El tiempo avanza en su propio compás, sin ofrecer tregua ni piedad. La narrativa de este momento es tan vertiginosa como el despertar de un mal sueño, entre recuerdos confusos y fragmentos de emociones que luchan por encontrar sentido. La historia se despliega lentamente, en un ambiente marcado por la incomodidad física y emocional, en el que los personajes, a pesar de estar atrapados en su dolor, muestran una humanidad cruda.
En medio de esta historia se encuentra el personaje, atrapado entre los efectos de una bebida que no se sabe bien qué contenía y las visiones de una realidad distorsionada. El malestar físico parece mezclar los límites entre la fantasía y la realidad, llevando al protagonista a un estado de vulnerabilidad total. En su mente se mezclan animales salvajes, seres humanos y una mujer que parece ser tanto un consuelo como una fuente de desesperación. Este estado de confusión, por más surrealista que sea, refleja una lucha interna contra los propios demonios: la necesidad de rendirse ante el olvido y la tentativa de comprender lo que ocurre alrededor.
La mujer en la historia parece ser una figura protectora, pero también cargada de contradicciones. Ríe y llora, da instrucciones y luego se desvanece, dejando al protagonista a merced de sus propios pensamientos. La mezcla de emociones es palpable, como si la misma presencia de la mujer le recordara al personaje lo efímero de las conexiones humanas, sobre todo en un mundo donde las relaciones se desvanecen y se reconstruyen bajo el peso de las tragedias personales.
En otro momento, la historia nos traslada a un estado de arrepentimiento profundo. Al despertar, el protagonista se encuentra con el hombre que, en algún momento, había sido parte de su sufrimiento, Houlka. Este, al igual que la mujer, parece representar la dualidad de la naturaleza humana: el deseo de redención y el peso de un pasado oscuro que no se puede escapar. Los recuerdos comienzan a regresar, pero no sin la sorpresa de un revelación perturbadora. La culpa y el arrepentimiento se entrelazan, y el personaje debe enfrentarse a su propia vulnerabilidad. La confesión de Houlka, en la que admite haber matado a su familia por un ataque de ira, marca un punto de no retorno. La historia, que parecía estar marcada por una pérdida de control, se revela como una historia de redención y el deseo de enmendar los errores cometidos.
Es en este punto cuando la historia nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del arrepentimiento. Houlka, a pesar de sus errores, muestra una capacidad de autocrítica y de deseo de mejorar. Él quiere cambiar, y aunque su intento de cambio es sincero, no está exento de las cicatrices de su pasado. La humanidad de Houlka se pone de manifiesto en sus intentos de redimir a otros a través de pequeños gestos, como cuando le pide al protagonista que lleve un paquete y una flor a la mujer, transmitiendo un mensaje de gratitud. En ese acto de entrega, aunque simple, se refleja la complejidad del ser humano: su lucha constante entre la luz y la oscuridad, entre el amor y el dolor.
La historia también nos muestra cómo las emociones y los recuerdos, aunque sean dolorosos, nos configuran como personas. El protagonista, al enfrentarse a su sufrimiento y a los recuerdos de su pasado, comienza a entender que la vida no se trata solo de momentos de felicidad o dolor, sino de cómo estos momentos nos transforman. El olvido no siempre es una opción, pero la aceptación, aunque sea dolorosa, parece ser el único camino hacia la liberación.
En este contexto, es vital que el lector comprenda que la lucha interna de cada individuo no es siempre visible ni directa. Los recuerdos, los traumas y las emociones se entrelazan de manera que, a veces, es imposible separarlos. Las decisiones que tomamos, las personas que encontramos en nuestro camino y los eventos que nos marcan, dejan una huella indeleble en nuestra psicología. A veces, el arrepentimiento no es suficiente para sanar las heridas, pero la capacidad de enfrentar el pasado y tratar de corregir lo que se puede es una forma de continuar, a pesar de las cicatrices.
¿Qué se esconde tras las decisiones aparentemente simples?
