civiles —apoyo a la ley de 1957, participación en el funeral de Martin Luther King, obtención del 40% del voto negro en 1960— su enfoque pragmático lo llevó a modificar su discurso para posicionarse entre el liberalismo racial de Humphrey y el racismo abierto de Wallace. No necesitaba competir por el Sur profundo; su estrategia apuntaba a los suburbios del Norte y al Sur medio, territorios donde los votantes se consideraban ajenos al racismo, pero compartían los mismos prejuicios.

El resultado fue una política de conservadurismo racial moderado, lo suficientemente ambigua para apelar a un electorado amplio y lo bastante específica para consolidar una nueva mayoría republicana basada en la ansiedad blanca. Las preguntas sobre la desegregación forzada y la redistribución de recursos ya no eran debates marginales, sino el corazón palpitante de una nueva arquitectura política.

Además de lo expuesto, es esencial comprender que la racialización de la política estadounidense no fue una consecuencia inevitable, sino una elección estratégica. Los mecanismos institucionales, el lenguaje político y las decisiones económicas se entrelazaron deliberadamente para producir una narrativa donde los derechos civiles se transformaron en amenazas y la equidad social en una forma de pérdida. Lo que se consolidó en esos años no fue solo un cambio de partido, sino un modelo de gobernanza racializado que continúa influyendo en el presente.

¿Cómo el ascenso de Reagan transformó la política estadounidense y las dinámicas raciales en el país?

A finales de la década de 1970, Estados Unidos vivió una serie de crisis que marcaron profundamente su vida política y social. La creciente desaceleración económica y la disolución de la coalición del New Deal dejaron al Partido Demócrata atrapado en un mar de disputas internas y falta de dirección. A medida que la economía de la posguerra se deterioraba, las viejas promesas de justicia económica y democracia política daban paso a una pugna por un conjunto cada vez más limitado de recursos. En ese contexto, los Demócratas, que en su momento habían promovido una agenda de reforma social y redistribución, fueron desbordados por una retórica cada vez más agresiva proveniente de la derecha política, encabezada por figuras como Ronald Reagan.

Reagan logró presentar una crítica tajante al estado de bienestar, utilizando el racismo y el temor racial como herramientas de movilización política. A través de discursos y estrategias cuidadosamente diseñadas, se convirtió en el portavoz de un segmento de la población blanca que se sentía amenazada por las reformas sociales, la integración racial y los cambios demográficos que se estaban produciendo en el país. Su habilidad para utilizar la "pitada" política —un término que hace referencia a la manipulación de símbolos raciales para movilizar a votantes sin recurrir directamente a la violencia explícita o al racismo abierto— le permitió ganar apoyo sin perder la apariencia de moderación.

Durante su campaña presidencial, Reagan supo cómo manejar la compleja relación con el Sur y los votantes blancos que se sentían desplazados por las reformas de los años 60 y 70. En el sur, un bastión conservador, utilizó su postura contra el comunismo y el estado de bienestar para ganarse la confianza de los votantes que ya habían comenzado a cuestionar la dirección que el país tomaba bajo los Demócratas. Su discurso en el Neshoba County Fair en Misisipi, un lugar simbólicamente relacionado con el pasado segregacionista, mostró su capacidad para movilizar el resentimiento racial sin hacer un uso explícito de un lenguaje abiertamente racista. En lugar de eso, se presentó como un defensor de los valores tradicionales y de la "libertad" frente a un gobierno cada vez más opresivo.

La crítica de Reagan al estado de bienestar se basaba en la idea de que los programas de asistencia social, que en su mayoría beneficiaban a las comunidades negras y pobres, eran una forma de robo institucionalizado. En su retórica, el gobierno era el enemigo de la prosperidad y la libertad, y las políticas de redistribución de riqueza solo servían para fomentar la pereza y la dependencia. Aunque Reagan utilizaba un lenguaje de eficiencia y libertad, en la práctica implementó políticas que favorecían una redistribución de la riqueza hacia los más ricos, lo que contradice las soluciones “liberales” que había promovido durante su tiempo como gobernador de California.

