La política exterior del presidente Donald Trump, especialmente en América Latina y el Medio Oriente, refleja una continuidad con las prácticas previas de intervención de Estados Unidos en estas regiones. Desde el inicio de su mandato, la administración Trump ha adoptado un enfoque agresivo hacia ciertos gobiernos y movimientos en América Latina, particularmente hacia Cuba, Nicaragua y Venezuela. Bajo la etiqueta de "Troika de la Tiranía", acuñada por el asesor de seguridad nacional John Bolton, se busca enfrentar a estos regímenes autoritarios que, según la administración, representan una amenaza para la seguridad regional y la democracia.
El caso de Venezuela fue uno de los momentos más destacados de este enfoque. En enero de 2019, Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, se autoproclamó presidente interino en conformidad con la Constitución venezolana, alegando que el gobierno de Nicolás Maduro era ilegítimo. Si bien este movimiento fue sorpresivo para muchos, la administración de Trump ya había dado señales claras de apoyo a la oposición venezolana. El senador Marco Rubio, trabajando estrechamente con la Casa Blanca desde los primeros días del mandato, y el vicepresidente Mike Pence, quien instó a Guaidó a desafiar a Maduro y le prometió el respaldo de Estados Unidos, jugaron papeles clave en el proceso. La respuesta de Maduro, sin embargo, fue firme, y el ejército venezolano permaneció leal a su presidente. A pesar de ello, la administración Trump continuó presionando con sanciones más severas y la amenaza de una intervención directa, lo que puso en riesgo una escalada militar en la región.
Este tipo de intervencionismo no es nuevo en la historia de Estados Unidos, que ha tenido una larga tradición de involucrarse en los asuntos internos de América Latina, desde el apoyo a dictaduras militares hasta intentos de derrocar gobiernos democráticos. La política estadounidense en la región, aunque a menudo justificada por la lucha contra el comunismo o el narcotráfico, ha generado un sentimiento de desconfianza y rechazo, exacerbado por la retórica xenófoba de Trump. La intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de estos países no solo ha provocado resentimiento, sino que, a menudo, ha tenido consecuencias contraproducentes, alimentando la violencia de los cárteles de drogas y fortaleciendo a regímenes autoritarios que terminan contrarrestando los intereses estadounidenses en el largo plazo.
En cuanto al Medio Oriente, la administración Trump también siguió una política de refuerzo de alianzas tradicionales, especialmente con Israel, Arabia Saudita y los pequeños estados del Golfo Pérsico. La política de apoyo incondicional a Israel, que se concretó con el traslado de la embajada de Estados Unidos a Jerusalén en 2017, y la posterior declaración en 2019 de que Estados Unidos reconocería la soberanía israelí sobre los Altos del Golán, ha marcado una ruptura significativa con las políticas previas, que intentaban mediar en el conflicto israelí-palestino. Esta postura ha sido vista como un golpe a las posibilidades de paz, ya que, al ignorar las reclamaciones palestinas sobre Jerusalén y los Altos del Golán, Estados Unidos ha dejado de ser considerado un mediador imparcial.
Además, la intensificación de las campañas militares en la región, como el aumento de los bombardeos contra el Estado Islámico (ISIS) en Irak y Siria, ha incrementado las bajas civiles, haciendo más compleja y violenta la situación. Los ataques con drones y los bombardeos se han disparado, lo que refleja la continuidad de la política de intervenciones militares en el Medio Oriente, una política que ha demostrado ser costosa tanto en términos de vidas humanas como de recursos económicos, sin lograr una estabilidad duradera en la región.
La administración Trump, al igual que sus predecesores, ha utilizado la "lucha contra el terrorismo" y la defensa de los intereses estratégicos de Estados Unidos como justificación para su presencia militar en el Medio Oriente. Sin embargo, la excesiva dependencia de la fuerza militar y la escasa atención a las soluciones diplomáticas ha generado una creciente oposición internacional y ha exacerbado el rechazo de la población local, lo que a menudo lleva a un círculo vicioso de violencia y radicalización.
Lo importante es que, a pesar de las tácticas y retóricas cambiantes, las intervenciones de Estados Unidos en América Latina y el Medio Oriente han seguido patrones similares: un enfoque de poder que no solo desestabiliza a las naciones objetivo, sino que también perjudica los intereses estratégicos a largo plazo de Estados Unidos. La arrogancia de creer que la fuerza militar puede resolver problemas políticos complejos, sin comprender las dinámicas internas de los países afectados, ha llevado a fracasos notables en la historia reciente.
Además de la evidente crítica a estas intervenciones, es necesario comprender que el intervencionismo de Estados Unidos no se limita a una simple cuestión de política exterior. Tiene implicaciones profundas para las relaciones internacionales, los derechos humanos, la seguridad global y la legitimidad de las instituciones internacionales. La forma en que un país como Estados Unidos maneja su poder en el escenario mundial no solo afecta a los países directamente involucrados, sino que también tiene repercusiones para el orden global y la estabilidad regional.
