El recorrido de Redlaw, un hombre marcado por la experiencia y la melancolía, revela un profundo contraste entre lo externo y lo interno, entre la apariencia física y la resonancia emocional que el sufrimiento imprime en el alma humana. Al seguir a un niño extraño, casi salvaje en su comportamiento, Redlaw no solo avanza físicamente hacia un lugar deteriorado, sino que también se adentra en el abismo del olvido y la insensibilidad que corroen la percepción de la realidad y la empatía.

El niño, que deambula con una mezcla de temor y resignación, simboliza la pérdida de humanidad provocada por un entorno hostil y la desolación emocional. La expresión en su rostro refleja una ausencia de recuerdos cálidos o esperanzas, una sombra del propio Redlaw, quien observa en él un reflejo aterrador de su propio vacío interior. Los tres momentos de reflexión —el silencio entre las tumbas, la luna que ya no evoca consuelo, y la música que se vuelve un mero ruido mecánico— ilustran cómo el alma puede quedar atrapada en un limbo de desarraigo afectivo, sin respuesta ni significado.

Al llegar a un alojamiento para viajeros, que en realidad es una casa ruina y símbolo de abandono y decadencia, Redlaw se encuentra con figuras deshumanizadas, mujeres y hombres quebrantados por la miseria y el abandono. La joven mujer que yace en las escaleras encarna el sufrimiento y la degradación, una existencia marcada por el rechazo y el olvido. Su risa irónica y su confesión de autoinfligirse heridas revelan la complejidad y profundidad de las heridas internas que el daño externo solo ha intensificado. La brutalidad no siempre proviene de terceros; a menudo, es el propio desespero el que hiere, y la autodestrucción se convierte en una forma de escape o castigo.

La incapacidad de Redlaw para compadecerse plenamente, pues sus reservas emocionales están secas, no impide que sienta una mezcla de horror y remordimiento ante la degradación que presencia. La mujer, que ha perdido casi toda humanidad, representa un síntoma doloroso de cómo el sufrimiento prolongado y la injusticia pueden corromper lo más esencial del ser humano. La escena sugiere la importancia de la memoria emocional y la empatía para sostener la dignidad humana, y cómo su ausencia puede llevar al abismo de la desesperanza.

El viaje de Redlaw es, en definitiva, una meditación sobre la alienación emocional, la pérdida de la capacidad de sentir y de conectar con el pasado y el futuro. La indiferencia y el olvido convierten la realidad en un mero mecanismo vacío, sin la chispa de misterio o esperanza que suele acompañar la experiencia humana. El encuentro con los desfavorecidos, la ruina física y moral de quienes han sido rechazados por la sociedad, evidencian que el sufrimiento no solo es físico sino una herida profunda en la esencia misma del alma.

Es fundamental comprender que el deterioro emocional que vemos en estos personajes no es solo un fenómeno individual sino un reflejo de fallos sociales y culturales que permiten que la miseria y la indiferencia se propaguen. El reconocimiento del otro como portador de historia y dolor es indispensable para mantener la humanidad colectiva y evitar que la desesperanza y la alienación sean el destino común.

También es importante entender que la compasión verdadera no surge solo de la piedad superficial, sino de la capacidad de recordar y sentir el dolor del otro como propio, de conectar con esas memorias que el sufrimiento busca borrar. La ausencia de esta conexión conduce a un estado donde la vida pierde significado y la esperanza se desvanece, como lo ilustra la mirada vacía del niño y la resignación de la mujer.

Además, el texto invita a reflexionar sobre el papel del individuo en medio de esta desolación: el deber no es solo el alivio momentáneo, sino la preservación de la humanidad en sus formas más esenciales. Reconocer y confrontar el sufrimiento, sin apartar la mirada ni cerrar el corazón, es una responsabilidad ética que puede prevenir la erosión del alma humana.

¿Qué secretos guarda la casa de los Erringham?