El ascenso de Reagan al poder representó un cambio radical en la política estadounidense, que pasó de un enfoque de reformas y distribución más equitativa hacia un énfasis en la individualidad, el mercado libre y la desregulación. La promesa de una "nueva economía" neoliberal comenzó a calar profundamente en la sociedad estadounidense, especialmente entre los votantes blancos que sentían que el país ya no les ofrecía el mismo estatus y privilegios que antes. La oposición al "gasto público" y las ayudas a los pobres, principalmente negros, fue la base sobre la que Reagan construyó su imagen de líder que restablecería el orden y la prosperidad, protegiendo a los "trabajadores productivos" de las demandas de los menos afortunados.

Es fundamental comprender que la retórica de Reagan no solo se basaba en una crítica a los programas de bienestar, sino que aprovechaba las tensiones raciales y de clase para consolidar una base electoral que no solo rechazaba las políticas del gobierno central, sino que también abrazaba un ideal de país donde la homogeneidad racial y social se veía como una parte crucial del orden. En este contexto, la política de Reagan no fue simplemente un ataque a los programas sociales, sino una redefinición de lo que significaba "ciudadanía" en Estados Unidos, vinculada a un concepto de "blancura" como sinónimo de legitimidad política y económica.

Es relevante recordar que la figura de Reagan y su influencia no solo tuvieron un impacto en la política de la época, sino que sentaron las bases para una forma de conservadurismo que dominaría la política estadounidense durante las siguientes décadas. La retórica de Reagan sobre el gobierno, el bienestar y la desigualdad económica no solo moldeó la política del momento, sino que también creó un precedente para futuras administraciones que continuaron desmantelando los logros de las políticas progresistas de la posguerra. De esta manera, la imagen del "gobierno opresivo" que Reagan promovió sigue siendo una narrativa central en la política conservadora estadounidense hasta el día de hoy.

¿Cómo la presidencia de Reagan cimentó las bases para un nuevo orden de plutocracia y la transformación de la política conservadora estadounidense?

A lo largo de la presidencia de Ronald Reagan, se consolidó una narrativa que, aunque difícil de creer al principio, argumentaba que la redistribución ascendente de ingresos y riquezas beneficiaría a todos los sectores de la sociedad. Para finales de su mandato, las bases de una nueva plutocracia estadounidense estaban claramente establecidas. Sin embargo, esta reconfiguración política y económica fue el resultado de una serie de factores complejos, que incluyeron el creciente malestar económico de una parte significativa de la población blanca, que se veía cada vez más presionada por nuevos desafíos demográficos.

Durante décadas, los hombres y familias de clase trabajadora y media blanca disfrutaron de considerables ventajas materiales, sociales, psicológicas y políticas. Vivían en vecindarios mantenidos en su mayoría blancos gracias a los llamados "acuerdos restrictivos", el "redlining" o discriminación financiera, y la violencia organizada, cuando todo lo demás fallaba. Esta supremacía racial se extendía a los mercados laborales, los sindicatos y ocupaciones de alto estatus, como las finanzas, la educación superior o el sector inmobiliario. Los hijos de estas familias asistían a escuelas segregadas, protegidas por la dependencia de los impuestos locales sobre la propiedad y la segregación residencial.

El movimiento por los derechos civiles fue desafiando estos sistemas durante años, lo que provocó una fuerte resistencia desde las bases, alimentada por una red de actores políticos dispuestos a capitalizar el descontento. Los empresarios políticos republicanos, en su mayoría, aprovecharon esta oportunidad para consolidar el poder en manos de aquellos que se oponían al cambio y promovían políticas conservadoras. Esta transformación se intensificó con el llamado de Pat Buchanan a la guerra cultural y la amarga nihilista retórica del Tea Party. La política republicana se fue moldeando para reflejar una lucha por un dominio blanco, respaldada por un creciente resentimiento racial, el cambio económico y el aumento de la desigualdad.