El viento soplaba fuerte, y todo parecía secarse mientras retomábamos el sendero. A medida que avanzábamos hacia las vías del tren, un caballo apareció de repente en medio del camino, y escuchamos un llanto. Era Miz Rio, sentada en un lugar fangoso, empapada, con las riendas de su caballo aún en las manos, sollozando desconsoladamente en la manga de su abrigo. Sus ojos, rodeados de círculos oscuros, mostraban una fatiga profunda, como si hubiera perdido parte de sí misma. "¿Te caíste?" preguntó Houlka. Ella levantó la vista y, en un susurro, respondió: "Ya no puedo más. No puedo seguir adelante".
Las palabras de Miz Rio, cargadas de desesperación, resonaron en el aire como una sentencia irrevocable. Houlka, sin dudarlo, le ofreció su apoyo: "Te llevamos a casa". Pero el rostro de ella se tornó sombrío al mencionar su único refugio restante: "No tengo casa, excepto el lugar de Ness, pero no quiero volver allí. Si regreso, moriré. Me encontrarán, esté donde esté". El llanto la ahogaba, y sus palabras se entrelazaban con el dolor de una decisión que ya había tomado. "Quiero rendirme. No puedo seguir".
Houlka se detuvo a reflexionar un momento, observando a la mujer en su estado quebrado. "¿Estás segura?", preguntó, buscando una respuesta que pudiera devolverla a la vida que había perdido. "Sí. Sí. Moriré si sigo así", repitió Miz Rio, mientras sus sollozos resonaban en el silencio de la tarde. Houlka miró a su alrededor y, con una decisión firme, ordenó: "Llévale el caballo al establo de Mr. Ness. Dile que ella ya no quiere montar más. Luego, vete a casa, que yo me ocuparé de ella".
El camino hacia el establo fue largo y difícil. El caballo, reacio, no permitió que lo montara, así que tuve que guiarlo a pie, luchando contra su terquedad, hasta llegar finalmente al destino. La casa de Ness estaba iluminada, y desde dentro se escuchaba música y ruido. Mr. Ness estaba en la puerta, aguardando. Al acercarme, le entregué las riendas del caballo y le conté lo que Miz Rio me había pedido: "La encontré en el sendero indio. Me pidió que trajera su caballo y que le dijera que ya no quería montar más. Eso fue lo que me dijo".
Ness aceptó las riendas sin decir palabra, y se dirigió hacia los establos, sin mostrar ninguna emoción en su rostro. No me sentía a gusto, pero no tenía otra opción. Al día siguiente, sin embargo, las cosas no se desarrollaron como esperaba. Boss Eustis y el resto de los miembros del Club Ecuestre estaban reunidos en el porche, observándome con una intensidad que nunca había experimentado. Eustis comenzó a interrogarme de inmediato: "I.O. Lace. Un hecho extraño se ha dado. Una mujer blanca desaparece, y un muchacho negro aparece con su caballo y dice que ya no quiere vivir allí. ¿Eso es normal en algún lugar que conozcas?"
Mi corazón se detuvo por un momento, y sentí el frío en mi estómago mientras trataba de explicar lo sucedido. "Yo sólo hice lo que me dijo Miz Rio. No fue mi culpa", respondí, aunque en mi interior sabía que no todo estaba tan claro. Los hombres del porche me miraban como si fuera un desconocido, como si nunca me hubieran visto antes. Los ojos de Eustis se entrecerraron, y su voz se tornó más dura: "Si hubieras hecho algo malo, no habrías devuelto el caballo. Si hubieras hecho algo, no habrías regresado aquí".
Pero Eustis no parecía convencido. "Me temo que me estás ocultando algo. Estás caminando sobre hielo muy fino", añadió con un tono que helaba la sangre. Fue entonces cuando, con un suspiro de resignación, mencioné el dólar que Miz Rio me había dado. "Me dio un dólar para hacerlo", dije, sacando el billete de mi bolsillo, consciente de que este detalle cambiaría el curso de los acontecimientos.
La verdad salió a la luz, y Eustis, con una mirada cansada, me reprendió por no haber sido completamente sincero desde el principio. "Si hubieras contado la verdad, I.O., todo esto hubiera sido diferente. Pero ahora ya no tiene remedio". La situación no se resolvió como esperaba. El ambiente se volvió más pesado, y el futuro de Miz Rio seguía envuelto en sombras.
