Durante años, la figura de Mata Hari y su compañera polaca vivieron trayectorias paralelas, aunque con la bailarina manteniendo una posición de superioridad tanto en el escenario como en la clandestinidad. La orden que recibió Mata Hari para regresar a Francia fue, sin duda, un recordatorio macabro del destino que aguardaba a quienes desobedecieran: su amiga polaca sufrió un final trágico y sangriento. En este ambiente, la espía debía protegerse con todos los recursos a su alcance, pero estaba claro que sus superiores no tolerarían ninguna insubordinación. Si decidía permanecer en España desafiando órdenes, carecía de aliados capaces de protegerla de una venganza implacable; en cambio, en París contaba con poderosos amigos cuyos intereses podían motivarlos a resguardar su vida, al menos temporalmente. El Segundo Buró francés no tenía la reputación despiadada de sus homólogos alemanes, y quizá Mata Hari pensaba que podía justificar la desaparición de ciertos documentos con una historia plausible, alegando que los había destruido por seguridad.

Esta percepción de peligro y posible protección era racional. La verdadera traición no podía surgir sin otro canal externo, y aunque la espía aceptara su misión, las autoridades alemanas mostraron un desprecio cruel por la seguridad de una agente que les había sido útil. Además, existen indicios de que fue enviada a su perdición de manera premeditada. Los alemanes sabían que Mata Hari cometió un error grave al enviar los documentos originales a Holanda en vez de conservar copias, lo que comprometía su lealtad. La mayor dificultad no era solo la ausencia de esos papeles, sino que la información que enviaba a partir de cierto momento era incorrecta o engañosa. Datos sobre rutas aéreas, informes sobre tanques y listas de espías resultaron falsos o inútiles, lo que levantó sospechas de que sus informantes eran agentes enemigos que manipulaban la información para confundir a los alemanes. Además, el hecho de que los británicos la enviaran a España en lugar de permitir que siguiera a Holanda no ayudó a su credibilidad.

Los alemanes se enfrentaban a dos posibles conclusiones: o Mata Hari los engañaba deliberadamente, o los agentes enemigos usaban a la espía para confundirlos, transformándola en un peligro para sus propios empleadores. Sin embargo, aunque se vio obligada a regresar a París, no fue entregada por sus superiores alemanes, lo que puede ser interpretado como un acto de estúpida negligencia o una estrategia oscura. En todo caso, la responsabilidad última recaía en aquellos funcionarios que, pese a las repetidas advertencias, continuaron exponiéndola a un destino fatal.

Cuando Mata Hari dejó España, no hubo ningún intento de mantener el secreto. En la estación de tren de Madrid fue despedida por admiradores y oficiales alemanes, pero cruzó los Pirineos sin resistencia, facilitada por un cónsul francés complaciente que le otorgó los visados sin dificultades, lo que en esa época era una tarea ardua debido a las estrictas regulaciones. En París, su llegada fue discreta, sin el recibimiento entusiasta que acostumbraba a recibir. La única persona que la esperaba era un oficial del Foreign Office, cuya devoción hacia ella parecía renacer cada vez que la veía, a pesar de las vicisitudes de su relación. La policía detectó que su equipaje llegó al Hotel Plaza-Athénée, pero ella misma no fue fácilmente localizada durante tres días, lo que alarmó al Segundo Buró. Sospecharon que podría estar implicada en otra misión secreta, tal vez en un lugar remoto, y la inquietud creció debido a que no había recogido el dinero destinado a su trabajo, algo inusual en ella. Finalmente, fue encontrada conduciendo despreocupadamente hacia el hotel, lo que solo incrementó el misterio y la incertidumbre sobre sus verdaderos movimientos.

El relato de Mata Hari ilustra la complejidad y el peligro inherentes al espionaje durante la Gran Guerra. No solo se enfrentaba a los riesgos mortales de su propia valentía, sino también a las intrigas y manipulaciones de todas las partes involucradas, que a menudo usaban a los agentes como peones sacrificables en un tablero mayor. Su historia no solo es un testimonio del juego mortal de la inteligencia, sino también una reflexión sobre la fragilidad humana en medio de conflictos globales.