La figura de Reagan jugó un papel central en este cambio, ya que, a diferencia de sus predecesores, logró presentar una cara amable y optimista para un movimiento conservador que ya no estaba compuesto solo por una élite corporativa y el sur blanco, sino por una base de apoyo mucho más amplia. Los temas “sociales” de aborto, armas, crimen y evolución, que se utilizaron para movilizar a los votantes, encontraron eco en una creciente ansiedad de clase media blanca sobre su lugar en la sociedad. La transformación del Partido Republicano en un defensor de esta clase media blanca empobrecida fue crucial para su éxito electoral.

Lo paradójico de la presidencia de Reagan es que, como sus predecesores, entendió que la prosperidad y seguridad de la clase trabajadora del norte dependía de una profunda “inversión posesiva en la blancura”. Sin embargo, lo que diferenciaba a su administración era su capacidad para traducir estas ideas en políticas coherentes y duraderas. Reagan fue el primero en utilizar eficazmente la inseguridad económica y el despojo social para justificar una campaña que favoreciera la concentración de la riqueza en la cima, mientras erosionaba los ingresos de la clase media y trabajadora. A través de la combinación de animosidad racial y ansiedades económicas, logró vincular la política plutocrática con un sentimiento popular de traición racial, que más tarde sería adoptado por figuras como Newt Gingrich, Pat Buchanan y, finalmente, Donald Trump.

La política de Reagan permitió el crecimiento de una narrativa de “victimización blanca”, que fue usada como una herramienta efectiva para movilizar a los votantes y consolidar el poder de la derecha conservadora. Este fenómeno no surgió de la nada. Fue el resultado de décadas de cambios sociales, económicos y raciales, que se habían ido acumulando desde la década de 1960, cuando las tensiones raciales empezaron a moldear las percepciones de la clase trabajadora blanca, cada vez más temerosa de perder su posición social y económica.

Es crucial entender que la ascensión del conservadurismo moderno en Estados Unidos no solo es el producto de la economía o la política tradicional, sino que está profundamente ligada a dinámicas raciales, de clase y de identidad. La retórica racial y los miedos derivados de una presunta pérdida de estatus han sido las principales fuerzas motivadoras de la política estadounidense de las últimas décadas. A través de la promesa de restaurar el “orden social” y la “superioridad” blanca, las políticas de Reagan no solo ayudaron a moldear una nueva elite plutocrática, sino que también impulsaron una visión distorsionada del progreso y la justicia social.

El fenómeno que comenzó con Reagan alcanzó su culminación con Trump, pero los cimientos fueron establecidos mucho antes. Entender la relación entre la economía, la raza y la política conservadora es esencial para cualquier análisis de la transformación social y política de Estados Unidos en las últimas décadas.

¿Cómo la política estadounidense ha utilizado la tensión racial para moldear la política electoral?

A lo largo de la historia política de Estados Unidos, la tensión racial ha jugado un papel crucial en las estrategias de campaña, especialmente cuando se trata de movilizar a los votantes blancos. Este fenómeno ha sido una herramienta utilizada por diferentes partidos y políticos para conseguir apoyo y consolidar bases electorales. Desde Nixon hasta Trump, la política ha sido moldeada por el uso de la retórica racial y la manera en que las elites políticas han canalizado el descontento de ciertos sectores de la población hacia un objetivo común: la defensa de lo que muchos ven como una "nueva" clase trabajadora blanca, vulnerable ante el avance de políticas que favorecen a las minorías.