Roy Erringham, nacido en Canadá, nunca vio su antiguo hogar hasta que, en una noche de octubre, caminó hacia él por derecho de sucesión. Su padre, Jerome Erringham, había muerto, y después de emigrar a tierras extranjeras como un hijo menor y empobrecido, logró abrirse paso hacia la fama y la riqueza, si bien no hacia la fortuna. Roy, único hijo de los Erringham, heredó la mayor parte de la fortuna familiar. Diez años antes, su padre había heredado la propiedad de los Erringham, pero las obligaciones comerciales le impidieron tomar posesión; además, se consideraba un paria y un hombre de trabajo, alguien que no deseaba vivir en la casa señorial de sus antepasados. Ahora solo quedaba un Erringham en el mundo, el último de una familia otrora orgullosa y extensa, y ese único Erringham era Roy.

Aunque había esperanza para el futuro, pues su esposa Helen, con la que llevaba un año casado, gozaba de buena salud y no había razón para pensar que no podría tener hijos, la situación de Roy no era del todo alentadora. Junto con Helen, Roy entró a la vieja casa al día siguiente de su llegada a Inglaterra. Roy amaba el lugar. Helen lo odiaba y temía. "Es hermosa", dijo él mientras la conducía de una habitación a otra. "Es hermosa. ¿No la ves?" Ella negó con la cabeza. "No puedo soportarla. Roy, no creo que pueda vivir aquí. Es demasiado… demasiado sombría. Hay algo extraño en ella. La casa parece estar viéndonos. ¿No lo sientes?"

Roy la miró con cariño y la acarició en el hombro. "Claro que nos está viendo, tonta. ¿Por qué no iba a hacerlo? Es la antigua casa de los Erringham. Hemos estado aquí por siglos. Está contenta de que hayamos regresado. Quiere asegurarse de que somos de la gente adecuada."

"¿De la gente adecuada?", repitió Helen con un escalofrío. "Sí, Roy, pero ¿qué tipo de gente es la que busca esta casa?"

Aunque Helen no se sentía del todo cómoda, aceptó descansar en una de las alas más modernas de la casa, donde el confort moderno contrarrestaba el peso de la antigüedad del lugar. Mientras se acomodaba en el lujoso sofá, bajo la luz suave de una lámpara eléctrica, Helen empezó a encontrar algo de consuelo en la vieja casa. "Tal vez soy yo", murmuró medio dormida, "yo soy lo que está mal. No pertenezco aquí. Pertenecía a Canadá. No soy realmente una Erringham. La casa piensa que soy una intrusa."

Al día siguiente, varios asuntos de negocios reclamaron la atención de ambos, pero no fue hasta la noche, después de la cena, que Roy pudo continuar su recorrido por la casa. "¿Vendrás conmigo, querida?", le preguntó con cierta ansiedad. Helen asintió, decidida a adaptarse al lugar que, después de todo, debía considerar su hogar.

Cruzaron la sucesión de habitaciones hasta llegar a la galería de pinturas, que ocupaba toda la anchura de la casa en el primer piso. Encima de ella, nada más que el techo. El alto techo había sido construido para dar una sensación de espacio. Los dormitorios estaban en el ala opuesta, y Helen se acercó a una de las ventanas, desde donde podía ver el patio exterior. "Aquí vemos la terraza", comentó. Luego agregó: "Roy, la puerta al torreón debería estar en algún lugar por aquí. Está en este extremo de la casa."

"Claro", respondió Roy, uniéndose a ella junto a la ventana para tomar sus referencias. "Eso es raro", comentó, mirando hacia la habitación. "No hay ninguna señal de la puerta. Me pregunto dónde estará." Se acercó al extremo de la sala y Helen lo siguió, observando distraída los retratos de los ancestros de los Erringham. De repente, dio un pequeño grito y se cubrió la cara con las manos. "¡Esa pintura!" exclamó. "¡Se movió! ¡Estoy segura de que se movió!"

