La reacción en California tras el levantamiento de Watts reflejaba conflictos profundos que ya habían sacudido a la coalición del New Deal en ciudades del Norte como Detroit y Chicago. En 1963, la legislatura californiana aprobó la Ley de Vivienda Justa Rumford, que prohibía la discriminación racial en la venta y alquiler de unidades residenciales con más de cinco viviendas. Sin embargo, esta medida desencadenó una feroz oposición de propietarios, agentes inmobiliarios, la industria de la construcción y conservadores recién movilizados, quienes se valieron de argumentos sobre derechos de propiedad y la supuesta intromisión gubernamental. Esta coalición logró que un año después, la Proposición 14 fuera aprobada por votación popular con un margen de dos a uno, revocando la Ley Rumford y dando a Ronald Reagan un terreno fértil para su campaña para gobernador.

En su campaña, Reagan adoptó el discurso de Barry Goldwater, sosteniendo que las iniciativas de vivienda abierta constituían una tiranía gubernamental que violaba los derechos de propiedad. Para Reagan, ningún ente estatal tenía derecho a obligar a los propietarios a tratar por igual a todos los potenciales compradores. La discriminación, argumentaba, era una elección privada fuera del alcance legítimo del gobierno. En sus discursos contra la Ley Rumford, llegó a decir: “Si un individuo quiere discriminar contra negros u otros al vender o alquilar su casa, es su derecho hacerlo.” Aunque expresaba que no aprobaría la discriminación flagrante, el mensaje implícito era claro para quienes se sentían amenazados.

Esta falacia, que presentaba la segregación residencial como una cuestión de libertad individual y mercado libre, ocultaba décadas de acción gubernamental e institucional que habían producido mercados residenciales segregados. Sin embargo, la ignorancia generalizada sobre el papel público y privado en esta segregación hizo creíble la retórica de Reagan. De hecho, muchos blancos en California, al igual que en otras partes, se mostraban igual de reacios a vivir cerca de personas negras. La resistencia al movimiento de derechos civiles endureció posturas, y encuestas de la época mostraban que una mayoría blanca consideraba que la lucha por la igualdad política avanzaba demasiado rápido y se oponía a la integración residencial.

Aunque la Suprema Corte de California declaró inconstitucional la Proposición 14, Reagan capitalizó políticamente el descontento atacando a los jueces no electos por revocar la voluntad de millones de votantes, insistiendo en que el asunto era de derechos de propiedad, no de prejuicios raciales. Su habilidad para canalizar el resentimiento blanco sobre impuestos, crimen, integración residencial y la dirección del movimiento por los derechos civiles le permitió obtener una base electoral masiva que se extendió más allá de California. Este fenómeno marcó un giro nacional, con millones de votantes blancos desplazándose hacia el Partido Republicano, abandonando la coalición New Deal que había dominado la política durante décadas.

En este nuevo escenario, los discursos políticos evolucionaron para evitar apelaciones explícitas a la raza, adoptando estrategias de “silbidos caninos” — mensajes codificados que apelaban al miedo racial sin mencionarlo directamente, manteniendo una plausible negación. Desde Goldwater, pasando por Nixon y hasta Reagan, la oposición a la integración y los derechos civiles se formuló como defensa de principios abstractos como derechos estatales, autonomía local y reducción de la intervención gubernamental. Lee Atwater, estratega clave de Reagan, describió esta evolución: mientras en 1954 se usaba un lenguaje racial directo y ofensivo, para 1968 ya no era viable; en cambio, se apelaba a temas como la oposición a la redistribución fiscal, derechos estatales y oposición a la integración escolar, términos que en apariencia eran económicos o constitucionales pero que afectaban desproporcionadamente a las comunidades negras.

