La experiencia de Cecilia ante la voz incorpórea, susurrante y cargada de un matiz casi familiar, abre una reflexión profunda sobre la manera en que el ser humano enfrenta lo inexplicable y lo sobrenatural. La percepción del más allá, o de fenómenos que escapan a la lógica materialista, suele despertar en nosotros sentimientos encontrados: miedo, rechazo, incredulidad, pero también una curiosidad profunda y persistente. Cecilia, que odia lo sobrenatural, se ve forzada a confrontar una realidad que no puede explicar racionalmente, y esta tensión se hace más aguda al sentir que esa voz, aunque extraña, le resulta reconocible.
El relato sugiere que la experiencia no es simplemente un fenómeno externo, sino que está intrínsecamente ligada a la mente y las emociones de quienes la viven. Cecilia sospecha que lo que oye puede ser una manifestación de la voluntad o el pensamiento de su tía Pauline, no un espíritu en sentido estricto, sino una forma particular de transmisión mental. Aquí se plantea un terreno intermedio entre la comunicación paranormal y la psicología, donde la mente humana puede proyectar, transmitir o incluso percibir pensamientos y emociones a distancia. Esta idea se aproxima a lo que hoy llamaríamos telepatía o “thought-transference”, un fenómeno enigmático que desafía las fronteras del conocimiento científico y psicológico.
La figura de Pauline es clave para entender esta dinámica. Mujer compleja, llena de contradicciones, capaz de manipular su entorno con astucia, y marcada por la tragedia personal de la pérdida de sus hijos. Su vida y carácter parecen irradiar una influencia casi magnética, casi hipnótica, sobre quienes la rodean, especialmente sobre Cecilia. Esto no sólo refuerza la idea de que las relaciones humanas son portadoras de una carga energética que puede manifestarse de formas inesperadas, sino que también muestra cómo el dolor, el rencor o el amor pueden desencadenar fenómenos psicológicos o incluso paranormales.
El pasaje en el que Cecilia entiende que la voz proviene de la tía Pauline y que esta utiliza un tubo de lluvia como “tubo de voz” es emblemático. Representa el momento en que lo aparentemente inexplicable se revela como un mecanismo, aunque extraño, perfectamente posible dentro del mundo físico. Esto recuerda que muchas veces la línea entre lo sobrenatural y lo natural es tenue y puede confundirse con desconocimiento o miedo. La mente humana, en su afán por comprender lo que percibe, puede interpretar señales sensoriales de manera distorsionada, dotándolas de un sentido misterioso o aterrador.
El episodio también resalta la importancia de la atención y la cautela en la interpretación de nuestras experiencias. Cecilia, aunque inicialmente paralizada por el miedo, comienza a razonar y a sospechar, buscando una explicación lógica dentro de lo aparentemente ilógico. Esta actitud es esencial para el equilibrio psicológico, pues sin ella, el miedo puede paralizar y conducir a la locura o al abandono de la realidad objetiva.
Además, la historia de Pauline, su independencia económica, su mundo de coleccionismo y su carácter fuerte, aporta una capa de profundidad a la narrativa. No es una figura simple, ni una antagonista típica, sino alguien cuya complejidad humana contribuye a la ambigüedad de la experiencia paranormal. Su voz interior, audible para Cecilia, representa también la capacidad de la mente humana para externalizar sus conflictos internos y, en ocasiones, hacerlos tangibles para otros.
Es crucial para el lector comprender que la experiencia de Cecilia, aunque impregnada de elementos sobrenaturales, puede interpretarse también como una metáfora del poder de la mente y de la intensidad de las relaciones familiares. La psicología de los personajes, sus sentimientos, resentimientos y afectos son el verdadero motor detrás de las apariciones y voces que se escuchan. Este relato no sólo habla del misterio de lo invisible, sino del misterio de lo íntimo, de lo que no se dice, pero se siente y se transmite más allá de las palabras.
La historia invita a reflexionar sobre cómo nuestra percepción puede moldear la realidad que experimentamos, y cómo lo que creemos que es sobrenatural muchas veces es la expresión de conflictos internos no resueltos, transmitidos y recibidos en el ámbito familiar o social. La mente humana, su potencial para la sugestión y la transmisión de emociones, se revela aquí como un territorio tan fascinante y desconocido como cualquier otro misterio del más allá.