"Tranquila, querida", dijo Roy rápidamente. "Nunca solías tener nervios como estos. Claro que no se movió. Vamos a verla. No puedo ver bien quién es desde aquí, está muy oscuro." Se acercó para encender la luz eléctrica, pero el interruptor no funcionaba, y con un gesto de frustración, volvió a su lugar. "Tengo una linterna conmigo", dijo. "Vamos, Helen. Vamos a acabar con ese fantasma antes de bajar."

Encendió la linterna y enfocó la luz en el retrato en la esquina. "El bisabuelo", dijo, mientras miraba la fecha del marco. "No es un hombre muy agradable, ¿verdad?" Helen rió nerviosamente. Observó los rasgos distintivos de la familia Erringham y notó cómo esos mismos rasgos se reflejaban en Roy. De pie bajo la débil luz, casi parecía que su bisabuelo hubiera vuelto a la vida. "Creo que hubo algún escándalo con ese hombre", continuó Roy. "No sé qué fue, mi padre nunca lo mencionó. Pero cuando revisé sus papeles después de su muerte, encontré pasajes extraños en unas cartas viejas que su madre le había enviado. Ella era nuera de este hombre y vivió aquí con mi abuelo antes de que él heredara la propiedad. Me da la impresión de que era un tipo raro, pero no sé por qué."

"No me gusta", susurró Helen. "Parece tan maligno."

"Desde luego, no es muy atractivo", concordó Roy. "Tiene el peor tipo de rostro Erringham." Miró el retrato desde otro ángulo. "Vaya, ¿qué es eso?", dijo, señalando una manija en el lado del marco. "Creo que es la entrada al torreón. Vamos a ver."

"Oh, no, Roy", imploró Helen, instintivamente temerosa de lo que pudiera suceder. "Por favor, espera hasta el día."

"Ni pensarlo", respondió él. "La luna está saliendo. La vista desde el torreón sobre las colinas va a ser maravillosa. Vamos, Helen. No seas miedosa", la retó.

Helen apretó los labios y esperó mientras Roy tiraba de la manija. Como esperaban, el retrato giró, revelando una estrecha escalera que conducía al torreón. "Me pregunto por qué lo escondieron", dijo Roy, mientras iluminaba la escalera. "No es tan escondido, ¿verdad? Lo habríamos visto enseguida si hubiera sido de día." Helen, sin embargo, sentía que había algo extraño y peligroso en aquel torreón, y aunque trataba de restarle importancia a la situación, no podía evitar una sensación de inquietud.

¿Qué ocurre cuando el deseo, la culpa y la venganza se encuentran en la selva?

En los rincones más olvidados del mundo, donde la selva parece devorar la razón y el calor constante consume las capas más profundas de la conciencia, las pasiones humanas encuentran terreno fértil para crecer desbordadas. Esta historia, obtenida directamente de la protagonista —según dice quien la relata con un brillo malsano en los ojos—, nos sitúa en el corazón de Borneo, entre plantaciones, soledad y humedad interminable.

Dos hombres, Clifford Macy y Leopold Thring, compartían no solo un proyecto agrícola ambicioso, sino una cotidianeidad forjada en años de lucha contra la tierra y el clima. Pero fue la llegada de Rhona, esposa de Thring, lo que rompió la estabilidad del equilibrio masculino. Ella era, en palabras del narrador, una “potra dorada” marcada por una cicatriz grotesca que cruzaba su cuello como un recordatorio mudo de lo vivido.

El triángulo fue inevitable. Macy, de temperamento vehemente, pasó de la galantería a una pasión devastadora. Rhona, sola, vulnerable, aferrada a principios morales heredados y desfasados, fue deslizándose hacia un juego que no podía controlar. Lo que comenzó como simpatía y ternura hacia el socio de su esposo, devino en un fuego incontrolable. Pero Macy no sabía moderarse. Su amor fue torbellino, su deseo, absoluto. Ella, en cambio, quedó atrapada entre dos fuerzas opuestas: un amante impetuoso y un marido intensamente celoso, primitivo en sus reacciones, generoso en todo excepto cuando percibía la traición.

