Las instituciones, tal como las define Vatn, no deben confundirse con organizaciones. Son más que estructuras formales; son las convenciones, normas y reglas sancionadas formalmente que moldean las expectativas, otorgan estabilidad y dan sentido a la existencia humana. Esta definición abarca desde costumbres y lenguaje hasta el dinero y los mercados. Sin embargo, aunque estas instituciones son necesarias para la coordinación social, distan de ser suficientes para garantizar un orden justo o sostenible. La historia está plagada de ejemplos en los que las instituciones fueron utilizadas por regímenes autoritarios para consolidar el poder, fomentar la militarización y desencadenar conflictos.

Vatn reconoce las limitaciones ecológicas de las instituciones existentes. Subraya que estas generan intereses y motivaciones marcadamente irresponsables frente a los límites ambientales. Esta situación exige una reestructuración profunda de la economía, menos dependiente del crecimiento y más orientada hacia actores económicos y políticas con responsabilidad social y ecológica. Las instituciones no determinan directamente las acciones, sino que configuran marcos de expectativas dentro de los cuales los individuos actúan, evalúan y deciden. Los mercados, las empresas, las familias y las comunidades son contextos institucionales que median nuestras acciones, y las organizaciones –bancos, universidades, sindicatos– están constituidas por estas normas, reglas y convenciones.

El análisis institucional se convierte así en una herramienta crítica dentro de la economía ecológica. A través de él, se revelan las estructuras subyacentes que organizan derechos y responsabilidades, los costos de transacción, las percepciones sociales y las motivaciones individuales. En este campo, el enfoque de Vatn ha propuesto el diseño de “instituciones articuladoras de valores”, que permitan expresar la pluralidad de valores en la valoración ambiental. Esto se contrapone a la lógica dominante de análisis costo-beneficio, basado en precios de mercado y decisiones expertas desde arriba. En cambio, se promueven procesos deliberativos y participativos como los jurados ciudadanos, el presupuesto participativo y la valoración monetaria deliberativa, que permiten la inclusión real de múltiples voces en las decisiones económicas.

La crítica a la idea de "ajustar los precios" parte de que estos son productos institucionales, artefactos de estructuras existentes sin una significación objetiva independiente. La economía ecológica, desde esta perspectiva, no puede limitarse a corregir precios sino que debe cuestionar y rediseñar las instituciones que los generan.

La crítica institucional se entrelaza con otra corriente profundamente política: la economía feminista. Esta no es simplemente la economía hecha por mujeres, sino una escuela que denuncia las raíces patriarcales del sistema económico y su perpetuación de desigualdades estructurales. Desde Rosa Luxemburg hasta la fundación de IAFFE en los años noventa, la economía feminista ha señalado las omisiones sistemáticas de la teoría económica dominante, especialmente en relación al trabajo reproductivo, los cuidados, y la contribución de la naturaleza y las comunidades no capitalistas al sostenimiento de la vida.

La economía feminista no solo critica al paradigma neoclásico sino también a otros enfoques heterodoxos que ignoran estas dimensiones. Marilyn Waring fue pionera en evidenciar cómo el trabajo no remunerado de las mujeres estaba completamente ausente de las cuentas nacionales, lo que evidenciaba una ceguera metodológica y política de la teoría económica convencional. Esta exclusión refleja no solo un sesgo técnico, sino un sesgo estructural que invalida la pretendida neutralidad de la economía como ciencia.

Con el auge del neoliberalismo y su fusión con la economía neoclásica, incluso dentro del campo feminista han surgido tensiones. Se ha observado una creciente inclinación hacia metodologías convencionales, estudios empíricos de género dentro de marcos neoclásicos y soluciones de mercado. Esta evolución refleja la fractura interna del feminismo económico entre tendencias liberales, más compatibles con soluciones de mercado, y vertientes socialistas o radicales, críticas con la lógica capitalista.

Lo que tanto el enfoque institucional como el feminista comparten es una crítica a la naturalización del orden económico vigente. Ambos cuestionan los supuestos fundamentales de racionalidad, eficiencia y neutralidad sobre los que se erige la economía dominante. Ambos insisten en que la economía es una construcción social atravesada por relaciones de poder, género y naturaleza. La economía ecológica no puede prescindir de estas perspectivas si pretende ser verdaderamente transformadora.

Comprender el papel de las instituciones implica reconocer su capacidad tanto de sostener como de subvertir el statu quo. Y entender la economía desde una perspectiva feminista exige ir más allá de los indicadores y modelos tradicionales para integrar dimensiones vitales de la experiencia humana que han sido históricamente invisibilizadas. La interacción entre estas corrientes enriquece el debate contemporáneo sobre cómo construir una economía que no sólo sea ecológicamente sostenible, sino también socialmente justa.

