En la actualidad, los modelos de agencia promovidos por los medios de comunicación de masas no solo buscan distorsionar la realidad, sino que trabajan activamente para borrar la distinción entre la fantasía y el hecho, una distorsión que socava la capacidad de juicio informado y de razonamiento. En este contexto, el neoliberalismo maniaco se convierte en un caldo de cultivo para el auge de sistemas políticos autoritarios, con una atención pública constantemente fragmentada y sobrecargada por impulsos, estímulos y un exceso de información, como señala el filósofo Byung-Chul Han. El resultado de este escenario es un desbordamiento de la atención y la percepción, que ya no es capaz de conectar ideas ni imaginar de manera amplia, creando una fragmentación del pensamiento que favorece la alienación, la distracción y la pasividad política.
La llamada "pedagogía pandémica", impuesta por este régimen neoliberal, produce una desconexión de los individuos de las fuerzas sociales y políticas que les afectan. En lugar de fomentar un análisis crítico de la realidad, las mentes se ven arrastradas por una avalancha de información que, en lugar de educar, despolitiza y aísla. La consecuencia directa de este fenómeno es un pueblo más susceptible a la manipulación y el autoritarismo, un pueblo que, a través de la inercia de su falta de reflexión, termina atrapado en la cultura de la estimulación y la inmediatez.
Frente a esta constante desinformación, la lectura crítica y la conciencia histórica se erigen como elementos fundamentales para resistir el avance de la fascistización de las sociedades contemporáneas. La capacidad de leer el mundo críticamente, de conectar los puntos y de desarrollar una conciencia histórica son los precondiciones esenciales para intervenir en la política de manera efectiva. Esta postura fue vista como peligrosa para los regímenes autoritarios, como la administración Trump, cuya ascensión y permanencia en el poder se basó, en gran medida, en la manipulación de los hechos históricos y en el ataque directo a la memoria colectiva.
Un ejemplo claro de esta distorsión histórica fue la forma en que Trump utilizó la nostalgia del pasado, en particular la frase "America First", como un medio para revivir principios del siglo XX, como el nativismo, el racismo y el aislamiento, pero adaptados a los tiempos modernos. Esta visión del "pasado dorado" de los Estados Unidos sirve para borrar las lecciones de la historia y, de manera insidiosa, reescribir la narrativa de un país que se presenta a sí mismo como excepcional, inocente y moralmente superior. La manipulación de la historia es esencial para el proyecto autoritario, ya que permite distorsionar la realidad presente y alejar a la población de la crítica reflexiva.
En este contexto, la memoria histórica se convierte en un elemento subversivo, peligroso para los que desean mantener el statu quo. La capacidad de recordar y de leer los errores del pasado se ve como un desafío directo a la narrativa hegemónica. Las imágenes de niños migrantes detenidos, enfermos y aterrorizados, por ejemplo, no solo irrumpen el mito del "sueño americano", sino que también nos conectan con los ecos de un pasado fascista, lleno de injusticias sociales y racismo institucionalizado. Este tipo de imágenes obligan a la sociedad a confrontar su propia historia, a reflexionar sobre las formas de opresión y exclusión que todavía persisten en la actualidad.
El ataque a la historia, como lo ejemplificó la reacción de Trump al proyecto "1619" del New York Times, que trató de exponer la herencia de la esclavitud en Estados Unidos, es una clara manifestación del intento de borrar narrativas históricas incómodas. Este tipo de "amnésico social" es el caldo de cultivo perfecto para un populismo de extrema derecha que, al alimentar la ignorancia histórica y la negación de la responsabilidad colectiva, facilita la ascensión de figuras autoritarias que se alimentan de la polarización y el resentimiento.
Además de la lectura crítica y la reflexión histórica, es fundamental que los ciudadanos reconozcan el papel activo que la memoria histórica juega en el presente. La memoria no es solo un ejercicio académico o intelectual, sino un acto político vital. La historia, cuando se usa de manera pedagógica, tiene el poder de iluminar los injustos del pasado y, al mismo tiempo, de darnos las herramientas para construir un futuro más justo. La ignorancia histórica, por el contrario, no es solo una falta de conocimiento; es una forma de despolitización y alienación que facilita la manipulación de las masas por parte de quienes controlan los medios de comunicación y las narrativas del poder.