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¿Qué sucede cuando la mente se disocia del cuerpo?
El hombre se sacudió, alejando el manto que cubría sus hombros. Judd dio un paso atrás, alarmado, y su esposa, saltando de su silla, se acercó rápidamente para tomar su mano izquierda. "¡Despierta!" gritó. "Soy yo, tu madre... Dios, algo no va bien, está durmiendo de esta manera. ¿No puedes despertar?" Y ella tiró de su mano con violencia. El hombre, lentamente, liberó su mano y la presionó contra su pecho. Se inclinó hacia adelante en la silla y siguió hablando. Sus ojos seguían cerrados. "No es más tu chica que mi chica", murmuró con una ferocidad espantosa. La señora Judd retrocedió, aterrada. "¿Es esto lo que me llamas? ¿Hija de perro?", seguía él, con un fervor creciente en su voz. “Cara de mono, ¿soy acaso yo? Pues si lo soy, ella no le importa. Ella ha elegido a su mono. ¿Lo ves?”. Su voz se desvaneció en murmuraciones incomprensibles.
El miedo de la mujer la había llevado a esconderse detrás de la mesa, apoyándose en ella como si toda la fuerza se hubiera ido de sus rodillas. "Por el amor de Dios, despiértalo", suplicó.
La esposa de Judd, en su desesperación, empujó el bandeja y el vaso de la mesa, haciendo que se cayeran con un estruendo y un quiebre. “¡Despierta! ¿Por qué no despiertas?”
"Escucha", dijo él, "yo... iré a buscar al doctor".
"No, no, no me dejes sola con él". Y la mujer, aterrada, se aferró al brazo de su esposo. "No puedo soportarlo... sí, sí, puedo... ve por el doctor Page... trae al doctor Page para que lo despierte."
El esposo salió corriendo por la puerta del salón, descerrajando los cerrojos de la puerta exterior, y corrió hacia la calle, dejando la puerta abierta detrás de él. El aire frío se coló en la habitación cálida, haciendo que la sangre de cualquiera que estuviera allí se congelara. Las llamas parpadeaban detrás de las barras de la chimenea, iluminando el rostro del dormido y sus ojos cerrados, proyectando sombras fantásticas en las paredes. En el silencio, el tictaque del reloj sonaba como los pesados latidos de un corazón a punto de estallar.
Entonces, el hombre comenzó a hablar nuevamente. "No tengo miedo de ti, ni en tierra ni en el mar. No me asustas, ni en tierra ni en el mar... Diablo matón del infierno."
"¡Despierta!", gritó ella, acercándose un paso más al hombre dormido, como si intentara despertarlo una vez más. Pero el terror era demasiado grande, y ella se detuvo, paralizada, con la mano sobre la mesa. "¡Quítame las manos del cuello!"
Él había levantado las manos hacia su garganta, luchando en la silla. Tiraba de su bufanda, jadeando y salpicando, como si estuviera ahogándose. "Déjame ir. Suéltame". Cayó nuevamente en la silla, jadeando. "Gracias, compañeros. Gracias, de veras. Estuvo a punto de matarme".
La mujer, desesperada, rompió en un grito desgarrador: "¡Despierta!"
Él se inclinó hacia adelante en la silla, con los ojos completamente abiertos, fijos en el vacío. La luz de la vela iluminaba su rostro y su mirada estaba vidriosa, brillante, aterradora, mientras su voz susurraba de manera espantosa. “Tómalo. Tómalo.” Su voz, feroz y llena de rabia, reverberó en la habitación. El hombre se agachó en la silla y miró al suelo, lanzando violentos gestos con la mano. "¿Dónde está tu respuesta ahora? Habla ahora... Aquí hay más para ti", murmuró, respirando con dificultad, mientras una rabia insondable tomaba su cuerpo. “¿Ahora quién es el 'cara de mono'? Tu propia madre ya no te reconocería ahora.” De repente, el hombre se estremeció y se desplomó en la silla, con las manos caídas y el cuello inclinado hacia un lado, quieto y en silencio.