El lector debe comprender que ni las instituciones son neutrales ni el conocimiento económico es apolítico. Toda estructura institucional responde a intereses específicos y configura imaginarios sobre lo que es deseable, posible o inevitable en la organización económica. Asimismo, toda escuela de pensamiento económico emerge de contextos históricos y luchas sociales que determinan su orientación y su campo de acción. Ignorar esta dimensión política del conocimiento es perpetuar el mito tecnocrático que legitima el orden vigente.

¿Cómo sabemos qué es verdadero y qué conceptos y teorías elegir?

La verdad en la ciencia es un concepto profundamente debatido. Los relativistas radicales sostienen que la verdad es puramente relativa a la teoría de cada quien, mientras que los subjetivistas más extremos afirman que cada individuo crea su propia realidad, lo que implicaría que existirían tantas verdades como teorías, y tantas teorías como personas. De forma más común, la cantidad de teorías se limita a las creadas por comunidades o grupos que comparten una visión común, lo que explica las reclamaciones de conocimiento como meras creencias subjetivas relativas a un grupo o colectivo. Esta visión se conoce como convencionalismo, donde la verdad se relativiza como una construcción particular de comunidades o grupos dominantes (Sayer, 2000: 47). Estas posturas posmodernas a menudo involucran un enfoque anti-realistico.

No obstante, es posible tomar en serio la existencia de una realidad independiente de la mente, a la vez que se acepta que los conceptos son construcciones sociales. A partir de la perspectiva posmoderna, se puede aprender valiosas lecciones, sin que esto implique necesariamente rechazar el realismo o eliminar el concepto general de la verdad, el cual, aunque se niega su existencia, es implícitamente utilizado por los propios postmodernistas en sus teorías. Por lo tanto, podemos aceptar que una realidad independiente de la mente solo puede ser conocida en términos de las descripciones o discursos disponibles, los cuales son relativos a un contexto social específico (relativismo epistémico), pero sin rechazar la capacidad de juzgar racionalmente entre teorías conceptuales, reclamaciones fenomenales y explicaciones causales.

El enfoque realista proporciona tradicionalmente las bases para tales juicios, utilizando la teoría de la correspondencia de la verdad. Según esta teoría, una proposición es verdadera si y solo si corresponde con la realidad. Como vimos en el capítulo 3, el Círculo de Viena luchó con este tema al tratar de encontrar declaraciones lógicas dentro de una teoría que pudieran coincidir con las declaraciones observacionales, con el fin de validar las reclamaciones de conocimiento en la ciencia (el debate de las oraciones protocolares). Schlick pensaba que esto era posible, mientras que Neurath no lo consideraba viable, prefiriendo la coherencia entre las declaraciones proposicionales, reemplazando la búsqueda de la verdad por una justificación de las reclamaciones fenomenales (Uebel, 1996).

Además de las teorías de correspondencia y coherencia, dos teorías americanas pragmatistas de la verdad son particularmente relevantes. Según el instrumentalismo de John Dewey y William James, la verdad requiere que las proposiciones conduzcan a resultados beneficiosos y que los grupos seleccionen las teorías de acuerdo con esta condición. Por otro lado, en el pragmatismo de C.S. Peirce, una proposición verdadera es aquella que sería respaldada unánimemente por individuos cualificados. Definir la verdad como lo que un grupo acuerda intersubjetivamente es una teoría convencionalista de la verdad, y es relativista. Para los pragmatistas americanos, las teorías científicas están abiertas a la refutación o al cambio, pero pueden seguir siendo beneficiosas para un grupo dentro de un contexto específico para una tarea determinada, es decir, pueden ser adecuadas para el trabajo en cuestión. Un ejemplo de esto sería la física de Newton, que, a pesar de sus limitaciones en comparación con la de Einstein, aún podría ser útil en ciertos contextos.

El filósofo Mackie (1970: 332) sostiene que una teoría de la correspondencia se opone a teorías "escépticas o evasivas como la teoría de la coherencia y la teoría pragmatista". La razón por la cual filósofos como Mackie consideran estas aproximaciones como evasivas es que, en efecto, ocultan su apelación a la verdad en lugar de definirla. De manera más específica, Collier (1994a: 240) argumenta que estas teorías son plausibles si se toman como criterios de la verdad, pero no como definiciones. Si se usan para definir la verdad, solo obtendremos definiciones circulares, dado que las teorías de coherencia suponen que entendemos los conceptos de consistencia y contradicción, los cuales solo pueden ser definidos en términos de verdad. Además, las teorías pragmáticas trabajan tácitamente con la noción de que "todo es como si" la proposición verificada pragmáticamente fuera verdadera, en el sentido de la correspondencia. Es decir, estos criterios requieren una definición de la verdad para operar, y esa definición permanece implícita.