Por lo tanto, es necesario crear espacios de resistencia contra la distorsión histórica, abrazando la memoria como un medio para resistir las fuerzas que buscan reescribir la realidad según sus propios intereses. La tarea no es simplemente leer la historia, sino leerla de manera crítica, conectando los eventos pasados con las dinámicas actuales y utilizando esa sabiduría para desafiar las injusticias presentes. Esto requiere un compromiso colectivo y un entendimiento profundo de que la democracia, como ideal y práctica política, solo puede sobrevivir cuando las personas se mantienen vigilantes y comprometidas con la verdad histórica y la justicia social.
¿Cómo el fascismo se infiltra en la sociedad moderna y cuál es su relación con la pandemia?
El fascismo, como fenómeno político y social, a menudo se presenta no como una ideología rígida y definida, sino como un conjunto incoherente de suposiciones, frecuentemente moldeadas por el nacionalismo extremo, el racismo, el misogynismo y el desprecio hacia el estado de derecho. En muchas ocasiones, el fascismo se disfraza de una ideología que promueve la "unidad nacional" mientras opera como un sistema que margina y demoniza a quienes no encajan dentro de los parámetros establecidos. No es un fenómeno nuevo, sino que se adapta constantemente, utilizando símbolos nacionales y localismos que le permiten integrarse en la cultura popular. En el contexto de Estados Unidos, esto se hizo patente durante la presidencia de Donald Trump, donde los símbolos nacionales y los eslóganes estadounidenses fueron utilizados para hacer que el fascismo pareciera una ideología aceptable para el pueblo estadounidense, aunque sus consecuencias fueran devastadoras.
El fascismo emerge, con frecuencia, en momentos de crisis terminal de la democracia, cuando las desigualdades sociales y económicas alcanzan un punto de no retorno. En este terreno fértil de injusticia y concentración de poder, los principios fundamentales del fascismo se manifiestan con claridad: la percepción de que ciertas personas son "desechables", que sus vidas no tienen valor y que su existencia es una carga para una élite racializada y ansiosa por maximizar sus ganancias. En sociedades donde la desigualdad crece sin freno, las comunidades más vulnerables, como los ancianos, los discapacitados, los inmigrantes indocumentados y las personas de color, son despojadas de su dignidad y se convierten en víctimas de un desprecio sociopático que legitima el racismo, la discriminación y la violencia estatal.
Los efectos de esta crueldad no fueron completamente visibles hasta la pandemia de Covid-19 y los disturbios provocados por el asesinato de George Floyd. Durante mucho tiempo, las poblaciones más oprimidas fueron vistas como invisibles, irrelevantes para el discurso público, hasta que las crisis sanitarias y sociales sacaron a la luz la importancia de los trabajadores esenciales, muchos de ellos pertenecientes a esos mismos grupos marginados. La pandemia, que obligó a las sociedades a confrontar la fragilidad de sus sistemas de salud y las injusticias inherentes a sus estructuras sociales, se convirtió en un espejo de las desigualdades y violencias estructurales de largo plazo, exacerbadas por el sistema capitalista y su énfasis en la privatización y la falta de acceso universal a la salud.
La emergencia sanitaria global puso de manifiesto la interacción entre el virus y las violencias sistémicas de las que son víctimas las comunidades más pobres y racializadas. A la par de la crisis sanitaria, se desató una crisis moral y política, en la que se hizo evidente que los sistemas de salud pública, el bienestar social y la democracia en general no podían ser considerados independientemente de la creciente desigualdad económica y la concentración de poder en manos de unos pocos. En lugar de centrarse en la solidaridad y la cooperación internacional para frenar la pandemia, muchos líderes, como Donald Trump o Jair Bolsonaro, desafiaron la ciencia, estigmatizaron a otros países y jugaron con la vida de sus propios ciudadanos por motivos políticos.
El contexto de crisis, tanto sanitaria como política, resultó en una nueva ola de resistencia. En las calles, jóvenes y personas de color levantaron la voz, no solo por su derecho a la vida y la dignidad, sino también en contra de un sistema que los ha sometido a la violencia racial, la explotación económica y la exclusión social. Este despertar a nivel global ha puesto de relieve que los problemas que enfrenta la humanidad no son únicamente cuestiones de salud, sino problemas profundamente enraizados en la estructura social y económica. De ahí que la pandemia haya acelerado un cuestionamiento más amplio de la globalización, el nacionalismo extremo y la desigualdad racial y económica que persisten en muchas sociedades.