La retórica de Nixon en la década de 1960 es un ejemplo de cómo las tensiones raciales pueden ser utilizadas para dividir y movilizar. Aunque evitaba el racismo explícito, su discurso apuntaba directamente a aquellos que, según él, vivían a expensas de las clases productivas. Al atacar tanto a las elites superiores como a los "parásitos" de las clases bajas, Nixon se posicionaba como el defensor de la "mayoría silenciosa", un grupo de votantes blancos que temían que las medidas federales de derechos civiles amenazaran su estabilidad económica, el valor de sus viviendas, la educación de sus hijos y su seguridad en el trabajo. Con el tiempo, este discurso ayudaría a consolidar una base electoral en el Partido Republicano, especialmente cuando las políticas de igualdad racial, como la acción afirmativa y las cuotas en la contratación, se convirtieron en un tema de división.

Por su parte, Ronald Reagan profundizó esta estrategia en los años 80, utilizando una retórica similar que apelaba a los votantes blancos que veían el estado de bienestar como una amenaza para su posición económica. Su repetición de la famosa frase de Martin Luther King, que aspiraba a que el carácter de una persona prevaleciera sobre el color de su piel, era más una declaración de que el trabajo del movimiento por los derechos civiles ya había sido completado. Reagan defendió un enfoque de "mercado libre" que prometía elevar la prosperidad de todos, pero al mismo tiempo, abandonó muchas de las políticas sociales que beneficiaban a las comunidades marginadas, justificando estas decisiones con la idea de que los impuestos de los ciudadanos trabajadores no deberían destinarse a programas que no los beneficiaban directamente.

A medida que la política estadounidense se deslizaba hacia la década de 1990, las políticas de Nixon y Reagan comenzaron a moldear una visión más uniforme de lo que significaba ser estadounidense. George H.W. Bush, a través de su campaña y el famoso anuncio de Willie Horton, apeló a los temores raciales, pero también continuó con una política que priorizaba los intereses de los suburbios blancos. En la era de la posguerra, la nación experimentaba cambios demográficos profundos, y aunque los presidentes republicanos aceptaban un orden social multicultural, sus políticas seguían favoreciendo a las clases blancas.

Donald Trump representó un giro radical en esta evolución. En lugar de seguir la tradición de evitar tensiones raciales explícitas, Trump abrazó una forma más directa de nacionalismo blanco. La polémica cuestión del "birtherismo", que sugirió que Barack Obama no había nacido en los Estados Unidos, marcó un punto de inflexión. A través de la deslegitimación de Obama, Trump fue capaz de movilizar un segmento de la población que se sentía amenazado por el cambio demográfico y la creciente visibilidad de las comunidades no blancas en el país. Trump no solo alimentó temores raciales, sino que también los canalizó de manera efectiva hacia una base electoral que veía la inmigración, los derechos de las minorías y los cambios sociales como una amenaza a su cultura y a su lugar en la sociedad.

Este tipo de retórica no desapareció con la derrota de Trump en 2020, sino que continúa influyendo en el Partido Republicano. La constante apelación a una supuesta "invasión" de inmigrantes, la negativa a proteger el derecho de ciudadanía por nacimiento o la constante demonización de los países de África y América Latina refuerzan una visión de una nación dividida entre aquellos que pertenecen y aquellos que no. La política de Trump, que alguna vez fue vista como una anomalía, ahora se considera un síntoma de la dirección en la que se encuentra la política estadounidense. En un contexto de cambio demográfico, donde las poblaciones blancas no serán la mayoría en unas pocas décadas, las políticas que defienden una visión más monolítica de la identidad estadounidense están ganando terreno.

La política electoral de Estados Unidos no puede entenderse completamente sin reconocer el papel de la tensión racial como motor de movilización política. La forma en que los políticos explotan las inseguridades económicas y culturales de los votantes blancos, al mismo tiempo que promueven la exclusión de los demás, es un fenómeno recurrente que ha sido utilizado para consolidar poder y marcar la agenda política. Este tipo de estrategia no solo ha ayudado a dar forma a la política estadounidense en las últimas décadas, sino que también está ligada a la percepción de quién tiene derecho a ser parte de la "comunidad cívica" estadounidense.