Es fundamental comprender que en el espionaje, la lealtad y la traición pueden ser conceptos ambiguos, manipulados por intereses políticos y estratégicos que trascienden la vida individual. La ausencia de protección efectiva para agentes como Mata Hari revela la crueldad de los sistemas que los utilizan y descartan. Además, la interpretación de la información, su veracidad y las contradicciones en las fuentes demuestran que en la guerra clandestina no hay certezas absolutas, solo múltiples verdades parciales que conforman la realidad fragmentada del conflicto. La figura de Mata Hari, por tanto, debe analizarse no solo como una traidora o víctima, sino como un símbolo de la ambigüedad moral y estratégica que define el arte del espionaje.

¿Qué se oculta detrás de los recuerdos y los rostros desconocidos?

Mientras la estación se bañaba en una lluvia gris, los pensamientos de Murray seguían atormentándolo, oscilando entre la repetición de la imagen de la mujer y la inquietud provocada por la ejecución de Karl Bayer. Aquella tarde, el tren se detuvo en una pequeña estación desierta, como un escenario desolado en medio de un día interminable. El repiqueteo del agua sobre el suelo y la visión de un cartel de ejecución fueron suficientes para trastornar su ya agitado estado mental. En la humedad de la estación, la presencia de aquel cartel, con la orden de muerte a Bayer, se convirtió en una pesadilla que lo persiguió hasta el interior del tren. Bayer, un hombre joven, un espía tal vez, cuya vida se extinguió a manos del verdugo, destilaba una amargura que se reflejaba en los pensamientos de Murray.

Este último, intentando encontrar algún sentido en todo aquello, comenzó a imaginar lo que debió haber sido el último momento de vida de Bayer. ¿Pudo haber oído el golpe del hacha o fue todo tan irreal como la niebla del amanecer? Sus pensamientos, desordenados y sombríos, lo llevaban sin tregua hacia una mujer cuyo rostro seguía siendo un misterio. Aunque varios hombres le habían hablado de ella, las descripciones que ofrecían no coincidían entre sí, como si cada uno hubiera descrito una parte distinta de un rompecabezas imposible de armar. Todo lo que tenía de ella era la palidez de su rostro y el cabello negro como el marfil, detalles que se repetían en las historias de sus tres informantes.

Su curiosidad se avivaba con cada palabra que escuchaba, pero la imagen de esa mujer se desvanecía tan rápido como se formaba en su mente. Los tres hombres coincidían en que su atractivo no era inmediato, y que el cambio en su rostro o en su forma de ser se manifestaba solo después de conocerla. Uno hablaba de sus ojos, que brillaban como llamas en una noche oscura, mientras que otro mencionaba una especie de magnetismo en su manera de acercarse a los demás. Sin embargo, ninguno pudo ofrecer información concreta sobre su pasado o su nacionalidad. Murray se encontraba ante un enigma: ¿quién era ella realmente? ¿Qué nombre usaría él para llamarla?

Mientras caminaba por la estación, su mente seguía atrapada en los recuerdos de los relatos ajenos y en la necesidad de entender su propia ansiedad. En ese instante, la imagen de la mujer volvía a su mente, esta vez fusionándose con la sensación de desasosiego que la ejecución de Bayer había sembrado en él. Esa sensación de vivir en el borde de lo que se conoce y lo que se teme, entre la realidad y lo imaginado, lo perseguía como una sombra que lo desbordaba sin cesar.

La llegada a Berlín no hizo sino intensificar sus pensamientos. Mientras las calles se llenaban del bullicio de la gente, Murray se veía arrastrado por las imágenes que se formaban en su cabeza, esas mismas que lo mantenían atrapado en una trama de confusión y angustia. Se sentía como si estuviera buscando algo más, algo oculto en las sombras de la ciudad, que, tal vez, le ayudaría a desvelar los misterios que lo acosaban.