Thring sospechaba, sentía, observaba. Y Rhona, incapaz de disimular, fue perdiendo su máscara a medida que la tensión la consumía. Macy no se escondía. Su presencia, sus gestos, eran una declaración constante. La situación se volvió insostenible. Rhona era una sombra de sí misma, exhausta por la culpa, la pasión y el miedo. Rechazó volver a Inglaterra cuando Thring lo propuso. No quería abandonar al amante, pero tampoco atreverse a dejarlo solo con su esposo. La selva se volvió su cárcel.

Entonces, en medio de una temporada de lluvias que intensificó los nervios, llegó el estallido. Una discusión, un desafío directo. Y ella, en un acto de absurda honestidad o sublime estupidez, confesó todo. No ocultó nada. Dijo la verdad como una sentencia.

Thring, para sorpresa de todos, no reaccionó con violencia. No gritó, no golpeó. Calló. Y en ese silencio se gestó algo mucho más peligroso. El odio no se desbordó: se filtró hacia dentro. Una rabia fría, calculadora. La clase de odio que no busca venganza inmediata, sino una que se cuece lentamente, como el veneno.

El destino le ofreció su momento. Macy cayó enfermo, malaria. Rhona lo cuidó día y noche. Fue ella quien lo mantuvo con vida. Pero el precio fue alto: también cayó enferma. Y entonces Thring los tuvo a los dos, débiles, dependientes. El triángulo se quebró físicamente. Él recuperó el control. Y cuando la selva reverdeció, cuando los insectos salieron con hambre de vida nueva, Thring perfeccionó su plan.

La selva, con su opulencia ciega, fue cómplice. Porque no hay violencia más perfecta que la que utiliza la naturaleza como herramienta. Es en ese momento donde la historia se torna insoportable, cuando la civilización desaparece, y el horror toma el lugar de los sentimientos.

Este relato no es sólo una anécdota de pasión y celos. Es una disección del alma humana despojada de máscaras. En el aislamiento extremo, donde no hay leyes ni testigos, lo que queda son las pulsiones primarias. La culpa como enfermedad, el deseo como condena, y la venganza como forma de justicia personal. No hay héroes en esta historia. Solo víctimas, incluso el que ejecuta la venganza.

Es importante comprender que en escenarios de aislamiento absoluto, las estructuras sociales que normalmente contienen nuestras emociones colapsan. La distancia física del mundo "civilizado" se convierte también en una distancia moral. Los códigos éticos heredados ya no encuentran tierra donde sostenerse. Lo religioso, lo racional, lo correcto, se evapora ante la presión del calor, de los instintos, de la repetición interminable de los mismos rostros y la misma jungla.

Las historias como esta no sólo fascinan por su carga dramática. Nos recuerdan cuán frágil es el tejido de la civilización, cuán cerca estamos todos del abismo si se nos despoja de contexto, compañía, o límites. Y también, cuán peligrosa puede ser una verdad mal dicha, en el momento menos indicado.

¿Cómo la codicia distorsiona el destino? La historia de Sir Athelstone y la familia Smith

La vida de los Smith transcurría de manera habitual, aunque con una leve tensión que se palpaba en el aire. La enfermera, que había sido simplemente una sirvienta más en la casa, comenzó a ocupar una posición distinta. Ya no la trataban como a una simple empleada, sino que empezaron a consultarla. Se preocupaban especialmente por saber cómo afectaría a Sir Athelstone las noticias sobre su hijo perdido. La enfermera, con su calma imperturbable, les aseguraba que el anciano no había cambiado en absoluto, y que, a pesar de su edad, seguiría viendo muchos veranos más.