Esa noche, mientras Houlka trabajaba incansablemente y mantenía a Miz Rio oculta, comprendí que la vida no es tan sencilla como parece. Las decisiones que tomamos, incluso las que parecen pequeñas, pueden arrastrar consecuencias que jamás imaginamos. Las mentiras, las omisiones y las verdades a medias siempre encuentran su camino hacia la superficie, aunque tarde o temprano, la verdad saldrá a la luz.
Lo que ocurrió con Miz Rio no fue un hecho aislado. En este mundo, donde las apariencias a menudo pesan más que la realidad, el valor de las palabras y las promesas se pone a prueba constantemente. Lo que le ocurrió a Miz Rio, la persecución de una vida que ya no podía llevar, es un reflejo de las tensiones que existen cuando la desesperación se apodera de un ser humano. Es fácil juzgar desde afuera, pero nunca se sabe qué lleva a alguien a tomar decisiones tan extremas.
Al final, lo que importa no es solo la historia que contamos, sino lo que elegimos dejar fuera de ella. Porque, como descubrí, siempre hay algo más bajo la superficie, algo que nunca decimos, algo que puede cambiarlo todo.
¿Quién manda cuando la tela cae y la muchedumbre mira?
La explanada olía a pino seco y a miedo. Se distinguían formas bajo sábanas puntiagudas; unas con capuchas echadas atrás, otras con los ojos fijos en algo más allá del claro. Un silencio cortó el aire como si alguien hubiera cerrado una puerta de golpe. En el otro extremo, una tarima, un puñado de hombres que esperaban. Al recibir la señal, todos se cubrieron a la vez; un aleteo; el chasquido de telas al ponerse firmes en posición. Dos mil figuras inmóviles, hombres, mujeres, niños, todos iguales bajo la tela.
Houlka me apoyó la mano en el hombro y me empujó hacia la tarima. No recuerdo más que sábanas y miradas, y luego un hueco despejado a nuestro alrededor. Caminamos como por semanas hasta quedar frente al escenario, donde un perro enorme estaba atado a cada poste con cadenas que debieron pesar lo suyo. Un animal olfateó, mostró los dientes, gruñó. En la tarima, voces que no buscaban disimulo: bromas, apetitos, retos grotescos. Se hablaba de carne y de una diversión que olía a ritual y a oscuridad.
Houlka alzó una regla dorada; una voz tronó desde atrás: “TODOS SENTADOS”. El susurro de sábanas deslizándose, el silencio otra vez. Tras la muchedumbre, un sillón al que un hombre gordo se recostaba como si todo aquello fuera un teatro privado. “¿Por cuál vienes?”, preguntó Houlka con la regla en alto. “Por el perro”, respondió. Risas, el tipo hizo bromas de hombre de campo; contraste grotesco entre cortesía y amenaza. “¿Y el chico negro?”, preguntaron otros; la respuesta fue más risas y la lógica perversa de un festín.
Los perros salieron, al principio crías, luego una bestia grande como un oso que, al acercarse, cabía en la palma del asombro: cabeza desproporcionada, patas como tuberías. “Ese es mi perro”, dijo uno. Houlka ofreció el arco, el garrote; la escena se cerró en una orden y un grito: “¡Serbia! ¡Marcus Garvey!” El animal rompió la calma con un alarido y un choque de cuerpos que me hizo cerrar los ojos. Cuando los abrí, Houlka estaba debajo, retorcido, mordido, la carne rajada y sangrando. Se lo llevaron, lo cosieron; las heridas decoraban su cuerpo como mapas de una derrota.
De regreso, la casa del jefe seguía igual de ligera, con la conversación girando hacia manzanas, robos, triquiñuelas: una conversación de patio donde se hablaba de delitos como se habla del clima. El jefe deseaba manzanas robadas antes de la noche; nadie parecía asombrado por la propuesta, solo por su entrega en que alguien más hiciera el trabajo sucio. Se habló de demandas y cárceles como si fueran simples obstáculos, y luego nadie los mencionó más.
Miz Rio gritó palabras que ardían; juramentos de venganza que no escondían lo inevitable:
¿Quién era el hombre que remitieron a trabajar para el Boss?