La percepción que tenía de la mujer parecía estar cada vez más conectada con su propia inseguridad. Era como si su rostro no fuera sólo un enigma físico, sino una proyección de sus propios temores y ansiedades. La incertidumbre de no saber cómo encontrarla ni qué esperar de ella alimentaba su curiosidad hasta el punto de obsesionarlo. Quizás su única certeza era que ella, y no él, decidiría cuándo y cómo se encontrarían.

Este entrelazamiento de recuerdos y emociones había tomado forma en su vida de manera tan profunda que se sentía incapaz de distinguir lo real de lo imaginado. Todo parecía desdibujado, como las sombras que se alargaban en las calles de Berlín, con la noche aproximándose rápidamente.

Cuando finalmente llegó a su destino, se vio incapaz de liberarse de esa sensación de extrañeza. Las caras de las personas que pasaban junto a él no lograban disipar la sensación de vacío que lo invadía. A pesar de que se encontraba rodeado de gente, seguía siendo un extraño para sí mismo, buscando respuestas en la oscuridad de la ciudad, sin saber si lo que deseaba encontrar estaba realmente allí, o si todo era sólo un reflejo de sus propios miedos.

Es importante comprender que las obsesiones, tanto por personas como por situaciones, a menudo reflejan una lucha interna mucho más profunda. En este caso, la figura de la mujer no es solo un objeto de deseo o curiosidad, sino una manifestación de la búsqueda de sentido dentro de un contexto marcado por el miedo, la incertidumbre y la duda existencial. La aparición de esta mujer, real o imaginaria, simboliza una tentativa de Murray por encontrar un ancla en medio de su caos emocional. La ciudad de Berlín, con su atmósfera inquietante, se convierte en el escenario perfecto para esta lucha interna, donde la línea entre lo tangible y lo intangible se difumina.

¿Qué se esconde detrás del club de Tim y sus miembros?

El lugar en cuestión no se parecía a ninguno que hubiera conocido antes. De hecho, parecía un espacio tan excéntrico como su dueño, Cousin Tim. El ambiente era peculiar y contradictorio: algunos días era animado, otros completamente vacíos. Algunas noches, una banda de negros amenizaba la velada, y en otras, la música provenía de un piano o de un gramófono. Las personas que frecuentaban el club también eran un reflejo de esta extraña mezcla social; uno podía encontrarse conversando con figuras conocidas en toda Inglaterra, solo para luego ser presentado a un empleado de tienda o a un simple funcionario de apuestas.

A lo largo de mis visitas, algo me llamaba la atención: nunca se me entregaba una cuenta por las bebidas o bocadillos que pedía, y no parecía que nadie recibiera una factura. Esto era particularmente extraño dado el consumo constante de alcohol y otros refrescos. El champán, raramente servido, solo se ofrecía a invitados de importancia, pero el consumo de otros productos era abundante. ¿Cómo podía mantenerse financieramente el club si nadie pagaba?

Una noche, durante una de las veladas más tranquilas, me encontré conversando con una joven que había observado en varias ocasiones. La última vez que la había visto, ella irradiaba alegría, siendo el centro de su grupo. Sin embargo, esa noche, su rostro estaba marcado por una expresión de amargura, y su cuerpo, tenso, parecía marcar el ritmo de sus pensamientos. Decidí abordarla.

Le pregunté sin rodeos: "¿Cuál es el propósito de todo esto? ¿Por qué estas personas se reúnen aquí? No veo nada en común entre ellas". Su respuesta fue mordaz: "O eres un maldito tonto, o estás intentando hacerme uno". A pesar de la rudeza de su comentario, persistí: "Y otra cosa que no entiendo... ¿por qué nadie paga por lo que consume aquí? ¿Cómo puede Cousin Tim mantener este lugar funcionando?"

Ella, con un tono más relajado, me contestó: "Todo el mundo sabe que es un millonario excéntrico. ¿Por qué no disfrutar de su dinero si está dispuesto a derrocharlo?"

Lo que al principio me parecía una excusa o una broma, pronto me hizo pensar. Era claro que había algo más detrás de este comportamiento, algo que no se mostraba a simple vista. En cuanto esta joven se retiró para hablar con Tim, su actitud cambió drásticamente. En cuestión de minutos, su semblante se iluminó, su energía se disparó y regresó al centro de la sala, desbordando entusiasmo y alegría, como si un hechizo hubiera transformado su estado de ánimo. Fue un cambio tan radical que casi me costaba creer que era la misma persona.