Los meses siguientes fueron un tormento para los Smith. Su ansiedad aumentaba con cada día que pasaba, esperando que el hijo del baronet regresara, deshaciendo sus planes, amenazando sus sueños de herencia. La enfermera, por su parte, dormía tranquila, pues dentro de unos meses lograría comprar su pequeña casa en el campo, un anhelo que había albergado durante tres décadas de trabajo incansable. Aunque nunca había tenido dinero, pronto lo tendría. Su destino parecía resuelto mientras observaba con cierta crueldad el sufrimiento de los Smith.

El regreso de Edward, el hijo perdido de Sir Athelstone, representaba una pesadilla para los Smith, quienes esperaban en su testamento, pero también sabían del orgullo del baronet. La idea de que el apellido de la familia pudiera continuar bajo otra persona que no fuera su propio hijo le resultaba intolerable. A pesar de la riqueza que sabían que recibirían, el temor a la llegada de Edward les atormentaba. Durante semanas, la enfermera les dio falsas esperanzas, saltándose artículos del periódico que podrían desvelarles la inminente llegada de Edward.

El día que finalmente se reveló la noticia, la reacción de los Smith fue desconsolada. A pesar de que sabían que la situación era inevitable, el impacto fue tremendo. La enfermera, quien durante todo este tiempo había manejado la situación con astucia, supo cómo capitalizar la tensión de los Smith. El baronet, finalmente, con el conocimiento de la llegada de su hijo, explotó en ira. Sin embargo, lo que parecía una crisis de salud debido al estrés, resultó ser fatal para Sir Athelstone. Murió de puro enojo, su corazón sucumbió ante la presión.

Cuando la enfermera informó a los Smith de la muerte, la escena se tornó caótica. La confusión reinaba entre ellos, mientras la enfermera se mantenía fría y calculadora. Su próximo paso estaba claro: los Smith le debían mucho dinero, y ella no iba a perder la oportunidad de obtenerlo. En su desesperación, ellos aceptaron pagarle mil libras para evitar cualquier malentendido. Pero la tragedia no terminó allí.

El testamento fue leído en presencia de todos los interesados, incluyendo a Edward, quien había llegado justo a tiempo para asistir a la lectura. Para sorpresa de todos, Sir Athelstone había dejado su fortuna a los Smith, sin mencionar a su hijo ni a la enfermera. Sin embargo, también había hecho una disposición final sorprendente: su cuerpo sería entregado a la institución médica que tanto había apoyado, para ser utilizado en sus investigaciones y, después, enterrado allí mismo.

La familia Smith, completamente desconcertada, pasó de la desesperación a una sensación de triunfo y horror al mismo tiempo. La ironía de la vida era más cruel de lo que podían imaginar. Lo que comenzó como una maniobra para asegurarse un futuro lleno de riqueza, terminó desmoronándose en un giro macabro del destino. La enfermera, al final, se erigió como la figura que manejó los hilos del juego, moviéndose con astucia y determinación, sin perder de vista su objetivo final: su hogar y su vida tranquila, en una casa que ya tenía asegurada.

La historia de los Smith y su manipulación de los eventos pone de manifiesto una verdad que la vida misma nos enseña: la avaricia puede consumir no solo a quienes la padecen, sino también a aquellos que la rodean. A veces, el camino hacia la riqueza no es solo largo y sinuoso, sino que se puede ver distorsionado por las fuerzas más oscuras de la ambición humana.

Es crucial entender que la codicia no solo puede destruir vidas, sino también sueños y valores. La búsqueda desmesurada de poder y fortuna a menudo se torna en una espiral destructiva, que termina afectando tanto a los que están directamente involucrados como a aquellos que, por circunstancias ajenas, se ven arrastrados al torbellino de la traición y el egoísmo. Esta historia, aunque cargada de elementos dramáticos, refleja una realidad que ha persistido a lo largo de la historia: el deseo desenfrenado de riqueza y control, sin tener en cuenta las consecuencias que puede traer consigo.