Rodrigo Duterte nació en 1945 en Filipinas, en una familia con raíces en la política. Su padre fue abogado y su madre docente, ambos con una carrera política activa. Su infancia estuvo marcada por problemas de conducta: fue expulsado de dos escuelas por su comportamiento rebelde, aunque finalmente terminó sus estudios en un instituto católico. No era un mal estudiante, pero prefería socializar con jóvenes de la calle, lo que le permitió adquirir una gran astucia y conocimiento de la cultura popular, algo que, a pesar de las reprimendas de su familia, más tarde se convertiría en una ventaja para conectar con las masas.

Tras terminar la escuela, Duterte estudió derecho y empezó su carrera profesional como fiscal en Davao. En 1988, fue elegido alcalde de la ciudad, cargo que mantuvo durante dos décadas, excepto por unos años en los que fue congresista. Durante su mandato, Davao pasó de ser una ciudad peligrosa y empobrecida a una de las más prósperas y seguras del país, aunque con una oscura sombra de violencia. Entre 1998 y 2016, se alegó que escuadrones de la muerte ejecutaron a más de 1,400 personas en la ciudad bajo su gobierno, aunque Duterte nunca confirmo ni negó su involucramiento directo. A pesar de la violencia, contaba con un apoyo popular masivo debido a la mejora general de las condiciones urbanas, un escenario donde combinaba habilidades políticas con una notable dureza.

En 2016, Duterte se convirtió en presidente de Filipinas, en gran parte por sus promesas de erradicar el narcotráfico y reducir la pobreza extrema. Su habilidad para reunir una coalición diversa –conservadores, migrantes filipinos, trabajadores urbanos e intelectuales– le permitió ganar las elecciones. Durante los primeros dos años de su mandato, logró mantener una aprobación del 80%, en gran medida gracias a su guerra contra las drogas, que fue aprobada por más del 70% de la población.

Sin embargo, su enfoque hacia el narcotráfico ha sido objeto de controversia. Duterte ha empleado un lenguaje fuerte y violento sobre el problema de las drogas, pero existe la duda sobre si los filipinos perciben realmente las drogas como una crisis tan grave como él las presenta. Las encuestas anuales sobre los cinco principales problemas del país nunca han incluido el consumo de drogas, aunque sí se mencionan los traficantes. La mayoría de los ciudadanos preferirían que los sospechosos fueran detenidos y procesados en lugar de ser ejecutados sumariamente en las calles por desconocidos, muchos de los cuales se cree que son policías fuera de servicio.

La visión de Duterte sobre los villanos en su lucha contra las drogas también es amplia. Según su discurso, no solo los grandes narcotraficantes son culpables, sino que los usuarios también deben ser considerados responsables, ya que, según él, los adictos se convierten eventualmente en dealers. Esta narrativa ha permitido que su guerra contra las drogas se extienda a una mayor cantidad de personas, incluyendo a aquellos con pequeñas cantidades de sustancias. El resultado ha sido un baño de sangre: solo en una de las redadas más conocidas, "One-Time Bigtime", 52 personas fueron asesinadas en una sola noche.

La figura de Duterte ha sido vista por muchos como la de un héroe. Para sus seguidores, él representa la lucha contra el crimen y la corrupción. Por otro lado, la policía, a menudo percibida como corrupta y cómplice del narcotráfico, se ha convertido en una parte integral de su imagen heroica. Sin embargo, los propios actos de violencia y corrupción de los oficiales de policía son obstáculos que impiden resolver eficazmente el problema de las drogas. En raras ocasiones, Duterte ha acusado a la policía de corrupción, pero estas críticas no duran mucho tiempo. Una teoría sostiene que su uso extremo de las fuerzas policiales en su guerra contra las drogas tiene como fin sentar las bases para un gobierno autoritario bajo su liderazgo.

El impacto de los medios de comunicación también ha jugado un papel clave en la consolidación de su poder. Duterte ha demostrado ser un experto en el manejo de la comunicación, tanto tradicional como digital. A lo largo de su carrera, ha utilizado los medios de comunicación, y especialmente las redes sociales, para difundir mensajes emocionales repetitivos que apelan a los sentimientos de victimización y a la lucha contra un enemigo invisible. Su control sobre los medios, incluso llegando a amenazar con encarcelar a los dueños de periódicos si no vendían sus acciones a sus aliados, ha consolidado aún más su mensaje. A través de las redes sociales, como Twitter y Facebook, ha propagado información, a veces falsa, como en el caso de la publicación que afirmaba que hasta el Papa admiraba a Duterte.

La estrategia de Duterte no solo se basa en su capacidad para manipular los medios, sino también en la creación de una narrativa en la que él y su gobierno son los héroes de una lucha contra el mal, un mal representado no solo por los narcotraficantes, sino también por las instituciones que percibe como opuestas a su visión.