—¡Nunca lo he visto! —dijeron—. —Aww... —Me ordenaron: ¡Baja ese culo negro al juzgado y no vuelvas hasta que traigas al hombre o hasta que cierren esta noche! No me hagas dejar estos paquetes. Salí corriendo. —Dile a la señora Eustis que ese cementerio parece una posparto —tardé en alejarme, y al acercarme al juzgado fui más lento. La camioneta del sheriff, la de la jaula, no estaba; sabíamos que con tres sheriffs y ningún ayudante el lugar estaría cerrado mientras hacían una salida. Iba por la puerta sur cuando vi algo extraño viniendo desde el lado oeste de la plaza y todas las cabezas se volvieron. Era un hombre de unos cinco pies, pero tan estrecho de hombros que parecía un frigorífico ambulante. Tenía una barba cuadrada y espesa como la pala de un cazo de carbón y una gorra negra y amarilla. No llevaba camisa; solo un peto con una sola tira sobre el hombro derecho, parecía cuero marrón. Me apretó el trasero sólo pensar en lo que debía ser eso al mediodía. Botas de otro pellejo, más claras. Subió por las escaleras del oeste y desapareció.
¿Cómo puede un hombre mover una montaña de estiércol?
Nos dirigimos hacia la parte trasera de la casa. Lo que quedaba del granero —sin techo, dos paredes, algunos maderos donde antes había más— se erguía como un búho gris mojado con alas rotas en el centro de lo que había sido un corral de dos acres. Todo, absolutamente todo, estaba cubierto de estiércol de caballo hasta tres pies de altura. Se apilaba en montones como nieve negra, nieve gris y verde, contra la cerca y el granero. Solo se rompía por las huellas de los cascos, un abrevadero de metal, las señales de un reciente forcejeo con los niños. El lugar apestaba hasta el cielo, y eso era en un día frío y húmedo de febrero. No me atrevo a imaginar cómo se soportaba ese olor en el verano.
"Eso es lo que estamos hablando", dijo el señor Augie. "Mire, aposté con Eldridge que no podía mover todo eso fuera de la cerca en veinticuatro horas. Como ya es mediodía, le daré un respiro y le dejaré empezar mañana a las siete de la mañana".
"Necesito mirar alrededor", dijo Houlka. Augie perdió la compostura. "¿Quiere decir", dijo mirándolo fijamente con su único ojo bueno, "que está tan loco como para intentarlo? Mira, hombre, han pasado caballos allí casi cinco años. Los metimos un día, y nos olvidamos de ellos, salvo para alimentarlos y darles agua. Toda una generación nació y murió en ese corral. ¿Y tú vas a intentar? Pensé que esto iba a ser los quinientos dólares más fáciles que haya ganado nunca". "Vaya", dijo después. "Mire todo lo que quiera. Puede quedarse mirando hasta las siete de la mañana, por mí no hay problema. No va a hacerse más pequeño".
"¿Tengo que mover todo eso más allá de la cerca?", preguntó Houlka. "Todo, cada pedazo". "Bueno, entonces miraré alrededor y estaré de vuelta mañana a las siete, si eso es lo que quiere".
"Solo usted. Un hombre. Un trabajo. El chico negro no puede ayudar, y ni eso le daría una mínima oportunidad".
"Está bien, señor Augie".
"Señor Houlka", dije yo. "Tiene razón. Es mejor que se rinda. Sé que es grande y fuerte, pero no podría quitar ni los seis primeros pulgadas de esa mierda en una semana entera. No tiene sentido que se mate por los quinientos dólares del jefe. Eso ya es de Augie".
Houlka estuvo observando la granja, si es que podía llamarse así. No veíamos un solo caballo, aunque sonaba como si hubiera mil, justo al otro lado de los árboles. Caminamos por la parte trasera del corral. Pasamos junto a un estanque, uno de esos como los de Mr. Hyder, que habíamos limpiado de serpientes en octubre. Atravesamos un barranco, aún intentando ver los caballos, y salimos en una pequeña colina. Sonaba como si los caballos estuvieran fuera de control, o jugando al fútbol, o algo así, a ambos lados de la granja. Los cascos retumbaban como decía Zane Grey.
"¿Cuánto más alto eres que yo?", preguntó Houlka.
"Un poco más de medio cabezón, señor Houlka. ¿Qué tipo de pregunta es esa?" Sacó la vieja gorra enrollada de Lion Feed de su bolsillo y me la puso en la cabeza.