Entonces, comencé a observar con más atención, y pronto descubrí una pauta común entre los asistentes al club: varias personas, que llegaban al lugar con expresiones de desesperación o tristeza, de repente experimentaban una transformación radical hacia una felicidad irracional. Este fenómeno se repetía una y otra vez.

Fue entonces cuando comprendí la verdad sobre el club de Cousin Tim. Lo que inicialmente me parecía una organización misteriosa y desorganizada, en realidad era una fachada para la distribución de drogas. El club estaba diseñado para ofrecer un ambiente controlado y libre de juicios, donde las personas podían consumir sin preocuparse por las consecuencias inmediatas. Los refrescos y bocadillos gratuitos, la falta de facturas, todo cobraba sentido ahora. Lo que parecía una actitud generosa de Tim era, en realidad, un modo de encubrir una operación mucho más lucrativa. Los productos que ofrecía, aunque no fueran visibles a simple vista, tenían un precio mucho mayor que el de las bebidas: la adicción y la dependencia de las personas.

A partir de ese momento, decidí cambiar mi enfoque al hablar con los miembros del club. En lugar de hacer preguntas directas que podrían haberlos hecho sentir incómodos o invasivos, comencé a hablar de manera empática, como si compartiera el conocimiento y los problemas que ellos enfrentaban. No pretendía ser parte del mundo de las drogas, pero me había dado cuenta de que entender a los demás y mostrar comprensión podía abrir puertas. Poco a poco, los miembros del club empezaron a abrirse, y comencé a aprender más sobre la naturaleza de las transacciones dentro del club.

Lo que más me sorprendió fue cómo, al hablar con ellos, la mayoría no sentía la necesidad de ocultar su involucramiento en el tráfico de drogas. No era necesario disimular: todos parecían estar atrapados en su propio mundo de dependencia, sin poder o querer escapar. Lo que antes parecía un club exclusivo de gente excéntrica y rica, era en realidad un espacio para aquellos que buscaban refugio en sustancias, dispuestos a pagar cualquier precio, ya fuera económico o personal.

Lo esencial para entender este ambiente es que no se trataba solo de un club privado para la élite social, sino un lugar donde las adicciones podían florecer en un contexto de normalidad, donde el consumo de drogas se veía como parte del "ocio". Las transacciones no solo eran financieras, sino que también implicaban un intercambio emocional, social y psicológico, donde las personas buscaban una salida a su realidad a través de la anestesia que les ofrecía el lugar.

¿De qué manera logré entrar en la fundición de oro de Irkutsk?

Pensaba en los modos y medios para penetrar en la celosamente custodiada y misteriosa Fundición de Oro de Irkutsk, de la que, en el despacho privado del general Stroumilin, había interceptado un mensaje de Morse significativo sobre palomas mensajeras. Con la mente aún ocupada por ese problema, terminé por dormirme al amanecer siguiente en mi cama pulguienta en la angosta y sofocante habitación trasera de Nechipor Kouzac. La calle Kharlampievskaya era un empedrado lleno de baches que desembocaba, en un extremo, en el Angará; a lo largo de su curso se alzaban casas feístamente modernizadas, con pórticos flanqueados por leones de bronce; poco antes del río, en una franja de terreno rellenado y malsana, se erguía la Fundición, rodeada de cabañas de troncos, montones de ceniza, pilas de carbón, balsas de aceite y agua, grúas eléctricas y las costillas blanqueadas de barcazas abandonadas.

Aquella mañana, junto a la Fundición, había tenido bastante trabajo vendiendo shag y cigarrillos al turno de las seis; sin embargo, mi cesta de mimbre permanecía medio llena de pasteles de hígado. Iba vestido con un traje pintoresco: un zipoun de cuero nuevo, botas moscovitas con fuelles para armónica, una gorra azul de paño y la brillante chapa de metal que acreditaba a un vendedor con licencia. Aquel atuendo me lo había procurado la generosa camaradería del hampa siberiana; esa extraña fraternidad de convictos para quienes un policía era anatema, pero donde un agente de Inteligencia podía compartirlo todo mientras no sermoneara a una prostituta, despreciera a un chulo maquillado ni, por supuesto, “cantara”.