Lo que también se debe comprender, además de los eventos descritos, es que el modelo de liderazgo autoritario que Duterte representa tiene profundas implicaciones tanto para la democracia como para la estabilidad social. La forma en que se construye la narrativa en torno a los villanos y los héroes puede ser tan poderosa que puede transformar incluso la percepción de la violencia como una necesidad para el bien común. Además, la capacidad de manipular el apoyo popular a través de promesas simples y claras en un contexto de pobreza y desesperación permite que se mantenga un gobierno autoritario con amplio respaldo social. La polarización de la sociedad en términos de "nosotros contra ellos" es una táctica efectiva para consolidar poder, aunque puede tener consecuencias devastadoras a largo plazo, tanto para la cohesión social como para la justicia.

¿Cómo la política y los medios de comunicación influyen en nuestra percepción de la verdad?

Vivimos en una época donde la verdad se encuentra en constante disputa, una lucha exacerbada por el impacto de los medios de comunicación y las redes sociales. A lo largo de la historia, los poderes políticos han utilizado diversas herramientas para moldear la opinión pública, desde la propaganda hasta el control de la información. En la actualidad, la situación ha alcanzado nuevas dimensiones debido al poder de los medios digitales y las plataformas en línea. Estos no solo difunden información, sino que también influyen en la forma en que procesamos esa información, determinando, en muchos casos, lo que consideramos "verdadero".

El fenómeno de la posverdad, que surgió con fuerza en la última década, describe una situación en la que los hechos objetivos tienen menos peso que las emociones y creencias personales en la formación de la opinión pública. La política, al verse confrontada con esta nueva realidad, ha sabido adaptarse, explotando las debilidades del sistema mediático para difundir narrativas que beneficien a ciertos grupos de poder. En este contexto, la distorsión de la información y la creación de “hechos alternativos” se convierten en herramientas eficaces para manipular a las masas.

Robert Sapolski, en su libro Behave: The Biology of Humans at Our Best and Worst, explica cómo la biología humana juega un papel clave en nuestra tendencia a aceptar versiones sesgadas de la realidad. Según Sapolski, nuestro cerebro está diseñado para buscar patrones, lo que puede llevarnos a creer en información que confirma nuestras creencias previas, independientemente de su veracidad. Este fenómeno se ve amplificado por los algoritmos de las redes sociales, que, al priorizar contenidos que generan más interacción, crean burbujas informativas donde las personas solo están expuestas a opiniones afines a las suyas, reforzando así sus creencias y prejuicios.

Un claro ejemplo de esta dinámica puede observarse en las elecciones políticas. En varios países, los medios de comunicación no solo transmiten noticias, sino que las configuran de tal manera que los votantes se ven influenciados por una narrativa preconcebida. Las noticias falsas y los discursos polarizadores tienen un papel central en este proceso. El sociólogo y politólogo John Hibbing ha estudiado cómo los ciudadanos responden a los estímulos políticos de manera automática, influenciados por sus predisposiciones biológicas y emocionales. La información política que recibimos no solo nos forma intelectualmente, sino que también moviliza respuestas emocionales que afectan nuestras decisiones.

A nivel global, el auge de los populismos y los autócratas ha mostrado cómo los líderes pueden utilizar los medios para manipular la opinión pública. La influencia de figuras como Vladimir Putin en Rusia, Viktor Orbán en Hungría o Donald Trump en Estados Unidos ha demostrado que el control de la narrativa y la capacidad de generar desinformación pueden ser factores decisivos en las elecciones y en el curso de la historia política. Estos líderes no solo son capaces de controlar los medios tradicionales, sino que también utilizan plataformas como Twitter o Facebook para difundir sus mensajes directamente a sus seguidores, eludiendo el filtro de los medios establecidos.

En este contexto, el concepto de teoría de la conspiración también ha ganado relevancia. Cada vez más personas adoptan teorías que, aunque carecen de pruebas sólidas, encuentran cabida en el ecosistema digital que fomenta la desinformación. Según el investigador Soroush Vosoughi, el comportamiento humano frente a la información falsa está influenciado por la naturaleza emocional de las noticias que se comparten. Las noticias falsas, a menudo más sensacionales y dramáticas, tienen una mayor probabilidad de ser compartidas, lo que amplifica su alcance y efectividad. Esta dinámica no solo distorsiona la realidad, sino que también genera un clima de desconfianza generalizada hacia las instituciones, los medios y los expertos.

Es crucial entender que el impacto de los medios no se limita solo a la política electoral. La forma en que se estructuran las noticias y se presenta la información afecta profundamente nuestra visión del mundo. Las representaciones simplificadas de la realidad, a menudo polarizadas, nos llevan a tomar decisiones basadas en percepciones erróneas. La evolución de las tecnologías de la información, que permiten la creación de contenidos altamente segmentados, refuerza la fragmentación social y aumenta la dificultad de alcanzar un consenso común sobre lo que es verdad.

Por lo tanto, el reto actual radica no solo en la defensa de la libertad de expresión, sino también en la protección de la verdad en un entorno saturado de información. Es necesario promover una mayor alfabetización mediática, que permita a las personas distinguir entre hechos verificables y opiniones interesadas. Las herramientas para la verificación de la información y la educación crítica deben convertirse en pilares fundamentales para la ciudadanía. Además, las plataformas tecnológicas tienen la responsabilidad de ser transparentes en sus algoritmos y de limitar la propagación de contenidos falsos, no solo por el bien de la democracia, sino también por el de la cohesión social.