Para 1980, el Partido Republicano se había convertido en el refugio de votantes blancos hostiles a cualquier avance racial adicional, disfrazando esa oposición bajo la bandera de la reducción de impuestos y la defensa del “trabajador blanco”. Reagan, con sus promesas de bajar impuestos, consolidó esta trampa política que permitió deslegitimar el liberalismo racial de la posguerra, presentando al Partido Demócrata como una alianza de “intereses especiales” que buscaban redistribuir la riqueza en perjuicio de los “merecedores” contribuyentes blancos. Esta narrativa ocultaba y legitimaba, a la vez, un rechazo profundo y sistemático a la igualdad racial.

Es fundamental entender que la segregación residencial no surgió de decisiones individuales aisladas ni de un mercado “libre” natural, sino que fue el resultado de políticas públicas, decisiones judiciales y prácticas institucionales que establecieron y perpetuaron la desigualdad. La política racial en Estados Unidos ha operado a menudo a través de símbolos y códigos que permiten a sus actores evadir la confrontación directa con el racismo explícito, mientras movilizan apoyos basados en temores raciales y económicos. Reconocer estas dinámicas es crucial para comprender la persistencia de la desigualdad y la complejidad de los discursos políticos en torno a la raza y los derechos civiles.

¿Cómo la retórica de Trump movilizó el miedo racial y la ansiedad económica?

Desde sus primeras intervenciones públicas, Donald Trump jugó un papel crucial en redefinir el panorama político de Estados Unidos, especialmente en lo que respecta a las tensiones raciales y las divisiones sociales. Lo hizo al apelar directamente a los temores más profundos de una parte significativa de la población blanca, alimentando un sentido de amenaza contra su seguridad, prosperidad y cultura. Desde las sugerencias sobre la inexistencia del certificado de nacimiento de Obama hasta las proposiciones de prohibir la entrada al país de todos los musulmanes, Trump mostró una habilidad inusitada para canalizar y amplificar los resentimientos que llevaban décadas acumulándose en el electorado estadounidense.

El fenómeno Trump no surgió de la nada, sino que se alimentó de un caldo de cultivo de animosidad racial que, aunque oculto de manera más sutil en décadas anteriores, siempre estuvo presente en las estrategias políticas de la derecha. En particular, el Partido Republicano había logrado aprovechar esa animosidad racial en sus campañas a lo largo del tiempo, pero con un enfoque mucho más velado. Trump, al contrario, fue explícito. En sus discursos y promesas, no dudó en abrazar y legitimar los elementos más destructivos del nacionalismo blanco, una tendencia que se hizo más evidente durante su campaña y, posteriormente, en su presidencia.

Los eventos en Charlottesville en 2017 fueron un ejemplo claro de cómo Trump no solo toleró, sino que incitó, a los grupos de extrema derecha. Los nazis, los nacionalistas blancos y los fascistas se sintieron identificados con él. Las palabras de Trump después de esa manifestación –que trató de diluir la responsabilidad de los manifestantes violentos, afirmando que había "personas muy buenas de ambos lados"– no solo validaron a estos grupos, sino que los consolidaron como parte integral de su base de apoyo. Esta actitud no fue un accidente ni una falta de juicio; al contrario, formó parte de su estrategia política consciente, que se centraba en atraer a aquellos blancos que se sentían amenazados por un cambio demográfico y económico percibido.

La construcción de su base de apoyo fue, en gran medida, el resultado de una retórica que apelaba al miedo: miedo de la invasión de inmigrantes latinos, miedo de los musulmanes y miedo a la pérdida de la "identidad" blanca. A través de sus discursos, Trump presentó a los grupos minoritarios como amenazas inminentes para la seguridad y prosperidad de los estadounidenses blancos, alimentando así la ansiedad racial en un momento de cambios económicos y sociales.

Aunque la noción de que los inmigrantes latinos son criminales, o que los musulmanes son terroristas, no era nueva, Trump la explotó con un énfasis y una brutalidad sin precedentes. Estas ideas no solo ayudaron a movilizar a su base, sino que también marcaron un punto de inflexión en la política republicana, que pasó de una retórica más moderada y "políticamente correcta" a una abierta y explícita, que no escondía sus propósitos ni su ideología.