En consecuencia, no se presentan como alternativas definitivas, sino que constituyen estándares para juzgar el logro de la verdad. Si se sostienen sus postulados, cada una de estas teorías podría expresarse de la siguiente manera: La verdad se alcanza en la medida en que todas las creencias o afirmaciones de un individuo o teoría sean coherentes. La verdad se alcanza en la medida en que una práctica específica logre objetivos beneficiosos o en la que los expertos coincidan, es decir, es útil creer lo que es verdadero. La razón por la que las teorías coherentes son aceptadas, las convenciones adoptadas y las teorías predictivas seleccionadas es porque coinciden con la realidad.

Mackie (1970: 332) argumenta que "una teoría de la correspondencia de la verdad es análoga al realismo representativo como teoría de la percepción, mientras que lo que queremos, al menos con respecto a la verdad, es un realismo directo". Su propuesta es modesta: "Decir que una afirmación es verdadera es decir que las cosas son como lo afirma". La importancia de esto radica en que las afirmaciones proposicionales sean respondidas por cómo son las cosas, algo externo a ellas mismas, a la realidad. Esta posición implica que busquemos la confirmación de la verdad en la realidad, en lugar de, por ejemplo, justificar las afirmaciones en función de su utilidad actual o de su coherencia con otras afirmaciones o de su aceptación por algún grupo u organización.

Collier (1994a: 240-242) llega a la misma conclusión que la propuesta modesta, pero argumenta que interpretar la teoría de la correspondencia como realismo representativo, o exigir una estricta semejanza, es erróneo. La correspondencia se refiere a verificar el significado y buscar relaciones de comparación (sin semejanza), y es por eso que la palabra "correspondencia" resulta apropiada según la opinión de Collier. Por ejemplo, no esperamos que nuestras palabras se asemejen a los objetos, sino que transmitan un significado que corresponda a ellos. Esta distinción se hace en el realismo crítico entre objetos de pensamiento y objetos reales, como lo expresa Sayer (2010). En otras palabras, todos nuestros conceptos y teorías son abstracciones de la realidad, pero deben ser validadas por su capacidad para explicar la realidad y proporcionar medios para prácticas que funcionen bien.

Un desarrollo final es digno de mención en este contexto. Sayer (2000: 42-43) no rechaza la teoría de la correspondencia per se, pero la considera incómoda y evasiva, y busca una forma más operativa de la verdad. Propone entender la verdad como la medida en que genera expectativas sobre el mundo y los resultados de nuestras acciones que se concretan, lo que él denomina "adecuación práctica" (ver también Sayer 2010: capítulo 2). Esto va más allá del instrumentalismo pragmático porque requiere un realismo descriptivo de los mecanismos y relaciones causales. Sin embargo, al igual que las teorías de coherencia y pragmáticas, no parece ser una definición de la verdad, sino un criterio. Cuanto más adecuada sea nuestra comprensión, más cerca pareceremos estar de la verdad, es decir, la mejor será la correspondencia de nuestra teoría con la práctica que funciona. Sayer señala las dificultades de definir la verdad, pero también que este concepto ancestral no puede ser descartado, porque se relaciona con algo fundamental en la comprensión humana de la realidad.

La verdad es un concepto en constante debate y evolución. A pesar de las diversas teorías y enfoques, la noción de verdad sigue siendo crucial para nuestra comprensión del mundo. A lo largo de este análisis, es evidente que las diferentes teorías intentan abordar cómo se debe interpretar, verificar y aplicar la verdad en diferentes contextos, pero también subraya la importancia de continuar reflexionando sobre este concepto a medida que avanzamos en nuestra comprensión filosófica y científica del universo.

¿Por qué no es viable el pluralismo que incluye la economía neoclásica en la economía ecológica?

La defensa de la economía neoclásica en el contexto de la economía ecológica como si se tratara de un modelo explicativo legítimo revela una profunda incomprensión de la estructura epistemológica que la sostiene. La economía neoclásica es una teoría axiomática y deductiva que no requiere que sus postulados guarden relación alguna con la realidad empírica. Su metodología parte de supuestos fundacionales que se mantienen al margen de verificaciones ontológicas o sociales, construyendo un edificio lógico cerrado sobre premisas abstractas. Sugerir que esta teoría "ilumina" aspectos de la realidad implica desconocer su carácter puramente teórico, que no exige correspondencia con el mundo material o histórico.