"Bien, I.O., vamos a jugar un pequeño juego". Miró hacia atrás, donde los hijos de Augie nos observaban, habían seguido nuestro paso desde que salimos del patio. "Quiero que camines por todo este lugar donde yo te diga. Cada vez que te diga que te detengas, quiero que saltes al aire, gires tres veces en sentido horario y pongas la mano sobre la gorra con el dedo meñique hacia arriba".
Lo miré como si tuviera lagartos en la nariz.
"Solo hazlo", dijo.
Recorrimos todo el lugar, y el señor Houlka me mandaba de un lado a otro, gritaba y yo saltaba, giraba y levantaba la mano, y luego me mandaba a otro lugar, y lo hacía de nuevo. Ya se imaginan lo que pensaban todos esos niños, uno de ellos corrió a buscar a la señora gris, que se fue y volvió con el señor Augie, y nos observó hasta que se cansó, luego se fue, la señora se fue, y dos o tres de los niños se alejaron, mientras los demás se sentaron en lo poco de hierba que quedaba en la parte trasera de la casa, y solo nos miraban de vez en cuando. Porque seguíamos haciendo exactamente lo mismo.
Subimos por el bosque, junto a los estanques, por el bosque, bajo la cerca exterior, subimos por la colina, cruzamos el barranco, subimos por la otra colina, al lado de la casa, al otro lado, cruzamos la carretera, pasamos por el prado, volvimos al corral y regresamos a los estanques donde comenzamos. Cada maldita vez que Houlka me mandaba, yo me detenía, saltaba, giraba y levantaba la mano.
Cuando volvimos por la casa, el señor Augie estaba afuera, con las manos en los bolsillos. "Puedo decir una cosa: es usted puntual. En dos minutos, tendrá veinticuatro horas, y aquí no hay luz por la noche, no le aconsejo que caven estiércol de caballo en la oscuridad. ¿Seguro que no se rinde ahora mismo? ¿Así se ahorra la espalda?".
"Estoy listo", dijo Houlka.
"Pues empiece... ¡AHORA!".
Houlka metió la mano en el saco y sacó un martillo de dos libras y cinco libras de clavos #16 y me los entregó. "Espere aquí", dijo. Tomó el saco con el mango de la pala sobresaliendo y caminó hacia el corral.
"Va demasiado lento", dijo Augie. "Para un hombre que tiene que cavar novecientas yardas cúbicas de mierda hoy".
Houlka rodeó el corral. "¿Qué demonios?", dijo Augie. "Ese hombre está loco, papá", dijo una de las niñas.
"Ya lo sabía ayer, cariño", dijo Augie.
Houlka cruzó el barranco y se internó en el bosque. "Ahora ya he visto de todo", dijo el señor Augie. Luego, Houlka desapareció de nuestra vista por un momento.
"¿Tienes alguna idea de lo que está haciendo?", me preguntó Augie.
"Estoy tan perdido como usted, señor Augie. Estoy perdido desde ayer al mediodía".
Pasaron unos minutos y Houlka apareció de nuevo, caminando con paso firme, como si tuviera un propósito. Se agachó y hacía algo que no podíamos ver. Entonces, hubo una gran explosión en el bosque que nos hizo temblar los dientes.
"¡Santo Cristo!", gritó Augie. Una columna de escombros se alzó desde el bosque: barro, hierba, pequeñas ramas de árboles. Luego, un bajo rugido salió de esa dirección.
"¡Ese hijo de puta voló el sello de mi estanque de peces!", gritó Augie. Podíamos ver una cinta marrón serpenteando por el bosque hacia nosotros, derribando arbustos, acercándose al pequeño barranco. Miré a Houlka. Él observaba el agua que avanzaba rápidamente. Luego se agachó, dio un paso atrás rápidamente y retrocedió unos cincuenta pies. El agua llegó al barranco y comenzó a llenarlo. Después hubo una nueva explosión más cercana. Pensé que Houlka se había volado a sí mismo. Hubo un rugido enorme y un chorro de agua cargada de barro salió disparado hacia el aire. El agua pesada bajó la colina, encontró el agua que acababa de llegar al barranco (y parecía que saltaba colina arriba) y chocó contra el corral, haciendo un sonido hueco como el de una campana al golpear el abrevadero de metal. El agua se tornó instantáneamente negra.

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