Poco después, Judd regresó corriendo con el doctor, quien examinó al hombre dormido, revisando su pulso y sus ojos. Cuando el doctor se levantó, miró a la señora Judd y dijo con tono grave: "Ya no hay nada que hacer. No se puede despertar. Nunca más despertará."
"¿Está muerto?", preguntó ella con voz quebrada.
"Sí", respondió el doctor.
La señora Judd se adelantó, se arrodilló junto a la cama y levantó los brazos del hombre. "¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios por eso!", sollozó, cubriéndose la cara con las manos.
El relato describe el desconcertante estado entre la vida y la muerte de un hombre, atrapado en un profundo estado de trance o quizás en un sueño delirante, donde sus pensamientos y emociones parecen haber sido completamente despojos de su conciencia normal. La desconexión entre el cuerpo y la mente, tan vívida en este pasaje, ofrece una visión aterradora de la experiencia humana cuando la conciencia parece estar ausente, pero el cuerpo sigue siendo un recipiente que lucha por funcionar. La angustia palpable de la esposa refleja la desesperación de enfrentarse a lo inexplicable y lo incontrolable.
Es importante reconocer que lo que se describe aquí no solo es un tema de terror o fascinación por lo sobrenatural, sino también una reflexión sobre la fragilidad humana y el profundo misterio de la mente. El desconcierto ante los sucesos inexplicables refleja cómo, a lo largo de la historia, los seres humanos han intentado dar sentido a los estados alterados de la conciencia, como el sueño, el delirio y la muerte. Estos estados, aunque aparentemente desconectados del mundo exterior, son indicativos de las profundidades inexploradas de nuestra psique.
El lector debe entender que lo que se nos presenta en esta historia no es simplemente un relato de terror, sino un espejo de la condición humana: la lucha por entender nuestra propia naturaleza, nuestros miedos y, sobre todo, nuestra mortalidad. La dificultad de la esposa para aceptar el estado en que se encuentra su ser querido nos muestra que el miedo más profundo radica no solo en la muerte misma, sino en la imposibilidad de comprender los límites de la vida y la conciencia.
¿Qué pasa cuando el miedo lo consume todo?
El miedo, en su forma más primitiva y desgarradora, se apodera de un hombre que ha cometido un crimen del que no puede escapar, ni física ni mentalmente. El individuo, que antes transcurría su vida de forma ordinaria, ahora se ve sumido en una espiral de terror que lo lleva a tomar decisiones cada vez más desesperadas, como si cada acción fuera la última oportunidad de salvarse. Su mente, atrapada en la culpa y el pánico, lo arrastra hacia un lugar oscuro del que no parece haber salida.
Después de seguir a Joe hasta el río, el hombre piensa en la manera en que puede encubrir lo sucedido. La tranquilidad de su vida cotidiana lo había hecho creer que podía salir de cualquier situación, como lo había hecho tantas veces antes. Nadie había visto lo que realmente había ocurrido, pensó. La idea de que el cadáver de Joe podría estar oculto durante días bajo los álamos parecía ofrecerle suficiente tiempo para desvanecerse en las sombras y esperar que todo pasara. En su mente, el escenario más fácil sería actuar como si nada hubiera sucedido, permanecer callado y esperar a que el caso se enfriara. Sin embargo, el miedo lo atormentaba, pues sabía que su vida no podría seguir igual, que el peso de su crimen lo marcaría de una forma irrevocable.
En ese momento de angustia, la idea de huir le parecía la única solución viable. La necesidad de desaparecer, de borrar todo rastro, lo llevó a hacer lo impensable: cortar su barba, cambiar su apariencia, abandonar la ciudad en plena oscuridad. La sensación de ser un fugitivo, una sombra que se disfraza en la multitud, le resultó extrañamente reconfortante. En Darnley, rodeado de desconocidos, intentó convencerse de que la vida podía continuar como si nada. Pero al día siguiente, la noticia de la muerte de Joe llegó a sus manos, y con ella, el reconocimiento de que sus esfuerzos de ocultarse habían fracasado. Su nombre era ahora parte de la investigación, y la policía lo buscaba.