Contemplando mis pasteles sonreí con ironía. Exteriormente eran pasteles corrientes; su precio, sin embargo, era de cinco rublos de oro cada uno. Debajo de la costra tostada había una bola de papel que encerraba morfina; otros, entre tiras de huevo duro, contenían cocaína; algunos más guardaban opio, sulfenal y veronal. Era secreto a voces que casi todos los obreros de la Fundición estaban enganchados a drogas, y si la policía de la ciudad no sabía que una unidad de la Cruz Roja competía con los vendedores ambulantes como fuente de suministro, no me incumbía. No me enorgullecía de mi comercio, pero era el único medio de establecer contacto y ganar amigos dentro.

De pronto las sirenas gemelas de la Fundición lanzaron un fogonazo estridente. En minutos, esqueletos negros con monos rojos emergieron por la puerta de control, trayendo con ellos al aire helado un olor acre a vapores químicos. Era el turno de las once, más apacible que los matutinos, todos de raza vogul. Un hombre uniformado con máscara antigás y un bote de zinc husmeó en mi cesta, escupió y continuó. Lo seguí por una pasarela precaria hasta una cabaña rotulada “M.9472, Rapid Transit, Moscow”, donde esperaba Ossip Gavrik, capataz auxiliar. Con la retirada de la máscara su rostro apareció demacrado hasta la emaciación, ojos vidriosos e inflamados; necesitaba cocaína con desesperación, pero confesó no poder pagar porque había perdido en el juego. Le expliqué que el pastel con tiras de huevo contenía cinco granos de la droga, suficiente para aguantar el resto del día. Temblando, Gavrik se desplomó en un ataque que comenzó con espuma salival; aguardé a que cesara el vómito y le di, refunfuñando, una pastilla de papel con un solo grano. Diez minutos más tarde estaba otro hombre: la dosis había hecho efecto.

Fue el momento por el que había trabajado tanto. Pregunté con rapidez si era cierto que el director militar de la Fundición, el capitán Korniloff, tenía palomas mensajeras en el recinto y dónde las albergaba. Añadí, con naturalidad calculada, que tenía un leve vínculo con el Estado Mayor pero nada que ver con la policía de Irkutsk. La boca de Gavrik trabajaba como la de un adicto masticando astillas invisibles; sus ojos rojos miraban con avidez la segunda pastilla que le ofrecía. Arrebujada en su gesto, inhaló y, con un susurro apresurado, me dijo que las palomas estaban en una cabaña acotada cuyas ventanas ovaladas, provistas de cordeles colgantes, eran trampas automáticas; Korniloff soltaba una paloma con el silbido del mediodía. Me citó en la puerta occidental y se marchó con una mirada nerviosa.

A un lado de la arcada, descubrí un profundo hoyo que me daría cobertura; allí me oculté, con sólo la vista suficiente para ver las ventanas con los disparadores. Esperé hora y pico, la calma volviéndose un filo. Finalmente el silbato del mediodía desgarró el aire, y casi de inmediato un hombre con un abrigo militar gris de campaña se acercó por el patio de carga; de su boca humosa asomaba una pipa de madera de cerezo con boquilla de ámbar que humeaba y escupía.

¿Por qué la genialidad discreta y el secreto absoluto pueden ser más poderosos que la revolución abierta?

Su reputación no se construía sobre descubrimientos espectaculares ni en gestos grandilocuentes. Su talento era de otra índole: perfeccionar hasta la extenuación lo que ya existía, encontrar en ideas sólidas ese giro casi imperceptible que las convertía en algo impecable. Los responsables de los proyectos más sensibles se habían acostumbrado a confiarle fórmulas, cálculos y problemas imposibles. Bastaba con aislarlo durante unas semanas, proporcionarle un par de páginas de ecuaciones y dejarlo trabajar a su manera para que, al final del proceso, apareciera con una solución que multiplicaba varias veces la eficacia del diseño original. Sin embargo, incluso entonces no soltaba el resultado hasta haberlo sometido a pruebas, repeticiones y ensayos, hasta convencerse de que no quedaba un solo margen de mejora.

