La música, en su forma más pura, no es solo un conjunto de sonidos. Es un flujo invisible que atraviesa cuerpos y conciencias, que se filtra en la piel, en los poros, en los jugos del cuerpo hasta secarlos. En aquel pueblo remoto, donde los campos de amapolas parecían un mar detenido en medio de la galaxia, la música era más que entretenimiento: era una fuerza que podía moldear el espíritu. Allí, los que escuchaban demasiado, los que se dejaban arrastrar por ella, terminaban con alas azules y con un brillo extraño en los ojos, como si su cordura hubiera migrado a otra dimensión. No era una locura violenta ni caótica, sino una rareza tranquila que incomodaba a quienes la contemplaban.
Dirk decía ser uno de los músicos más famosos del universo, aunque no podía reproducir ni la mitad de lo que otros lograban. Él no creaba experiencias, las grababa. Las grababa con una precisión fría, con una obsesión casi ritual, hasta que las almas de quienes pasaban frente a su micrófono quedaban atrapadas en un hilo de sonido, en una vibración que ya no les pertenecía. Grababa a Rastee, grababa a Maggtana, sin invitarlos siquiera, solo extendiendo micrófonos direccionales al paso, como si la música que emergía de ellos fuese un recurso libre, sin dueño, sin consecuencias. Y sin embargo, las consecuencias llegaron.
Cuando el cuerpo de Rastee apareció en el campo de amapolas, su alma estaba congelada, y nadie había visto jamás un alma congelada antes. Los ancianos del pueblo lo estudiaron, temerosos de que esa congelación fuera contagiosa, de que las alas azules de Rastee trajeran consigo una plaga de sonido. Después fue Maggtana. Nadie se sorprendió al hallarla muerta; llevaba años envenenándose lentamente con raíces de chirivía seca, un hábito adictivo que ella misma cultivaba sobre su comida. Pero la coincidencia, la manera en que su cuerpo apareció en el mismo lugar que el de Rastee, con el alma endurecida como hielo, hizo que las sospechas se volvieran insoportables.
Dirk insistía en su inocencia. “Solo los grabé”, repetía, “solo los grabé”. Y sin embargo, sus cajas metálicas, sus tubos huecos, sus sillas extrañas que no parecían sillas, su habitación insonorizada, su obsesión por reproducir las canciones en frecuencias que nadie más podía escuchar, construían un escenario que ya no era neutro. Allí, la música no era un eco; era un bisturí. Cada grabación era una incisión en la memoria, una resonancia que podía prolongarse más allá del cuerpo. La música de Dirk no congelaba huesos ni rompía carne, pero sí podía inmovilizar un alma, impedirle transformarse, volverla estática.
El narrador, al presenciar todo esto, no podía dejar de sentir que esa práctica, aparentemente inofensiva, era en realidad un modo de aprisionar. Alguien que no oye ciertas frecuencias camina por el mundo sin saber los sonidos que emite; alguien que no sabe que su alma se está endureciendo sigue cantando, sigue respirando, hasta que un día su cuerpo es hallado inmóvil, con su canción convertida en hielo. Dirk no parecía comprenderlo, o no quería comprenderlo. “Grabar no hace daño”, repetía. Pero mientras pronunciaba esas palabras, el agua corría por sus mejillas como un deshielo tardío.
¿Qué significa “ser” cuando la realidad misma se desdobla?
El peso de la existencia no reside en la acumulación de conocimiento ni en el poder que este otorga, sino en la pura e irreductible capacidad de “ser”. Johnny no representa simplemente un individuo, sino la afirmación de la continuidad en medio del flujo de realidades posibles. Su contacto con Liz, esa entidad ambigua que oscila entre ser criatura externa y proyección interna, simboliza un puente: no entre mundos, sino entre estados de probabilidad. Es la cristalización de la existencia en medio de un mar de potencialidades.
El diálogo desvela una tensión ontológica: ¿importa más saber, o existir? Liz y los otros seres —o proyecciones— señalan que la existencia de Johnny es única. Él no es onda de probabilidad, sino cristal de semilla, núcleo sólido dentro del multiverso. Allí donde todas las posibilidades se superponen sin colapsar, él se erige como un determinante, un centro de gravedad de la conciencia. Esa singularidad lo convierte en objeto de deseo para fuerzas que no solo observan, sino que quieren incorporarlo, beberlo hasta el fondo para experimentar “lo que es” en un universo que no conoce la existencia, sino solo la probabilidad.
En este intercambio, el amor y la tentación no son metáforas románticas, sino procesos cósmicos: un beso puede sellar no solo un destino, sino la inserción de un ser dentro de la conciencia del otro. La oferta de Liz no es un pacto de sumisión, sino de fusión: perder la multiplicidad para ganar un único futuro. Johnny, al aceptar, no solo transformaría su conciencia, sino que reconfiguraría el tejido mismo de la realidad, uniendo todos los posibles caminos en uno solo, creando por primera vez un principio y, por tanto, un final.
La noción de creación se subvierte. No hubo un comienzo único hace quince mil millones de años, ni lo habrá en el colapso y renacimiento del universo. La creación ocurre aquí y ahora, en el instante en que se toma la decisión, en el momento delicado en que el alma se ofrece o se retira. Lo verdaderamente trágico no es la multiplicidad de futuros, sino la posibilidad de perder el único instante que los define, de renunciar a la libertad por una promesa de orden.
Para el lector es crucial entender que este relato no se limita a un escenario de ciencia ficción, sino que propone una reflexión sobre la identidad y la conciencia. El multiverso que se describe es también la metáfora de nuestra propia mente, donde innumerables futuros personales se superponen hasta que una elección los hace reales. Liz encarna la tentación de abandonar la indeterminación, de fundirse con lo absoluto, de dejar que otro “beba” nuestra existencia para escapar del azar. Johnny representa la resistencia, la afirmación de que, aun sin control, el simple hecho de existir tiene valor en sí mismo. El poder de ser es mayor que el poder de saber.
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