¿Por qué el discurso de amenaza en la política exterior estadounidense persiste a pesar de su cuestionable eficacia?
Desde el final de la Guerra Fría, la política exterior de Estados Unidos ha sido marcada por un patrón persistente: la inflación de amenazas. Esta estrategia discursiva consiste en exagerar peligros externos —reales o percibidos— para justificar intervenciones militares, expansiones presupuestarias del Pentágono y un liderazgo global indiscutido. Lo notable no es solo la frecuencia con la que este patrón se reproduce, sino su resiliencia ante los resultados contradictorios o incluso desastrosos que ha producido. A pesar de los fracasos visibles en Irak, Afganistán o Libia, el relato dominante sobre el mundo como un espacio permanentemente amenazante sigue encontrando eco tanto en los medios como entre los decisores políticos.
El crecimiento sostenido del presupuesto del Pentágono, con proyecciones que apuntaban a casi un billón de dólares en 2024, no responde exclusivamente a necesidades estratégicas objetivas, sino a una combinación de factores estructurales e ideológicos. Entre estos, destaca la narrativa institucionalizada del "declive relativo" de Estados Unidos frente al ascenso de otras potencias, especialmente China, que sirve como argumento recurrente para mantener una postura de supremacía militar. Esta percepción de amenaza, más construida que evidenciada, alimenta una lógica de reacción preventiva que ha sido históricamente costosa y muchas veces contraproducente.
Varios informes del Congreso y centros de análisis han mostrado cómo una porción creciente del gasto en defensa se destina a mantenimiento y operaciones, no a capacidades nuevas ni a modernización efectiva. A esto se suma el envejecimiento del equipo militar y el desgaste humano e institucional de las fuerzas armadas. Aun así, la imagen pública de las fuerzas militares sigue siendo positiva, en parte gracias a una cultura política que asocia el poderío militar con el patriotismo y la seguridad, y en parte debido a la incapacidad de las élites para articular una visión alternativa coherente del papel de EE. UU. en el mundo.
Las justificaciones de intervenciones militares han oscilado entre motivos humanitarios y amenazas existenciales. El caso de Libia, por ejemplo, fue presentado como un modelo de intervención multilateral exitosa, pero su desenlace —caos político, vacíos de poder y proliferación de milicias armadas— forzó incluso al presidente Obama a reconocerlo como el mayor error de su presidencia. La desconexión entre los objetivos declarados y los resultados reales no ha sido suficiente para frenar el impulso intervencionista. En parte, porque las estructuras que producen estas decisiones —think tanks, contratistas militares, comités del Congreso— se benefician del statu quo.
La opinión pública internacional ha reaccionado negativamente ante este patrón de comportamiento. Encuestas recientes en países de mayoría árabe y en otras regiones del mundo muestran una caída sustancial en la imagen de Estados Unidos. El rechazo no es solo hacia figuras políticas puntuales como Donald Trump, sino hacia una trayectoria percibida como imperialista, insensible o motivada por intereses propios más que por valores universales. Al mismo tiempo, el apoyo a la democracia disminuye en regiones donde no se han consolidado instituciones democráticas estables, en parte como consecuencia de la instrumentalización de la “democracia” como justificación de guerras.
El retorno a doctrinas más realistas en política exterior, como las de Powell o Weinberger, ha sido discutido como una posible salida al impasse estratégico. Estas doctrinas proponían criterios claros para el uso de la fuerza: intereses vitales en juego, apoyo público sostenido, objetivos alcanzables. Sin embargo, incluso estas propuestas han sido desfiguradas por la práctica política contemporánea, donde la rapidez de los ciclos mediáticos y la presión de grupos de interés impiden debates estratégicos profundos.
El orden liberal internacional que Estados Unidos pretendió consolidar tras la Segunda Guerra Mundial ya no goza del mismo prestigio ni adhesión. No solo por el ascenso de potencias emergentes, sino por la percepción generalizada de que las reglas del juego solo se aplican a los débiles, mientras los poderosos las ignoran o las reinterpretan. La nostalgia por un orden liderado por Washington convive con la evidencia de que ese liderazgo ha perdido legitimidad moral y eficacia práctica.
Este contexto exige una reevaluación radical del papel de Estados Unidos en el mundo. La persistencia de la narrativa de amenaza perpetua —aunque útil políticamente en el corto plazo— erosiona la capacidad del país para formular políticas sostenibles, coherentes y legítimas. Sin una reflexión profunda sobre las causas estructurales de esta lógica, y sin una voluntad política real para reformarla, el riesgo es continuar acumulando fracasos estratégicos disfrazados de victorias narrativas.
Es fundamental comprender que el miedo, una vez convertido en herramienta de gobierno, se institucionaliza. Y cuando la seguridad nacional se convierte en un marco permanente, no en una excepción, lo que se pierde no es solo dinero o vidas, sino la posibilidad de imaginar un futuro diferente. El desafío no es solo técnico o presupuestario; es filosófico y ético: redefinir lo que significa “defensa” en el siglo XXI, y quién merece ser defendido.
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