Trump no fue el primero en capitalizar la frustración económica de los blancos de clase media, especialmente aquellos de las regiones más industrializadas y deterioradas del país. Sin embargo, su capacidad para vincular esa angustia económica con el miedo racial fue lo que realmente lo destacó. Prometió devolver la grandeza de Estados Unidos, no solo en términos económicos, sino también restaurando un supuesto orden racial que, según él, había sido alterado por políticas liberales, inmigración masiva y la expansión de los derechos civiles.

La intersección entre la ansiedad económica y el miedo racial resultó ser un terreno fértil para Trump. Si bien muchos de sus votantes no eran conscientes de sus prejuicios o de las implicaciones de apoyar un candidato con tales opiniones, la campaña de Trump encontró un terreno común entre aquellos que sentían que el "sueño americano" les había sido arrebatado. Este sentimiento, alimentado tanto por la inseguridad económica como por la creciente diversidad racial, se convirtió en la base de su sorprendente victoria en 2016.

Lo más interesante de la estrategia de Trump fue su capacidad para movilizar a estos votantes sin necesidad de ser abiertamente racista en su discurso. Si bien evitó ataques directos contra los afroamericanos, se centró en los latinos y musulmanes, construyendo una narrativa en la que estos grupos representaban un peligro inminente para la "pureza" y seguridad de los estadounidenses blancos. La historia racial de Estados Unidos, profundamente marcada por la exclusión y la violencia hacia los afroamericanos, ya estaba lo suficientemente presente en la política republicana como para que Trump no necesitara mencionarla explícitamente. La política de identidad y la ansiedad racial formaban la columna vertebral de su campaña, uniendo a los votantes descontentos de una manera que pocos esperaban.

En su mandato, Trump no solo abrazó el nacionalismo blanco, sino que lo promovió como una respuesta legítima a lo que él y muchos de sus seguidores consideraban una América en declive. Las promesas de recuperar la grandeza no solo tenían un componente económico, sino que también estaban imbuídas de un fuerte mensaje identitario, que se oponía a los avances logrados por las minorías raciales y, en última instancia, al "progreso" social que muchos consideraban peligroso.

Es esencial comprender que, aunque la ansiedad económica jugó un papel importante en su ascenso, lo que realmente consolidó su victoria fue la forma en que supo articular una narrativa que conectaba el miedo racial con la inseguridad económica, creando una sensación de crisis existencial entre una parte considerable de la población blanca. Esta combinación de factores –económicos, raciales y políticos– fue lo que permitió a Trump movilizar a una coalición amplia, cruzando las líneas de clase y economía.

¿Cómo la política de identidad y el racismo influyeron en el ascenso de Donald Trump?

El ascenso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos se ha convertido en un fenómeno que abarca mucho más que simples cuestiones económicas. Aunque en las primeras etapas de su campaña se hacía referencia a la clase trabajadora y las promesas de revivir la economía, es crucial entender que el electorado de Trump no se movilizó únicamente por motivos económicos. La base de su apoyo se fundamenta en un fenómeno más profundo, el cual se puede rastrear hasta el resentimiento racial, la amenaza percibida al statu quo de los blancos en una nación cada vez más diversa, y una especie de reaccionarismo cultural que ha encontrado eco en los sectores más conservadores.

Uno de los aspectos más llamativos de la presidencia de Trump es cómo se articuló un discurso que, aunque en ocasiones no explícitamente racista, estaba cargado de una retórica que apelaba directamente a las preocupaciones y los temores raciales de una porción significativa de la población blanca estadounidense. Este fenómeno no es nuevo en la política de los Estados Unidos; tiene raíces profundas que se remontan a la era de la segregación y los movimientos de derechos civiles de la década de 1960. Sin embargo, el estilo y la naturaleza del discurso de Trump abrieron una puerta para que las tensiones raciales se expresaran de manera más abierta, menos camuflada en retórica política convencional.