La sensación de pavor no hizo más que intensificarse. Cada vez que cambiaba dinero, se preguntaba si alguien estaría siguiendo su rastro. Las horas pasaban en un estado de desesperación, y su mente se sumía en una vorágine de pensamientos incoherentes y palabras sin sentido. La angustia era insoportable. La sensación de estar siendo perseguido, de no tener un solo rincón seguro, lo sumergió en una espiral de horror constante. En su dolor, comenzó a hablar solo, como si al emitir palabras al azar pudiera exorcizar la presión que sentía sobre su pecho. Los días se sucedían, pero la tensión no se disipaba.
Por un breve momento, una chispa de esperanza se encendió en él, como si la posibilidad de escapar de la pesadilla fuera real. Decidió probar suerte y se aventuró a un pequeño bar, donde, por un instante, pudo saborear una sensación de normalidad al beber una cerveza. Sin embargo, ni siquiera un momento de paz podía durar, pues una conversación fortuita en el bar volvió a sumergirlo en el abismo de la paranoia. Las palabras ajenas sobre la búsqueda de un ladrón despertaron en él una ansiedad insoportable. El pánico lo alcanzaba en cada rincón, y lo que una vez parecía una oportunidad de alivio se transformó en una condena eterna.
Así, lo que comenzó como un escape de un crimen cometido en un instante de furia se convirtió en una travesía sin fin a través del miedo y la desesperación. No había manera de regresar a la vida que conocía, ni de deshacer lo hecho. A cada paso, el hombre se veía atrapado en una telaraña de sospechas y temores, donde cada momento de tranquilidad era una ilusión que se desmoronaba al siguiente suspiro. El horror no solo lo perseguía desde afuera, sino que había tomado posesión de su mente, arrasando con cualquier vestigio de paz que pudiera haber existido.
Es fundamental comprender que el miedo no se limita a una emoción momentánea. En las situaciones extremas que hemos explorado, el miedo se convierte en una fuerza destructiva que transforma la vida de un ser humano. Este miedo es una prisión invisible, que mantiene a la persona atrapada incluso cuando las circunstancias externas ya no representan un peligro inmediato. Los recuerdos de lo sucedido, las sensaciones de inseguridad y el temor a ser descubierto se convierten en cadenas que limitan su capacidad de tomar decisiones racionales, haciendo que cualquier acción, por más inocente que parezca, se vea como una amenaza.
El proceso que sigue este hombre es, en muchos aspectos, un retrato de lo que experimentan aquellos que viven bajo una constante presión, ya sea por un crimen, por decisiones equivocadas o por la ansiedad interna. La huida no trae la libertad, sino una carga más pesada. La soledad se intensifica, la ansiedad crece, y la mente, incapaz de procesar el peso de lo sucedido, busca consuelo en lugares que no pueden ofrecerlo. De esta manera, el miedo deja de ser solo una reacción pasajera; se convierte en un modo de vida, una existencia marcada por la persecución interminable de algo que nunca llegará.
¿Cómo la enfermedad mental y el ambiente pueden alterar la percepción de la realidad?
La atmósfera de la mansión de los Usher no es solo el marco en el que se desarrollan los eventos, sino que parece estar imbuida de un poder sobrenatural que afecta tanto a los habitantes como a los visitantes. En el relato de la caída de la casa de Usher, el narrador describe un espacio donde la luz tenue y roja apenas alcanza a iluminar los objetos más cercanos, dejando las esquinas y los rincones casi inalcanzables, sumidos en sombras inquietantes. Las pesadas cortinas oscurecen las paredes, mientras que el mobiliario, aunque abundante, resulta incómodo y desordenado, como si el propio espacio estuviera a punto de desmoronarse, igual que las mentes de los que lo habitan. La desolación y la melancolía parecen impregnadas en cada rincón, y la atmósfera que se respira es una de tristeza profunda y desesperación, como si la mansión misma estuviera sufriendo junto a sus moradores.
El personaje de Roderick Usher, uno de los principales habitantes de la casa, es una representación tangible de la descomposición física y mental que sufre la familia. En su apariencia, la cadavérica palidez de su rostro, sus ojos grandes y brillantes, su cabello fino y casi etéreo, todo ello crea una figura casi ajena a la humanidad. El narrador, al encontrarse con él tras mucho tiempo, apenas reconoce en este ser tan alterado a su viejo amigo de la infancia. Esta transformación física no es solo superficial; refleja un cambio profundo en su psique, que se ve reflejado en la incoherencia de su comportamiento, una lucha interna entre la vitalidad y la desesperación.
