A lo largo de las últimas décadas, la visión de los estadounidenses sobre el comercio internacional y el papel de su país en la política global ha experimentado transformaciones significativas. Este cambio de perspectiva se ha dado particularmente entre las generaciones más jóvenes, como los Millennials, quienes muestran una actitud considerablemente distinta respecto a las generaciones más viejas, como los Baby Boomers o la Generación Silenciosa. A pesar de que los Millennials, por ejemplo, son algo menos propensos a pensar que el comercio internacional ha sido beneficioso para la creación de empleos en los Estados Unidos, no hay una diferencia significativa cuando se les pregunta si el comercio ha sido beneficioso para la economía estadounidense en general o para los consumidores. De hecho, una gran mayoría de esta generación sostiene que la globalización ha sido "mayoritariamente buena" para la economía del país, y son los más firmes partidarios de acuerdos comerciales como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y el Acuerdo Transpacífico (TPP).

Este fenómeno refleja una nueva visión que se está gestando en la política exterior estadounidense, donde las generaciones más jóvenes parecen estar desarrollando una postura más cautelosa y crítica en cuanto a la intervención internacional y el papel de Estados Unidos en los asuntos globales. Este patrón no es una simple cuestión de envejecimiento, ya que las generaciones más jóvenes no solo están menos interesadas en la política exterior, sino que su actitud hacia la intervención de Estados Unidos en el mundo está muy influenciada por los cambios en el contexto histórico y social del país.

El debilitamiento relativo del poder global de Estados Unidos, junto con décadas de intervenciones militares impopulares en el extranjero y el fin de la Guerra Fría, han contribuido a forjar una visión más reservada y escéptica de la política exterior en las generaciones más jóvenes. La idea de que las personas cambian sus puntos de vista a medida que envejecen, volviéndose más internacionales o más dispuestas a involucrarse activamente en los asuntos globales, no es suficiente para explicar las tendencias actuales. El hecho de que los Millennials y la Generación Z muestren menos apoyo hacia la intervención militar y más inclinación hacia la cooperación internacional y el comercio, a pesar de su falta de conocimiento o interés inicial en estos temas, sugiere que hay algo más que simplemente un cambio de perspectiva debido al envejecimiento.

El cambio de actitud hacia la política exterior estadounidense no es únicamente un fenómeno de generaciones. El contexto sociopolítico en el que se han formado estas generaciones también es fundamental. Desde la Segunda Guerra Mundial, la composición de la sociedad estadounidense ha cambiado drásticamente debido a la inmigración, el aumento de los niveles educativos y el cambio en las corrientes políticas. Estos factores han influido directamente en las actitudes hacia el comercio internacional, la cooperación global y el papel de Estados Unidos en el mundo.

Además, no todas las tendencias observadas apuntan en la misma dirección en cuanto al apoyo a la participación internacional. Por un lado, la identidad racial, por ejemplo, ha estado históricamente correlacionada con actitudes específicas hacia el compromiso internacional. Las generaciones más jóvenes, al estar más diversificadas en términos raciales y culturales, tienden a tener una visión diferente sobre la necesidad de una participación activa de Estados Unidos en la política global.

Lo importante, más allá de estos factores sociológicos, es entender que este cambio de actitud hacia el comercio y la intervención internacional no debe verse solo como una reacción a los eventos inmediatos, como la crisis financiera global o las guerras en el Medio Oriente. Las actitudes de las generaciones más jóvenes, aunque menos favorables a la intervención militar directa o a la hegemonía estadounidense, no implican un rechazo absoluto al papel de su país en el mundo. Más bien, reflejan una preferencia por formas de participación que sean menos coercitivas y más colaborativas, como los acuerdos comerciales y la diplomacia multilateral.

Es crucial para el lector entender que, aunque la tendencia general apunte a un enfoque más aislacionista o prudente, esto no significa necesariamente un retroceso en el compromiso de Estados Unidos con la comunidad internacional. En muchos casos, las generaciones más jóvenes podrían estar buscando nuevas formas de liderazgo global, más centradas en el desarrollo económico, la cooperación internacional y el respeto mutuo, en lugar de un liderazgo basado en la imposición de poder militar o económico.

¿Por qué la intervención militar de EE. UU. en la Guerra del Golfo fue fundamental para el nuevo orden global?

La intervención militar de Estados Unidos en la Guerra del Golfo de 1991 fue el reflejo de una serie de decisiones estratégicas que marcaron el fin de la Guerra Fría y la redefinición del poder global. Este episodio resalta el papel clave de EE. UU. en el establecimiento de un nuevo orden internacional tras el colapso del bloque soviético y la caída del Muro de Berlín. Aunque la administración de George H. W. Bush presentó la operación como un acto necesario para salvaguardar los intereses de la seguridad mundial, las razones detrás de esta acción fueron mucho más complejas y reflectivas de las dinámicas políticas y económicas globales de la época.