Este celo perfeccionista traía consigo una consecuencia que muchos veían como un defecto: su férrea insistencia en el secreto absoluto. Ni siquiera los funcionarios de más alto rango podían observar sus métodos antes del momento exacto en que el trabajo quedaba reducido a límites a prueba de errores. Su taller era un territorio vedado, no por vanidad, sino por una convicción inamovible de que sólo el aislamiento podía garantizar la precisión y la seguridad. Era el precio de los avances que producía, aunque para otros significara un obstáculo incómodo.

Mi llegada a su casa fue casi un experimento dentro del experimento. Había calculado el tiempo para alcanzarlo al anochecer, cuando la vigilancia externa se relaja y los encuentros parecen menos formales. El tren, sin embargo, se retrasó, obligándome a caminar desde la estación por un camino cuyo trayecto me había sido mal descrito. No quise pedir direcciones en el pueblo; cualquier conexión visible entre mi presencia y el nombre de Trefethan podía acarrear consecuencias que era mejor no tentar. Así, sin darme cuenta, me sumergí en una atmósfera conspirativa, caminando con pasos medidos, mirando de reojo como si unos ojos invisibles siguieran mi rastro en la penumbra.

Al llegar a la casa la oscuridad era casi total. Un sirviente corpulento, con aspecto de ex boxeador, me recibió con la firme intención de cerrarme el paso. Sólo tras una explicación medida y el uso prudente de mis credenciales logré que anunciara mi presencia. Minutos después me hallaba frente a un hombre de rostro afable pero expresión reservada, que leía mis papeles con gesto tenso. Su fisonomía cambiaba de una ligera irritación a una sonrisa apenas insinuada. No era difícil deducir que mi visita tocaba un nervio sensible.

El ambiente era denso, casi táctil. En la sombra, el sirviente aguardaba por si era necesaria su intervención. Él no dejaba nada al azar, ni siquiera la entrada de un supuesto aliado. Era claro que estaba preparado para actuar ante la menor señal de duda. Comprendí que cualquier nerviosismo de mi parte podía minar la confianza que debía inspirarle. Necesitaba que viera en mí un apoyo y no un intruso.

Cuando, finalmente, habló, lo hizo con esa calma cortante de quien ya ha deducido la mitad de lo que va a decirse. Sabía que yo pertenecía al servicio secreto, aunque era la primera vez que uno de nosotros lo visitaba. Me dijo que siempre había tenido aversión a cualquier tipo de guardia o protección, y sin embargo esta vez lo habían “insistido” para que aceptara mi presencia. En su voz había una mezcla de curiosidad y recelo. Le expliqué, con la prudencia necesaria, que su trabajo actual se consideraba más importante y peligroso que en ocasiones anteriores. La mención de un “otro” interesado en sus resultados tensó aún más el aire de la sala.

No le di nombre, sólo una silueta esquiva: un individuo cambiante, capaz de desprenderse de su personalidad como una serpiente de su piel. Nadie podía describirlo con precisión, nadie estaba seguro de su rostro, pero su nombre —Alta— circulaba en los informes con la persistencia de un signo de alarma. Era la sombra que justificaba mi presencia, la razón por la que la genialidad aislada de Trefethan ya no bastaba para protegerse por sí sola.

Es importante que el lector entienda que en contextos de alta innovación, especialmente cuando se trata de mejoras aparentemente “menores” pero de consecuencias estratégicas inmensas, el secreto no es paranoia, sino defensa activa. La verdadera revolución, muchas veces, no está en el descubrimiento radical sino en el perfeccionamiento discreto que cambia silenciosamente el equilibrio de poder. Y en ese espacio de invisibilidad y riesgo, la confianza se vuelve un recurso tan escaso y valioso como la propia invención.