Afirmar que el capitalismo moderno ha sido moldeado a imagen de la economía neoclásica es una distorsión histórica que ignora la evolución concreta de las instituciones económicas y sobreestima la influencia de los economistas académicos sobre la estructura social. Este tipo de argumentos tienden a perpetuar una visión idealizada y tecnocrática de la economía como ciencia normativa, incapaz de reconocer sus propios sesgos ideológicos y limitaciones empíricas. El argumento de que un modelo de mercado es más útil para explicar el funcionamiento de un mercado instituido que un análisis más realista del sistema económico como forma de provisión carece de coherencia lógica: se propone una herramienta irrealista para entender la realidad, en contradicción con la premisa de que los modelos deben reflejar el mundo que pretenden describir.

La dicotomía entre economías "formales" y "sustantivas", atribuida erróneamente a Polanyi, es empleada para justificar simultáneamente la economía convencional y su crítica heterodoxa, como si ambas pudieran coexistir bajo una misma arquitectura epistemológica. Pero la crítica a la ortodoxia va más allá de la epistemología: implica también una revisión ontológica, axiológica e ideológica. Es una crítica profunda, que cuestiona las bases mismas sobre las cuales se construye el conocimiento económico dominante.

Propuestas como las de Nelson, que abogan por una epistemología integradora entre posiciones extremas —desde neoclásicos duros hasta anticapitalistas—, se presentan como un intento de disolver antagonismos por medio de una transformación personal y metodológica. Este tipo de propuestas apuestan por una concepción del conocimiento que supere dicotomías simplistas entre empirismo y metafísica, promoviendo una visión más abierta de la realidad. Sin embargo, en la práctica, esta postura se ve traicionada cuando se apoya la teoría del capital enmarcada en la ortodoxia dominante. El llamamiento a la transformación personal no puede ser sinónimo de sumisión a los métodos y modelos vigentes.

La economía ecológica social pone de relieve la necesidad de una ruptura con la ortodoxia, no una reconciliación simbólica bajo un pluralismo superficial. Aceptar la integración de la economía neoclásica como una voz legítima dentro de la economía ecológica es perpetuar los mismos errores que han llevado a la inacción política, a la dilación regulatoria y a la trivialización de las crisis ecológicas y sociales. La conversión de fenómenos como el colapso climático o la extinción masiva de especies en problemas de "tasas de descuento", "preferencias del consumidor" o "retornos sobre inversión" representa un empobrecimiento moral y analítico que no puede formar parte de un paradigma que se proclame transformador.

El pluralismo en la educación económica debe ir acompañado de una crítica explícita al fracaso de la economía neoclásica, y no simplemente presentarla como una teoría más entre muchas. La enseñanza pluralista no es un ejercicio de equidistancia entre paradigmas, sino una contextualización crítica de los supuestos, omisiones y consecuencias de cada teoría. La relevancia de una teoría económica no reside únicamente en su elegancia formal o consistencia interna, sino en su capacidad para generar conocimiento útil, justo y adecuado para enfrentar las realidades sociales y ecológicas complejas.

La propuesta del “gran toldo” (big tent), en la que coexisten visiones profundamente opuestas, pierde sentido cuando las diferencias no son de grado sino de paradigma. No puede construirse una nueva visión preanalítica sobre una base de conciliación entre ontologías incompatibles. Intentar integrar concepciones centradas exclusivamente en el cálculo y la abstracción —lo aritmomórfico— con aquellas que abogan por el ser, los valores y las relaciones sociales es epistemológicamente imposible. Esta incompatibilidad no es meramente teórica, sino también ideológica: no puede ignorarse la fractura entre quienes sostienen el statu quo capitalista (en sus versiones estatal, corporativa o mercantil) y quienes promueven formas alternativas de organización económica basadas en el ser, en valores poshedonistas y en una internalización real de los costos sociales y ecológicos.

La economía ecológica no puede permitir que el discurso dominante neoclásico siga infiltrando sus prácticas bajo pretextos de interdisciplinariedad o pluralismo. El enfoque de solución de problemas que caracteriza la filosofía mecanicista de la economía ortodoxa, que reduce las crisis sistémicas a un conjunto de fallos corregibles, encubre las causas estructurales y protege el sistema capitalista de una crítica radical. Redefinir el big tent como una forma de coexistencia epistemológica no solo es ingenuo, sino perjudicial para la integridad intelectual y el potencial transformador de la economía ecológica.