La lección más profunda que nos deja la pandemia es que las luchas por la salud pública, los derechos humanos y la justicia social están intrínsecamente ligadas entre sí. Ya no es posible separar los problemas de salud de las cuestiones de justicia económica, racial y política. La necesidad de un enfoque más equitativo y solidario se ha vuelto urgente, y en este proceso, la educación juega un papel central. Es fundamental que las sociedades no solo se preocupen por combatir enfermedades o virus, sino que, más importante aún, trabajen para transformar las estructuras que perpetúan la desigualdad y la violencia.
En este contexto, el futuro no puede replicar el presente. Si las sociedades desean un cambio real, no basta con gestionar la crisis actual; deben imaginar un futuro que no se base en la explotación y la opresión. Las futuras generaciones, especialmente los jóvenes y las comunidades de color, son las que están empujando hacia un nuevo horizonte, donde la justicia, la solidaridad y la equidad no sean solo principios abstractos, sino realidades tangibles que reemplacen las estructuras de un sistema que ha fracasado en proporcionar una vida digna para todos.
¿Cómo influye la politización y el extremismo en la justicia y la democracia contemporánea?
En las últimas décadas, el equilibrio entre justicia y política se ha visto profundamente afectado por la creciente politización de las instituciones y la influencia de discursos extremistas. La dinámica observada en Estados Unidos, particularmente durante la administración Trump, ilustra con claridad cómo la justicia puede transformarse en un instrumento al servicio de intereses partidistas, erosionando así los fundamentos democráticos que la sostienen.
La administración de Bill Barr como Fiscal General ha sido señalada como un ejemplo paradigmático de esta politización. Diversos informes y análisis subrayan cómo su gestión estuvo marcada por un uso estratégico de la justicia para proteger a ciertos actores políticos y perjudicar a opositores, lo que suscitó fuertes críticas desde múltiples sectores de la sociedad y de la propia academia jurídica. Esto no solo deslegitima la independencia del sistema judicial, sino que también alimenta una percepción generalizada de desconfianza y escepticismo hacia las instituciones democráticas.
La conmutación de sentencias y perdones presidenciales otorgados a aliados cercanos, como el caso de Roger Stone, refuerza esta narrativa de arbitrariedad y favoritismo. La justicia, en vez de ser un ámbito de equidad, se percibe como una extensión del poder ejecutivo, vulnerable a intereses personales y políticos. Esta realidad se entrelaza con el fenómeno del extremismo, especialmente el nacionalismo blanco, que encuentra en estas dinámicas un terreno fértil para propagarse y consolidarse.
El respaldo explícito o implícito a figuras y grupos con discursos de odio ha aumentado la polarización social y ha provocado una normalización preocupante de ideas radicales dentro del debate público. La relación entre el poder político y los medios de comunicación, ejemplificada en el papel de Fox News, contribuye a la difusión y legitimación de mensajes que muchas veces están alejados de la objetividad y el rigor informativo, favoreciendo la construcción de realidades fragmentadas y polarizadas.
Asimismo, la influencia de individuos como Stephen Miller y otros asesores con posturas extremas revela cómo ciertos sectores dentro del gobierno han adoptado agendas que no solo cuestionan los valores democráticos tradicionales, sino que además promueven la exclusión y la división social. Esta alianza entre política y extremismo genera un clima de desconfianza institucional que, en última instancia, pone en peligro la cohesión social y el respeto a los derechos fundamentales.
Es crucial comprender que estos fenómenos no ocurren de manera aislada ni espontánea; responden a procesos históricos complejos donde la economía, la cultura mediática y las transformaciones sociales juegan un papel central. El auge de una “modernidad líquida” descrita por Bauman, con sus condiciones de raíz y desarraigo, facilita la proliferación de discursos simplistas y polarizadores que explotan el miedo y la incertidumbre. En este contexto, el papel de la ciudadanía es fundamental para resistir estas tendencias y fortalecer los mecanismos de control y transparencia.
Más allá de los hechos y ejemplos concretos, resulta indispensable para el lector reflexionar sobre la fragilidad de las democracias modernas frente a la manipulación política de las instituciones. La justicia, para cumplir su función esencial, debe mantener su independencia y ser percibida como imparcial. La consolidación de un sistema democrático sano requiere también un compromiso activo de la sociedad civil y un ecosistema mediático responsable, capaz de ofrecer información veraz y crítica.
La comprensión de estas interrelaciones permite no solo entender los riesgos actuales, sino también visualizar las herramientas necesarias para preservar el Estado de derecho y la convivencia democrática en tiempos de crisis y polarización.
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