El concepto de "intervención" no era nuevo para EE. UU., que ya había estado involucrado en numerosos conflictos a lo largo de América Latina y otras regiones del mundo. Sin embargo, lo que distingue a la Guerra del Golfo de otras intervenciones es la magnitud y la naturaleza del conflicto. A diferencia de la guerra de Vietnam, en la que Estados Unidos no pudo evitar una derrota, esta vez la administración de Bush fue capaz de presentar una victoria rápida, lo que les permitió finalmente superar el "síndrome de Vietnam" que había condicionado las decisiones políticas y militares estadounidenses durante décadas. El objetivo inmediato era detener la invasión de Kuwait por parte de Irak, pero la motivación subyacente involucraba la reafirmación del liderazgo global de EE. UU. en un mundo que cambiaba rápidamente.

El ejército de EE. UU., desplegado en la región del Golfo Pérsico, era masivo, con más de 500,000 soldados en posiciones estratégicas alrededor de Irak y Arabia Saudita. Los bombardeos aéreos continuaron por semanas, seguidos de una ofensiva terrestre que culminó con el fin de las hostilidades en febrero de 1991. Aunque la guerra fue relativamente corta, las repercusiones fueron profundas. La administración de Bush no solo detuvo la expansión de Saddam Hussein, sino que también envió un mensaje claro al mundo: EE. UU. estaba dispuesto a usar su poder militar para mantener el orden global, una manifestación del concepto de "primacía" defendido por pensadores políticos como Samuel Huntington.

Este conflicto no solo tenía implicaciones regionales, sino que era parte de una estrategia más amplia para asegurar que ninguna otra nación desafiara el dominio de EE. UU. en áreas estratégicas, como Europa, el Medio Oriente y Asia. El objetivo era evitar la emergencia de una nueva superpotencia capaz de competir con la hegemonía estadounidense, como lo subrayaba un borrador de la Guía de Planificación de Defensa de 1992, que enfatizaba la necesidad de garantizar que aliados como Japón y Alemania no aspiraran a desempeñar un rol global mayor. Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, la intervención de EE. UU. también mostró la desconexión entre las declaraciones de principios y las realidades de la política internacional.

La post-Guerra del Golfo trajo consigo una reconfiguración de la política exterior estadounidense. Los aliados de EE. UU., como se vio en la década posterior, no fueron capaces de desarrollar sus propias capacidades defensivas de forma que pudieran contribuir de manera significativa a la estabilidad global. En lugar de promover la cooperación internacional y el fortalecimiento de capacidades defensivas compartidas, EE. UU. continuó interviniendo en conflictos periféricos, como en Somalia y los Balcanes, donde las misiones eran percibidas como más humanitarias que estratégicas.

Las intervenciones de EE. UU. en lugares como Somalia no solo revelaron las dificultades de imponer el orden en territorios lejanos, sino también la creciente indiferencia del público estadounidense hacia las misiones que no afectaban directamente a su seguridad nacional. La pregunta que surgió en 1993, "¿Qué estamos haciendo en el mundo?", reflejó el desencanto de muchos ciudadanos con las intervenciones militares que no parecían tener un propósito claro o beneficios tangibles para EE. UU. Aunque las intervenciones eran justificadas como misiones de paz o ayuda humanitaria, las consecuencias de tales misiones, como las bajas estadounidenses, generaban una fuerte oposición a la continuación de estas políticas.

La Guerra del Golfo y sus secuelas evidencian una paradoja central de la política exterior de EE. UU. después de la Guerra Fría: mientras que la administración Bush proclamaba el fin de la guerra fría y el inicio de un nuevo orden mundial en el que Estados Unidos jugaría un rol central, la realidad de las intervenciones militares reflejaba la contradicción entre los ideales de libertad y democracia y las estrategias pragmáticas basadas en el poder y la influencia.

Es fundamental entender que la Guerra del Golfo fue más que un simple conflicto por la liberación de Kuwait. Fue una demostración de poder y una afirmación de la hegemonía global de EE. UU. en un momento de transición geopolítica. La rapidez con la que se resolvió el conflicto permitió a la administración Bush presentar la operación como un éxito rotundo, pero las decisiones tomadas durante este período tuvieron implicaciones duraderas para las relaciones internacionales y la forma en que EE. UU. continuaría influyendo en los asuntos globales en las décadas siguientes.