El ascenso del populismo de Trump puede entenderse como una respuesta a una transformación cultural y demográfica que perciben como una amenaza existencial. A lo largo de los años, el partido republicano ha sido transformado por figuras como Lee Atwater, quien ideó la estrategia del sur para explotar los temores raciales sin mencionar directamente las razas. Este tipo de política de "dog whistle" (silbido de perro), donde los mensajes raciales se transmiten de forma indirecta, se ha exacerbado bajo el liderazgo de Trump.

El racismo no es algo que surgió en 2016, ni es exclusivo de un único grupo social. En gran parte, la lucha racial en Estados Unidos ha estado marcada por la perpetuación de una estructura en la que los blancos, especialmente los de clase trabajadora, se han sentido desplazados en términos sociales, económicos y políticos. Esto ha generado una profunda sensación de inseguridad y pérdida de estatus, lo que ha llevado a que muchos votantes de Trump se aferren a una visión del "América blanca" que sienten que se desvanece. Este sentimiento se ve reflejado en el apoyo abrumador que Trump recibió de votantes rurales y suburbios, que veían en él un líder que defendería los valores y tradiciones de una América que, según ellos, se estaba perdiendo.

Más allá de las promesas económicas, como la recuperación de empleos en la industria manufacturera, la agenda de Trump se caracteriza por un enfoque visceral en cuestiones identitarias. A través de su discurso, logró articular y movilizar un resentimiento racial, apelando a los temores de que los inmigrantes, las minorías y las comunidades no blancas están socavando las "fundamentales" de la sociedad estadounidense. Esta retórica tiene raíces que se entrelazan con el racismo estructural histórico, desde la segregación racial hasta las políticas que han sostenido la desigualdad económica y social.

Además, es crucial reconocer que el apoyo de Trump no es homogéneo. Aunque su base principal se compone de blancos de clase trabajadora, también es importante destacar que su mensaje ha resonado en una franja significativa de votantes que sienten que su identidad cultural y nacional está siendo amenazada por un mundo globalizado. Los votantes más jóvenes y educados también han caído bajo el hechizo de su discurso, aunque por razones que incluyen el rechazo hacia el establecimiento político y un creciente escepticismo hacia las élites liberales.

Las dinámicas de identidad también desempeñan un papel crucial en cómo los votantes se alinean con la política. Según estudios y encuestas, el racismo ha sido un motivador más poderoso que la economía en la decisión de voto de muchos de los seguidores de Trump. Esto se confirma en investigaciones que destacan cómo las actitudes hacia la inmigración, la multiculturalidad y las políticas raciales han influido más en la forma de votar que las promesas de políticas económicas. Las percepciones sobre la "amenaza racial" son, por lo tanto, un factor crucial para entender por qué muchos votantes vieron en Trump no solo a un candidato anti-establishment, sino a un defensor de su identidad y valores.

Es necesario, por tanto, no solo ver el ascenso de Trump como una rebelión contra la globalización o como un fenómeno puramente económico. Es más complejo: es la manifestación de una crisis de identidad, una respuesta a un cambio cultural y racial que algunos votantes sienten fuera de su control. El miedo a ser despojados de su lugar en la sociedad ha sido potenciado por un discurso político que explota esas vulnerabilidades.

De cara al futuro, es crucial comprender que este fenómeno no desaparecerá por sí solo. El debate sobre el racismo y la identidad seguirá siendo central en la política estadounidense, y comprender las raíces de este fenómeno permitirá abordar las tensiones que se siguen gestando en la sociedad. Además, es necesario reconocer que no es solo el discurso de los líderes políticos lo que moldea la opinión pública, sino también las estructuras sociales que perpetúan la desigualdad y la polarización. A medida que la diversidad demográfica aumenta, el reto será gestionar esta transformación sin caer en los extremismos que dividen aún más a la sociedad.