La enfermedad de Roderick, según él mismo describe, es de naturaleza nerviosa y de carácter familiar. Sin embargo, sus síntomas no son los típicos de un trastorno físico común, sino más bien un conjunto de sensaciones anómalas: la intolerancia a ciertos estímulos como la luz, los olores y los sonidos, que se convierten en una fuente constante de angustia. Su miedo no está dirigido al peligro inminente, sino al terror de la incertidumbre, a la ansiedad de lo que podría suceder, a la anticipación del sufrimiento sin fin. Esta condición, que parece más una manifestación mental que física, no solo agobia al enfermo, sino que también lo convierte en una víctima de su propia mente, prisionero de su propia percepción de la realidad.
Al entrar en la mansión, el narrador también se ve atrapado por el influjo de ese ambiente peculiar que parece no ser solo una casualidad. La mansión misma, con sus paredes grises y su lago sombrío, ha adquirido una influencia sobre la mente de los Usher, algo que los ha marcado de manera irreversible. La familia parece estar irremediablemente conectada al destino de la mansión, como si la estructura misma se alimentara de sus emociones y trastornos. La percepción del espacio físico y su relación con el estado mental de los habitantes de la mansión son inseparables. El propio Roderick admite que gran parte de su sufrimiento proviene de esta influencia, de un vínculo casi sobrenatural entre la morada y su alma.
Este vínculo se intensifica aún más con la presencia de su hermana Madeline, cuya enfermedad se revela como una forma de catalepsia, un trastorno que la deja en un estado de parálisis y abatimiento, casi como si su cuerpo estuviera muerto en vida. La relación entre los dos hermanos parece estar marcada por un profundo amor, pero también por la tragedia, ya que ella, en su debilitamiento, es la última familia que le queda a Roderick. La anticipación de su muerte inminente agrava aún más su estado psicológico, como si el final de la vida de Madeline significara la caída definitiva de la familia Usher.
Es fundamental entender que la enfermedad de Roderick no solo es una manifestación de su propia psique, sino también un reflejo del ambiente opresivo que lo rodea. La influencia de la mansión y la cercanía a la muerte de su hermana Madeline son elementos que intensifican su sufrimiento mental. La casa de Usher no es solo un espacio físico; es un símbolo de la decadencia, tanto emocional como moral, de una familia que está al borde de la extinción.
Es necesario también comprender que la enfermedad que afecta a Roderick no se limita a lo físico, ni es solo un trastorno mental individual. Hay un factor externo, en forma de un entorno perturbador, que juega un papel clave en su deterioro. Este detalle es esencial para entender cómo el entorno puede influir en la mente humana y, a su vez, cómo nuestra percepción de la realidad puede verse alterada por las circunstancias externas que nos rodean. La mansión no es solo un lugar donde habitan los Usher; es una extensión de su psique, un reflejo de su ansiedad y desesperación.
¿Qué es lo que realmente vemos cuando creemos ver lo sólido?
Lo curioso del pasado es cómo, al evocarlo, se aclara como una vidriera con sol detrás, aunque sea por un breve instante. La memoria, como un espejo antiguo, empañado por el uso y el tiempo, de repente devuelve un reflejo más nítido que el presente mismo. Y sin embargo, ese espejismo de claridad no otorga consuelo, sino una conciencia más aguda de lo efímero. Hablábamos de lo sólido, y esa palabra no ha dejado de resonar en mi cabeza. Lo sólido. Y sí, las cosas parecen serlo. Pero que algo lo parezca no significa que lo sea.
Tomemos este banco, por ejemplo. Firme, pesado, tangible. Pero una vez caído, descompuesto, echado al fuego, ¿qué queda? Un poco de gas, unas cenizas ligeras. Y eso mismo aplica, con mayor razón aún, a los que lo ocupan. Una costumbre peculiar esa de sentarse, ¿no? Pero más peculiar aún es cómo, si redujeran a uno hasta lo esencial, sin humedad, sin carne, lo que quedaría de nosotros apenas movería la balanza. Nos dicen que no seríamos más que lo que cabe en una cáscara de nuez. Entonces, si eso es todo lo sólido que nos compone, ¿cuánto se necesita para mantener la mera apariencia, lo bastante para ser apenas perceptibles, si volviéramos después de irnos? Apenas lo suficiente para incomodar a la vista desnuda, como decía el reverendo.
El tiempo pasó. George se recuperó, aunque nunca fue el mismo después de aquel suceso espantoso. Se contrató a otro jardinero, la joven fue tratada con generosidad por el reverendo, y el silencio regresó a la casa, más espeso que nunca, como si el mismo sepulcro hubiera cerrado su tapa sobre ella. Al principio creí que era paz, una paz dura y estéril. Pero después noté otra cosa. Una tensión sorda, que se colaba en las paredes después del atardecer. No era algo que se pudiera señalar con claridad, pero se sentía, y hasta George lo percibió. Y si él lo notaba, era porque de verdad estaba allí.
Finalmente, ocurrió algo concreto. Había salido al caer la tarde, después de un día abrasador, en busca de un poco de aire fresco. Me detuve en un bosquecillo de hayas, un árbol que da sombra como pocos. Mientras descansaba, mis pensamientos divagaban, atados al presente sólo por una cuerda floja. Me vino a la mente aquella frase: lo que para uno es veneno, para otro es alimento. Pensaba en cómo el viejo reverendo me agradeció con ojos húmedos después del entierro, roto por la traición de alguien en quien había depositado confianza ciega. Aquella noche, durante la investigación, sufrió un derrame. Sobrevivió, pero nunca volvió a levantarse.
En mi regreso, crucé por el sendero del campo y fue entonces cuando lo vi. Un espantapájaros. Nada extraordinario, pensarían algunos. Pero no en ese campo. No allí. Lo conocía como la palma de mi mano, y nunca lo había visto antes. Se erguía en medio del rastrojo seco, con los brazos extendidos y el sombrero cubriéndole los ojos, de espaldas a mí, mirando hacia la casa. Me detuve. Lo observé largo rato. Había algo extraño. Volví por el otro lado del seto, entré en la casa y subí al piso superior para verlo desde la ventana. Desde allí parecía estar más cerca del borde del campo. Pensé: ¿cómo es posible que no lo haya notado antes? Si había sido colocado recientemente, ¿quién lo hizo?
Al día siguiente, la curiosidad pudo más. Fui por los prismáticos del reverendo, y los enfoqué con precisión sobre aquella figura. Entonces lo vi todo. No se trataba sólo de que la figura era clara, tan clara como si pudiera tocarla. Era su postura, la forma en que se sostenía, ese rostro vacío mirando hacia el cielo. No era una figura hecha de palos y trapos. No del todo. Había en ella una intención, una presencia que no debía estar allí.
Llamé a George. Le pedí que mirara. Se tomó su tiempo, como siempre. Cuando terminó, sólo dijo: “Es un espantapájaros”. Le pregunté si notaba algo raro en el aire a su alrededor, ese tipo de vibración, casi temblorosa. Me respondió que era el calor. Pero su voz temblaba.
Le dije que uno de los dos debía acercarse a comprobarlo. Pero no lo hicimos. Ninguno de los dos. Aunque sé que George no lo dejó de pensar. A la mañana siguiente, lo primero que hice fue ir al pasillo y mirar de nuevo. Todo estaba inmóvil, en silencio absoluto. Y sin embargo, ya no estaba. Había desaparecido. Ni rastro de él al otro lado del arroyo, más allá de los juncos. El campo, otra vez vacío, como un papel sin escritura. Y el agua fluyendo, como si nada hubiera pasado.
Lo importante no es la figura en el campo, sino la certeza con la que la vimos. Lo que nos espanta no es su presencia, sino que al desaparecer nos deja enfrentados a la idea de que lo sólido —lo que creemos ver y tocar— puede no ser más que un accidente pasajero. Si la realidad depende de los ojos que la observan, entonces lo que vemos puede ser apenas una sombra del verdadero peso de las cosas. La solidez, esa tranquilidad engañosa, puede ser la ilusión más peligrosa de todas. Y el miedo, cuando se instala, rara vez lo hace por lo que está allí; lo hace por lo que ya no está… y sin embargo sigue presente.
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